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jueves, 7 de noviembre de 2019

Alargadas sombras de la noche


   ¿Estaba Oliver Stone, con The Doors, rodando una precuela de Apocalypse Now? El filme de Coppola arranca con “The end” y Stone afirmaba que en efecto los Doors eran una de las bandas que sonaban habitualmente por la radio en Vietnam. El soldado Stone también habría encontrado en la célebre canción la banda sonora perfecta de la guerra que Coppola más tarde quiso mostrar: oscura, violenta, desesperada pero fascinante, de un atractivo casi sexual. Hay algo en Apocalypse Now de los poemas de aquel Apollinaire enamorado del esplendor de la Primera Guerra Mundial, una voluntad enorme de mostrar no solo por qué es tan horrible la guerra, sino cómo en ese mismo horror radica hasta qué punto puede ser amada e investir el alma de tantos hombres.
    A su modo, si tenemos en cuenta esto, y sin necesidad de recurrir a la escena en que introduce referencias explícitas a la guerra o los asesinatos de Luther King y Robert Kennedy, podríamos decir que en The Doors Stone hace una película sobre Vietnam, siempre y cuando matizáramos que sobre el Vietnam (en off) de Apocalypse Now. Para empezar, podría pensarse que su estilo alucinado, que tan habitual se hará después pero que arranca aquí, emula el igualmente alucinado mal trip del filme de Coppola. Como aquel, Stone opta por una inmersión plena en la siempre drogada consciencia del protagonista, puesta en escena mediante artificiosas y brillantes coreografías de cámaras flotantes y de todo tipo, transformaciones lumínicas constantes que extienden la iluminación de los conciertos a virtualmente casi todo espacio, y un tono deliberadamente acorde de la interpretación, realmente en otro mundo, de Val Kilmer. Asimismo (y lo anterior se debe a ello), Stone ostenta una clarísima voluntad mitológica: The Doors no puede verse como un biopic al uso sino como una reconstrucción de tintes legendarios de un periodo histórico donde se confrontaron los aspectos más oscuros y luminosos de la sociedad norteamericana. De ahí las que fácilmente deben ser las mejores escenas de concierto de la historia del cine, que Stone filma como fiestas (celebraciones dionisíacas, muchos han dicho y con razón) donde la excitación sexual y la violencia se funden, donde la violencia y el amor son una misma cosa. Yendo mucho más lejos que las vinculaciones un tanto rupestres entre rock y fascismo propuestas por Tommy o The Wall, Stone consigue realmente representar el sentimiento de efervescencia colectiva en torno a un líder torturado que convierte el movimiento de la paz y el amor en uno dirigido por la celebración de las potencias liberadoras de la muerte y la autodestrucción. Stone filma el atractivo, virtualmente infinito (virtualmente: en la realidad, y Stone no lo oculta, los límites los marca el cuerpo), del “desorden de los sentidos” y el jugueteo con la muerte. Frente al habitual relato sobre la deriva oscura del hippismo, su decadencia, Charles Manson, etc., Stone ofrece uno donde la oscuridad está presente desde el principio. El mundo es una fiesta y la fiesta es la guerra. Los conciertos de los Doors filmados por Stone son ya Vietnam. La música permite que Morrison se folle de verdad a su madre sobre el escenario y el hecho golpee a todos como si fueran todas sus madres las víctimas. Pero el acontecimiento horrible es celebrado. Se baila con la muerte, los muertos, los crímenes, y todos juntos celebramos nuestra vida en medio de la destrucción. No soy experto en Stone, pero diría que nunca hizo nada mejor que The Doors.
