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martes, 6 de octubre de 2020

La ley del vampiro

 

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Entre las excelencias del magnífico dossier que en 2011 Contrapicado dedicó a Paulino Viota, se encontraba una sección en la que varias personas daban testimonio de su labor como profesor y conferenciante. Al leerlo por primera vez, recuerdo que me llamó la atención la referencia, por parte de más de un autor, a una polémica que también había aparecido en conversaciones personales con algunos alumnos y conocidos de Viota. Se trata de lo que podríamos llamar “la polémica de Palma”, de la que ha quedado constancia en la primera sección de “Forma local y forma local: A woman of Paris”, artículo recogido en La herencia del cine.

Aunque dedicado al segundo largometraje de Charles Chaplin, Viota abre su escrito con la comparación de tres secuencias de tres películas diferentes: Amanecer de Murnau, Vertigo de Hitchcock y Body double de de Palma. La idea es comparar el uso que en las tres se hace de un esquema similar: el cambio de escenario mediante el uso de una transparencia en relación al reencuentro (por así decir) de una pareja.

Me salto Amanecer. En Vertigo, Viota analiza el momento en que Scottie consigue la transformación plena de Judy en Madeleine, y el travelling circular con el que Hitchcock muestra cómo, durante el beso, la habitación se transforma en las caballerizas donde se dio el último beso entre Scottie y Madeleine. En Body double, cuando el hombre consigue transformar a la actriz porno en la mujer muerta y deseada, al besarla de Palma repite el procedimiento de Hitchcock: el lugar se transforma, con trasparencia y travelling circular (es decir, repitiendo el esquema al completo, con todos sus elementos) en el pasaje subterráneo donde la había besado por primera y última vez.

En su análisis, Viota va más allá de las habituales discusiones (cita u homenaje, etc.) y se pregunta por la diferencia fundamental entre ambas soluciones, una diferencia sin nombre pero con cuerpo, el cuerpo de la mujer: en Vertigo, Scottie experimentaría la transformación del cuarto en las caballerizas porque, pese a las apariencias, el beso es exactamente el mismo en ambos, “mismos labios, misma lengua, mismos pechos”. Él no lo sabe pero esa mujer es la misma que ya había besado, por lo tanto las sensaciones son las mismas y la fuerza de la evocación, la metamorfosis del espacio, inevitables: el lugar cambia porque la mujer en el fondo no lo ha hecho, y “dos mujeres no pueden dar el mismo beso”. La identidad, inadvertida pero cierta, une los dos tiempos y lugares. Sin embargo, en Body double Holly se hacía pasar por Gloria, que luego sería asesinada, pero en este caso Jake sí había llegado a besar a la segunda, a la mujer “verdadera”. Por lo tanto ¿cómo podría producirse la transformación si se trata aquí de dos mujeres distintas, si los labios no son los mismos, si los besos van a ser por fuerza diferentes?

La conclusión de Viota va a ser que de Palma no habría entendido nada del original, tomando de Vertigo una mera forma hueca, utilizando así “las formas simplemente por su belleza vacía”. Su solución es mero ornamento, aderezo hueco de función.

Resulta difícil, criticando una propuesta, ser sin embargo tan certero: el análisis de Viota accede al corazón no solo del filme de Hitchcock, sino a la clave de bóveda del de de Palma. Body double no es la común versión educada de Hitchcock a la que tan acostumbrados estamos, sino una traslación a otro universo, concretamente uno que anula el romanticismo y toda cualidad no morbosa o directamente pervertida. Dicho en plata: Body double es una versión guarra de Vertigo (y de su otro referente, La ventana indiscreta). Elimina del planteamiento de aquella todo elemento redentor (el hálito romántico, la conmovedora interpretación de James Stewart...) y se construye sin complejos en torno al resto perverso y sucio del filme de Hitchcock. Jake re-convierte a Holly en Gloria y al besarla espacio y tiempo se transforman porque la verdad del cuerpo no importa, y no importa porque, al contrario de Scottie, que como bien dice Viota “no está tan loco”, Jake sí está como una regadera y sí es un pervertido con todas las de la ley. Aquí manda la perversión, la obsesión por unas formas prioritarias al cuerpo que las porta. Aquí la carne, la materia, es solo el envoltorio de la idea. Este es el núcleo central de Body double, y por esto en ella se encuentra el que diría es el uso más original de Hitchcock en su autor y quizás en cualquier otro. Viota dice que la citada diferencia demuestra que de Palma no ha entendido a Hitchcock; yo diría que demuestra exactamente lo contrario, puesto que es en ella y no en otro sitio que se encuentra la evidencia principal del cambio que propone respecto a su modelo, y se aporta el dato definitivo para caracterizar a su protagonista.

En todo caso, lo que Viota busca es denunciar un “enamoramiento puramente gratuito de una forma [que] produce únicamente una especie de ornamentación”, acusar a una generación de cineastas que “han estudiado el cine en universidades y escuelas, han visto las películas de los maestros y se han enamorado de las formas sin entender la razón por la cual se utilizaron”. Una de las razones que apoyaban la inclusión de este texto en La herencia del cine, aparte de las obvias, era precisamente esta reflexión, que resuena con las de uno de sus escritos más conocidos, “El vampiro y el criptólogo”.

La distinción que en él se defiende es bien conocida: el crítico es presentado como criptólogo y el cineasta como vampiro, aunque para empezar Viota entiende que en la primera categoría habría dos tipos: si el crítico puede ser visto como alguien que investiga el “idioma” o “lenguaje” del filme y lo traduce en sentido (el “traductor” de la película, pues), el crítico al que es factible llamar “criptólogo” considera que esa lengua es desconocida, y así «ha de descubrir, en la misma materialidad del film, cuál es la lengua particular, propia de cada film, en que está escrito, cuál es la manera de hablar de una película que resulta más coherente con la particular “manera de ser” de esa película, sin que haya para él lenguajes descriptivos predeterminados de antemano». Pero de todas maneras esta diferencia no es tan definitoria, pues «ambos tipos de críticos tienen en común lo fundamental: para ambos cada imagen, cada sonido de un filme, es un significante de un significado; cada imagen “dice”, se conecta en un sistema de significación con las demás. Y la tarea del crítico es contribuir a hacernos legible ese sentido».

Más peculiar va a ser la consideración del cineasta, pues lejos de ser, como muchas veces se entiende, el que mejor acceso tiene al sentido de las obras, por ser perfecto conocedor de sus formas de fabricación (estar en el secreto técnico, podría decirse), es precisamente el que menos las entiende, el que menos se preocupa por su sentido, el que más se demora en el embeleso del baile desnudo de sus significantes. ¿Por qué? Porque lo que le interesa es el modo en que “alguno de esos elementos, o un conjunto particular, una conjunción de ellos, resuenan en su propio estilo, se ajustan a su propio gusto personal, o desarrollan ese gusto en una dirección determinada, modificándolo, enriqueciéndolo”. Por eso, el cineasta es vampiro que bebe la sangre de las películas, crece con su vida, incrementa su poder y energía absorbiendo esa sangre, incorporándola a la suya. Para el Viota de 1986, el cineasta se distingue por no entender. El cineasta no “lee” el cine, lo bebe. En fórmula memorable, llegará incluso a afirmar: “Creo que cuando alguien se plantea el llegar a ser cineasta, el que no entienda las películas que ve es ya una señal de que va por buen camino”.

