martes, 30 de junio de 2020

Aventuras del cuerpo infinito (Ballard, Cronenberg y el virus jovial)


A Alfredo Santos y Sergio Calderón, cuyo recuerdo acompañará siempre la lectura de tantas páginas

    No abundan las adaptaciones al cine de J. G. Ballard. La ingente cantidad de relatos de la que es autor parece haber sido objeto de unas cuantas para televisión, aunque una de ellas, la única que conozco, parte de su novela más exigente: Crash!, un pequeño cortometraje de la BBC entre la ficción, el documental y lo experimental realizado en 1971 por Harley Cokeliss, y que ponía en escena algunos pasajes de La exhibición de atrocidades (objeto de una versión cinematográfica completa, pero no muy inspirada, en el año 2000). El corto sigue siendo una buena introducción a su obra, si bien el privilegio dado a su dimensión ensayística la hace mucho menos perturbadora que su referente; el formato “experimental”, pleno de tics de época, tampoco ayuda, aunque puede aportar cierto encanto, sobre todo por su simpática asociación con un narrador al más puro estilo BBC y el impagable concurso ante la cámara del propio Ballard, anticipando acaso con ello el respectivo de dos años más tarde en su siguiente novela, la legendaria Crash (sin exclamación esta vez).
    La adaptación cinematográfica más sonada a un nivel mainstream es sin duda El imperio del Sol (1987), pero convendremos que no es ni de lejos una adaptación “canónica”, y sí más bien toda una lección de cómo mantenerse fiel hasta cierto punto a la letra cambiando considerablemente el espíritu. Cierto que Spielberg no lo hizo mal del todo: durante la mitad del metraje podríamos estar hablando tranquilamente de una de sus mejores películas dramáticas, hasta que con la caída del campo de concentración a manos de los aviones aliados se impone su eterna obsesión por encadenar momentos sublimes (= oscarizables), con la consiguiente vulgaridad marca de fábrica. Eso sí, me juego el cuello a que Ballard debió amar el momento en que el joven Jim contempla perplejo y fascinado nada menos que el lejano estallido, resplandor y estela de la recién lanzada bomba atómica (la cual, recordemos, el escritor siempre defendió). El momento constituye un feliz encuentro entre dos autores opuestos: Spielberg hace su escena bonita con violines, coros y efectos especiales, mientras que la belleza la aporta el exterminio de millones de personas por el estallido de la bomba, tomado por el joven como el ascenso al cielo de la deseada sra. Victor, el deseo por la cual ya habíamos descubierto tiempo atrás al calor de un bombardeo nocturno. Diría que nunca Spielberg se arriesgó a tanto (salvo mucho más tarde, en IA, y ya nunca más).
    No hace falta decir que si buscamos la adaptación canónica (y mejor) de Ballard no la encontraremos en Spielberg (ni desde luego en Wheatley, ya que estamos) sino en David Cronenberg: hablo, por supuesto, de Crash (1996), adaptación de la novela homónima (1973), la más revolucionaria y transgresora de toda su producción junto con La exhibición de atrocidades (1969). Como es sabido, Ballard fue el mayor admirador y defensor de la película, que encontraba más radical y arriesgada que su libro, manifestación brutal de lo que en aquel anidaba todavía latente al trocar el proceso de inmersión de sus protagonistas por uno que, a su juicio, arrancaba allá donde terminaba la novela. Concretamente, dirá que en aquella trataba de “aliviar al lector de su aparente lógica pesadillesca intentando persuadirle de que el personaje del narrador –que lleva mi nombre– había sido atraído pese a él al mundo de Vaughan. En la película de Cronenberg, en cambio, los personajes aceptan desde el comienzo este universo”. Desde este punto de vista, el choque de coches funcionaría más bien como si unos catecúmenos por fin accedieran a la comunión con la carne de Cristo, el sumo sacerdote Vaughan transformado en partera tardía de un nacimiento inminente mucho antes de su llegada.
    Como si reaccionase frente a la verborreica, explicativa y casi didáctica adaptación que de El almuerzo desnudo realizara unos pocos años atrás (1991), Crash opta por el viaje al corazón de la novela, la exacerbación de sus síntomas y radicalidad mediante, entre otras cosas, la renuncia a uno de sus principales elementos: el lenguaje.
    Por aquello que cuentan, es evidente que los narradores de muchas de las obras de Ballard creen tener un pie dentro y otro fuera del mundo (el nuevo mundo) que describen. Se saben fascinados por lo que sucede y saben que juguetean con ello más de lo aconsejable, pero se creen aún habitantes de la vieja normalidad, ejercitando una distancia sin duda precaria pero todavía suficiente.