    La sombra de Apocalypse Now es alargada, como la de en general el cine estadounidense de los 70, cada vez más la década sustitutiva de la de los 50 en el ideal del Hollywood actual, sea mainstream o no. Culminación de aquel “nuevo cine” devenido en nuevo canon, o cuando menos de aquel relevo generacional, el filme de Coppola es, junto a Taxi Driver, el mejor ejemplo del interés de aquella época por explorar la capacidad de los mecanismos de identificación para vincularnos con los universos más oscuros, la centralidad del héroe consustancial al cine de su cultura para explorar su dimensión más siniestra, e igualmente la mejor evidencia de que eso no necesariamente implica un espíritu crítico, al menos en cierto sentido (no coloco a esas películas tan alto como Biskind, pero desde luego tampoco tan bajo como sus críticos contemporáneos de Contracampo, que fueron tan miopes al respecto como sus antecesores de Nuestro Cine respecto al Hollywood “clásico”, y por idénticas razones). Coppola no hace una película antibélica y ni siquiera anti-Vietnam, sino algo más complejo, un viaje oscuro, un viaje por el lado bestia de la vida y las oscuridades del alma. Apocalypse Now es un viaje al infierno y no un discurso contra el mismo, antes bien podríamos entender que busca una comprensión que precisa la inmersión en el mismo. A mi juicio esto no es un demérito. Del cine, como de la vida, somos nosotros los que debemos extraer las lecciones, y Coppola no niega precisamente piezas para facilitar la operación. Pero es forzoso constatarlo: el viaje de Willard implica tanto el horror como la fascinación por el mismo. Si alguien ama Vietnam y la guerra, es posible que Apocalypse Now sea su película. Eso sí, también si la odia.
    Es bien sabido que James Gray adora el filme de Coppola, y finalmente se ha servido de él en Ad Astra, para la que Apocalypse Now constituye un evidente esqueleto referencial (y sí, antes está Conrad, pero no es con literatos que Gray se mide). Si Gray es otro enamorado del viaje oscuro de Willard al corazón de las tinieblas, su propuesta ofrece en cambio un típico arco redentorista que sirve de renovado ejemplo de la velocísima pérdida de mordiente de este autor hasta hace no poco brillante. Los cineastas, decía Paulino Viota, tratan el cine de otros como vampiros, beben de él sin necesariamente considerar el sentido de sus soluciones formales, narrativas, etc. Lo que ha hecho Gray con Apocalypse Now es un buen ejemplo de cómo tomar un molde, de origen bien reconocible, y alterarlo hasta convertirlo en el casi exacto contrario del referente. Ciertamente, Ad Astra ofrece la monstruosidad paterna como poseedora de la semilla que permitirá la final liberación del protagonista, pero mediante un viaje de cariz estrictamente interior e individual, pese a que sea la suerte de la civilización entera lo que se juega, y además el retorno al padre no posee ambigüedad alguna: es necesario para salvarse no solo a uno, sino al mundo mismo. Bien está lo que bien acaba, supongo, pero con esto sucede que, muy retorcidamente, nunca el retorno al padre fuera tan necesario en el cine de Gray (pese a las lecturas miopes, los retornos anteriores eran sumamente trágicos) y así su cine acabe siendo, al fin, lo que sus críticos decían equivocadamente que era, pasando la tentación familiar de condena evitable a casi necesidad. Como sucede con el Eastwood post-Million Dollar Baby, la redención del héroe oscuro, el padre terrible (Gran Torino), no es sino el retorno de su necesidad, es decir de su inevitable acompañante: la debilidad congénita de todos nosotros, hijos, necesitados de ese referente que nos diseñe el camino. Willard se mira en el horror de Kurtz, se sabe uno con él, y lo mata; McBride hijo se derrumba al saber del horror de su padre, de su héroe, que es quien se da a sí mismo la muerte. Coppola no necesita mostrarnos la génesis de Kurtz porque en cierto modo la muestra en el viaje de Willard, y excede la mera instancia individual. El autismo de McBride hijo es suyo solo y de su historia familiar, dominada por un héroe caído que por el camino se evidencia monstruo. Esta caída es un trauma que debe ser curado. Su suicidio lo permite, y gracias a él es que uno puede mantener la novia. En Gray, y nunca se vio más claro, no hay mayor imposibilidad que la de matar al padre. En Ad Astra esto dejó de ser trágico, y Gray se integra en el grupo de los cineastas de autoayuda que parece ser tanto necesitamos.