Es evidente que el Viota de 1986 y el de 2008 no consideran de igual forma al cineasta, pues el segundo critica a de Palma precisamente su mala labor criptológica: no habría sabido ver el sentido último de la escena de Hitchcock y, en consecuencia, no lo emuló satisfactoriamente. Pero, ¿qué gracia tendría esto segundo? Lo que ha hecho de Palma es replicar una operación formal de acuerdo a sus intereses, y más aún, hacerlo manteniendo idénticos la mayor cantidad posible de elementos. Es una operación bastante vampírica, aunque con un componente sádico que no aparece en la caracterización de Viota.

Esta permanece empero sumamente sugerente: si un cineasta-vampiro intentara la labor criptológica, ¿qué resultaría? ¿Qué cabría esperar de un maridaje tan contra natura? Si el crítico lee y el cineasta bebe, si el crítico traduce y el cineasta deglute, absorbe, si el cineasta también analiza (pues ve las formas, sabe descomponer y distinguir) pero sin preocupación por el significado, ¿no sería la tarea del cineasta metido a crítico la del analizar manteniendo a raya siempre al sentido, o como mínimo que si bien las formas accedan a cierto sentido no tengan nunca, bajo ningún concepto, significado? ¿No debiera un autor tal ser garante de la incomparecencia del significado, guardián del baile puro de la forma, Aquel Que No Entiende Pero Da A Ver, custodio de los “signos magníficos bañados en la luz de su ausencia de significación”? Saboteador intenso de la comprensión, este individuo, al hablar de una película, tendría como preocupación primera el mostrar que toda película, en último término, es incomprensible. Nos mostraría que su multiplicidad, su “saturación de signos” es irreductible al significado, o cuando menos a uno solo. Se aseguraría de que, allá donde apareciese un sentido, en otro lugar otro signo lo anulase, experto detector de evidencias contra cualquier alegato, el mejor defensor ante la acusación de la Fiscalía Significante.

   

Está claro que Viota, que se auto-define aún como “cineasta” en el texto del 86, no siguió este camino, empecinado rastreador enseguida de la Verdad de filmes y autores, obseso buscador de la Traducción perfecta (a sus diagramas me remito, por ejemplo). Y lo cierto es que no soy capaz de pensar en nadie que realice la Utopía que acabo de presentar. Acaso quien mejor la encarne (incluso mejor que Godard, aunque recordemos su afirmación de que todas las imágenes nacen libres e iguales, siendo la historia del cine la de su represión) sea Raúl Ruiz, no tanto por su crítica del conflicto central, demasiado superficial tomada por sí sola, cuanto por su firme voluntad de activar todos y cada uno de los elementos de sus películas, y defender idéntica labor por parte del espectador, llegando a ponderar positivamente incluso el ver las películas dormido como modo legítimo de experimentarlas. Para Ruiz una película en el fondo... no tiene fondo. Pueden ser leídas del derecho y del revés, descubriéndose como vastísimos aglutinamientos de múltiples elementos heterogéneos tan pronto dejamos de regir su comprensión mediante la narración o el discurso. Por ello quizás, nadie ha luchado tanto contra la “hipótesis de unidad” como Ruiz, ha hecho tantas películas con tantas puertas (no tantas ventanas), tantos ángulos susceptibles de centralidad.

Pero Ruiz no hizo crítica. Curiosamente, un ejemplo que me viene a la cabeza es el hilarante texto de John Waters sobre Je vous salue, Marie! de Godard. Después de algunos comentarios ad hoc sobre la polémica religiosa, Waters realiza una descripción de la película que no recurre a ninguna de las herramientas habituales para entender las obras de tan establecido realizador. El resultado es descuajeringante: Waters elogia la película con sumo entusiasmo pero, eso sí, desde sus propios criterios, cumplidos por supuesto de sobra por Godard: sentido de la sorpresa, ideas estrafalarias y hasta grotescas, rareza a raudales, pretenciosidad, sentido del humor... Waters no pierde un segundo en entender la película, pero tampoco se limita a decir “mola”: la ve y la da a ver, la desmenuza, destaca ideas, imágenes, soluciones... A Waters le encanta claramente que con tanta seriedad a Godard le haya salido algo tan divertido, que del seguro rigor empleado haya resultado algo tan rematadamente loco. Para él el resultado es incomprensible, y sabe que seguro hay claves de lectura, pero no le preocupan ni por un segundo: el Je vous salue, Marie! que sale de su visión es suficientemente divertido, provocador, loco. Daney no se lo va a mejorar.

No estoy seguro de que este tipo de aproximación sea la más habitual. Incluso en el caso de Godard, encuentro que cuando muchos cineastas hablan de cine hacen lo mismo que todo el mundo (me incluyo, aunque igual uno intenta ser variado): interpretar, hacer análisis sintomáticos, o temáticos cuando menos. En su escrito del 86 Viota recuerda al Godard crítico (que tiene de todo pero era capaz de hacer cosas como su intensa y descriptiva reseña de Forty guns –que tristemente ningún medio cinematográfico le admitiría hoy día) pero cuando por aquella época, por ejemplo, éste alababa a Daney por su capacidad de “hacer ver” las imágenes, no entendía por esto sino su portentosa capacidad para elaborar significados sintomáticos. Pero no es el único, Bergman gustaba de destacar las temáticas y juzgaba en base a su importancia (lo que a su entender convertía a Chabrol en superior a Godard, por ejemplo), y cuando cineastas como Tarkovski, Straub y otros hablan de lo que más típicamente llamamos “forma cinematográfica” lo hacen sobre todo de su sentido ideológico, ético, moral, social, político, filosófico, etc. Todos ellos sin duda acuden al esquema problema-solución para explicar decisiones específicas, pero no les hace falta elevarse mucho para entrar a palabras mayores. Pedro Costa detalla admirablemente los muchos problemas entrañados por la puesta en escena de En el cuarto de Vanda, pero lo que le interesa destacar sobre todo es la unidad entre ética y forma entrañada por su dispositivo, lo ajustado de este al universo filmado. En resumen, no fue un critico sintomático quien llamó “brechtiano” a Ford (cortesía de Straub/Huillet) o dijo que Sleep nos robaba el amor humano por lo que existe (Pasolini dixit), y ¿quién dijo que el “resiste” de Les dames de Bois du Boulogne era un grito de la resistencia francesa ante la ocupación nazi? Godard, el crítico-cineasta sintomático por antonomasia.

Como Waters, aunque a primera vista no lo parezca, hizo también Fassbinder, en “Imitación a la vida. Sobre las películas de Douglas Sirk”. La única diferencia es que en este caso hay una concordancia más que grande entre ambos autores, lo que puede hacer perder de vista hasta qué punto, hablando de Sirk, Fassbinder habla de sí mismo y su cine. Fassbinder describe con cuidado las películas, las piensa, llama la atención sobre unas cosas y otras y hasta llega a criticarse a sí mismo por no haber destacado lo suficiente otros elementos (siendo cineasta, precisamente son los formales los que deja algo de lado, aunque al contrario que él, yo me alegro de que no hablara de los dichosos espejos). De manera admirable pone sobre la mesa los conflictos escenificados por Sirk, es posiblemente la mejor defensa del cineasta que pueda encontrarse, pero al mismo tiempo Fassbinder hace algo más: exponiendo la dureza de las historias, la intensidad de los sentimientos, se hacen evidentes cómo no algunas aportaciones personales (véanse sus comentarios a Escrito sobre el viento, como este que es para bramar: «Dorothy hace algo malvado, azuza a su hermano contra Lauren y Rock [nótese cómo no nombra a los personajes, sino a los intérpretes]. Sin embargo, la quiero como a pocos personajes del cine. Como espectador, estoy con Douglas Sirk tras la pista de la desesperación humana. En Escrito sobre el viento lo bueno, lo “normal”, lo “bello” cada vez es más repugnante; lo malo, lo débil, lo inconsistente inspira comprensión. También hacia los que manipulan a la buena gente»), pero puede pasar desapercibido el hecho de que la turbulencia que muestra en los melodramas de Sirk (salvo en Escrito sobre el viento, diría yo, que es verdaderamente desmelenada) pertenece no a estos sino a quien escribe. No es que no haya turbulencia en las películas; la hay, y mucha. Pero la turbulencia de Sirk está localizada en las profundidades de sus imágenes y hay que rascar algo (no mucho, pero algo) para encontrarla; hay que mirar con atención, preocupación y hasta cariño para hallar la gravedad verdadera de esas tormentas, mientras las de Fassbinder están a puro golpe de vista. Ahí, la turbulencia ocupa la superficie. Basta comparar un Sirk con un Fassbinder para ver cómo el segundo pone en primer plano lo que el primero dibujaba con trazos certeros pero suaves, allí sin duda, pero allí para quien quiera verlo, mientras que, quieras o no quieras, la turbulencia fassbinderiana te saltará a la cara al primer fotograma de cualquiera de sus películas.

