jueves, 7 de noviembre de 2019

Alargadas sombras de la noche


   ¿Estaba Oliver Stone, con The Doors, rodando una precuela de Apocalypse Now? El filme de Coppola arranca con “The end” y Stone afirmaba que en efecto los Doors eran una de las bandas que sonaban habitualmente por la radio en Vietnam. El soldado Stone también habría encontrado en la célebre canción la banda sonora perfecta de la guerra que Coppola más tarde quiso mostrar: oscura, violenta, desesperada pero fascinante, de un atractivo casi sexual. Hay algo en Apocalypse Now de los poemas de aquel Apollinaire enamorado del esplendor de la Primera Guerra Mundial, una voluntad enorme de mostrar no solo por qué es tan horrible la guerra, sino cómo en ese mismo horror radica hasta qué punto puede ser amada e investir el alma de tantos hombres.
    A su modo, si tenemos en cuenta esto, y sin necesidad de recurrir a la escena en que introduce referencias explícitas a la guerra o los asesinatos de Luther King y Robert Kennedy, podríamos decir que en The Doors Stone hace una película sobre Vietnam, siempre y cuando matizáramos que sobre el Vietnam (en off) de Apocalypse Now. Para empezar, podría pensarse que su estilo alucinado, que tan habitual se hará después pero que arranca aquí, emula el igualmente alucinado mal trip del filme de Coppola. Como aquel, Stone opta por una inmersión plena en la siempre drogada consciencia del protagonista, puesta en escena mediante artificiosas y brillantes coreografías de cámaras flotantes y de todo tipo, transformaciones lumínicas constantes que extienden la iluminación de los conciertos a virtualmente casi todo espacio, y un tono deliberadamente acorde de la interpretación, realmente en otro mundo, de Val Kilmer. Asimismo (y lo anterior se debe a ello), Stone ostenta una clarísima voluntad mitológica: The Doors no puede verse como un biopic al uso sino como una reconstrucción de tintes legendarios de un periodo histórico donde se confrontaron los aspectos más oscuros y luminosos de la sociedad norteamericana. De ahí las que fácilmente deben ser las mejores escenas de concierto de la historia del cine, que Stone filma como fiestas (celebraciones dionisíacas, muchos han dicho y con razón) donde la excitación sexual y la violencia se funden, donde la violencia y el amor son una misma cosa. Yendo mucho más lejos que las vinculaciones un tanto rupestres entre rock y fascismo propuestas por Tommy o The Wall, Stone consigue realmente representar el sentimiento de efervescencia colectiva en torno a un líder torturado que convierte el movimiento de la paz y el amor en uno dirigido por la celebración de las potencias liberadoras de la muerte y la autodestrucción. Stone filma el atractivo, virtualmente infinito (virtualmente: en la realidad, y Stone no lo oculta, los límites los marca el cuerpo), del “desorden de los sentidos” y el jugueteo con la muerte. Frente al habitual relato sobre la deriva oscura del hippismo, su decadencia, Charles Manson, etc., Stone ofrece uno donde la oscuridad está presente desde el principio. El mundo es una fiesta y la fiesta es la guerra. Los conciertos de los Doors filmados por Stone son ya Vietnam. La música permite que Morrison se folle de verdad a su madre sobre el escenario y el hecho golpee a todos como si fueran todas sus madres las víctimas. Pero el acontecimiento horrible es celebrado. Se baila con la muerte, los muertos, los crímenes, y todos juntos celebramos nuestra vida en medio de la destrucción. No soy experto en Stone, pero diría que nunca hizo nada mejor que The Doors.
    La sombra de Apocalypse Now es alargada, como la de en general el cine estadounidense de los 70, cada vez más la década sustitutiva de la de los 50 en el ideal del Hollywood actual, sea mainstream o no. Culminación de aquel “nuevo cine” devenido en nuevo canon, o cuando menos de aquel relevo generacional, el filme de Coppola es, junto a Taxi Driver, el mejor ejemplo del interés de aquella época por explorar la capacidad de los mecanismos de identificación para vincularnos con los universos más oscuros, la centralidad del héroe consustancial al cine de su cultura para explorar su dimensión más siniestra, e igualmente la mejor evidencia de que eso no necesariamente implica un espíritu crítico, al menos en cierto sentido (no coloco a esas películas tan alto como Biskind, pero desde luego tampoco tan bajo como sus críticos contemporáneos de Contracampo, que fueron tan miopes al respecto como sus antecesores de Nuestro Cine respecto al Hollywood “clásico”, y por idénticas razones). Coppola no hace una película antibélica y ni siquiera anti-Vietnam, sino algo más complejo, un viaje oscuro, un viaje por el lado bestia de la vida y las oscuridades del alma. Apocalypse Now es un viaje al infierno y no un discurso contra el mismo, antes bien podríamos entender que busca una comprensión que precisa la inmersión en el mismo. A mi juicio esto no es un demérito. Del cine, como de la vida, somos nosotros los que debemos extraer las lecciones, y Coppola no niega precisamente piezas para facilitar la operación. Pero es forzoso constatarlo: el viaje de Willard implica tanto el horror como la fascinación por el mismo. Si alguien ama Vietnam y la guerra, es posible que Apocalypse Now sea su película. Eso sí, también si la odia.
