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jueves, 24 de abril de 2025

INFORME SEMANAL (5)

Border Incident (Anthony Mann, 1949)

David and Bathsheba (Henry King, 1951)

Memoria (Apichatpong Weerasethakul, 2021)

Nan va Koutcheh / El pan y la calle (Abbas Kiarostami, 1970)

Zang-e Tafrih / La hora del recreo (A. Kiarostami, 1972)

Tanoshiki Kana Jinsei (Mikio Naruse, 1944)

Cloud / Kuraudo (Kiyoshi Kurosawa, 2024)

The Monkey (Osgood Perkins, 2025)

In the Lost Lands (Paul W.S. Anderson, 2025)

Asu wa nipponbare / Mañana estará despejado (Hiroshi Shimizu, 1948)

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Mucho tardé, tras más de una década enamorado de sus westerns, en conocer el cine negro de Anthony Mann. Border Incident es una de sus últimas películas de suspense, thriller o como quieran llamarlo, y, como otras del estilo de su director, resulta todo un tratado de composición en profundidad con términos forzados hasta el extremo. Pareciera que Mann y su director de fotografía, el gran John Alton, se hayan divertido de lo lindo buscando modos de tensar las relaciones de figuras en cada plano, pero creo que prefiero las escenas más aireadas, como la “visita” de Ricardo Montalbán al secuestrado George Murphy vigilado por Arthur Hunicutt, en la que Alton, estrella absoluta de la función, se luce que da gusto. Por lo demás, la película tiene la dureza propia de Mann, aunque con una violencia más explícita yo diría que nunca, como ejemplifica la brutal muerte de Murphy (un pelín absurda, todo hay que decirlo). En mi recuerdo, el mejor Mann negro sigue siendo Side Street (con accésit a Raw deal), realizada inmediatamente después que esta, pero no estoy para mojarme: por lo que sea estas películas se me han quedado poco, mucho menos que los westerns, que en todo caso hace mucho que no vuelvo a ver, después de haberlos frecuentado más que asiduamente durante muchos años. Habrá que enmendar el pecado pronto.

Me propuse ver una película religiosa y la elegida fue la para mí desconocida David y Betsabé, realizada dos años después que la de Mann por el siempre recomendable Henry King. Pablo García Canga me la señaló, y debo darle las gracias porque ha sido la sorpresa de la semana. Con un espléndido guion de Philip Dunne, lo que tenemos aquí es una película sin batallas ni grandes escenas de masas (hay que mencionar que una sangrienta pelea es evocada en un larguísimo plano nocturno con un solo actor y sonido off, y que la lucha contra Goliat posee un aura onírica fruto de las condiciones de su evocación), llena al contrario de largos e intensos diálogos desarrollados con el rigor de la mejor reflexión aplicada a cuestiones éticas, teológicas (lo que en este caso, de remate, implica decir también: legislativas) e incluso sentimentales. 

Cabe cuestionar si el personaje de Betsabé está poco desarrollado, pero que su diálogo sea menos extenso puede engañar: el que tiene es de gran contundencia, y la interpretación de Susan Hayward abandona pronto la dimensión erótica en favor de la expresión de un amor sensual pero maduro, una apuesta importante de Dunne, tanto más cuanto en el asesinato de Uriah, su marido, David no solo ofende a Dios (visto con no muy halagadores ojos, pues la película mira al Antiguo Testamento pero con los ojos del Nuevo) sino a su amada, pues aquí el amor, si bien surge de la atracción sexual, pronto se manifiesta como una comprensión profunda, el tipo de mutuo arropamiento que solo es posible cuando dos personas son capaces de mirarse plenamente a los ojos. Y es ahí, de esta historia mutua, del hallazgo de una verdadera compañera, de donde propiamente surge todo el pasado de David. Una de las virtudes del trabajo de Dunne y King es la importancia de la evocación, la evidencia del invisible peso que David acarrea sobre sus espaldas, buena parte fruto de su sentido del deber, pero otra muy importante siendo la de un pasado teñido de pérdidas (nombro solo un hallazgo: la muerte de Goliat concluida con la mirada de David a su mano ensangrentada, de la que de pronto entendemos que podemos dar fecha: él le había dicho a su amada que mató a su primer hombre a los 13 años). A través de este amor, el peso de su historia sobre las espaldas del rey atormentado deviene también el de una religiosidad pervertida por el alejamiento del campo y la religiosidad natural (la evidencia de Dios, dada por la naturaleza en vez de por nombres o leyes) en favor de la institucional representada por el siniestro Nathan y caracterizada por el dominio de la Ley sobre la Justicia. 