Fassbinder no miente, no falsea a Sirk, no equivoca ni una coma. Pero su Sirk está inequívocamente fassbinderizado. Su cine es mostrado, pero a otra luz. Algunos cineastas, cuando hablan de otros, son así: como un proyector que proyectara las imágenes con una luz propia, distinta a la prevista. Los fotogramas son los mismos, las imágenes y la película son reconocibles, pero al tiempo hay algo distinto: el mismo mundo, mostrado bajo una luz diferente. No es el ángulo, el lugar desde donde se mira, es más sutil que eso, es la materia misma que produce la imagen, que da a ver. A veces sucede eso. Este texto de Fassbinder es uno de los mejores ejemplos que conozco. 

Creo (pero puedo equivocarme) que la primera vez que pensé en todo esto fue al leer el artículo que Pablo García Canga me entregó para Paulino Viota. El orden del laberinto, dedicado a Jaula de todos. En él, analizaba la película pensándola primero de una manera hasta cierto punto usual, partiendo de una idea sobre su realización (había escuchado que se hizo con colas sobrantes de otra película), y luego seguía de manera en principio también común (hablaba de la historia), para enseguida hablar, en el fondo, de las distintas películas que hay en ella. Habla de la relación del corto con el texto que adapta, habla del placer en la filmación (mediante el símbolo máximo del placer para todo cineasta español: el travelling), habla de Jaula de todos como melodrama, con acento cántabro eso sí.

Sobre el papel parecen operaciones normales, pero García Canga posee un compromiso con la escritura y cultiva una experiencia del texto distinta a la del comentario o análisis, pues se diría que no analiza sino revive, re-cuenta, pues lo que dice está en la película pero no quiere limitarse a decirlo, destacarlo o encontrar pruebas que demuestren que tiene razón. Los textos de este cineasta que se piensa ante todo como tal pero escribe muchísimo sobre cine, acostumbran a ser descriptivos pero prestan a la “forma” más atención que Fassbinder y, además, narran. En sus mejores manifestaciones parece narrar junto a la película, tratar de encontrar el ritmo al que se mueve, acompasarse y acompañar su transcurso, hablando, ¡ahora sí! de ella, desde ahí. En un pequeño texto escrito hace diez años, llegó a figurar esa sincronización bajo la forma casi del secuestro, tratando a un plano de Hou Hsiao-Hsien y otro de Hong Sang-soo como laberintos donde se quedaba atrapado. Que el texto es de alguien con agenda propia más allá del mero análisis, es evidente no solo por el planteamiento del escrito sino sobre todo (es decir, de forma más pregnante), por la manera sugerente, elíptica, mediante la que se evoca una vivencia en primera persona, como pistas diseminadas, indescifrables por supuesto, pero que evidencian que la mayor pista está en dichos planos: uno de Milleniumm Mambo, otro de Lost in the mountains, uno final de Shara. Creo que este fue uno de los primeros textos de Pablo que me llamaron la atención, pues adoro la película de Hong Sang-soo que trata (protagonizada además por mi favorita entre sus actrices, Yu-mi Jung). Creo que me llamó la atención la precisión con que localiza la fuente del dolor de la protagonista: no la infidelidad sino la pérdida de una amiga, lo terrible de quedarse sin nadie con quien hablar (“Imaginaros: nadie con quien hablar realmente”, Pablo tiene debilidad por la segunda del plural). García Canga tiende siempre a ir ahí, al corazón del problema, como lugar donde sincronizarse con lo que pasa, y una vez situado todo se despliega, logrando como nadie que un zoom, una panorámica, una línea de diálogo, lo que sea, sin distinciones (todo es forma, amigos), sean vistos. Por ejemplo, aquí la actriz cae al suelo (es una caída que, al igual que a él, me impresionó vivamente), y ¿qué escribe Pablo?

“Ella grita y luego cae al suelo. La cámara la reencuadra con retraso (Algo fascinante de filmar en plano americano a alguien que se derrumba, que cae verticalmente y queda recogido, es que pasa a ser visto entero, como si pasase del plano americano al plano general, vemos todo su cuerpo con aire alrededor)”

Lo que sigue no saca consecuencias de esta observación. Digo “observación” y no “comentario”, pues la observación es una vivencia, pero una que da a ver; una visión que muestra y se muestra. Como Godard en su célebre elogio de los movimientos de la Mitchell de Tiempo de amar, tiempo de morir (recordado por Viota en 1986), García Canga no comenta nada al respecto de su descripción, pero, como pasa con Godard, no hace falta. Hay un modo de exposición, una escritura en verdad, que le da lugar y voz, que permite su permeabilidad, da voz a su opacidad. La observación comenta, pero poniendo en escena su acción, su vivencia. Es difícil conseguir eso, es lograr ser un puro proyector. Además el riesgo es grande pues implica cierta parcialidad: aquí por ejemplo, García Canga sigue un hilo concreto y por ello destacará seguidamente solo una frase de entre las del personaje. Pero es que hay que atreverse a ser parciales, si bien atreverse en nombre de algo: ser justos con aquello de lo que se habla, ser sinceros con la propia visión. Saber articular dos verdades que se quieren (cuando lo más habitual es jugar a que se enfrentan). Por eso, si Godard a veces desfigura, Pablo no lo hace nunca. En su texto sobre Arrieta, mi favorito de entre los muchos magníficos que hay sobre él, Pablo sigue la pista de las miradas de varias de sus películas y da una lección sobre cómo, aquí sí, la literatura, la metáfora, los sentidos figurados, la imaginación, la extrapolación, pueden servir de verdad para mostrar de qué va un cineasta, o cuando menos algunas de sus obras, algunas de sus operaciones favoritas, y de paso elaborar casi sin querer unas excelentes reflexiones sobre la distinción entre ficción y documental, el nacimiento de la ficción... El escrito toma elementos más que concretos de las películas, muestra cómo funcionan Vacanza permanente o Grenouilles pero al tiempo parece que no, parece que escribiera lo que le da la gana. Sin embargo, está siendo extremadamente fiel, pero tan fiel que se ha sincronizado con la forma embelesada, misteriosa, apasionada de Arrieta. Cuenta contando, y si este texto me gusta tanto es porque aquí no se sincroniza con un plano, un personaje, un conflicto, una emoción, sino con una especie de método, por eso quizás “Nuevos espías, viejas ocupaciones” es también un texto tan rico teóricamente, aunque sea fácil no darse cuenta.

