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viernes, 30 de noviembre de 2018

Los límites de "El reino" (de la imaginación)


    Hace unos meses, escribí en este blog sobre Con uñas y dientes, filme de Paulino Viota, y entre otras cosas de su sorprendente final. En él, un líder obrero, escondido durante una problemática huelga, es asesinado no por los matones que le persiguen y de los que se oculta sino por un inesperado asesino a sueldo que, como en una sofisticada película de espionaje, irrumpe en la casa donde se esconde y le asesina fingiendo un suicidio. En ese caso este hecho, este inesperado recurso a una figura tan tipificada del género de espías y cierto thriller, permitía a Viota mostrar que en la lucha obrera los patronos llegarían no solo al linchamiento, no solo a la violación, sino también al asesinato, que no había nada a lo que los poderosos no estuvieran dispuestos a llegar en su lucha contra la clase obrera, que no había límites para ellos, y se lo permitía decir su propio momento presente, la situación de España en el año 1977. El contexto de enorme dureza y terrorismo permitía que el cine de género sirviese para mostrar de forma realista la situación sociopolítica: la realidad en cierto modo se había convertido en thriller, o el thriller en género realista (por supuesto, siempre y cuando fuera acompañado de la articulación política adecuada, tal era la postura de Viota).
    Recordé este final al ver El reino, otro ejemplo de película española muy pegada a la situación política de su presente y que trata de dar cuenta de ella abstrayendo los referentes explícitos en su narración (no se nombran partidos políticos, por ejemplo). En su tercio final, el protagonista se ve envuelto en un intento de asesinato contra su persona, culminación de un proceso en el que su vida se torna lenta e inexorablemente en thriller político. El reino mostraría la conversión de una normalidad, la de la política y la corrupción, en thriller. Empiezas comiendo langosta con los amiguetes del partido y acabas degollando al hombre que acaba de lanzarte fuera de la carretera para evitar que hagas públicos los documentos que desvelan una trama criminal que vertebra todo un país. La razón por cierto no se diferencia tampoco mucho de la detonante en Con uñas y dientes: la hybris de su protagonista. El Marcos del filme de Viota se autoerige en único líder posible, único en el secreto de la trama criminal del patrón y capaz contra toda razón de ganar la huelga, y el Manuel de El reino se niega a aceptar tanto que ha perdido el juego como el trato para salir airoso que le propone su partido.
    Otra similitud: los dos protagonistas son triunfadores… hasta el momento en que empieza la película. Marcos es un super-líder obrero que “se come a la gente” y Manuel un político en pleno ascenso a la cumbre. Pero la película muestra su incompetencia y mala suerte. En el caso de El reino, este hecho configura la película entera: su construcción se basa en diversos intentos del protagonista para conseguir lanzar su contraataque, que fallarán uno tras otro sin remisión. Aquí, Sorogoyen matiza su relación con el thriller de tramas y despachos: el carácter decidido (“dinámico”, se dice en los curriculums de ahora) de Manuel, su autoconfianza y chulería, la cámara pegada a su espalda y sus rápidos movimientos, nos hacen creer que se avecina la puesta en marcha de una elaborada trama que permitirá al protagonista salvarse, pero este impulso se rompe una y otra vez: nunca llega a iniciarse nada, y el protagonista fracasará cada una de las veces. Con inteligencia, y aunque sea un recurso a la moda, el intento más radical y arriesgado de todos es resuelto por Sorogoyen con un largo plano-secuencia que se carga lentamente de tensión y que aunque termine con el logro del objetivo evidencia en su desarrollo un fracaso ya insalvable: el antiguo aspirante a la presidencia que acaba amenazando a una chica con denunciar su farlopera fiesta nocturna e incurriendo en casi un allanamiento de morada, con caída por las escaleras incluida, ya nunca volverá a ser lo que fue. El posterior rostro descompuesto del único individuo que aún le era fiel ante las dimensiones de la trama que piensa denunciar, terminará de evidenciarlo, y allí irrumpirá el thriller: el hombre que desaparece, la escapada por la ventana, las luces que se apagan en la carretera, el choque, el degollamiento, los gritos de tensión.