Pero creo que lo que más me ha impactado es el ritmo, la música de la historia. King extrema la duración de sus planos sin ánimo de lucir virtuosismo alguno sino de dotar de espesura a los pensamientos y afectos de sus personajes, especialmente el David encarnado con hondura por un Gregory Peck al que creo que pocas veces habré visto mejor. El guion es espléndido, pero King da a sentimientos e ideas el tiempo para expresarse, la duración de su escanciamiento. La citada escena en que David evoca la muerte de Jonathan, un extensísimo plano-secuencia en el lugar donde antes se nos ha descrito con todo detalle la matanza, es un buen ejemplo, pero mi preferido quizás sea la escena del arpa, extensa, lenta hasta la exasperación, pero donde se asiste al milagro de una resurrección en toda regla. La muerte ya inminente, inevitable, la mujer que le ama le pide que toque para ella, pues nunca ha asistido al afamado talento de su amado para la música. Y el retorno de ese acto (el único pasado que logra de hecho retornar, revivir materialmente) provoca el del joven pastor, de la infantil naturaleza y la religiosidad olvidada. Un prodigioso momento de cine, y una gran película. 

Tal vez suene raro, pero este ritmo, este sentido del despliegue de la vida en el tiempo, me aproxima David y Betsabé a Memoria, último largometraje hasta el momento de Apichatpong Weerasethakul, que he visto por segunda vez, después de una primera, en tiempos de su estreno, que me dejó bastante insatisfecho. 

No ha sido así en esta ocasión. En efecto, creo que la linealidad que aporta el enigma del origen del sonido que escucha la protagonista limita las posibilidades de Weerasethakul, mucho más rico cuando puede ir en cualquier dirección, y aquí todas las fugas son eso, fugas del hilo central, misterios contingentes, hilos sin solución pero menos relevantes por ese que lleva del primer sonido al OVNI final, solución enigmática pero solución al fin y al cabo (conflicto central, podría decir Ruiz). 

Pero insisto: qué música. Ningún otro cine suena como el de Weerasethakul, quizás el cineasta que con más justicia podría editar la banda de sonido de sus filmes en CD. El cuidado en los volúmenes y las texturas, la fluidez con que las atmósferas (los paisajes) sonoras se suceden incluso cuando se quiebran (la entrada repentina de la lluvia no sacude sino que viene a sumar un elemento más a la paleta de posibilidades sonoras de este mundo por conocer), o cuando se convierten en música propiamente dicha, como ese jazz que entra poco o poco hasta ocupar toda nuestra atención acústica y visual, cerrando la primera mitad para lanzarnos a esa segunda dominada por el sonido del agua de ese río ante el que se producirá el encuentro clave de la obra. 

Pero la música es también la de los encuadres y los espacios. Espacios nuevos en el cineasta, urbanos como no se habían visto hasta ahora en él, pero también raramente amplios, y siempre acogedores incluso en los casos más asépticos. Tilda Swinton existe más por su voz y su figura (su movimiento, como en el plano del perro, el ejemplo quizá más obvio) que por su rostro, que solo en los momentos finales cobrará importancia, antes de su desaparición (hay que recordar que, tras descubrir el origen del sonido, ella ya no reaparece), aunque evidentemente no deja de tener su importancia antes, sobre todo en la escena del estudio de sonido, un modelo de planificación con sus tres sencillísimos, pero pensadísimos, planos, y la gestualidad, mínima pero elocuente, de Swinton. 

Memoria confirma el arte de su autor como quizás ninguna película previa, precisamente porque, optando por un enigma-hilo, el misterio de la película no se apoya en su construcción sino en la propia puesta en escena: la presencia visual y sonora de actores y espacios, la temporalidad de las acciones, es con ellas y no con el enigma central con lo que se relacionan de verdad los hombres invisibles, las alarmas de los coches (que recuerdan por cierto al mejor momento de La niebla de Carpenter, que era, por supuesto, sus créditos), las neveras para orquideas, etc. Memoria, en fin, quizá sea la película que mejor demuestra que Weerasethakul puede hacer lo que le dé la gana.  

