jueves, 13 de octubre de 2022

El sueño perdido

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Esta noche, de nuevo, volví a despertarme demasiado temprano.

Al principio no me di cuenta de que estaba despierto. Mi vejiga me avisó, de malas maneras.

Había soñado con mi abuela, minutos atrás, quién sabe, quizás horas. Lola se llamaba, pero es raro decir “mi abuela Lola”, o “mi abuela materna”. Mi abuela paterna era “mi abuela Nieves”, pero Lola era “mi abuela”.

En el sueño yo usaba el baño y eso le creaba un problema a mi abuela, que estaba esperando para entrar, con sufrimiento creciente. Me había colado sin querer. La situación tiene poco de onírica, mi abuela se pasaba la vida yendo al baño así que no era raro que se le colasen, sobre todo sin querer pues más bien parecía que cada vez que alguien lo usaba le daban ganas de ir a ella. Era un tema de cachondeo bien popular en mi familia.

Entre vuelta y vuelta me pregunto por qué habré soñado con mi abuela. Es instructivo ver a mi psicólogo interpretar mis sueños, aunque por lo general nunca los recuerdo y eso le tiene trastornado. 

Supongo que habrá sido por el entierro de la señora Elsa. Elsa, a la que vi por primera vez el día 10 de noviembre de 2018 en la segunda boda de Mallarí y Rubén, su hijo, y que falleció en las primeras horas de la madrugada del viernes al sábado, según me dijo Diego. Elsa, que nació en Talca y al parecer llegó a Valparaíso en tren, ese medio en el que ya no es posible llegar a Valparaíso. 

Debe ser eso. Mi abuela murió el jueves 7 de julio, creo que pasadas ya las doce. ¿Hace entonces, ya, tres meses?

Aquella mañana, tras muchos informes semanales, mi madre me avisó de que la habían llevado al hospital. 

Por la tarde yo impartía mi clase, o eso intentaba. Las clases híbridas son molestia para todos y humillación para uno: el profesor. Aquel día, particularmente. Con cada bloqueo, cada desconexión, se entumecía mi cerebro, entraba en quiebre, en barrena, varado en las arenas de la inoperancia. No soy informático, no sé qué está pasando, solo quiero dar mi clase en paz. 

La pantalla de mi móvil se enciende de pronto, en silencio. Miro. Es una llamada de wassap. Hay 6 horas de diferencia en aquel momento entre España y Chile. En Santander, es la una y media de la madrugada. Quien llama es mi madre.

Mi abuela ha muerto. 

A la salida llamo, en la calle a oscuras. Intento no llorar, dos alumnas están cerca y se supone que tomaremos algo. En cierto momento se detienen. Termino de hablar y cuelgo. Me recompongo, y me acerco. Una de ellas está llorando. 

Me doy cuenta ahora de hasta qué punto llevo tiempo en Chile: cuando vi que quien llamaba era mi madre, dije en voz alta, para mí: “puta la weá”.

El sacerdote que habla de la señora Elsa me hace creer que la conoce, pero luego sabré que no. Me confirma en la idea de que un sacerdote nunca conoce a sus muertos, es imposible decir tantas chorradas tanto tiempo enterrando a alguien querido.

Facundo y yo comulgamos, y ni se me pasa por la cabeza que él no está bautizado y se dispone a incurrir en pecado mortal. Se olvidan tantas cosas. Olvidé leer pentagramas, qué decir cuando recibes la ostia. Ni caigo en decir “amén”.

Saboreo la ostia y su agradable sabor de viejos años (sin vino, me temo, como ya era entonces norma). Mientras Facundo dice que le encantó, descubro que me han dado dos. Como Cristo en la leyenda, divido el pan, y lo comparto. 

La señora Elsa era creyente, asumo. Yo soy ateo, pero comulgaré por ella. 

La señora Elsa vivía más abajo, en la casa de mis sueños, en la esquina ante el paseo Atkinson. Tantas veces que la había admirado y un día, de repente, entré. Guardo ante todo un recuerdo: la señora Elsa sentada en una mesita en el mirador de su casa, el mar de la bahía y el sol de la tarde tras ella. Me invadió la admiración, la emoción, y una cierta envidia.

Se ilumina imperceptible pero inexorable el envés de mis párpados. Extiendo el edredón un poco más sobre mi rostro. Pienso si ponerme el antifaz, no, mejor no: el antifaz malcría en este mundo sin persianas.

Me duele la muerte de los ancianos más que la de los niños. Mucho más. Asisto devotamente al entierro de esta mujer con la que apenas compartí dos o tres conversaciones breves extraviadas luego por su memoria, esta mujer de la que conservo una imagen que, ante su féretro abierto (pero a distancia: pienso que solo a quien lo quiso en vida le corresponde ver el rostro de un muerto), le prometo que atesoraré para siempre. Consuelo mayor o menor para mi en ciertos momentos, será sobre todo una imagen que la guardará de alguna manera, la conservará modestamente en la mente de alguien que admiró su existencia en ese instante preciso y la apreció sin conocerla, por los meros años vividos, por las arrugas, por la experiencia. Se valora tanto amar conociendo, y con justicia; pero es hermoso cuando sientes algo por alguien sin saber nada de él; es hermoso que te quieran por lo que eres para alguien durante un único segundo de tu existencia, sin querer, quizás incluso a tus expensas, incluso a tu pesar; convertirte en una imagen, ser embalsamado en una mente ajena, disparado a una vertical de la que nunca sabrás.