    Al contrario, por el modo en que lo cuentan, es evidente que están metidos hasta el fondo y son parte activa de lo que narran. El protagonista ballardiano se cree con una aceptable separación respecto a aquello que describe, mientras que su lenguaje nos evidencia hasta qué punto está inmerso en ello. Cree pensar lo que mira, cuando no hace sino describir lo que le rodea en tanto desde hace tiempo le constituye (es frecuente que las novelas de Ballard estén contadas en flashback, de manera que habría que haberle dicho que sus propias novelas, y entre ellas Crash antes que ninguna, también empiezan después de terminar). A esto se debe en gran medida el “a pesar de” señalado por Ballard respecto a la inmersión. Hay algo que parece “tirar” al personaje hacia el nuevo universo. Ese algo es el lenguaje.
Parte importante en esto es la tan característica fusión entre descripción y reflexión, plagada además de imágenes poéticas que radicalizan la interiorización. El narrador ballardiano siempre intenta explicarse, no trata el suyo como un orden arcano o esotérico, sino como algo comprensible e incluso razonable, siempre y cuando se acepten ciertas “desviaciones” de la norma, pues el narrador también sabe que avanza en nuevos territorios (“hacia una nueva psicología”, como reza el tercer capítulo de El mundo sumergido). Por ello describe, narra, piensa, y en ese acto hace ese mundo cada vez más suyo, se identifica más y más con él, eliminando una distancia que solo ciertas ocasionales acciones quedan ya para afirmar. Y eso sucede porque este narrador no se “explica” para convencer a nadie, para comunicarnos nada, sino por su propio goce, ejerciendo la palabra como un modo más de exploración de esa realidad (en Crash la palabra es tan sexual como los actos, algo que Cronenberg supo retratar en la presencia constante de la palabra en la vida sexual de la pareja protagonista, un uso realmente poco habitual en el cine, y en el que encontramos practicantes tan heterogéneos como Gerard Damiano o Gonzalo Garciapelayo). La metáfora ballardiana surge de asociaciones y comparaciones cuya naturaleza connota con fuerza una forma de pensamiento radicalmente desplazado respecto a nuestra normalidad. Reconocemos los términos enlazados pero no el enlace mismo, aquel por el que el narrador intenta siempre procesar, entender, recomponer lo que ve y experimenta… o mejor dicho: también reconocemos el enlace, pero no la forma en que se usa, no la forma en que une cosas que jamás hubiéramos creído vinculadas. Ballard juega al “como si…” tanto como hacían los surrealistas, pero esta vez los términos son pavorosamente reconocibles, y participan de toda una narración que dota de coherencia a sus conexiones (Ballard fue una de las personas que más y mejor supo ver la potencia surrealista, en un momento en que la obsesión general era negarla o neutralizarla).
Así, la razón juega un papel importante en la poética ballardiana. Sin duda, el protagonista de las novelas de Ballard cree que su procesamiento racional le mantiene a una distancia prudencial respecto al objeto de reflexión, pero es precisamente al contrario: es mediante ese raciocinio que penetra más y más concienzudamente en el nuevo mundo. Si eres capaz de pensar (hasta el punto de verla) la relación entre los fragmentos de vidrio de un parabrisas roto, un intervalo neuronal, la proporción entre la forma de un pubis femenino desnudo y la rampa de cemento en cierta desviación de la autopista camino de la universidad de Ciencias Sociales, es evidente que estás inmerso hasta el cuello en la nueva lógica. Que hace mucho que abandonaste ese pasado de 5 minutos atrás.
Pero también lo juega la sintaxis convencional. Ciertamente, la vinculación no siempre es racional (muchas veces sí, en todo caso), pero siempre va a ser, como mínimo, sintácticamente coherente.
Patentemente influido por el Burroughs experimental de la trilogía nova, Ballard logra en La exhibición de atrocidades una construcción global heredera de los cortes, plegados y técnicas collage del americano, la escenificación de una serie de fundidos, sobreimpresiones y yuxtaposiciones que ocasionalmente generan precarias sedimentaciones a las que es posible (pero solo hasta cierto punto) llamar “personajes” o “escenarios”, instrumentos para introducir una continuidad de patente insuficiencia, el vago recuerdo de lo que alguna vez pudo ser una construcción narrativa. Tal forma global se ve replicada en la local: sus párrafos con título y en no pocas ocasiones principios y finales muy marcados (que no conclusivos), células cuya precariedad narrativa, simbólica y reflexiva repite la de cada capítulo así como cada capítulo la de la novela, células disgregadas, dislocadas, entregadas a un proceso de disolución cuyos roces, ecos y contactos con las otras darán lugar a la, insisto, precaria narración que de sus palabras puede deducirse.