    Es bien sabido que James Gray adora el filme de Coppola, y finalmente se ha servido de él en Ad Astra, para la que Apocalypse Now constituye un evidente esqueleto referencial (y sí, antes está Conrad, pero no es con literatos que Gray se mide). Si Gray es otro enamorado del viaje oscuro de Willard al corazón de las tinieblas, su propuesta ofrece en cambio un típico arco redentorista que sirve de renovado ejemplo de la velocísima pérdida de mordiente de este autor hasta hace no poco brillante. Los cineastas, decía Paulino Viota, tratan el cine de otros como vampiros, beben de él sin necesariamente considerar el sentido de sus soluciones formales, narrativas, etc. Lo que ha hecho Gray con Apocalypse Now es un buen ejemplo de cómo tomar un molde, de origen bien reconocible, y alterarlo hasta convertirlo en el casi exacto contrario del referente. Ciertamente, Ad Astra ofrece la monstruosidad paterna como poseedora de la semilla que permitirá la final liberación del protagonista, pero mediante un viaje de cariz estrictamente interior e individual, pese a que sea la suerte de la civilización entera lo que se juega, y además el retorno al padre no posee ambigüedad alguna: es necesario para salvarse no solo a uno, sino al mundo mismo. Bien está lo que bien acaba, supongo, pero con esto sucede que, muy retorcidamente, nunca el retorno al padre fuera tan necesario en el cine de Gray (pese a las lecturas miopes, los retornos anteriores eran sumamente trágicos) y así su cine acabe siendo, al fin, lo que sus críticos decían equivocadamente que era, pasando la tentación familiar de condena evitable a casi necesidad. Como sucede con el Eastwood post-Million Dollar Baby, la redención del héroe oscuro, el padre terrible (Gran Torino), no es sino el retorno de su necesidad, es decir de su inevitable acompañante: la debilidad congénita de todos nosotros, hijos, necesitados de ese referente que nos diseñe el camino. Willard se mira en el horror de Kurtz, se sabe uno con él, y lo mata; McBride hijo se derrumba al saber del horror de su padre, de su héroe, que es quien se da a sí mismo la muerte. Coppola no necesita mostrarnos la génesis de Kurtz porque en cierto modo la muestra en el viaje de Willard, y excede la mera instancia individual. El autismo de McBride hijo es suyo solo y de su historia familiar, dominada por un héroe caído que por el camino se evidencia monstruo. Esta caída es un trauma que debe ser curado. Su suicidio lo permite, y gracias a él es que uno puede mantener la novia. En Gray, y nunca se vio más claro, no hay mayor imposibilidad que la de matar al padre. En Ad Astra esto dejó de ser trágico, y Gray se integra en el grupo de los cineastas de autoayuda que parece ser tanto necesitamos.
    Imposibilitados los nuevos (y viejos: Siegel o Fleischer son más centrales para la década de lo que se suele recordar) cineastas de los 70 para cuestionar una centralidad heroica que estaba en sus genes narrativos y sociales, la deriva oscura del héroe (marcadísima sin duda por el ejemplo del Ethan Edwards de The searchers, la sombra más alargada de todas) acabó suponiendo no la puesta en cuestión de una sociedad y una historia sino la aceptación del padre terrible y la entrega finalmente encantada a sus excesos, desmanes y, en último término, crímenes, posibilitantes de ficciones más excesivas, libres y desatadas, ejemplares del ejercicio de una libertad (liberal) entendida como “capacidad de moverse sin encontrar resistencia”. El resultado es que pocas sociedades en la historia habrán mostrado de forma más desacomplejada y en cierto modo sincera sus aspectos más miserables. Bien es cierto que grandes películas salieron de este molde, pero pareciera que quienes querían volver al perdido sentido de lo revulsivo encontraron que el modo de hacerlo era, quizás, pasarle el protagonismo a los villanos. De nuevo, pocos lo vieron tan bien como Stone con Natural Born Killers, la película a la que, estilo aparte, en el fondo más se parece Joker, el más reciente y contundente ejemplo de la enfermiza obsesión de Hollywood por los 70.