    Supongo que esto hará que muchos se identifiquen con Manuel, el político protagonista del que la cámara apenas se despega. Que muchos digamos que se da tal identificación. Quizás es porque detesto la identificación y la manía y deseo de la gente por andar identificándose con quien sea en las películas, porque detesto la pobreza de tal mecanismo, porque no me suelo identificar con personajes de cine, pero creo más bien que la identificación es con el procedimiento, con esa trama, esa solución, que nunca consigue darse. Cuando un personaje da un susto a otro en una película de terror, no nos identificamos con el asustado, sino que reaccionamos visceralmente a un estímulo: simplemente, los dos nos asustamos. Igual sucede aquí: Manuel quiere poner en marcha algo, y nosotros queremos que la trama despegue, que haya trama, de hecho. La frustración de Manuel es la nuestra. Un clásico juego con las expectativas creadas por una costumbre cinematográfica, un hábito, una cultura.

    Pero sí, quizás Sorogoyen quiere que nos identifiquemos con Manuel, más allá de la identificación, mecánica e inevitable, entre los puntos de vista materiales (nuestra mirada se une a la de Manuel desde el plano 1, pero coincido con Bordwell en que hace falta bastante más para afirmar que con ello público y personaje se unifican, se identifican). Tampoco habría nada malo en ello. La crítica materialista de los 60-70 afirmaba que la identificación con ciertos personajes nos lleva a introyectar valores ajenos (a nuestros intereses de clase), pero disiento de esta idea, al menos en su carácter tajante: también nos permite entender, comprender y con ello conocer otros mundos y razones ajenas (es un gran valor del cine de Ford, por ejemplo). Pero desde luego, sí creo que en su articulación de esta relación con su protagonista, El reino es mucho más inofensiva, impotente y carente de imaginación que Con uñas y dientes, por mucho que creo tiene su valor el retrato de las entretelas políticas en una situación como la planteada (lo que hará que la película tenga más interés retrospectivo en 10 años que ahora), pero convendremos que en el fondo poco permite El reino aprender sobre política, y ello porque, al contrario aquí que Con uñas y dientes, para Sorogoyen lo que importa es su personaje y nada más que su personaje. Si Con uñas y dientes nos permitía entender tanto el funcionamiento y conflictos de una huelga obrera como lo respectivo de una estafa empresarial, al tiempo que nos retrataba a un personaje cuyas contradicciones y errores poseían relevancia como comentario político sobre los problemas del liderazgo en los movimiento sociales, El reino no nos permite ni conocer ni entender en qué consisten y cómo funcionan ni la corrupción ni la política, y no va mucho más allá de una tópica designación del egoísmo como característica central de la primera. A Sorogoyen, como a la periodista que cierra el filme, no le interesa la corrupción sino el corrupto, claro que no le llegamos a conocer propiamente ejerciendo como lo segundo, más bien el retrato es el de un incapaz, muy echado palante pero claramente superado por las circunstancias, es decir, por los corruptos mayores. La corrupción sigue siendo eso que viene dado de principio y que es incognoscible.  

    Así pues, ¿qué interés tiene lo que importa a Sorogoyen? Este parece querer enunciarlo en su conclusión, audaz en principio por su planteamiento, al consistir en una entrevista en directo por televisión cuyas imágenes y planificación se convierten en las de la propia película, lo que implica que, para su conclusión, Sorogoyen decide reducir su capacidad operativa al mínimo (hasta el plano final). La escena cuestiona profundamente a la periodista: primero por sus acciones (o las acciones que no hace, mejor dicho), después por las palabras del político, que desvelan su corrupción específica. Al final parece que su conciencia despierta por un momento y lanza una reflexión/pregunta, mirando directamente a cámara. Y entonces aparece también lo que podríamos llamar su estupidez específica, porque lo que dice son estas dos cosas: 1/ es necesario analizar lo que sucede (y claro, quién dice que no) y 2/ ¿era usted consciente de lo que hacía? La periodista (y diríamos que Sorogoyen) quiere entender por qué alguien es corrupto, o cómo es que llega a serlo, o qué tiene en la cabeza mientras lo es: ¿es consciente de que lo que hace está mal, es criminal, etc.?
    Mi respuesta a una periodista que en una situación así reacciona con eso, sería clara: partirle la cara y decirle “¿qué mierdas importa eso?”. Su estulticia e infamia me parecen evidentes. No así las intenciones de Sorogoyen, porque durante toda la secuencia ha introducido un elemento importante, el sonido del pinganillo de la periodista, que servía para que identificáramos su trampa, pero que en su arranque final se quita de la oreja. El acto nos dice que la periodista se libera de los jefes con ese acto, pero nos dice también algo más interesante, ya que llegamos a escuchar al realizador felicitándola por ese giro que consigue callar al político peligrosamente crecido, y con ello nos da a saber que a los jefes les encanta el contenido de ese arranque.