Hay por cierto un momento musical espléndido en El pan y la calle, el primer cortometraje de Abbas Kiarostami. El niño, asustado por un perro violento, no se atreve a atravesar la calle que lleva a su casa, así que se detiene y espera. Kiarostami se entretiene con varios primeros planos del crío, que parecen tomados sin noticia de este (me lo hacen sospechar sus bostezos). En cierto momento, una música de jazz irrumpe con la aparición, por la calle de la izquierda, de una figura lejana. No resulta claro, al inicio, el por qué de la música, pero su extemporánea irrupción es todo un acontecimiento que desliza el tono a lo cómico: acompaña todo el lento caminar del que termina siendo un hombre mayor con audífono (aparato que retornará en la obra del iraní), al que el niño se suma para ver si así le protege del perro. La elección de la música es sorprendente, pero da buena fe de la sana imaginación que Kiarostami poseyó desde el día uno de su carrera. Su gusto por el jugueteo se ve pronto, cuando el viejo gira por una calle intermedia y deja al niño indefenso de nuevo ante el animal. Lo que sigue no se lo digo.

El pan y la calle es una hermosa, sencilla y breve historia, y solo añado su llamativo título, es decir su negativa a llamarse “el niño y el perro”. Pero claro, es que en el pan está la clave de la historia, y en la calle la importancia del espacio que tanto caracterizará a su director.

Así y todo, la primera obra maestra de Kiarostami no es este sino su segundo, siguiente cortometraje, La hora del recreo. ¿Qué de qué va? Francamente, no lo sé. Un niño rompe un cristal del colegio con su balón y es castigado duramente. Un plano inolvidable enfoca su cara pero de pronto, cuando este comienza a ser castigado mediante golpes de varilla en su mano, el foco cambia drásticamente hasta mostrarnos el agujero hecho en el cristal por el balón, a través del cual veíamos al niño inadvertidamente. El caso es que luego termina la jornada, los niños salen, forman en el patio, se marchan, el protagonista con su inseparable balón intenta sumarse a otros que juegan fútbol en la calle, no le dejan y uno le persigue para pegarle, se esconde, se ve obligado a cambiar su ruta de vuelta a casa (o eso supongo yo), de pronto está saltando por peñascos, atravesando un río, unas vallas, camina al lado de una gran carretera que se diría a las afueras, llena de coches… y ya. El niño se ve obligado a cambiar su ruta, pero Kiarostami lleva esto a un nivel de abstracción, y de gravedad tal, que semeja el inicio de una epopeya vital que ya no tendrá fin (y que anticipa el tono, dureza y atrevimiento formal de su siguiente película, el mediometraje Experiencia). En esto, también nos permite ver algo especialmente pregnante de ambas obras, y que creo fácil pasar por alto en la primera: la relevancia del presente de cada instante. Las imágenes del rostro del niño detenido en El pan y la calle se relacionan con su situación pero también, en sus bostezos y otros gestos, amén del tiempo a ellas dedicado, no dejan de ser simples planos de un niño, la atención a un rostro infantil, contemplado de tal forma que anima a sospechar que las tomas han sido robadas durante lo que aquel creería pausas del rodaje. 

En La hora del recreo esto resulta mucho más extremo. La escena del castigo carece de relación con lo que sigue; la salida de los niños está filmada, pese al uso de una grúa, con plena voluntad documental. Lo que sigue, como se ha dicho, establece un centro narrativo durante unos momentos (la pasión por el fútbol, las ganas de sumarse al juego, la persecución, etc.), pero en su último tercio los escenarios se vuelven tan ajenos a los previos que es como si reivindicaran su importancia externa al niño o su historia. En suma, Kiarostami hace algo muy difícil: cuenta algo, pero cada parte de ese algo tiene su existencia propia, reclama su autonomía particular frente a su contingente uso. Weerasethakul no está tan lejos: en su cine cada escena existe independientemente, puedes pensar su relación con el resto, aventurarla con más o menos posibilidades de éxito, pero aún en los casos más evidentes todo vive en un presente pleno, irreductible, todo puede ser un aparte del mundo, como ese rinconcito de la selva donde tiene lugar el encuentro más importante de una vida.

