lunes, 10 de febrero de 2020

1917


    1917 lo tiene todo: la sangre, la poesía, los violines, el horror, la aventura, la ternura, las trincheras, las bombas, las balas, los cuchillos, los uniformes, las bengalas, el día y la noche, el agua y el fuego, la brutalidad, la solidaridad, las flores, los subterráneos, batallas terrestres y aéreas, frente y retaguardia, soldados y alto mando, estrellas y actores desconocidos, situaciones límite, amistad, odio, poder, familia, y seguro que me dejo más. Planos-secuencia, por ejemplo. Dos, parece ser, con los engarces más o menos visibles pero bien resueltos. Sam Mendes y su guionista, Krysty Wilson-Cairns, lo han metido todo, posiblemente más de lo que hubieran intentado meter caso de tener entre manos una película con una cantidad ordinaria de planos, y con tanta dificultad como si intentaran encajar una cantidad desorbitada de ropa en una maleta de cabina. Hay hasta escena con mujer y bebé, no se diga más. No falta nada, por así decir, de lo que debe estar en una summa bélica como sin duda intenta ser 1917. Y las summae bélicas, desde el soldado Ryan, van de mostrar el horror de la guerra, la acción, la sangre, la brutalidad, y cómo en medio del espanto aún pervive la humanidad y aquello que la trasciende y de lo cual es signo: la belleza. Quién da más: el bélico ofrece oportunidades para el espectáculo y para el drama, tanto más destacado en tanto debe ser resaltado en medio del horror. Amor en tiempos del cólera, sí. En una época en que Meryl Streep es modelo de sentimiento, no me digas más. En efecto, hay cámaras que pasan rasantes sobre cadáveres de caballos podridos o piernas destrozadas de soldados. Hay cadáveres hundidos en el fango y manos hundidas en sus vísceras. Hay un inicio con imagen campestre, hierba, margaritas y otras flores (solo otra más, diría, pero no sé cómo se llama), por supuesto acompañado por una música que nos dice que la imagen ha de ser leída en términos de calma y placidez, por supuesto seguido por un movimiento de retroceso que acaba incluyendo a los soldados, y por supuesto el seguimiento de estos nos irá metiendo poco a poco en las trincheras, con toda naturalidad. Naturaleza y guerra, ok, nada que objetar. Es verdad que no hay largos parlamentos y solo alguna breve confesión sobre la vida antes de la guerra, pero quizás por eso se le ha dado, con buen criterio, más importancia a las fotografías de seres queridos, incluso una vista fugazmente sobre la cama de un enemigo. No faltan, claro está, los momentos de belleza efímera, por supuesto adecuadamente destacados, puesto que no se trata de crear belleza sino de decirla (el humanismo estético en boga propugna que no existe algo si no se dan los signos de aquello que por ese algo entendemos, dicho de otra manera un hombre no es un hombre hasta que no da fe de serlo, y lo mismo pasa con una mujer, un árbol, un apretón de manos, la luz de la luna, etc.): la ciudad destruida devuelta a la vida por la luz de las bengalas en la noche, apoyada por el correspondiente esplendor orquestal que nos deje claro que lo que estamos viendo es la repanocha, o esas flores de cerezo que aparecen sobre el agua tras la casi muerte de nuestro sufrido protagonista, y que como es lógico le embelesan fugazmente, y que Mendes no puede no acompañar, no vaya a ser que se nos pase, que esto de la fugacidad tiene sus peligros, por un delicado colchón de violines a modo de fluvial discurrir y varias no menos delicadas notas musicales, casi pizzicato, que nos llamen la atención sobre la blanca, hermosa y tímida irrupción que sucede a la frenética carrera por la vida de que acabamos de ser testigos. Por supuesto, este momento de calma es seguido por la obligación de salir del río pasando sobre decenas de cadáveres de soldados putrefactos e hinchados, y seguido a su vez por el celestial canto de un soldado rodeado de muchos más soldados, que le miran con embelesamiento absoluto sentados en el suelo (¿un guiño al final de Senderos de gloria?), sin darse cuenta siquiera de que ha salido del río un tipo al que nadie conoce y que podría ser un soldado enemigo u oigan, un hombre lobo o un bigfoot, por qué no. Pero ustedes saben, lo saben, no pueden no saber, que en medio del horror florece a veces, también, la belleza, hay sitio, también, para la humanidad, la música, la concordia. Hay sitio para, cuando tienes que llevar un mensaje al frente y tienes que hacerlo rápido porque miles de personas pueden morir, pero has perdido quién sabe cuánto tiempo y se te ha hecho de noche porque te has desmayado al recibir un disparo, te pares a recitarle cuentos a un bebé y charlar con su madre adoptiva… aunque quizás eso solo lo metieron los guionistas para poder meter a su vez la preceptiva campana de la iglesia que recuerda al soldado su misión. Hay pelea cuerpo a cuerpo, aviones que caen del cielo, cuchilladas y bombas, francotiradores, hay hasta una caída por una cascada, como