    Hasta aquí, la continuidad con Burroughs es manifiesta, pues Ballard habría hallado un modo de introducir cierto conato de continuidad en la desarticulación de la racionalidad y el lenguaje del americano, manteniendo similares efectos. Sin embargo, lo que Ballard habrá de explotar con inusitada potencia será no solo la enumeración tan propia de las Atrocidades, sino sobre todo la frase de sintaxis coherente y asociaciones sorprendentes que alcanza allí un punto álgido de su desarrollo (en puridad, ya se la encuentra en El mundo sumergido, e incluso ocasionalmente en El viento de ninguna parte) y desarrollará a pleno pulmón en la posterior Crash. La frase ballardiana logrará vincular en una misma continuidad las heterogeneidades que Burroughs necesitaba cortes, suturas y mutilaciones de todo tipo para aproximar. La tijera de Burroughs es visible, y así debe ser dado el objetivo de destruir el pensamiento racional, violentar el lenguaje articulado para acceder a los universos que la necesidad del enlace gramatical y la sintaxis coherente hacían imposibles. Burroughs había experimentado el lenguaje como un obstáculo tal, que la liberación figurativa y narrativa de Naked Lunch no le había bastado: la frase era también un enemigo. Como con los surrealistas, hay en Burroughs una oposición entre el pensamiento racional y la forma lingüística por un lado, y la irracionalidad y el libre flujo del deseo por el otro, en el que Ballard no cree. Pues esos universos desarticulados, que el corte vincula podríamos decir mediante magnetismo (el corte aproxima pero no liga, creando algo que me parece apropiado calificar como “espacio magnético”, que por cierto considero muy característico del cine), van a ser poderosamente rearticulados por la frase y, posteriormente, la narración ballardianas, reconfigurados en un continuo coherente, gramatical y lógicamente consistente. En las frases de Ballard, los labios vaginales de una mujer y el líquido de frenos de un automóvil norteamericano no necesitan para unirse de ningún corte, de ningún collage. Su unidad surge natural por la fuerza tanto de una percepción que unifica lo orgánico y lo inorgánico, lo natural y lo tecnológico (y que transgrede en consecuencia las barreras entre lo vivo y lo muerto: hay quienes encuentran cierto misticismo en Crash), como de una racionalidad sin miedo a las vinculaciones antaño delirantes (más adelante, Preciado se apoyará en esta frase, esta conquista ballardiana, para su personal filosofía-Sci-fi: Testo yonqui tiene una deuda mucho mayor con Crash que con Teoría King-kong). Ballard supone un mazazo contundente a la tradición irracionalista que cree viajar a otros mundos cuando en el fondo no lo hacen sino a los estratos más profundos del existente; al devolverle a este campo la sintaxis, la estructura sujeto-verbo-predicado, Ballard imposibilita el mirar a otro lado tanto del racionalista que discrimina campos “ilógicos” como del irracionalista que postula una imaginación independiente al campo social que habita, es decir: independiente a sus restricciones y censura. Ballard se da cuenta muy tempranamente de que no hay oposición entre eros y civilización, que la civilización siempre es una forma específica de vehicular un eros (…y subrayo, por supuesto, “vehicular”), que no hay civilización que no construya una forma específica de placer y de displacer y, sobre todo, una relación necesaria entre ambos: no se constituye una civilización, una sociedad, un mundo, hasta que sus coerciones específicas no generan algún grado de satisfacción a sus habitantes. Hasta que el dolor que nos procura no nos da algo de gusto.