La narrativa pareciera ser el truco, la clave del misterio. Cineastas que re-cuentan, re-viven, re-proyectan a su propia luz las amadas imágenes. Todo ser amado es nuevo, se siente nuevo en los brazos de quien lo ama. En el caso de García Canga, que es el más acabado ejemplo de crítico cineasta que conozco, a veces esta hambre narrativa se sale del texto. Es lo que sucede en la última parte de “Viviremos sobras”, su texto sobre Jaula de todos. Según habla de la película, pareciera que la girara en la mano, mirándola de un lado u otro, haciéndose al final una pregunta: ¿y si el melodrama fuera menos cántabro? Y empieza entonces a soñar otra película. Esto, a veces tan molesto, es aquí interesantísimo porque García Canga de verdad ha mirado el cortometraje de Viota, de verdad lo ha examinado, entendido y pensado, y a resultas de ello ha encontrado cosas raras, provocadoras cuando menos. Sobre todo: ¿por qué el narrador cuenta esta historia? ¿qué le va en ello? ¿quién es? Y es cierto que es este el personaje más enigmático de la película. Y es de esta pregunta que surgirá, como tenía que acabar sucediendo, otra película, la re-adaptación de Pablo tanto del cuento de Diderot como del corto de Viota: otro cortometraje titulado De la amitié (curiosamente, esta acción del cineasta en tanto crítico la plantea también Viota en “El vampiro y el criptólogo”, con el caso de Howard Hawks).

Este camino de una crítica a una película, rizando el rizo, se ha invertido en el último cortometraje de García Canga, original escenificación de precisamente una crítica, en el modo en que él la practica aunque, curiosamente, el texto sale del blog de Carla Maglio. En La nuit d ́avant, una chica en una habitación de hotel le cuenta a alguien por teléfono parte de una película que vio la noche anterior (y cuyo nombre no se aporta ni siquiera en los créditos). Evidentemente, el personaje se cuenta a sí mismo en ese contar, y de verdad cuenta ambas cosas, ninguna va en detrimento de la otra, pues la película se describe con detalle minucioso pero tal detalle se evidencia en todo momento como fruto de una posición ante el cine y ante la vida. Un modo de mirar es un modo de vivir, un modo de hablar, un modo de relacionarse con los otros (cualquier otra permutación de los términos es posible). Contar una película es pensarla, por la vía de vivirla pero sobre todo re- vivirla, re-crearla y re-habitarla. Porque las películas se habitan. Textos como los de Fassbinder y García Canga lo muestran. La nuit d ́avant podría bien ser la primera película que nos permite habitar este modo de habitar una película.

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El monográfico de Contrapicado sobre Paulino Viota puede leerse aquí. La herencia del cine, antología de escritos de Viota coordinada por un servidor y editada por Ediciones Asimétricas, puede comprarse aquí, y El orden del laberinto, que fue editado hace justo 5 años por Shangrila, aquí. La frase sobre los signos magníficos bañados en la luz de su ausencia de significación” se la dijo Manoel de Oliveira a Jean-Luc Godard en un encuentro que puede leerse aquí. El artículo de John Waters fue publicado en Majareta, editado en castellano por Anagrama, pero hace muchos años lo subí al blog de Intermedio.  El de Fassbinder se publicó en La anarquía de la imaginación, por Paidós, que se encuentra en varias webs de descargas. El mejor sitio para leer a Pablo García Canga es el blog El diablo quizás, que comparte con otras personas pero del que es autor principal. Los textos referidos son "Tres laberintos", que se puede leer en Detour“Nuevos espías, viejas ocupaciones”, que está en el libreto del cofre dedicado a Arrietta editado por Intermedio, y "Viviremos sobras", en el citado Paulino Viota. El orden del laberinto. El texto del que parte La nuit d ́avant puede leerse en no viste nada, el blog de Carla Maglio, pero recomiendo no hacerlo si no se ha visto la película. Hay que subrayar también y sobre todo que García Canga acaba de publicar su primer libro, Ozu. Multitudes, un repaso a la filmografía completa del cineasta japonés, cuya lectura por supuesto recomiendo encarecidamente y que ha sido editado por Athenaica

jueves, 26 de noviembre de 2015

La nalga (Shyamalan, 3)

    La visita es eso que se suele llamar, absurdamente, “found footage”, metraje encontrado, y que yo aquí referiré por el término, creo más correcto, de “POV”, esto es, “point of view”, punto de vista. Es un término utilizado para designar un tipo de cine pornográfico, pero confío en que el puritanismo de mis siempre queridos lectores no les impida aceptar la denominación. Un POV es una película enteramente grabada con una o varias cámaras materialmente existentes en la película, manejada/s por los propios protagonistas. Un procedimiento interesante pero que ha obtenido muy escasos éxitos en términos de eso que ciertas doctrinas esotéricas denominan “calidad artística”. Dentro de este grupo, La visita pertenece a la variable de falso documental, frente a las que optan por el uso de brutos o cintas íntegras, editadas o no, para las que la denominación “found footage” sí sería apropiada (el caso de Cloverfield, por ejemplo): no vemos una grabación tal cual, sino una edición del material realizada, en este caso, por uno de los protagonistas, una aplicada joven de 15 años llamada Becca.
    Este dispositivo permite a Shyamalan evitar el feísmo de muchos POV de la variante found footage, ya que Becca tiene unos criterios sobre cómo grabar, encuadrar, montar, narrar, etc., criterios expresivos, estéticos, algunos de los cuales explica a lo largo de la película y explicitan uno de los intereses del falso documental, su capacidad para convertir al montaje y a la puesta en escena en uno de los protagonistas activos de la película. No es algo muy desarrollado en La visita, pero sí es un aspecto presente, y fundamental para entender su doble epílogo: la madre explica lo que sucedió en la noche en que se separó de sus padres y expone a su hija el mensaje de la película, que no se ha de odiar, de guardar rencor; es la hija entonces quien monta a continuación de esto las imágenes de su padre, que en un momento anterior había manifestado no querer incluir por considerar que eso implicaría que le perdonaba.
    Un problema con los POV suele ser el por qué se continúa grabando, aunque una horda de zombis hambrientos y con una capacidad gimnástica que ya quisiera un servidor para sí mismo, persigan al sufrido cámara. La opción de Shyamalan, la misma por ejemplo de la última película de Ti West, The sacrament, también un falso documental (¡de Vice, nada menos!), permite resolver esto: como los protagonistas realizan un documental, esto les anima a grabar siempre, a pesar de todo, del terror mismo, y además a intentar hacerlo con cierto criterio. Aún así puede ser un problema creer que la joven cineasta es capaz de grabar mientras es atacada por una anciana loca o busca los cadáveres de sus abuelos en un sótano, pero Shyamalan lo justifica haciendo que en ninguno de los dos lugares haya luz, de modo que se hace imperativo usar la de la cámara, y esa sería la razón de que grabe en momentos realmente tensos: la cámara se convierte en sus ojos. Respecto a por qué los ancianos usan ellos mismos las cámaras en ciertas ocasiones, tiendo a considerar este hecho como mucho más inquietante que inverosímil: se saben al final de un camino y no solo no temen dejar rastro, sino que en cierto modo lo desean, como evidencia el inquietante parlamento del hombre grabándose a sí mismo, antes de dejar caer la cámara. Antes incluso que eso, la anciana que se graba a sí misma llamando a la puerta de sus nietos con un cuchillo en la mano sabe que estos van a ver las imágenes al día siguiente. Los ancianos retan a los jóvenes, y a través de ellos al mundo, con su imagen. Si acaso, lo único inverosímil es que sepan cómo encuadrar. Ahí a Shyamalan, como a Becca, le puede la profesionalidad.
    Con esto llegamos a otro problema propio de los POV, que suele ser el que la cámara tiende a tener una ubicuidad sospechosamente óptima, es decir que siempre está en una posición adecuada para ver lo que es importante, algo en verdad poco creíble, o al contrario, el realizador se toma tan en serio el formato que no se ve ni se entiende nada, y la película acaba pecando de confusa (un buen recurso cuando no se tiene presupuesto para efectos especiales, por ejemplo). Era de esperar que La visita no se encontrara entre las segundas y, visto lo cuidadoso del cineasta, cayera más bien en lo primero. Shyamalan, como otros muchos, ha optado por tener dos cámaras en acción, y que uno de los “operadores” (Tyler, el niño rapero) no sepa filmar mientras que la otra persona (Becca) tiene una mayor competencia. El procedimiento sobre todo sirve para cubrir zonas distintas del espacio en una misma escena e incluso recurrir al montaje paralelo, pero en lo que a las distintas competencias como operadores respecta, lo cierto es que apenas se perciben diferencias en los modos de grabar de ambos. El concepto elegido permite ubicarse en un punto medio entre la edición profesional y la filmación aficionada, pero la profesionalidad es la profesionalidad de modo que cuando los jóvenes salen de los bajos donde su abuela les acaba de dar un susto de muerte, la cámara del niño está incluso mejor colocada que la de su hermana, que de todos modos ha salido muerta de miedo y se ha tirado al suelo, pero dejando la cámara en una posición óptima para registrar la salida de la abuela. Lo torcido de su encuadre resulta ridículo en tanto la cámara está montada a todas luces sobre un trípode o plataforma similar: no se mueve un milímetro. El encuadre solo está torcido para simular una torpeza que se ha evitado en todos los demás aspectos. Encuadre de Tyler:


    Encuadre de Becca:


    Son minucias, sin embargo. Yo sería más feliz sin ellas, pero aceptarlas es lo mismo que aceptar tantas convenciones que nos tragamos desde que el cine es cine, o al menos desde que nos enteramos que existía. Esta escena, ya que estamos aquí, sirve de muestra del gusto acostumbrado en Shyamalan. Toda ella acontece en tiempo real alternando las tomas de ambas cámaras, y uno puede imaginarse su realización como un juego divertido entre los actores, como si jugaran en la realidad tanto como en la ficción pero con la ventaja de que, frente a esta última, en la realidad lo terrorífico es solo fingimiento y, por tanto, dos veces divertido.
    Cosa inusual, a pesar de situarse en unos laberínticos bajos repletos de columnas, tiene un sentido del espacio impecable, no porque siempre sepamos dónde estamos (estar perdidos es clave en la escena), sino porque las relaciones de los personajes son perceptibles: la abuela ataca primero a Becca, comenzando a perseguirla; entonces esta se cruza con Tyler, pasando frente a él, que la graba con su cámara:


    Muy contento porque su hermana le pasó de largo, por supuesto ignora la razón de su huida, y que la abuela, al darse cuenta de su presencia, le espera agazapada tras una columna. Finalmente ésta le ataca y empieza a perseguirle; en la carrera, será ahora él quien se cruce con Becca, aunque ella no le ve porque pasa a sus espaldas y a bastante distancia, al fondo del campo registrado mientras la chica se graba a sí misma. En esta captura, Tyler es la mancha verde que pasa al fondo:


    Como sucedió antes, Becca no advierte la presencia de la abuela mientras esta la acecha, mancha oscura en el fondo de la imagen que camina lentamente hacia la joven:


    Cuando su risa la delata y Becca la descubre, se inicia la persecución final que acaba con la salida de ambos al exterior. En los contactos entre los hermanos, siempre separados y no siempre percibidos por ellos mismos, la abuela pasa de uno a otro. El trenzado de las dos cámaras es impecable.
    Otros momentos sí hacen difícil ahogar el enfado o la decepción, por lo bueno de la idea inicial y la cobardía a la hora de realizarla. Becca entrevista a todo el mundo, pero en cierto momento se hace entrevistar por su hermano, al que ha pasado las cuestiones que este ha de hacerle. Tyler en su lugar pregunta cosas incómodas, que no agradan a la chica que sin embargo aguanta estoicamente en su sitio, buena profesional sin duda pues sabe que eso, al fin y al cabo, será bueno para el documental. Pero entonces el hermano hace zoom hacia ella. Y él no es cámara, por lo que la imagen no queda centrada, de modo que la incomodidad de la chica quedaría apoyada por la de la propia composición de la imagen. La idea es buena, obvio es decirlo; sin embargo, desde el principio el encuadre es corregido moviendo con mucho cuidado la cámara hacia la derecha, para que el desencuadre no sea demasiado “des”. El cuidado es tal que sin duda Tyler no es capaz de ello (aparte de que le harían falta las dos manos, lo que descubriría su acción ante Becca): es Shyamalan quien corrige, aquí. La idea se apoya en la impericia del cámara, pero no afronta sus consecuencias, buscando una imagen que no sea demasiado fallida y que no pierda de vista el rostro de la actriz (magnífica, por cierto). Si se observan las posiciones inicial y final se verá con claridad que no solo se ha hecho zoom sino también se ha movido la cámara hacia la derecha:

 

    El desplazamiento es evidente. Para hacernos una idea, si se aplicase el zoom sin movimiento de cámara alguno, la imagen sería más o menos esta:



    No puedo evitar hacer otra referencia a la ubicuidad milagrosa de las cámaras, visitante habitual de estas películas: en la pelea final con la anciana, el aparato cae a la cama, pero en una posición que le permite registrar en contrapicado la imagen de la chica arrancando un cristal afilado del espejo roto.


    Se trata de una prevención absurda que genera inverosimilitud… y por tal hay que entender aquí no una de tipo narrativo, sino la percepción de que no son ni el azar ni los protagonistas quienes manejan la cámara, sino la inseguridad o excesiva prevención del cineasta real, Shyamalan, que ha temido que alguien se pregunte cómo llega el espejo a manos de la niña. Ahora bien, teniendo en cuenta que éste ha sido roto hace segundos, es automáticamente deducible que Becca simplemente ha tomado un fragmento, bien adrede bien por caer encima, del modo que sea, modo que no puede ser menos relevante. Es innecesario mostrar ese momento, y por añadidura no es creíble que la cámara por sí misma logre registrarlo.

- Shania Twain, bitches!
    Pero ahora sí, basta de problemas. Junto con la escena de los bajos, muy próxima al hacer usual de Shyamalan, otra que muestra bien por qué ha optado por este formato es la de la resolución, un montaje paralelo de las cámaras de Becca y Tyler, en dos lugares distintos de la casa, y sobre todo la conclusión, que reúne las dos cámaras en el mismo espacio. Para valorar en toda su dimensión este montaje paralelo que en su progresión deja de serlo, ha de entenderse que aquí los dos niños no solo vencen a sus enemigos sino que también resuelven sus traumas, ya que como siempre en Shyamalan es de eso de lo que se trata. Aquí, concretamente, se trata de los traumas fruto del abandono del padre. Tyler vence el trauma de su cobardía, que en cierto modo considera causa de la marcha de aquel, y el de su fobia a los gérmenes, este sí originado tras el divorcio, y ella el de su incapacidad para mirarse en el espejo, también un problema de autoestima vinculado a la falta paterna. Ambos viven en el estigma de ese abandono, e incluso Becca considera que su madre es víctima de la ruptura con sus padres, buscando hasta el último momento que estos la perdonen (lo que denomina “el elixir”). Ambos traumas se resuelven en esta secuencia. Encerrada en la habitación de la anciana, en el momento final Becca se vuelve de espaldas a esta y se graba con la cámara en el espejo, incapaz de afrontar el doble horror, el de la persona que quiere matarla y el de su propia imagen.