en Depredador. Los cuatro elementos, sí. Hay motivos que funcionan como milagros, refuerzos de esa belleza-base postulada desde los primeros fotogramas: la leche extrañamente hallada, y entregada media peli después a su lógico destinatario, el bebé. Hay motivaciones personales, por cierto: uno de los soldados corre mucho porque en el frente que hay que salvar está su hermano. Hay familia, en consecuencia, que todos sabemos no puede faltar, en estos tiempos de galaxias infinitas llenas de gente con el mismo apellido. Hay una búsqueda de un hermano propio y luego uno ajeno (el mismo), y un choque de manos que demuestra hasta qué punto es Mendes un cineasta que no tiene el más mínimo respeto por sus materiales, que no sabe lo que tiene si no lo señala con el dedo, acerca la cámara y gira alrededor o le pone violines o crea el paréntesis que sea en torno suyo. Tampoco es raro, 2019 ha sido un año de pésimos choques de manos: ni James Gray ni Marco Bellochio han sabido afrontar un gesto a la vez tan mínimo y monumental (de los tres gana el italiano eso sí). Pero me niego a decir “signo de los tiempos” porque tres películas no son signo de nada, y si me apuran tampoco el cine, cultivado por un número realmente limitado de personas, suele serlo nunca, salvo cuando hacemos la quiniela el lunes. Tampoco es signo de los tiempos que históricamente la película sea tan falsa: es lo normal desde que el cine existe (y antes, la literatura, y antes, el arte), pero más interesante es distinguir la diferencia entre cómo falsear para poder montar con facilidad tu espectáculo enaltecedor (¿olvidé decir que el cabo Schofield es un descreído que cambia por vino sus medallas, al contrario que su amigo Blake, asesinado poco después de afearle el gesto defendiendo que representan algo por lo que la gente muere, y que posteriormente a la muerte de su amigo mostrará tanto celo y acumulará tantos actos heroicos como acumularse puede?), y cómo hacer que el falseamiento sea visible por todos, tema y centro de la película, y en consecuencia honesto en su patente tergiversación de la realidad. Tarantino, si cambia la historia, lo hace de tal modo que todo gira en torno a ese cambio, no solo todos somos conscientes de él sino que su hecho mismo es determinante para narración y discurso; Mendes la cambia para poder mostrar la carrera final del cabo por el frente mientras todos los soldados salen de las trincheras y son devastados por las bombas, lo último de la guerra que le quedaba por mostrar. No había altos mandos en las trincheras de la I Guerra Mundial, como sí supo mostrar y aprovechar Kubrick en otra película mucho mejor filmada y pensada (pero también bastante vergonzante en la forma de afrontar su discurso), pero no será eso lo que más haya que criticarle a una película como 1917. Mendes no gusta de mirar a otro lado (aunque es lo mejor que hace, por ejemplo cuando decide dejar en off la mortal cuchillada al hasta entonces protagonista o apoya la poesía fácil pero efectiva de la ciudad viviente con una aplicada elipsis temporal: el soldado sube las escaleras con dificultad, la cámara le rebasa, avanza por el piso, sale por la ventana, desciende contemplando el esplendor de las luces y sombras, y al hacerlo el soldado entra en campo, caminando ya hacia delante), pero desde luego no sabe mirar al frente. No sabe mirar a un hombre que sufre sin llenarlo de gestos que digan el sufrimiento, no sabe mostrar la muerte sin que su cámara se desvíe para mostrar un herido ensangrentado que pasa en camilla y hacer que un soldado lo mire estremecido porque se ve que en las trincheras no había visto ninguno antes, y que luego mire igual a un caballo podrido, eco en la pantalla de nuestro asco, o gesto que dice que es asco lo que debemos sentir. No sabe mostrar la podredumbre sin pasar la cámara a un centímetro por encima, de esa manera ya saben por la que no muestra pero se asegura de mostrar, no señala con el dedo pero señala con el dedo, y que la cámara atraviese el telón de moscas virtuales. No sabe mostrar el milagro de ser tocado en el rostro por una mujer sin recargar la luz (ah, Roger Deakins, ¡qué buen vasallo si…!) y hacer de ello el más que obvio centro del encuadre. Y desde luego no sabe (pero quién sabe, si esta maldición es eterna y omnipresente) escuchar las bengalas y las bombas en vez de taparlas con violines (¡o incluso con percusiones electrónicas! en el ataque del francotirador), escuchar el agua y el viento, las botas sobre el barro, la respiración y en suma el sonido del mundo. Parece a veces que el cine hubiera nacido para descubrir la puerilidad profunda de la música, o acaso para crearla, para convertirla en una maldición lanzada sobre la vida, una negación de la vida, una absoluta destrucción de lo único que en la naturaleza será siempre puro: el sonido. De entre todos los que tiene, el perezoso cultivo del plano-secuencia es ciertamente el menor de los problemas de 1917.