Burroughs abrió el campo como nadie. Mostró la dimensión política que los surrealistas intuyeron sin encontrar el modo de hacerla funcionar (normal: querían salvar el mundo, mientras que Burroughs y Ballard nunca tuvieron miedo de destruirlo). Pero nunca la articuló porque la desarticulación le importaba en el fondo más que el campo. Pienso que su proyecto era otro, y su re-conquista de la continuidad se hará de otros modos, en otras direcciones. La re-articulación es clave sin embargo en Ballard (siquiera sea porque el camino que va de 1964 a 1973 es biográficamente el de un duelo). La construcción global de las Atrocidades, su comprensión de la novela como un campo de relaciones precedente a personajes y narración, su uso tan sadeano de la enumeración (las Jornadas son el más profundo antecedente de las Atrocidades), es un primer paso en la construcción de una voz narrativa que a continuación necesitará someterse a la linealidad de un argumento para alcanzar su plenitud (utilizo este término solo en tanto será con Crash que Ballard conquiste la voz que será ya la propia durante el resto de su carrera; en otros sentidos, por supuesto, las Atrocidades pueden considerarse tan o tanto más plenas). En Crash, Ballard logrará crear personajes coherentes que no dejan con ello de ser resultado de un collage de imágenes, objetos y obsesiones, y un mundo a cuya materia plegarse: en la adaptación a la “literatura convencional” Ballard encuentra la vía para sincronizarse con el “futuro” que busca dar a ver, una articulación libidinal inédita, insospechada pero en el fondo por todos conocida, una psicología nueva, un nuevo hombre gestado al calor de una tecnología benévola que permite, en su cobijo, la gestación de nuevas perversiones estructurantes a su vez de una nueva realidad (¿es el capitalismo, por cierto, una perversión sexual? El neoliberalismo seguro que sí). La continuidad lineal de la autopista, de la carretera, se conviene con (corre a la par que) la de la narración lineal, y permite al escritor desarrollar la de la frase extendiéndola a una dramaturgia completa en cuyo desarrollo los automóviles, el sexo, el asfalto, Elizabeth Taylor, el cemento, el semen, la gasolina y tantas cosas más son fusionados en una misma, única e imparable necesidad.
Los escenarios de la exhibición, la consulta médica o el despacho académico, los catálogos y las conferencias, permitían que los solapamientos figurativos, las sobreimpresiones, fundidos, etc., hicieran realidad la fusión de universos heterogéneos en un escenario unificador. Son los espacios los que generan una fusión que hasta cierto punto basta al escritor con describir. La carretera y el choque de coches permiten en cambio que la fusión no sea solo de imágenes sino de las más diversas materias orgánicas e inorgánicas, que sea real, material, vital, peligrosa y además móvil, procesual… narrativa. La estructura de la frase se puede extender al párrafo y del párrafo al libro, investir personajes y escenarios persistentes. Uniendo la ambición de sus frases a la linealidad de un argumento y un narrador único, alguien que hace del espacio y el pensamiento, de la mirada y la escritura, un único movimiento, Ballard logra concentrar su intensidad, hacer que en lo literario se sienta la marca del espacio/universo descrito, y además elevar a la novela por encima del síntoma, aquello a lo que nadie se entregó con tanta pasión como él en las Atrocidades. Si Ballard puede afirmar una dimensión política en Crash y obras posteriores, es a mi juicio por esta conquista de la narración desde las posiciones previamente aseguradas en la descripción intensiva de las interioridades del síntoma. La unión entre observación, reflexión y narración efectuada por el narrador ballardiano permite el doble pie que reintroduce la posibilidad del diagnóstico (y que ya no es aquel, ilusorio, que creía poseer el protagonista). Pero un diagnóstico que nunca elimina lo perturbador de la enfermedad: daliniano en esto hasta la médula, Ballard no cree que el buen diagnóstico sea el que cure sino, bien al contrario, el que mejor ayuda a explorar, vivir y ser vivido por la enfermedad (lo que se dice un buen enfermo).
    En su adaptación, Cronenberg apuesta por el silencio. Cierto que se habla, pero mucho menos de lo normal en sus otras películas (basta ver las cuatro anteriores, donde todo es verbalizado), y sobre todo en comparación con la importancia del lenguaje en la novela. Aunque sí nos encontramos episódicamente intentos de pensar lo que sucede, o compartirlo, esto suele corresponder a diálogos fruto de encuentros primerizos (entre Ballard y Remington, por ejemplo) o, más sofisticadamente, en un juego bastante autoconsciente del cineasta con su audiencia, en el planteamiento de pistas falsas o ideas crípticas propio de Vaughan (aunque sí hay un momento en que este se explica de forma clara; uno solo). El caso más importante, sin duda, es el de los diálogos entre Ballard y su esposa, donde se concentra más intensamente el lenguaje explícito de la novela, su sensualidad, su función libidinal y creadora. Hay lenguaje, por tanto, pero en una forma excepcionalmente reducida: no se habla en la escena nuclear del lavado de coches, por ejemplo, y la posterior es la primera vez en que no hay palabras entre el matrimonio en su intimidad: en cierto modo, las palabras se ven sustituidas por las marcas de las manos de Vaughan en el cuerpo de Catherine.