Aunque de paso, con todo esto, Kiarostami también hace existir a los niños como nunca lo han hecho en toda la historia del cine. 

Y hablando de niños. Bien sabido que el cine de Mikio Naruse, pese a sus formas cotidianas, más educadas que las de un Mizoguchi por ejemplo, puede ser sumamente duro y hasta turbio, pero nada me tenía preparado para una sorpresa como Tanoshiki Kana Jinsei (This happy life). Las primeras escenas nos introducen en una atmósfera cotidiana teñida de comicidad (ese relojero desastroso que sabe la hora solo porque un vecino cuyos pasos suenan como un tic-tac pasa por enfrente de su casa todos los días a las 10), pero tras la llegada de una misteriosa familia a la calle, todo empieza a teñirse de una atmósfera inquietante: el comportamiento del hombre de los mil oficios y sus dos cordiales hijas va lentamente modificando el comportamiento de los vecinos como si de una posesión diabólica se tratase, ante los ojos del aterrorizado relojero, a quien nadie cree sus acusaciones, tan indemostrables como rencorosas. 

Se trata, en efecto, de nada menos que un filme de terror realizado por nada menos que Mikio Naruse en nada menos que los años finales de la Segunda Guerra Mundial, y que, más aún, anticipa nada menos que la celebérrima Invasión de los ladrones de cuerpos de Don Siegel en su descripción de un sibilino proceso de transformación de unos individuos normales y corrientes en seres exteriormente idénticos, pero completos otros en su ser más propio. De remate (y ahí iba yo), con la hija menor de la familia visitante Naruse se anticipa a una corriente mucho más tardía, la del niño como figura terrorífica. Esta niña, me atrevo a decirlo, supone una de las figuras sin duda más aterradoras que se hayan creado en la primera mitad del siglo XX, y no digo más porque quiero dormir esta noche. En suma: inesperada, terrorífica, y espléndida película, el secreto mejor guardado del interesante cine japonés del periodo bélico.

No puedo decir lo mismo, me temo, del último largometraje de uno de los mejores cineastas nipones vivos: Cloud, del gran Kiyoshi Kurosawa. Con algo más de dos horas de metraje, la primera mitad es tan inquietante y divertida como es común en su director: esa rara precisión con que se gesta un misterio de naturaleza imprecisable: ¿de qué va esta película? ¿Dónde está el peligro? La segunda mitad explicita todo y, aunque la realización sigue siendo impecable, todo es tan prosaico como parece y, a mi juicio, el modo en que Kurosawa estira el chicle de su mensaje, llevando al delirio o irrealidad algunos de sus elementos, no es suficiente para evitar lo zafio de la propuesta, que podría haber funcionado mejor o forzando más el lado satírico, o el absurdo, o el oscuro. Me temo que no me convence el punto medio en que Kurosawa se ha situado. A falta de ver Le chemin du serpent, su mejor película del 2024 no es esta, pues, sino la espléndida Chime, esta sí maravilla sin paliativos acaso una de las obras mayores de su autor. 

Lo sorprendente, lo que de ningún modo podía yo esperarme, es que The monkey, lo último del realizador de la sobrevalorada Longlegs, me resultara más satisfactoria que una película del segundo gran Kurosawa. Vista en un momento de debilidad sin esperanza alguna (lo cual no niego quizás haya determinado en parte mi reacción), lo bueno de The monkey es que sus aspectos cómicos no se dirigen ni a esa especie de rebajado narrativo propio del cine superheroico (me refiero a esa manía de convertir a lo cómico en algo así como apartes o pausas de la narración), ni a convertir la película en un spoof a lo Scary movie, y ni siquiera en comedia abierta, teniendo sin embargo un poco de todo esto. Lo mejor, entonces, es que la comicidad va en la línea de una excentricidad que ayuda a llevar la película a los límites de lo verosímil y del mismo género de terror, dejándolo en una zona indefinida que tiene como ventaja el hecho de que cualquier cosa podría pasar. Así, el equipo de animadoras celebrando la enésima muerte en el pueblo, que podrían salir de un Scary movie cualquiera, son elemento propio de un mundo extraño que, a todas luces, no es el nuestro. Añadamos a todo esto la violencia exultante de las muertes y, en fin, creo que las cuentas son favorables, algo que no puede decirse de In the Lost Lands, enésima porquería de Paul W.S. Anderson, ese anti-Midas que convierte en mierda todo lo que toca. Y ni una palabra más.