   Es cuando se decide a abrir los ojos, mirarse al espejo por tanto, que la figura cubierta por una sábana a sus espaldas se la quita, el rostro terrible de la anciana se muestra y estampa a la joven contra el cristal. Inevitable pensar que el gesto horrorizado de la joven tiene un doble origen: el de enfrentar su imagen, la de la niña abandonada por su padre, y la de la mujer que quiere matarla. Encarar el espejo es encarar un miedo profundo, y en efecto la anciana retira el velo que cubre su rostro. La niña afronta a la vez dos miedos y, como siempre en Shyamalan, adquiere con ello el poder para vencer su origen: el espejo es quebrado y uno de sus fragmentos la permitirá vencer a su atacante. Como en El sexto sentido, donde el niño que descubre su poder se convierte en el rey Arturo enarbolando la espada: el poder sobre la herida.
    La grabación de Becca se alterna con la de Tyler. Ambas tienen en su conclusión su mejor momento, pero lo previo tampoco es poca cosa. En el caso de Becca tenemos un hermoso plano, una siniestra coreografía en que la cámara, con la luz del foco encendida, gira lentamente de un lado a otro mientras Becca se desplaza con sus pies hacia la izquierda, encontrándose siempre a la abuela mirándola de frente y cada vez más cerca, siempre que vuelve la mirada a la derecha.


    Evidentemente no vemos a la chica desplazándose, tan solo percibimos su movimiento a través del de los muebles, entrevistos gracias a la fantasmagórica luz del foco, trenzada con los relámpagos de la tormenta; todo ello crea una coreografía inquietante que nos ofrece uno de los ejemplos más logrados de esa mirada retadora, agresiva, de la vejez, que constituye la transgresión máxima de la película.
    Ahora bien, con la grabación de Tyler Shyamalan alcanza una de sus cumbres. El anciano coloca la cámara del niño en alguna mesilla, mostrando así el pasillo de la cocina.


    El primer término, el segundo y sobre todo el espacio off creado al fondo del encuadre por la gran mesa de la derecha, serán aprovechados a conciencia por Shyamalan. Tyler se encuentra inmóvil por el terror en primer término, de espaldas a la cámara. Solo escuchamos su respiración nerviosa. Como le sucedió con 8 años en el partido de béisbol, no puede moverse, aunque sepa que debe, para salvar su vida. El abuelo, al contrario, se mueve con total libertad del primer término al fondo y viceversa. El espacio le pertenece (y sin embargo, lo ha robado, de hecho ha matado para hacerlo suyo, y se prepara para volver a hacerlo).
    En el fondo, tapado por la mesa, fuera de campo por tanto, se baja los pantalones y se quita un pañal sucio:


    El fueracampo tiene sus métodos: ciertamente el pañal es retirado fuera de campo, pero ya ha habido una escena donde hemos visto no uno sino una montaña entera de pañales cagados, que el mismo Tyler descubría escondidos en un cobertizo donde olía “a culo”; tomaba entonces uno y era al desplegarlo que descubríamos que era un pañal sucio, y el niño salía corriendo, aterrado del cobertizo, casi más que si hubiera descubierto un cadáver de verdad (su otro trauma, recordemos, es el horror a los gérmenes). Todo eso es lo que permite que la acción en fueracampo de este plano sea tan efectiva. No nos hace falta ver ni la cara de Tyler ni la retirada del pañal, la relación entre ambos elementos es clara y cristalina para nosotros.
    Tras depositar el pañal sobre la mesa, el anciano vuelve a primer término y le dice a Tyler al oído “nunca me has gustado”. El modo en que los rostros, incluso las cabezas de ambos, quedan cortadas por el encuadre, hace aún más poderosa la frase con que las máscaras de la anterior familiaridad cordial definitivamente desaparecen.


    Pero la coherencia va más allá. El trauma de Becca afecta a la confrontación con su propia imagen, y por ello los momentos culminantes de horror se vinculan a la anciana mirando de frente, a la cámara o al espejo (lo mismo). El miedo de Tyler sin embargo carece de rostro, es incluso en parte anterior a la marcha del padre, y por ello se manifiesta en este encuadre cortado y, sobre todo, en el excremento: lo informe, lo oculto, lo sucio… todo lo que se opone a su autosatisfecha y narcisista apariencia.
    Término medio: más tarde, detenido a la altura media del pasillo, entre el pobre niño y el fondo de las excrecencias ocultas, el anciano se viste para ir a una fiesta, recurrencia obsesiva de su senilidad.


    De vuelta al primer término, como ofendido por el desliz en que le ha pillado el joven, toma el pañal, lo abre devolviéndonos a la imagen del horror que ya Tyler miró de frente en la escena citada, pero ahora se lo estampa en la cara, mientras graba la acción con la cámara que ha tomado en su mano.


    ¿Quizás hubiera sido mejor mantenerla en su sitio? Pero sin duda es buena idea que el personaje la tome para registrar su acción de cerca: hace más patente su desprecio por el crío, así como su poder absoluto en la situación, dominando el espacio pero también su registro. Aunque no se entiende bien por qué el hombre prefiere grabar la mierda que la cara de Tyler, sí se comprende que Shyamalan prefiera la primera, pues supone el objeto de horror máximo para el chico. 
    Cuando el anciano vuelva a colocar la cámara en su lugar, tras un perturbador monólogo, será dejándola caer y esta quedará torcida: será el encuadre de la conclusión, del enfrentamiento final…


    …bueno, en realidad no. De manera misteriosa, cuando volvemos a Tyler después de ver a Becca huir de la habitación de la anciana, el encuadre es este:


    La cámara, buena profesional ella misma, se ha echado atrás para tener un encuadre más amplio. El progreso, oigan. Pero sea como sea aquí llega el mejor momento de La visita: Becca se ha salvado y ataca al anciano, que la vence con facilidad, tirándola al suelo. Entonces Tyler, al llamado de su hermana, despierta de su “hechizo”, como lo llama el hombre, y ataca: Recorre con su pequeño cuerpecillo el espacio que hasta entonces solo pertenecía al corpulento anciano, le golpea, le arrastra y le estampa contra el fondo: Tyler acaba de vencer el terror, recuperar el poder sobre su ánimo y su cuerpo, y así conquista el espacio y derrumba a su oponente.


    Esta conquista se remata además con un gag negro muy del gusto de Shyamalan, ya que el espacio fuera de campo en que el anciano se quitó el pañal que restregará contra la cara del chico será ahora aprovechado para que este mismo machaque repetidamente su cabeza con la puerta de la nevera, toda una equivalencia, una pregunta-respuesta en la misma zona oculta del encuadre, una venganza del personaje expresada en términos espaciales.
    Tenemos así un modélico uso del espacio en un encuadre fijo, donde para más inri el acto violento culminante ha sido mostrado en la posición más alejada posible de la cámara y, encima, fuera de campo. La muestra más contundente de la anti-espectacularización de la violencia y lo extraordinario que constituye lo más interesante del cine de Shyamalan. Pero aún queda añadir que a la cámara de Tyler se ha unido poco antes del final la de Becca, que ésta ha dejado sobre la mesa de cualquier manera (escuchamos el golpe con que la deja caer y vemos su temblequeo al posarse), de modo que solo enfoca una olla a la izquierda, quedando el pasillo fuera de foco.