    Imposibilitados los nuevos (y viejos: Siegel o Fleischer son más centrales para la década de lo que se suele recordar) cineastas de los 70 para cuestionar una centralidad heroica que estaba en sus genes narrativos y sociales, la deriva oscura del héroe (marcadísima sin duda por el ejemplo del Ethan Edwards de The searchers, la sombra más alargada de todas) acabó suponiendo no la puesta en cuestión de una sociedad y una historia sino la aceptación del padre terrible y la entrega finalmente encantada a sus excesos, desmanes y, en último término, crímenes, posibilitantes de ficciones más excesivas, libres y desatadas, ejemplares del ejercicio de una libertad (liberal) entendida como “capacidad de moverse sin encontrar resistencia”. El resultado es que pocas sociedades en la historia habrán mostrado de forma más desacomplejada y en cierto modo sincera sus aspectos más miserables. Bien es cierto que grandes películas salieron de este molde, pero pareciera que quienes querían volver al perdido sentido de lo revulsivo encontraron que el modo de hacerlo era, quizás, pasarle el protagonismo a los villanos. De nuevo, pocos lo vieron tan bien como Stone con Natural Born Killers, la película a la que, estilo aparte, en el fondo más se parece Joker, el más reciente y contundente ejemplo de la enfermiza obsesión de Hollywood por los 70.
    Como sucede con Travis Bickle (pero también con el Jim Morrison de Oliver Stone), en el desastre personal y la locura de Arthur Fleck late la de toda una sociedad. Como en aquellos casos, el elemento mínimo (el individuo) hace de continente e incluso causa del máximo (la sociedad). Son los privilegios del héroe: todo el fondo está contenido en la figura. Pero debe notarse que en Apocalypse Now la figura no es Willard. Willard está sumido y dominado por el infierno, y camina hacia la Figura propiamente dicha, el hombre que en sí expresa, aglutina, origina y culmina el horror: Kurtz. Y lo mata (cuanto más la pienso, más me parece que esta película estuviera escrita por J. G. Ballard). Apocalypse Now o Taxi Driver se cuentan entre los mejores ejemplos del momento crítico del trato de los cineastas de los 70 con el modelo fondo/figura (héroe que contiene al fondo) propio de su cultura. Son modelos, también, del camino que no se siguió (la política USA no lo puso fácil, cuando menos). Y desde luego, tampoco lo sigue Joker.
    Los 90 se miraron mucho en el espejo del asesino, pero aquella era la década del final de la Historia, y actualmente, si hay algo que está claro que no ha terminado, es precisamente la Historia. Todos al fin recordamos que hay algo en el vacío bajo los ojos del asesino. La revuelta social, la rebelión, el tumulto, etc., vuelven a ser tema con el nuevo siglo. Philips decide vincular el tema del psicópata y la revolución, de la enfermedad mental y el neoliberalismo, y por ello su operación es la de desvillanizar al villano (cuyo parecido con el Joker enemigo de Batman es cuando más anecdótica), un pobre hombre empoderado por el odio, que ya sabemos que empodera un montón, y mirar desde ahí a ese rincón de rabia que anida en todos los sometidos y que en ocasiones sale a flote. Jordi Costa dice que para Phillips los “indignados” serían payasos, pero olvida que las razones de la revuelta caótica, la enésima explosión de violencia orgiástica del cine hollywoodiense, son precisadas de manera nada abstracta (y dando la vuelta al paradigma de multimillonario-amigo-del-pueblo tan propio del cine de superhéroes), lo que permite diagnósticos menos burdos. La revolución y la orgía de destrucción muchas veces se confunden, tristemente supongo, y la derecha nunca deja de recordárnoslo con aviesas intenciones (aunque magníficos resultados a veces, ahí está La inglesa y el duque). La supuesta trivialización de Philips en el fondo presenta cierta lucidez (acaso reaccionaria, puede ser) que el presente momento histórico bien ejemplifica. La siniestrísima V de Vendetta acaba inspirando valiosos movimientos populares, y personalmente no me cabe duda que el propio Joker habrá animado a algún que otro chileno a sumarse a los disturbios que a día de hoy siguen felizmente desestabilizando a Chile, el país donde se parió el neoliberalismo (parto contra natura do los haya) y donde escribí este texto, algunas de sus líneas bajo estado de emergencia y toque de queda, declarados cuando el presidente Sebastián Piñera decidió que Chile estaba en guerra.