Quien sí parece puro Midas es Hiroshi Shimizu. Si en la última entrega de estos guadianescos informes (qué quieren, hay que trabajar) hablé de Arigatô-san, Asu wa nipponbare supone su segundo film-bus. Si en aquella se trataba de una película en constante movimiento, estructurada en torno al paisaje recorrido, las entradas y salidas de personajes, los encuentros en el camino, es decir la forma propia de una ruta, el autobús de Asu wa nipponbare se estropea, quedando varado en el camino a la espera de ayuda u otros vehículos que puedan llevarse a los personajes.

Tengo que decir que esta no empieza tan bien como Arigatô-san. La película entera está pos-sincronizada sin mucha preocupación por la coordinación labial, y la primera secuencia posee la extrañeza del predominio de atestados planos generales donde resulta difícil saber quién habla, pero, sobre todo, porque en la banda de sonido solo se escuchan diálogos y no hay sonido del bus (es decir, peor que los doblajes que hacía Filmax de las pelis japonesas). 

Pero Shimizu todo lo puede, y servidor terminó la película de rodillas. Desde la presentación de un ciego que todo lo ve (gloriosamente emparejado en los pasajes finales con un sordomudo, y el plano en que finalmente logran entenderse sin intérpretes es algo para morirse de felicidad y admiración), a la escena en que todos (incluido un tipo sin pierna) empujan el bus solo para quedar varados una curva más arriba (y aquí Shimizu usa vistas que anticipan el plano final de Y la vida continúa de Kiarostami, solo que este ascenso no servirá de nada), hasta lo que en realidad no es sino una película de episodios donde diversas breves escenas se suceden sin más conexión que los efectos de la guerra como leit-motif. Estudiar la habilidad con que Shimizu (director y guionista) ordena estos distintos diálogos con las llegadas de vehículos y marcha, en estos o a pie, de los distintos pasajeros, además del uso de las espectaculares vistas desde el camino, los acentos de comicidad, drama o incluso uno muy específico de violencia, sería un estupendo tema al que dedicar un blog entero. Pero me temo que debo pagar el alquiler.  

Como en una película de terror, el número de personas detenidas se va reduciendo, todos van marchando uno a uno. El ciego que todo lo sabe comete al fin un error, una indiscreción involuntaria, pero incluso esto no deja de devenir un acierto, pues los afectados no podrán ya esconderse de sus sentimientos. Con una delicadeza bastante provocadora, este última resolución quedará entre las lagunas del film: los dos profesionales quedan solos con su vehículo esperando la noche, y nosotros nos marchamos en un nuevo autobús, reemprendiendo el camino con el ciego, el sordo, la estrella de cine y el niño reaparecido, que ahora sí pagará su viaje con el dinero que el conductor le dio tras haberse colado en el suyo. 

Para morirse de gusto, oigan.

miércoles, 12 de febrero de 2025

INFORME SEMANAL (4)

Unfrosted (Jerry Seinfeld, 2024)

Sommarlek / Juegos de verano (Ingmar Bergman, 1951)

The Blob (Chuck Russell, 1958)

Asesinato en el Comité Central (Vicente Aranda, 1982)

Arigatô-san (Hiroshi Shimizu, 1936)