No hace falta que Cronenberg lo diga, es evidente que su película traduce el lenguaje a textura, reencontrando la voz de la novela en el silencio de la más estricta materialidad fílmica, en la cuidada construcción de una música visual hecha de resonancias, ecos, ritmos y armonías entre los diversos objetos, escenarios, tiempos y materias que recorren la superficie de la imagen. Crash-film funciona como un vaciado de lo más importante para la conquista ballardiana, las palabras, eliminando la ilusoria distancia del narrador pues el triunfo de la inmersión se ha trasladado al travelling de Cronenberg y a su fusión en el continuo del plano (y por supuesto el montaje entre los mismos) de piel y metal, texturas, volúmenes y formas que no se funden mediante efectos especiales sino por la fuerza de la forma cinematográfica. La gravedad del cambio Ballard la vio de inmediato: si él debió con palabras crear procesos, mundos y percepciones, mediante su puesta en escena Cronenberg unió todo en una sola y pura percepción, la fusión última, prístina y perfecta entre paisaje exterior e interior, reflexión y descripción. El proceso a mostrar ya no es el de la inmersión, sino que, sumergidos ya desde el principio, todo el filme es el futuro mismo trabajando. Si uno pudiera pensar que la adaptación de Crash era imposible por lo introspectivo de su lenguaje, Cronenberg supo ver que, al contrario, nada como el cine para mostrar su lección más radical: que la interioridad de los personajes no es que esté constituida por, investida por, determinada por, su exterior (coches, autopistas, metal, cemento…), sino que ambos son lo mismo.
Y así, Cronenberg logró su película más arquitectónica, más escultural y quizá por ello la más llena de movimiento y, curiosamente, de exteriores, esos que en su obra casi siempre parecen interiores. Hay una psicología ya activa que el accidente concreta y destila casi como si de un salto evolutivo se tratase, paso que precisará darse asimismo en su esposa. Un salto en todo caso casi redundante, un proceso mínimo, muy distinto a los del Bill Lee de Naked Lunch, o el Brundle(fly) de La mosca. No tanto un proceso como movimientos dentro de un campo. Narrar es moverse en ese universo, mirar, escuchar su movimiento.
Sin embargo, Cronenberg es el cineasta por excelencia del proceso por  excelencia: la enfermedad. Y algo de ello queda en su Crash: se ve en la reacción de la doctora Remington cuando el vídeo de choques se detiene y sobre todo en la mirada de respuesta de Gabrielle, así como en la insistencia en el “proceso” de Catherine, que en el fondo, como salta a la vista, está tan entregada como los demás al nuevo universo, si no más. Le falta el choque, sí, pero es una creyente entregada. El cineasta pareciera no querer admitir que Catherine esté tan metida como en el fondo está: pese a lo que diga Ballard, Cronenberg no es tan “optimista” como él, y algunas lágrimas por el viejo mundo se imponen en su visión. Aunque quizás (quizás) haríamos mal viendo un prurito moral en la citada escena, que pudiera tan solo ser consecuencia de la inevitable tendencia del cineasta a convertirlo todo en una forma de enfermedad… y claro, el enfermo inevitablemente va a lamentar en cierto grado estarlo. Pero la peculiaridad de Cronenberg es que al mismo tiempo (y no tanto en un mismo movimiento, pero casi) va a abrazar la enfermedad; abrazar, por así decir, su felicidad.
Al hablar de enfermedades, contagios o incluso pandemias (ejem) es inevitable pensar en Cronenberg, por la simple razón de que nadie como él ha sabido defenderlas: meterse en su interior, entenderlas como transformación del cuerpo, un paso al frente de la materia viva que nos constituye… y sobre todo, mostrar esto considerando el punto de vista del proceso, incluso el de su agente. Las enfermedades cronenbergianas adquieren frecuentemente los inquietantes contornos de un ser vivo, lo que no puede decirse que falte a la verdad. El Jan Hartog de The brood, por ejemplo, describía su cáncer del sistema linfático en los términos de una revolución contra el cuerpo a manos de una de sus partes, la enfermedad como una declaración de independencia de elementos hasta entonces reducidos a una cómoda e inadvertida funcionalidad orgánica. Si vivimos edificados sobre dos unicidades, la del cuerpo y la de la conciencia, la enfermedad puede romper con facilidad la primera (de repente tu riñón o tus pulmones dejan de ser tus amigos) y, en algunos casos, incluso la segunda, como sucederá al inolvidable Seth Brundle, que al final de La mosca afirmará ser un insecto que soñó ser un hombre (vale que en el final-final pide la muerte, pero convendremos que no es lo mismo fusionarse con una mosca que con una cápsula de teletransporte). En esta película, una de las más contundentes a este respecto, Brundle no solo sufre sino que reflexiona en todo momento sobre el proceso que experimenta, consiguiendo dar a ver la singularidad de un proceso, mirar (y admirar) sin juicio una metamorfosis, la conversión de un cuerpo en otro, de una conciencia en otra. Sin obviar los sufrimientos que comporta, pero tampoco lo apasionante del acontecimiento. De hecho, pareciera que todos los procesos centrales del cine de Cronenberg son subsumibles bajo el modelo de la enfermedad, toda vez que esta se presenta como el paso a la existencia de aquello cuya vida ni considerábamos, el encuentro con una otredad insospechada de tal potencia que va a exigir una recomposición radical por parte del cuerpo confrontado: el nuestro.