    Un meme particularmente inspirado señalaba lo mal pensado de subir el precio del metro justo después del estreno de Joker. Ciertamente, el filme de Philips es pobre y tópico, no tiene ni imaginación ni talento más allá de destellos puntuales, y convierte la revuelta, el clamor popular, en un síntoma contenido por el dolor de un solo individuo, un síntoma o una enfermedad más que el resultado de una toma de conciencia, una reducción de la lucha contra el capitalismo o el neoliberalismo a puro y duro odio de clase o incluso excusa para la celebración orgiástica y desorden de los sentidos que encendía al Morrison de Stone. Y sin embargo, y dejando aparte si no es el odio legítimo y si no es la rabia componente esencial de la revolución, si no es lo que define y permite la existencia de la revuelta, ¿no nos demuestran los manifestantes chilenos maquillados de payaso que no hay modo de saber la relevancia política de una película, puesto que esta solo la puede decidir el contexto? ¿No muestra esto la diferencia neta entre la dimensión ideológica y política de un filme, entre aquello (lo ideológico) que puede establecerse atendiendo solo a la materialidad textual y eso otro (lo político) que depende de cómo el universo político y social decide relacionarse con la obra, y donde poco o nada importa lo que esta tenga que decir? Nuevo e inesperado ejemplo de la dimensión política del arte: aquella que, ciega al arte y a la obra, decide sobre ella y su relevancia por motivaciones absolutamente externas. O dicho de otro modo: una película solo es política cuando la política quiere que lo sea.
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La referencia a Paulino Viota es a “El vampiro y el criptólogo” (1986), que abre la antología que saldrá publicada en enero del próximo año, bajo el título La herencia del cine. Escritos escogidos. Una reflexión de Gray sobre Apocalypse Now titulada "This is the end", puede leerse en https://www.rollingstone.com/movies/movie-news/this-is-the-end-james-gray-on-apocalypse-now-48807/La cita sobre la libertad liberal es de José Luis Moreno Pestaña, y está extraída de un post de su Facebook publicado el 17 de octubre del presente año. La crítica de Joker por Jordi Costa fue publicada en El País y se puede leer en https://elpais.com/cultura/2019/10/08/actualidad/1570525032_119764.html

lunes, 30 de enero de 2017

Silencio

    En un recordado momento de Grizzly man, Werner Herzog nos decía que a veces Timothy Treadwell (su protagonista), al grabarse a sí mismo, registraba momentos de naturaleza al desnudo de los que no se apercibía. En pantalla, el hombre se filma a sí mismo (estaba solo, así que se imponía el plantar el trípode, darle a grabar y ponerse delante, ¿habrá conocido esto Herzog alguna vez?), pero no le gusta cómo queda así que sale de cuadro para repetir y deja la toma continuar; vemos entonces un trozo de pendiente, creo recordar, y la vegetación común del lugar (nada espectacular ni llamativa, simples hierbas cruzadas por un camino) movida por el viento, creo también recordar. Es una imagen anti-postal, como dice Herzog que le gustan a él, un fragmento agreste, común, pero ciertamente hermoso cuando arrancado de su mundo por un encuadre y protagonista al colarse entre dos intentos de hacer una buena toma. Herzog nos habla del misterio de esas imágenes que se le pasan al actor, que se cuelan entre sus grabaciones. Ahora bien, cuando este se va y el espacio queda solo, Herzog no nos deja mirarlo sin más, para que apreciemos por nosotros mismos ese misterio. No. Porque Herzog pone música (misteriosa, o bonita, o qué sé yo). Así que Herzog rescata lo que a su protagonista se le pasa, porque ve en ello misterio, magia, pero esos misterio y magia no le parece que se vean sin más, igual cree que a nosotros nos va a costar, así que pone música, para ayudar. Resultado: el misterio no está, el misterio se dice. (Y aún añado algo: por si alguien no lo sabe, Herzog nunca vio las grabaciones de Treadwell; al conocer la historia, encargó a un equipo que vieran ellos el material, dándoles indicaciones sobre lo que le interesaba para montar la película; esto significa que Herzog sabía desde el principio que esa imagen que él rescata estaría allí, porque son imágenes que siempre están en un rodaje, cuando por lo que sea no se corta entre dos tomas, o en multitud de momentos por diversas razones; no me puedo ni imaginar la cantidad de momentos así que debe haber en los brutos de Herzog, y en tantos lugares como ha rodado… y todos ellos, sin música: más valientes en sí mismos que lo que nunca serán las películas que construye con ellos). Hay cineastas que miran y escuchan, y luego hay cineastas que dicen que lo hacen.