No tengo nada interesante que decir sobre Unfrosted, el primer largometraje como director de Jerry Seinfeld. Puede que deje descolocado a más de uno: muy alejada de la serie que le hizo célebre, se trata de una película realmente tonta, pero conste que digo esto en el buen sentido, pues lo mejor que tiene procede de ahí y su problema acaso sería, más bien, no serlo lo suficiente. Burla del género de carreras tecnológico-corporativas tan habitual en los últimos años, Unfrosted presenta una carrera en el mundo de los cereales para el desayuno ganada por el Pop-Tart de Kellogg´s… pero todo parecido con la realidad se termina ahí. Seinfeld busca todos los modos posibles de sacar partido cómico a las situaciones, a veces con éxito, a veces no tanto. Le suele fallar el escaso desarrollo de las diversas posibilidades apuntadas, como la “conspiración” de los lecheros, las repercusiones geopolíticas de la carrera (la crisis de los misiles con Cuba resulta fruto de la pelea por el azúcar), o la atracción entre los dos líderes de las empresas competidoras (Jim Gaffigan y Amy Schumer), que se quedan en meros apuntes sin consecuencias dentro de un desarrollo que se limita a acumular ideas muy desigualmente ejecutadas, pero diría que también afecta haber empleado a demasiados cómicos; un enfoque del tipo ZAZ en Airplane, con actores “serios” actuando de forma no divertida creo que hubiera funcionado mucho mejor, y creo que las actuaciones de Hugh Grant, Christian Slater y Dean Norris así lo demuestran (o casi, porque Bill Burr como nada menos que J. F. Kennedy es un hallazgo que amerita spin-off). En suma, una peli graciosa a ratos, salvo para quien no.

Como a veces no es fácil hilar las cosas, paso de Seinfeld a Bergman, y quéjense ustedes al clero. Sommarlek fue el primer éxito crítico del sueco y merece contarse entre sus mejores películas. Lejos del tono agrio incluso en la felicidad que caracterizaría a la posterior Un verano con Mónica, Sommarlek presenta un verano y un primer amor plenamente felices, vistos eso sí desde las tinieblas de la mujer que muchos años después, ya adulta, se ve de pronto ante el recuerdo y, por primera vez, puede mirarse tal como es ante el espejo. Es esta segunda edad la relevante, pues la protagonista evalúa su vida entera desde la recuperación de aquel tiempo en cuyo olvido se cifró su supervivencia; inteligentemente, Bergman nos muestra la isla, y varios de sus escenarios relevantes, antes en su forma actual, decadente e invernal, que en la pasada, plena y veraniega, y ofreciendo una de sus imágenes más siniestras: la anciana, aparición mortuoria digna casi de El séptimo sello, cuya auténtica y mucho más grave y dolorosa relevancia no advertiremos hasta tres cuartos de hora más tarde. 

En todo caso, si la película es grande no quepa duda que se debe a los “juegos de verano” que le dan título, y no solo por la espléndida interpretación de Maj-Britt Nilsson. La laxitud, ligereza y libertad de escenas como la del despertar y salida veraniegas de la joven se encuentran entre lo mejor hecho por el director, y tours de force como el último día de los enamorados, que incluye incluso una inesperada escena de animación, parecen realizarse sin el esfuerzo que tanto caracterizará futuros ejercicios similares. Cierto que el remate de la conversación nocturna en camerinos termina de darle la grandeza al conjunto, pero el pueril cierre casi casi lo echa por tierra. Una de esas películas a las que borrarle la escena final, salvo por el hermoso plano del beso: los pies de ella se elevan de puntillas (ignoro el término técnico, pero ahí les dejo la imagen), lo que los deja en posición para volver al baile. Bergman fue un atento alumno hitchcockiano y planos tan condenadamente buenos como este lo atestiguan. Pero que la bailarina vuelva con el imbécil del periodista debe ser, con mucho, lo más triste de esta película y una de esas razones que autorizan a odiar a Bergman de vez en cuando. 

Como es bien sabido, en los 80 se hicieron bastantes remakes de películas de terror de los 50. Muchos fueron notables, como La cosa de Carpenter, que más que remake del clásico de Hawks & Nyby era adaptación directa del original literario, o La mosca de Cronenberg, infinitamente superior, pero también distinta, a la película cincuentera (lo siento, pero así es). El Invasores de Marte de Tobe Hooper siempre me ha parecido superior al de Cameron Menzies y, sin el menor asomo de dudas, este The blob de Chuck Russell está por encima del original (del que en todo caso confieso ya no guardo recuerdo alguno). 

The blob es un festival ochentero que da gusto verlo. Hay de todo: sexo adolescente, macarra con moto, greñufos, chupa de cuero y problemas con la poli, jugadores de rugby salidos y animadoras, padres conservadores, sacerdotes siniestros, viscosos efectos especiales, conspiraciones del estado, militares sanguinarios y, en fin, solo faltan, extrañamente, tetas, aunque una muerte magnífica tiene lugar intentando meter mano en un sujetador. ¿Puritanismo? We know better than Roger Ebert. 