Por esta comprensión de la enfermedad como encuentro conflictivo entre dos seres vivos (pero ojo, conflicto que surge principalmente por la reacción de uno de ellos), pero sobre todo entre dos cuerpos, por la naturaleza material, carnal, del proceso, toda enfermedad va a parecer siempre venérea. Sin necesidad incluso de entrar en las dimensiones explícitamente sexuales de filmes como Videodrome o La mosca, su labor exhaustiva, la manera en que compromete el cuerpo en todos sus niveles, en que se manifiesta como algo vivo, real, un agente en verdad activo en una lucha cuerpo a cuerpo que genera hartos riesgos pero asimismo ciertos placeres, y cuya labor siempre es vista en un alto grado como fascinante (el entusiasmo y pasión de Brundle en este sentido son paradigmáticos), la evocación del contagio, y más concretamente del sexual, parece inevitable. Cronenberg se niega a ver lo que nos contagia, lo que nos afecta, incluso lo que nos mata, como simplemente negativo, y como mínimo siempre lo va a considerar apasionante.
    Acaso el mejor ejemplo lo ofrezca una de sus primeras y más esenciales películas, que por añadidura resulta ser, curiosamente, una involuntaria adaptación ballardiana. Cuando pensamos en pandemias, la película cronenbergiana de referencia es, evidentemente, Rabia. En ella, la víctima femenina de un accidente de moto (nada más y nada menos que Marilyn Chambers) es tratada con una técnica experimental en una clínica dermatológica que le lleva a generar un órgano nuevo situado debajo del sobaco consistente en una especie de vagina de la que emerge una suerte de pene afilado que bebe la sangre de sus víctimas al tiempo que les inocula una contagiosa rabia que derivará en devastadora pandemia canadiense (lo he puesto en una sola frase adrede). Rabia es una película excelente, además de la primera entre las suyas dotada de cierta sensibilidad melodramática (su clave es la articulación paralela del drama colectivo y el individual, donde de manera inusual es el primero causa del segundo), pero su pandemia, pese al insólito origen, presenta una clásica y nada ambigua violencia, se manifiesta como una fuerza puramente destructiva, y en ese aspecto hay que reconocer que su fuerza raya algo por debajo de otros filmes pandémicos de la época, como The crazies, de George A. Romero, o su antecedente más obvio, La noche de los muertos vivientes.
A mi juicio, la referencia obligada sería más bien su película anterior, Shivers, de 1975, el año de la publicación de Rascacielos, una de las novelas más importantes de Ballard (objeto de una mediocre adaptación reciente a cargo de Ben Wheatley), con la que ocupa gran familiaridad. En ambas, el interior de un gran edificio, más modesto en la película pero con idéntica vocación autosuficiente, se ve sacudido por una escalada de comportamientos transgresores (como poco) por parte de sus habitantes. En Ballard por supuesto el continente es la clave, mientras en el canadiense la motivación será más propia de la ciencia-ficción en variante terrorífica, unos parásitos creados por una especie de científico loco dedicado a la investigación en afrodisíacos (su propósito expreso debe sonarnos: “exterminar todo pensamiento racional”) y que, pese a su más que desagradable aspecto, transmiten a sus anfitriones un incremento salvaje de la libido, una absoluta desaparición de todo tipo de restricción, convirtiendo la relación sexual (en su acepción más expansiva) en medida de toda relación social. Las diferencias entre clases sociales no juegan el papel clave que ostentan en la novela, pero no por ello puede decirse que Cronenberg no acote socialmente su universo, formado por miembros de una clase media tirando a alta que permite por un lado una cierta posibilidad de identificación para los espectadores (el protagonista además es médico), pero por el otro una mayor conciencia de las normas sociales, que favorecerá la violencia del quiebre posterior. Además, la propuesta también bloquea lecturas ingenuas y superficiales (la lectura digamos “jipi”, que connotaría positivamente sin más matices la “liberación” libidinal) haciendo que la pasión de los contagiados no excluya la violencia: en la persecución de sus pasiones, pueden violar y matar; su liberación incluye (como sucede al virus activo) el no reconocimiento de la voluntad ajena. Como en Ballard, no se trata de una oposición simple entre eros y civilización, entre libido y represión, orden y liberación.