    Cuando uno va a ver una película de Martin Scorsese llamada Silencio, ya sabe que ese título va a ser mentira, porque Scorsese no se calla ni debajo del agua. Cuando al principio, sobre pantalla en negro, escuchamos el sonido de la naturaleza, los insectos, etc., creciendo cada vez más, para de repente interrumpirse de golpe, súbitamente, al tiempo que aparece sobre el negro la palabra “silencio”, es evidente que es más silencioso el sonido de los grillos, porque el silencio de Scorsese es uno que se proclama a sí mismo a voz en grito.
    A favor de Scorsese hay que decir que la música se minimiza (no quiero ni imaginarme esto en manos de Spielberg) y que la importancia que concede a la materia (o el a veces facilón modo en que subraya la suciedad de los cuerpos y espacios) se corresponde con la atención al sonido, o dicho más precisamente, a ese campo sonoro nuevo donde se introducen los dos sacerdotes jesuitas, respetado hasta el punto de que encontramos escenas donde tan importante es el canto de un grillo como lo que vemos… aunque, por supuesto, ese canto será elevado en su volumen acústico para que no solo sea la banda sonora del momento, sino para que todos advirtamos que lo es, que está ahí, que se lo está haciendo valer. De nuevo: no se trata de hacer, sino de decir que se está haciendo (y por lo tanto, finalmente no hacerlo; la consecuencia no es necesaria pero sí común). Igualmente los planos generales colocarán a la figura en un extremo del encuadre, ocupando el resto con el paisaje: mira, nos dice Scorsese, estoy mirando. Scorsese no puede mirar algo sin hacérnoslo notar, sin decirnos que lo hace, de hecho es más importante lo segundo que lo primero.
    Los dos silencios principales de la película son, claro está, el de Dios y el del propio protagonista después de su apostasía, donde la voz en off cambia de persona, y ya no se trata del sacerdote que relata su historia sino de alguien exterior que nos la cuenta desde lo poco que sabe de su vida posterior al abandono de su fe. Ambos silencios serán, claro está, violados, aunque con distintas consecuencias en cada caso.
    El primer silencio será roto por la propia voz de Dios (o de Jesús, o lo que sea), que por fin habla y dice al sacerdote que pise su imagen. Puede parecer una facilidad, pero de aquí emerge lo más interesante de la película (ahora bien, igual está ya en el libro). Evidentemente, la fe es así: no hay demostración de la existencia de Dios que no termine con el propio ente a demostrar alargando la mano al último eslabón de la argumentación para que llegue a donde por sí mismo le es imposible. Dicho de otro modo: todas las demostraciones de la existencia de Dios necesitan la participación de este mismo para funcionar, es decir: no funcionan; necesitan voluntad, artificio, en este caso: voz en off. Scorsese hace que Dios mismo hable al jesuita y le diga que le pise, que no importa. No hace que el jesuita nos diga que Dios le habló, no: hace que nosotros mismos escuchemos. Poderes de la ficción. Por supuesto, es inevitable que la ambigüedad persista hasta cierto grado: ¿es Dios quien le habla? ¿es el propio sacerdote quien se habla a sí mismo, auto-engañándose? ¿es el diablo, como en La última tentación de Cristo? No lo sabemos, pero no seamos impertinentes y vamos a suponer que es quien Rodrigues (nombre del jesuita, espantosamente encarnado por Andrew Garfield) y Scorsese piensan: el silencio se rompe, roto por una voz que emerge solucionando el dilema, y que es de Dios, de donde se siguen interesantes consecuencias.