    Cuando Becca forcejea con el anciano, Shyamalan incluye un plano de esta cámara, que solo muestra sombras de la pelea. Cuando Tyler arrolla al viejo, recorre el encuadre desenfocado y gritando sin parar, rememorando la vieja parálisis, ya para siempre superada. También en su acción dos elementos se unen, dos tiempos, uno presente y otro pasado, la imagen perteneciendo al primero, la voz al segundo: Tyler grita como si estuviera en el campo de béisbol de 5 años atrás. Cuando Becca, llorando, grita su nombre, puede temer que Tyler se haya vuelto loco, o quizá la emoción y tensión de ver a su hermano así la quiebran; en realidad, posiblemente le avisa de que el anciano se recobra, y por eso es entonces que Tyler le remata con la puerta de la nevera. Pero la ambigüedad de ese grito lloroso de la hermana, registrada además por la segunda cámara, desenfocada, tiene un poder único.
    La cámara de Tyler permitirá por tanto la visión óptima aunque sesgada del enfrentamiento físico, mientras que la de Becca mantiene este en segundo y desenfocado término (se puede crear cierta tensión respecto a si la olla servirá a alguien como arma, pero no). En conjunto, entre la importancia del fueracampo, lo sesgado de los encuadres y las superficies borrosas, se crea una extrañeza de la situación, una percepción imperfecta totalmente alejada de la descripción completa y detallada a que el cine habitual nos tiene acostumbrados, y a la que Shyamalan lleva bastante tiempo oponiéndose. El POV además le posibilita una reducción de elementos retóricos (la música, sobre todo), con lo que acaba favoreciendo su tendencia natural a privilegiar siempre la incredulidad ante sus acontecimientos sobrenaturales o extraordinarios, algo usual al menos después de El sexto sentido, cada vez más una rareza en su obra.
    Recordemos un par de ejemplos: el extraterrestre de Señales es sin duda más extraño e inquietante por el modo en que es mostrado que por su propia forma física. Primero, llama la atención que de toda la invasión a nivel planetario solo lleguemos a ver uno, más otro a través de una grabación de vídeo en Brasil, vista por televisión. La misma televisión donde se reflejará el atacante final en casi todos los planos en que aparece. De hecho, tras su derrota, veremos en la pantalla rota del aparato cómo su vientre deja de respirar.


    El extraterrestre por tanto rara vez es visto de forma directa (y cuando lo es, el contraluz en que es siempre filmado impide de nuevo una visión nítida). Shyamalan busca que casi no le confrontemos con los propios ojos, igual que en El incidente varios suicidios son vistos desde lejos, como el principal, el del personaje de John Leguizamo, mostrado a la distancia de una expectación temerosa. Esta lejanía (también hay que recordar la escena del cortacésped, contemplada desde la distancia de la huida de Wahlberg, o la de la anciana, fuera de la casa) es casi más aterradora que el propio tener lugar de los suicidios, dotados por el plano de una suerte de cotidianidad, naturalidad, en verdad perturbadora. También aquí, además, Shyamalan procura reducir los números de muertos y el campo mostrado, no tratándose de negar la dimensión a algo sino precisamente de dársela: con el cuidado en presentar la gravedad de una muerte, se entiende mejor la de muchas que con el recurso a una panorámica o un plano aéreo que solo podría darnos una imagen espectacular del desastre. Y es la anti-espectacularización de lo extraordinario, como ya dije, lo que destaca en toda la obra de Shyamalan.
     En La joven del agua se mezcla la visión directa con la indirecta, pero sin duda es más relevante la segunda, sobre todo por el momento crucial en que la gran ave mitológica se lleva a la narf, que será mostrado desde el interior de la piscina, brevemente iluminado el exterior por la tormenta en curso:


    Shyamalan rara vez mira de frente lo sobrenatural, lo extraordinario, pero más que por miedo se diría que por interés en salvaguardar lo misterioso, lo enigmático que en principio es siempre ahuyentado por la salida a la luz de lo heterogéneo. Shyamalan comienza diciéndonos que aún no estamos listos para ver aquello que impugna nuestro mundo, aunque sí para sentir su influencia. La joven del agua es para Shyamalan como Un fragmento de vida para Arthur Machen, una de esas excepciones en que el encuentro de los dos mundos se hace posible (aunque Machen no lo haga posible para sus lectores, en ese caso). En ambos autores, lo sobrenatural es temido, pero el terror indica muchas veces (no siempre en las ficciones de Machen, pero sí creo que es así en el fondo de su sistema) el camino a seguir, el objeto a enfrentar. No has de huir de lo que temes, sino enfrentarlo: ya señalé antes cómo el niño de El sexto sentido debe dejar de tener miedo de los fantasmas, que son los que están de verdad atormentados, y ayudándolos, aceptando su don, se hará dueño de sí mismo. Hay en Shyamalan una pedagogía del terror, como podría suceder en cierto Machen, como el de Un chico listo, y cuya novela El terror, por cierto, es muy próxima a El incidente, aunque es revelador que si el final del libro de Machen consiste en la intuición del diagnóstico (en sí turbador, por las sugerencias de la sospecha, o al menos así lo recuerdo), el de Shyamalan siempre ha de ser la resolución del problema. El diagnóstico de El terror es tan turbador como el de El incidente, pero el modo en que Machen lo mantiene en suspenso, en sugerencia final, incrementa su poder turbador, impugnador de todo un estado de cosas que abarca desde la estructura del conocimiento humano a la escalada bélica del siglo XX. La solución de El incidente, sin embargo, nos da una palmadita tranquilizadora en la espalda: lo que hace falta, chavales, es amor. Amor y familia. En Shyamalan realmente la duda dura poco: la clave es cómo solucionar la emergencia del terror. Y en sus soluciones, nunca ha ido mucho más allá de la literatura de autoayuda.
    En la anterior entrada, recordaba cómo Todorov explicaba que lo fantástico consiste en un territorio de zozobra, una duda entre la vigencia de la realidad que percibimos a diario y su impugnación a manos de lo sobrenatural. Me permitiría añadir también, sobre todo en el género de terror, la duda sobre la naturaleza de esa impugnación: vampiros, zombis, monstruos, asesinos… algo así como la duda sobre el subgénero ante el que estamos. La duda sobre lo que sucede en La visita, sobre la naturaleza real de la amenaza, alcanza grandes dosis de virulencia, sobre todo en las magníficas entrevistas a los abuelos, las sugerencias sobre cierto ser blanco que el hombre veía en la fábrica, o los fascinantes extraterrestres de que habla ella, por no hablar de las reacciones de esta a las preguntas sobre lo que sucedió la noche en que se hija se fue. Esto último acarrea sugerencias muy perturbadoras por ejemplo sobre el papel de la madre en una trama aún por descubrir, surcada por pistas sumamente extrañas… que Shyamalan nunca se atreverá a afrontar, optando por la más convencional de las opciones y convirtiendo a La visita en una película blanca e inofensiva hasta lo ofensivo, tanto o más incluso que en sus últimos dos largometrajes. Becca y Tyler afrontan sus miedos, pero Shyamalan no se atreve a que su película sea demasiado dura y que los abuelos sean, como debiera ser, los auténticos abuelos. Shyamalan debe demasiado a Spielberg como para hacer una verdadera película de terror: al final la familia queda a salvo en su integridad espiritual, los malvados eran ajenos a la santa institución, el secreto pasado es restablecido a la memoria familiar, el perdón se impone y el niño sigue rapeando. Un momento que puede hacer lamentar que los dos ancianos no asesinasen a las dos criaturas, por mucho que sus dos intérpretes sean los mejores actores infantiles que servidor ha visto en mucho tiempo (fíjense en ella cuando el niño le pregunta por qué no se mira en el espejo: su reacción se encuentra en las antípodas de la que habrían tenido actrices infantiles tan aplaudidas y tan espantosas como Dakota Fanning o Chloe Grace Moritz).
    Aunque en esta conclusión de la que ya algo dije más arriba, podemos percibir otro aspecto a considerar: la película que vemos, ¿no está editada acaso por una joven famosa que nos cuenta los hechos que motivaron su fama, su visita a unos abuelos que habían sido asesinados y sustituidos por los criminales, que intentaron a la vez matar a los jóvenes? Tras sobrevivir a la increíble situación, la historia sin duda debió ir a parar a toda la prensa y televisión del país por su innegable singularidad, a la que no puede de ningún modo ser ajena el que los adolescentes supervivientes grabaron todo con sus cámaras; se vuelve así imperativo utilizar el material grabado para editar una película que ya no trataría sobre la historia familiar tanto como sobre los sucesos padecidos, y que sin duda alguna producirá unos réditos económicos importantes para la modesta familia uniparental. Así, la conclusión del film resultante no solo muestra la instauración del perdón en el corazón de la familia, sino la alegría por la supervivencia y la fama subsiguiente. La visita está montada por una adolescente famosa, es la exhibición juvenil de un triunfo. Su comicidad vendría de no otro lugar que del hecho de que Becca está contando algo que fue horrible pero que ya está superado, y que al final no trajo más que alegrías (sus abuelos reales murieron pero en fin, ella no los conocía…). La visita, película de Becca, es la narración de unos hechos terribles, realizada desde la conciencia de su final superación. Es aquí que advertimos que quizá la película sí confiere a su montaje, a su narración, mayor atención de la que advertí en un principio: si las imágenes están en presente, no dejan de estar seleccionadas y montadas desde un futuro para el que ya son un pasado superado.