¿Estoy dormido? Creo que no: mi pie se mueve con el canto de un pájaro. ¿Qué pájaro? 

Acompaño a Rubén y Mallarí en la caravana, y me avergüenzo por sentirme contento de acompañar a personas tan queridas en tan triste momento, aunque me veo más bien testigo de lo bien que se acompañan ellos. Seguimos al coche fúnebre subiendo y bajando quebradas a ritmo de cortejo, un camino que conozco bien, cerros que ya he recorrido a otro paso, con otro sentir: es mi primer funeral en Chile, en el puerto; es una lentitud distinta a la del paseo, como un desplazamiento sin cuerpo, una suerte de travelling fantasmal, etéreo, que como en todo velorio o exequias aproxima a los vivos a la nueva vida de los muertos. 

Pasamos por el rincón donde la micro me pasó un día de largo, por donde me desvié hace poco para explorar una incitante calle desconocida, por el Chalé Picante donde tantas micros tomé, la cuesta tantas veces subida y bajada, la casa donde vivió Diego, y viví yo, y vivió años después Verónica y nos amamos los dos juntos bajo el sol del mediodía y los aullidos de los perros, el encantador café donde la semana pasada degusté una excelente tarta de queso servida por un mesero que sabía que George Sanders trabajó en Chile, la tienda donde me reencontré a Carolina Villagrán, al fin sin máscaras y con sonrisas amplias, la gasolinera donde por fin descubrí cómo debía filmar una manifestación. 

Poco a poco me doy cuenta de que no me duermo. Es demasiado agradable estar en la cama como para perderse tanto placer durmiendo. El dormir es enemigo de la cama, bien mirado. 

Pero pasado un rato es evidente el problema, y evidente su reiteración estas últimas semanas. 

La noche anterior dormí once horas. Pero trasnoché las dos anteriores. En una, incluso gocé de un pullmay que mi estómago aún recuerda, y se habló del rechazo (o Rechazo), sobre el que intento hacer una crónica. Pienso un rato en el tema, y en la máxima de Moreno Pestaña: escribir implica siempre hacer un pacto con nuestra ignorancia; creo que también en sexo, pero por suerte escasamente. Pienso incluso en Julio Pérez Perucha, de quien ayer en Facebook alguien prometía unas memorias; una antología tampoco estaría mal.

Rubén habla y reconstruye la ruta que hicieron hace un tiempo él y Facundo, su hijo: “21 de mayo, ahí empezó el recorrido. Bajar, subir por el Cordillera, bajar por el san Agustín, subir por el Peral, bajar por el Reina Victoria, subir por el Espíritu Santo, caminar, bajar, tomar un trole, avenida Argentina, ascensor Polanco, y de ahí cruzar Polanco hasta Barón por los cerros, por puras quebradas”. Yo lo hice tal cual pero al revés, el 21 de diciembre, dos días después de que Boric resultara presidente. Quería hacer, para empezar mis crónicas, la ruta de los ascensores vivos, al revés que en 2011. 

Desde hace un rato los pájaros cantan. Hay uno cercano que lleva largos minutos con notas picadas, al mismo implacable ritmo. Mi pie derecho salta con cada una. La luz ya gotea por mis pestañas y como rocío de la mañana empapa mis ojos renuentes. 

Bajaron en el Barón y Facundo se quejó de lo lento. Pero es la lentitud lo hermoso del ascensor, ver las fachadas y escaleras, aromos y tantas flores y plantas cuyos nombres ignoro desfilar con solemnidad ante las ventanillas, la ciudad reconfigurando sus líneas y proporciones, cada ascensor un lento y majestuoso travelling. Ivens mostró la ciudad contenida en esos recorridos, Aldo Francia se las arregló para comprimirla en un único ascenso desolador, vuelto de espaldas al mar y aún al cielo oscuro, vuelto hacia la rampa, los pilares, los llantos y ladridos, la maquinaria que dirige al inexorable destino, la muerte. 

Tengo sueños de vigilia, o esas cosas que no se sabe qué son o dónde están. Alguien me pregunta por Jorge Teillier. Le hablo dificultosamente de la pureza de la imagen reencontrada en palabras. “De nuevo vida y muerte se confunden / como en el patio de la casa / la entrada de las carretas / con el ruido del balde en el pozo”. Pienso en el fotolog que tuve hace años. Me gustaría releerlo; ya no existe, pero conservo los textos y las fotografías. Fantaseo con un libro auto-editado. 

De ahí a Sábado noche. 

De ahí al poema que escribí tras la muerte de mi abuela, donde no aparece mi abuela. 

Mi estómago empieza a rugir, olvidado del pullmay ya lejano.

Ladra de pronto la perra de abajo, y el día oficialmente comienza. Cuando se calla, decenas de ladridos se dejan oír a lo lejos, el verdadero canto de los verdaderos pájaros de Valparaíso. 

¿Para qué persistir? No volverá el sueño. Escribamos esto. 

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