    Una es el abandono de una arrogancia misionera que trata de imponer una nueva religión en un lugar del que se ignora todo: el primer diálogo con Ferreira (Liam Neeson, magnífico por cierto, y apoyado en los mejores diálogos del guión), presenta una demoledora explicación del modo en que los japoneses entendían el cristianismo, modo que era totalmente opuesto a lo que los cristianos pensaban, manteniendo solo la liturgia (claro que esto es lo que dice Ferreira). La voz apoya el abandono de esta misión a favor de la salvación de la vida de los japoneses torturados, lo que implica poner la vida por encima de la confesión religiosa.
    La segunda consecuencia se sigue de esto: la intrascendencia de la imagen y los signos. Cuando el anciano del primer poblado extrae una imagen religiosa cuidadosamente escondida en su cabaña, la rescata del secreto y la prohibición, devolviéndola a una luz donde su dañada integridad se convierte en orgullosa resistencia, se puede sentir la importancia que el cristianismo siempre ha dado a las imágenes, y que tan importante ha sido para su expansión. Esta línea discursiva es lo más interesante de Silencio (como diría Angel Sanchidrián, “es lo que le da la calidad a la película”), pues el propio Dios acaba diciendo al sacerdote que es mejor pisar su imagen que dejar morir a unas personas, abjurar públicamente de la fe a causar la muerte de nadie por ella (aunque en puridad matan los japoneses, claro está, pero la trampa es la que es: abandonas tu fe=pisas la imagen, o ellos mueren), lo que implica una irrelevancia en último término tanto de la imagen religiosa como de la dimensión pública de la fe, dos elementos que se dan la mano. Los apóstatas que requisan imágenes y objetos cristianos de los comerciantes extranjeros han pasado a un estado de fe en el que la imagen es, simplemente, intrascendente… lo cual es más que decir “irrelevante”: la película sitúa en el sentido de trascendencia el corazón del cristianismo a la par que aquello que los japoneses, al decir de Ferreira, no pueden entender. Las imágenes carecen de la trascendencia que los cristianos las dan, son significantes vacíos, la trascendencia está en otro sitio: el interior que otorga los significados. No hay más signo de la fe que el interior de uno mismo, el significado yace dentro, el significante puede albergar lo que sea. Según Scorsese, los jesuitas han visto muy bien su película, observando que, “en lugar de morir como un mártir, que hubiera sido una especie de triunfo para Rodrigues, termina convirtiéndose en una figura mucho más parecida a Cristo que lo que nunca ha sido, porque lo abandona todo y lo que queda es pura compasión. Rodrigues se cuestiona en determinado momento qué es de verdad lo que está vendiendo. Tiene que descubrirlo, debe rechazarlo para poder hacerlo. Lo pierde todo y lo encuentra en sí mismo” (entrevista realizada por Gabriel Lerman para Dirigido, enero 2017, p. 23). Silencio es en este sentido una enérgica y encomiable defensa de la tolerancia religiosa: el propio Dios pide que la fe no se imponga, no se siga predicando: es un camino personal y nadie debe morir por ella o, mejor dicho, causar muerte ajena, al menos, por ella.