    Como sucede con Travis Bickle (pero también con el Jim Morrison de Oliver Stone), en el desastre personal y la locura de Arthur Fleck late la de toda una sociedad. Como en aquellos casos, el elemento mínimo (el individuo) hace de continente e incluso causa del máximo (la sociedad). Son los privilegios del héroe: todo el fondo está contenido en la figura. Pero debe notarse que en Apocalypse Now la figura no es Willard. Willard está sumido y dominado por el infierno, y camina hacia la Figura propiamente dicha, el hombre que en sí expresa, aglutina, origina y culmina el horror: Kurtz. Y lo mata (cuanto más la pienso, más me parece que esta película estuviera escrita por J. G. Ballard). Apocalypse Now o Taxi Driver se cuentan entre los mejores ejemplos del momento crítico del trato de los cineastas de los 70 con el modelo fondo/figura (héroe que contiene al fondo) propio de su cultura. Son modelos, también, del camino que no se siguió (la política USA no lo puso fácil, cuando menos). Y desde luego, tampoco lo sigue Joker.
    Los 90 se miraron mucho en el espejo del asesino, pero aquella era la década del final de la Historia, y actualmente, si hay algo que está claro que no ha terminado, es precisamente la Historia. Todos al fin recordamos que hay algo en el vacío bajo los ojos del asesino. La revuelta social, la rebelión, el tumulto, etc., vuelven a ser tema con el nuevo siglo. Philips decide vincular el tema del psicópata y la revolución, de la enfermedad mental y el neoliberalismo, y por ello su operación es la de desvillanizar al villano (cuyo parecido con el Joker enemigo de Batman es cuando más anecdótica), un pobre hombre empoderado por el odio, que ya sabemos que empodera un montón, y mirar desde ahí a ese rincón de rabia que anida en todos los sometidos y que en ocasiones sale a flote. Jordi Costa dice que para Phillips los “indignados” serían payasos, pero olvida que las razones de la revuelta caótica, la enésima explosión de violencia orgiástica del cine hollywoodiense, son precisadas de manera nada abstracta (y dando la vuelta al paradigma de multimillonario-amigo-del-pueblo tan propio del cine de superhéroes), lo que permite diagnósticos menos burdos. La revolución y la orgía de destrucción muchas veces se confunden, tristemente supongo, y la derecha nunca deja de recordárnoslo con aviesas intenciones (aunque magníficos resultados a veces, ahí está La inglesa y el duque). La supuesta trivialización de Philips en el fondo presenta cierta lucidez (acaso reaccionaria, puede ser) que el presente momento histórico bien ejemplifica. La siniestrísima V de Vendetta acaba inspirando valiosos movimientos populares, y personalmente no me cabe duda que el propio Joker habrá animado a algún que otro chileno a sumarse a los disturbios que a día de hoy siguen felizmente desestabilizando a Chile, el país donde se parió el neoliberalismo (parto contra natura do los haya) y donde escribí este texto, algunas de sus líneas bajo estado de emergencia y toque de queda, declarados cuando el presidente Sebastián Piñera decidió que Chile estaba en guerra.
    Un meme particularmente inspirado señalaba lo mal pensado de subir el precio del metro justo después del estreno de Joker. Ciertamente, el filme de Philips es pobre y tópico, no tiene ni imaginación ni talento más allá de destellos puntuales, y convierte la revuelta, el clamor popular, en un síntoma contenido por el dolor de un solo individuo, un síntoma o una enfermedad más que el resultado de una toma de conciencia, una reducción de la lucha contra el capitalismo o el neoliberalismo a puro y duro odio de clase o incluso excusa para la celebración orgiástica y desorden de los sentidos que encendía al Morrison de Stone. Y sin embargo, y dejando aparte si no es el odio legítimo y si no es la rabia componente esencial de la revolución, si no es lo que define y permite la existencia de la revuelta, ¿no nos demuestran los manifestantes chilenos maquillados de payaso que no hay modo de saber la relevancia política de una película, puesto que esta solo la puede decidir el contexto? ¿No muestra esto la diferencia neta entre la dimensión ideológica y política de un filme, entre aquello (lo ideológico) que puede establecerse atendiendo solo a la materialidad textual y eso otro (lo político) que depende de cómo el universo político y social decide relacionarse con la obra, y donde poco o nada importa lo que esta tenga que decir? Nuevo e inesperado ejemplo de la dimensión política del arte: aquella que, ciega al arte y a la obra, decide sobre ella y su relevancia por motivaciones absolutamente externas. O dicho de otro modo: una película solo es política cuando la política quiere que lo sea.
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La referencia a Paulino Viota es a “El vampiro y el criptólogo” (1986), que abre la antología que saldrá publicada en enero del próximo año, bajo el título La herencia del cine. Escritos escogidos. Una reflexión de Gray sobre Apocalypse Now titulada "This is the end", puede leerse en https://www.rollingstone.com/movies/movie-news/this-is-the-end-james-gray-on-apocalypse-now-48807/La cita sobre la libertad liberal es de José Luis Moreno Pestaña, y está extraída de un post de su Facebook publicado el 17 de octubre del presente año. La crítica de Joker por Jordi Costa fue publicada en El País y se puede leer en https://elpais.com/cultura/2019/10/08/actualidad/1570525032_119764.html