Igualmente, esa citada despreocupación por la voluntad ajena no puede considerarse falta de conciencia. Si bien la gravedad de los asesinatos es indudable, ¿quién puede negar que acaso en el ánimo invasivo de los “enfermos” no esté el contagiar de algo que se considera enteramente benigno, algo cuya supuesta nocividad no es tan fácil de defender como lo era la neutralización emocional de los Body snatchers de Siegel, por ejemplo? Al fin y al cabo, el protagonista, último “superviviente” por supuesto, es contagiado por su joven y bella amante mediante un beso, y el síntoma del contagio será… responderlo. En este sentido, quizás nada sea tan perturbador en Shivers como su final, donde vemos a los “locos” en calma, conduciendo sus coches al exterior, fuera del edificio, sin nada que permita distinguirlos, en aspecto o conducta, de la gente “normal”. Lo perturbador no es ya que extenderán el contagio, sino el descubrimiento de que son capaces de normalidad, y por lo tanto de táctica (esa apariencia les facilitará extender el contagio), y con ello de racionalidad. No son, como los zombis o locos de Romero, seres enteramente desbocados, no están follando o matando todo el rato, son capaces al contrario de calmarse por un momento, vestirse correctamente, subirse a un coche, conducirlo mediante movimientos coordinados y salir a ver mundo, aunque sea para expandirse. No son, pues, seres puramente irracionales, tampoco la dualidad racional/irracional juega aquí. De hecho, hay que recordar que a los personajes de Cronenberg, como a su autor, les suele gustar explicarse, y aunque Shivers sea una película poco prolija en este sentido (quizás por eso algunos la evocaron a raíz de Crash) ofrece un célebre momento de explicación, de “fundamento” por así decir de la enfermedad, el famoso parlamento que la enfermera-amante recita al médico y con el que nos damos cuenta de que ha sido contagiada (es decir, y esto es importante: descubrimos que está contagiada por lo que dice antes de por lo que hace):

“Anoche tuve un sueño muy perturbador. En él me encontraba haciendo el amor con un extraño, pero me resultaba difícil, ¿sabes? Porque está viejo y moribundo, huele mal y le encuentro repulsivo. Pero entonces me dice que todo es erótico. Que todo es sexual, ¿entiendes? Me dice que incluso la carne vieja es carne erótica. Que la enfermedad es el amor entre dos tipos de criaturas extrañas la una a la otra. Que incluso morir es un acto erótico. Que hablar es sexual. Que respirar es sexual. Que incluso la existencia física es sexual. Y yo le creo. Y hacemos el amor maravillosamente”.

Cronenberg dirá que su intención en Shivers no era otra que mostrar la enfermedad desde el punto de vista del virus. Un acontecimiento comprensiblemente feliz. Para el virus, el contagio es vida. Es su cuerpo cobrando vida en el encuentro con otro. Es la creación de un nuevo cuerpo por el contacto de dos. Es un proceso sexual, del cual nuestra carne es protagonista. Doble visión cronenbergiana: ver el horror de quien se contagia, pero ver la felicidad de la enfermedad trabajando. No obliterar el ángulo humano, pero no dejar que lo domine todo.
Se diría así que Cronenberg encuentra en el cuerpo, en la materia misma, el horror cósmico que propugnaba Lovecraft. Un horror biológico, como a veces se dice. Si para Lovecraft aquel suponía confrontar al ser humano a la amenaza del infinito, unas inmensidades para las cuales todo nuestro mundo, nuestra historia y civilizaciones eran menos que nada, Cronenberg encuentra esta indiferencia absoluta en el propio cuerpo, la materia carnal que nos constituye pero para la que nuestra conciencia es mero accidente, uno que puede ser además alterado, transformado y hasta eliminado con la mayor facilidad, mediante procesos que no son siquiera conscientes de nuestra existencia. El horror de lo cósmico no se encuentra en las criaturas que acechan en sus espacios infinitos, sino en lo absoluto de su indiferencia ante todo lo que para nosotros es todo, la indiferencia del infinito. Pero lo cierto es que tampoco somos nada para un virus, una bacteria, un parásito, solamente un mero vehículo de su promiscua voluptuosidad. La gripe, el SIDA, la sífilis, el COVID-19, la candidiasis, el cáncer… son tan cósmicamente indiferentes a nuestra civilización y conciencia como Nyarlathotep o Yog-Sothot… de hecho, sabemos todos bien hasta qué punto eran la materia y el cuerpo, propio y ajeno, lo que más horrorizaba a Lovecraft, y cómo trataba de sublimarlo mediante el tranquilizador recurso a esas profundidades cósmicas en el fondo tan reconocibles y poco perturbadoras (también civilizaciones, también legalidades… En las montañas de la locura es sobre todo un libro de historia).