Se me ocurre lamentar que The blob sea cruel en su primer tercio y se suavice después, pero sería mi único descargo. A que el humor se reduzca no le veo problema, es una variación tonal que creo que beneficia el desarrollo, y si no me equivoco el punto crucial al respecto sería la brutal muerte de Paul, el jugador de rugby que hasta el momento parecía ser uno de los protagonistas (su petición de cita a la animadora por cierto un temprano highlight de la cinta), que luce con plenitud los efectos especiales mediante ese rostro horrorizado que grita a través de la traslúcida masa viscosa y viviente. Pero esto queda en nada comparado con la mejor escena de la película, la de la camarera intentando llamar por teléfono. A esas alturas es conveniente que el humor no comparezca, para que los dientes de la película reluzcan espléndidos: mientras pregunta por el sheriff con quien iba a tener en ese momento su primera cita (y que también aparentaba ser personaje principal), la masa cae sobre la cabina; al escuchar que el sheriff salió hacia el café, vemos contra el cristal el rostro de aquel, ya muerto y en proceso de deglución. Fuck yeah. Una de las buenas. 

Pasamos de remakes a adaptaciones literarias. Asesinato en el comité central fue mi primer Vázquez Montalbán y mi primer Pepe Carvalho. Me sorprendió que existiera una versión cinematográfica porque básicamente se trata de un ensayo novelado sobre la historia del PCE y su difícil posición en la España de comienzos de los 80, aderezado con espectaculares escenas culinarias, resultando casi nula la trama detectivesca, de modo que si Carvalho no resuelve el misterio en cincuenta páginas es, precisamente, porque para Montalbán no se trata de eso. 

Considerando así incluso lo difícil que lo tenía, la adaptación de Vicente Aranda es sorprendentemente mala. Como era de esperar, casi toda la dimensión reflexiva ha sido eliminada y, de acuerdo con un problema no solo español sino internacional, los escasos parlamentos políticos suenan esclerotizados, mecánicos, falsos, insinceros; pero al mismo tiempo, la mala mano, esta sí, del cine español de la época para el género negro queda probada una vez más, en una película que pese a concentrarse en la resolución del misterio no tiene ni ritmo ni personalidad, está filmada sin imaginación y apenas profesionalidad, como basta comprobar con la pésima resolución del altercado en la casa de Victoria Abril, que parece montada por la abuela del productor, y planificada por la bisabuela. Sumen a esto el hecho evidente de que ni Patxi Andion ni Victoria Abril tienen personajes. El asunto es grave sobre todo con la segunda, pero la pétrea interpretación del primero, cuyos matices van apareciendo poco a poco, al no ir acompañada por un director atento queda en eso, una simple piedra mal tallada. Al menos queda uno de esos momentos, involuntariamente cómicos, que le regala a uno la carcajada del día: sentados ambos en un sofá, ofrecidos a plena vista del público, ella le dice a él que no tiene pinta de comunista. Digno de Martes y Trece. En suma, un desastre.

Nunca he leído a Yasunari Kawabata, así que desconozco el relato corto (“Gracias”, incluido en Historias en la Palma de la Mano) en que se basa Hiroshi Shimizu para su extraordinaria Arigatô-san. Por lo que he podido averiguar, Shimizu toma de aquel solo la ambientación y tres de sus personajes: el principal es arigatô-san, es decir el “señor Gracias”, conductor de una línea de autobús rural al que todos conocen por tal apelativo debido a su amable forma de conducción, dando las gracias a los que se cruza en el camino cuando se apartan para dejarle paso. Esto es convertido por Shimizu en el leit-motiv visual y sonoro de la película: primero la vista del camino, con alguien varios metros por delante, dando la espalda al autobús/cámara, después el sonido del claxon, seguidamente un fundido encadenado donde la figura de espaldas pasa a estar de frente, junto a un nuevo sonido: el arigatô de nuestro buen conductor, casi siempre respondido por otro saludo del paseante. Cuando digo leit-motiv quiero decir que este recurso es constante, no deja de usarse una y otra vez. 