- La nalga
    Es en Señales donde, como ya señalé en anteriores entradas, el cine de Shyamalan inaugura un registro a medio camino entre lo cómico y lo dramático, cristalizado en la infantilización de los dos adultos de la película. El incidente sería la culminación de la que llamé “duda shyamaliana”, por la que el cineasta desplazaría la duda de Todorov a un nuevo territorio: ¿esto es de miedo o de risa?
    Pero La visita muestra que la irrupción de lo cómico ha de relacionarse más profundamente con el compromiso del cineasta con el género de horror. Lo cómico concurre como un nuevo obstáculo que se alía al del terror en el camino al conocimiento, esta vez impidiendo siquiera advertir el miedo. Lo extraordinario, lo otro, al ser ajeno a nuestra normalidad puede también, por ello, ser ridículo. Shyamalan ha trabajado como pocos, sin estar plenamente en los dominios de la comedia, esa dimensión en que el ser extraordinario (y no hablamos del clásico genio excéntrico, tan propio de toda una tradición del fantástico) puede ser ridículo. Lo ex-céntrico supone en efecto una exterioridad del mundo, y esta puede costar la seriedad: lo extra-ordinario puede parecer estúpido y hacernos reír.
    La visita parece la mejor ejemplificación de esto: las rarezas, e incluso enfermedades seniles, de una pareja de ancianos pueden dar miedo o risa, indistintamente, y ese es el mayor obstáculo para percibir lo terrible que está teniendo lugar. La mezcla comedia/terror se da aquí quizá con la mayor pertinencia discursiva hasta ahora en el cine de Shyamalan, culminando en el cierre de la secuencia del escondite: la nalga descubierta de la abuela.


    La anciana, casi se diría que súbitamente rejuvenecida, acaba de asustarnos, y la duda entre si la persecución era un juego o no es una muestra habitual de la planteada por Todorov. Pero el momento en que ésta se retira, risueña, y muestra medio culo al descubierto, en una repentina e inesperada sexualización del cuerpo anciano (y qué hay más ajeno a la sexualización en el cine que los ancianos, que solo acceden a ella, precisamente, en la comedia, y siempre como objeto de risa), sintetiza el logro de Shyamalan: conseguir que lo pavoroso y lo ridículo sean indistinguibles, más aún, que sea lo ridículo, lo risible, el principal obstáculo para el conocimiento de nuestras circunstancias reales, pues es capaz de bloquear la percepción de lo terrorífico mismo. Aquí, la risa bloquea el conocimiento, mientras que el terror paraliza el cuerpo, impide moverse y afrontar la amenaza, de modo que lo que hay que superar es primero la risa para acceder al terror y luego el terror para vencer a los malvados (que aquí, al contrario que en El sexto sentido, son además malvados de verdad, pero como ya hemos visto enfrentarlos implica para los protagonistas superar el trauma del abandono paterno, su miedo más esencial, el que en cierto modo les conforma como individuos).
    Pero incluso más allá de esto se encuentra, en esta película de adolescentes obsesionadas por sus madres, de niños raperos y abuelitos raros, la irrupción de la carne. Más aún: la carne vieja, es decir el horror ante la carne futura. En esa nalga descubierta se aparece esa otredad de la vejez tan central por ejemplo en Rosemary´s baby, y en suma en toda ficción donde esta se niega a aceptar el papel subsidiario a que siempre se la relega. También Polanski había jugado a que los ancianos fueran risibles, por mor de su excentricidad, y que ello encubriera su carácter perturbador, el de dobles futuros de la madre enfrentada a la aparición de una radical otredad en su cuerpo, pero aquí esto es central y además es la enfermedad y la decadencia física lo que acarrea la risa, lo que introduce una zozobra incluso moral, donde son los jóvenes los que podrían ser acreedores de nuestra condena, por reírse de las desgracias de la senectud (claro que eso no sucederá… porque todos nos reímos, ¿verdad?). En esa nalga leemos una fisicidad que puede vencer a la de los jóvenes, un atrevimiento que les supera, pero también la duda entre si la mujer está enferma o no, si quería jugar o de verdad buscaba asustarles y qué habría pasado de mantenerse bajo la casa, incluso si se da cuenta de que tiene medio culo al descubierto, porque ¿y si lo hace, qué implicaría eso? La abuela inunda de terror a sus nietos y después les enseña el culo, riendo. La vejez enfrenta a la juventud la imagen de su carne, una imagen, ¡sacrilegio máximo!, orgullosa. Las salas de cine tienden a reírse, pero el reto está lanzado; el abuelo lo retomará al manifestar a Tyler su desprecio y estamparle el pañal manchado en la cara: de la carne a sus desechos, ahora sí enfrentados contra la mirada infantil, contra el cuerpo aún impoluto, sin mancha y satisfecho de sí mismo (recordemos a Tyler luciendo cuerpo ante la cámara, “a candy for the ladies”). Imposible no recordar de nuevo ese perturbador (y cómico) momento de Tyler en el cobertizo: la aparición de los pañales sucios es no solo la de la materia en una película hasta entonces muy poco física, sino la de una vida distinta, una experiencia otra, y para colmo futura, de la carne, una vivencia del cuerpo que no podría estar más alejada de la que tienen los jóvenes. La vejez impone las formas de su propio horror, les enfrenta a una visión del irremediable porvenir de su materia. Estos solventan el trauma de la falta paterna, pero a la presencia de la vejez solo ofrecen el rechazo, por eso de la supervivencia. La vejez queda rechazada, eliminada, alguien diría: forcluida. Y podemos perdonar y rapear tranquilos. Ni siquiera eran nuestros auténticos abuelos. Ni Shyamalan ha tenido el coraje de confrontar las implicaciones de su propuesta. La visita es la muestra de que los cobardes también puede hacer buenas películas. Buenas, pero cobardes. Cobardes, pero buenas. Buenas, pero cobardes… Cobardes, pero buenas… Buenas, pero…