Qué magnífica antropomorfización no deja entonces de ser la que emprende Shivers. Hasta qué punto no deja de mostrar la ambivalencia entre horror y fascinación, pues eso que nos destruye tal como éramos es visto como feliz, como triunfo del eros al que, en tanto ausente de conciencia, es igualmente ajeno. Hasta qué punto no deja de mostrarnos ese inexorable movimiento del protagonista ballardiano que camina irremisible hacia lo que le devora mientras reflexiona sobre ello y expone sus peligros, sin dejar por ello, más bien lográndolo, de hundirse más profundamente en el nuevo cuerpo, la nueva carne. Hasta qué punto no deja de mostrar cómo el propio displacer, la propia desaparición, deviene absoluto júbilo, de mostrar el profundo hambre de apocalipsis que anida en las capas más profundas del cultivo de lo fantástico, un deseo larvado de desaparición, de hundimiento en la inexistencia. La felicidad del virus es en el fondo la del individuo y la sociedad que sueñan su destrucción: el apocalipsis, fin último de toda fantasía, pero quién sabe si inicio indispensable de toda vida.
Al mismo tiempo, cómo no preguntarse sobre el sentido del “horror biológico”. Pues, ¿es en verdad en el cuerpo donde subyace el horror? ¿Es el cuerpo su fuente? Cronenberg, se diría, asocia vida y enfermedad, vida y muerte, y de ahí a que la vida mata, el aire mata, el hombre es un ser para la muerte y demás, hay un paso. Paso trivial que no da, al reconocer la alegría de la enfermedad, la felicidad del contagio, la aventura del cuerpo que cambia. Autor metafórico hasta la médula (aunque a mi me resulta más interesante en lo literal, es decir, entendiendo que La mosca no trata sobre la vejez sino sobre un tipo que se transforma en mosca), Cronenberg encuentra una enorme potencia en la reflexión sobre la enfermedad y la perturbación, esto es: en el contagio por lo otro y la conversión en otro, en la ruptura de todo aquello que consideramos nos configura, la identidad, la integridad de nuestros mundos y costumbres. Son así sus películas “psicológicas” (Dead ringers, Naked Lunch o M. Butterfly, por ejemplo) las que esclarecen más bien a la conciencia como origen del horror, tanto por sus ilusiones de unicidad e independencia como por su poder para crear su propia realidad. El cine de Cronenberg muestra que no hay mayor poder que el de la conciencia… hasta que aparece un bicho lo suficientemente fuerte para perturbar su orden. Nunca son la carne, ni la mujer, ni el otro los que acarrean los horrores de su cine, sino una reacción moral e identitaria que teme esa perturbación, que teme la transgresión y el cambio, y que se deja por ello regular por la rabia, el miedo o los códigos sociales. Es en la respuesta, no en el cuerpo, donde está el problema. Si la televisión puede ser la retina del ojo de la mente no es (solo) por un superpoder de la televisión, sino porque siempre vamos a estar conformados por mucho más que nuestro cuerpo (y no digamos nuestra mente), siempre vamos a ser un compuesto de materias y cuerpos diversos, nunca vamos a ser solo uno, nunca vamos a poder evitar esa enfermedad que es el más allá del sueño que somos.
________________________________
Para descargar el pdf: aquí. Un detallado y documentadísimo análisis del Crash! de Cokeliss a cargo de Simon Sellars, incluyendo link a la película, puede leerse en la imprescindible web Ballardian. Las declaraciones de J. G. Ballard sobre Cronenberg pueden encontrarse en el n° 504 de Cahiers du Cinéma, junto a una excelente entrevista con el cineasta (agradezco a José Luis Torrelavega el proporcionarme estos y otros materiales, de tanta utilidad, así como a Enrique Zapata). Pueden encontrarse declaraciones de Ballard a favor de la bomba atómica en varios lugares, pero en estos momentos solo logro recordar Guía del usuario para el nuevo milenio, donde también creo que habla sobre la película de Spielberg, si bien acaso a ese respecto lo mejor sea leer el capítulo respectivo de la memorable La bondad de las mujeres. He citado de memoria algunas declaraciones procedentes de Cronenberg por Cronenberg, libro de conversaciones con Chris Rodley que fue editado, eones ha y a desmesurado precio (que pagué de todas maneras), por Akal. Sobre la relación entre literatura y forma cinematográfica, recomiendo los audiocomentarios a Naked Lunch y Crash (sobre todo esta segunda, en la primera no sé qué pasó que se tira la mitad callado y no dice ni adiós). Las ideas de Lovecraft sobre el horror cósmico se expresan en el célebre El horror sobrenatural en la literatura, del que hay edición reciente en Valdemar.