    Ahora bien, tras la apostasía la voz interior del sacerdote desaparece, y un comerciante pasa a relatarnos su historia, o lo que de ella le llega. Su interior pasa a ser un secreto, para todos menos para sí mismo, y en consecuencia también para el espectador. Es el otro silencio de la película: ¿qué pasa en el interior del sacerdote? ¿Abandonó realmente la fe, o no? Y es nuevamente otro silencio roto, uno que Scorsese no tiene el valor de permitirse, haciendo que la cámara (o el ordenador o lo que sea) entre en el espacio que alberga al exsacerdote muerto, ajeno para siempre a las miradas de los vivos, y se llegue hasta las manos cerradas para descubrir (recordemos lo que pasaba con las demostraciones de Dios), entre ellas, la cruz.
    Los signos visibles, externos, por tanto, retornan. Si el valor de la fe de Rodrigues yace en su interior, ajeno a toda manifestación externa, Scorsese no podrá soportar esa lejanía y decidirá superarla yendo hacia atrás, volviendo al objeto, a la imagen, como signo de la fe. La fe de Scorsese parece débil, tanto en Dios como en el cine: ¿cree que este último no tiene capacidad para penetrar en el alma humana y mostrar su fe sin recurrir a cruces escondidas? Difícil se lo pone recurriendo a actores como Garfield, pero cosas más difíciles se han visto. El cine como arte del “si no lo veo no lo creo”, del no creer hasta hundir el dedo en la llaga, recuperando en su última imagen al signo material cuyo abandono había sido precisamente la condición para pasar a un estado mayor en la vivencia de la fe. Scorsese también podría haber renunciado a conocer la verdad última sobre la creencia o no de Rodrigues, algo que implicaría respetar su silencio, pero su fe no es como la de su protagonista, hemos visto, y necesita proclamarse. Si en Rodrigues la fe implica, en último término, el silencio, en Scorsese sucede todo lo contrario: posiblemente para él careciera de sentido contar esta historia sin esa cruz final. Silencio es una de esas peculiares ficciones donde el narrador es a todas luces muy inferior a su protagonista, lo que en última instancia puede poner en duda a este: con lo dicho, el sacerdote pasa de ser un hombre que vive su fe interiormente a uno que la vive escondido, y así en última medida un cobarde y acaso entonces la voz escuchada en el momento decisivo sí fuera en realidad la suya (o del diablo), aunque también es cierto que pisar una imagen no es pisarlas todas, ni pisarlas para siempre. Scorsese manifiesta bien cómo el cristianismo no es la religión de la imagen, sino la de la voz y la palabra (no en vano es una de las religiones “del libro”), pues toda imagen cristiana tiene en el fondo una leyenda y un lugar en una liturgia, hay un decir que le da su sentido y función. Los misioneros no se dan cuenta de que, por idioma y cultura, los japoneses mantienen las imágenes y los rituales, pero que su voz es distinta y con ella sus significados: la voz de Dios, de la Iglesia, no les llega, así que interpretan sus signos como quieren. Rodrígues había trascendido esta dimensión: Scorsese se niega a hacerlo.
    Tampoco es que Hollywood ayude. Scorsese tiene todo el poder de una industria para atravesar paredes e iluminar el interior de las manos de los muertos: acciones que no precisan grandes presupuestos (no los hay en este caso), pero el hábito a los cuales ayuda a concebir, a saber que se puede hacer, espolea a hacerlo. Scorsese no puede soportar el no saber si su sacerdote mantuvo la fe o no, no puede soportar que ya no hable. El silencio solo servirá para reforzar la voz que lo rompe, y dice: yo creo, él creía. Dios y el CGI proveerán. En el camino, se queda una posibilidad intermedia (pues quede claro que ninguna defensa a ultranza quiero hacer yo del silencio de las imágenes, el cine o lo que sea, y que Scorsese tiene todo su derecho a defender su fe y proclamar la de un personaje que, al fin y al cabo, es ficticio): la de simplemente pensar cómo decirnos la fe mantenida en secreto, sin trucos ni añagazas, simplemente observando a un ser humano. Pero para eso habría que tener una capacidad no solo para la sutileza, sino para pensar la puesta en escena (y el casting), que Scorsese perdió hace ya demasiados años.