Los otros dos personajes conservados del relato son una madre y su hija de diecisiete años. Japón se encuentra en una brutal crisis omnipresente en muchos de los diálogos, y la hija va a ser vendida como prostituta en Tokyo. Todos los pasajeros están al tanto de la situación, a todos les apena, pero todos la comprenden. Pronto entendemos que a arigatô-san, al contrario, le gusta la chica, y que acabarán juntos. 

Y ya está. Eso es todo. La película, de poco más de setenta minutos y rodada sin guion, muestra un recorrido de unas veinte millas en autobús y constituye un auténtico anti-Stagecoach avant-la-lettre. La situación de la joven marca una línea narrativa que, salvo por la presencia de otra que pretende al conductor, no guarda relación alguna con los demás pasajeros, que para más inri van cambiando por el camino. No hay otros grandes acontecimientos, crisis, conflictos, nada. El autobús, sus pasajeros y el camino. He aquí toda una lección de cómo aprovechar, explotar, extraer toda su savia de un acontecimiento simple para construir una película: un simple recorrido de autobús con sus pasajeros comunes y peculiares, paradas establecidas o accidentales, charlas casuales, recados, riesgos de accidente, vistas del paisaje, cambios de asiento, viejos conocidos, etc. Road movie pura y dura, Arigatô-san evita el habitual riesgo de la estructura episódica por muy original vía: nada tiene la entidad suficiente para ser episodio, y la omnipresencia de las vistas desde el vehículo (barrunto que medio metraje debe irse en ellas: por supuesto, Shimizu utiliza todas las variantes y posiciones) y los saludos en el camino (con sus perennes encadenados) tiene tal extensión e importancia rítmica que los acontecimientos humanos se funden con el camino. 

A esto hay que sumarle otras curiosas decisiones: el diálogo más relevante en extensión (y belleza) no es entre el conductor y la joven (aunque sí hay uno de importancia) sino entre este y una mujer a la que solo vemos en una escena y que resulta ser una coreana que ha trabajado en la construcción del camino que cubre el autobús (según leo, la escena fue fruto de la improvisación al encontrarse con este grupo de trabajadores). El diálogo, donde la mujer manifiesta su pesar por no haber podido recorrer, vestida con kimono, el camino que ella misma ayudó a construir en el bus de arigatô-san (diría que es el único momento en que es este quien agacha la mirada) y pide al hombre que deje agua y comida en la tumba de su padre, recientemente muerto, es el más emocionante de toda la película (Pablo García Canga escribió muy hermosamente sobre ella en El diablo quizás). Al final, él le ofrece que haga el camino en su autobús, pero ella declina amablemente: prefiere seguir el camino con su gente; por primera vez, una vista nos muestra la imagen de unos caminantes muy lejanos (abajo), una imagen triste y precaria de la vulnerabilidad de esos trabajadores, minoría étnica para colmo tradicionalmente maltratada en Japón. Ahora bien, todo esto gira en torno a un personaje fugaz, y nada de lo hablado tiene repercusiones (narrativas) en la película, siquiera para motivar una parada posterior en el cementerio. 

Otra decisión curiosa: en el bus hay otro personaje que pretende hacer todo el recorrido y parece jugar el mismo papel que tendrá Berton Churchill en Stagecoach. Constantemente se hace notar, molesta a los demás y su conducta es dudosa e hipócrita, aunque, con su ridículo bigote, sus enormes dientes, y sus reacciones encantadoramente infantiles en pasajes como el de los aros de humo, bascula entre lo cómico y lo molesto. Pero agárrese el espectador: pese a esta evidente relevancia, de repente, sin embargo, casi a los dos tercios de película se baja del autobús porque se acaba de montar otro tipo con su mismo bigote. Shimizu llega incluso a ejecutar la bajada con otro encadenado, de tal modo que incluso se genera un breve momento de duda: ¿de verdad se ha bajado? Pues sí. Ni Sean Bean ni nada, esto sí que es un shock.

Arigatô-san es sin duda una de las grandes obras maestras que haya dado el cine, y la mejor road movie jamás filmada. Por su modestia y sencillez, no obstante, dudo que nunca entre en las grandes listas. El mundo se lo pierde.