    Todo, menos esa voz, nos dice que a Sorogoyen le parece estupendo lo que dice la periodista. De hecho, es aquí que Sorogoyen deja de identificar su puesta en escena con la de la realización televisiva, y encuadra a la periodista de frente, y la hace mirar a cámara. Mirar a cámara es un procedimiento muy aparente pero complicado, porque ¿a quién mira? ¿A su entrevistado? ¿A nosotros? ¿A todos a la vez? ¿Nos pide Sorogoyen que reconozcamos nuestra propia corrupción? Todo esto, de muy mediocre puntería política, es coherente con el resto de la película. Así pues, todo me mueve a condenar (políticamente) a Sorogoyen, pero esa voz del pinganillo me lo impide, precisamente porque permite reconocer que nada de lo que él ha puesto en escena tiene relevancia política, y carece de sustancia en lo que a corrupción se refiere, puesto que la pregunta por la psicología del corrupto, del capitalista, del político, etc., siempre ha sido el mejor modo de cerrarse a comprender los mecanismos que lo determinan: no preguntarse por la corrupción, en suma. De hecho, aquí la periodista podría empezar a revelar una trama de corrupción espectacular y preguntar a su entrevistado por ella, analizar (como ella dice que hay que hacer) su articulación, su funcionamiento… pero prefiere preguntarse por la irrelevante conciencia del tipo. Ahora bien, ¿no es esto lo mismo que hace Sorogoyen en toda la película?

    Así, esta confusa entrada de este confuso blog solo quiere mostrar un digamos estado de tablas político entre Sorogoyen y este analista que trata de no ponerse sintomático y de no lanzarse a condenar (aparte que con la edad trato de ser lo menos condenatorio posible, algo que no resulta fácil con el equipamiento de genes santanderinos que tengo), una película que al fin y al cabo, no es un partido político ni un movimiento social. En los tiempos de Con uñas y dientes, los críticos de Contracampo habrían hecho trizas a El reino tal como en su número 2, donde se trataba el filme de Viota, se hacía con 7 días de enero de Bardem. La ausencia de la clase obrera, la búsqueda de una autoindulgencia fácil en las butacas gracias a llenar la pantalla de fascistas (aquí corruptos), etc., se encuentra también en El reino y se agrava con la naturalización de la corrupción y ese carácter incognoscible que con tan buen tino cuestionó Tom Andersen en Los Angeles plays itself y nos hace ver como abstracto y trascendente lo que es concreto, localizable, inmanente y corregible (y Andersen da buenos ejemplos de ello, porque este hombre está en todo). Pero también es verdad que Sorogoyen, con un gracioso planteamiento narrativo, emprende un retrato de interiores políticos hispanos, y con ello afronta (como también hizo Viota) un verosímil fílmico muy poco habitual y muy por hacer en nuestro cine. Igualmente, quién sabe qué puede ser político dentro de 10 o 20 años. Los mismos autores de Contracampo veían un interés en los filmes de Drove con Dibildos años después de la condena que habían lanzado contra ellas desde el colectivo Marta Hernández, y yo desde luego se lo encuentro a Los nuevos españoles, que tanto hicieron trizas (si bien en otro aspecto que el que a mi me interesa, de modo que diría que ambos tenemos razón). Ese retrato, atractivo e interesante pero tan limitado e impotente ahora, fácilmente crecerá en interés con los años, cuando la dimensión memorística va acrecentando el valor significante, simbólico etc., de los filmes.

    ¿Qué puedo sacar de terminante, pues, de cierto, el intento de analizar y pensar El reino? En el fondo, una tristeza: la de ver la corrupción retratada como un eterno invariable que nos permite consolarnos en nuestra impotencia o inactividad política (es difícil indignarse y luchar contra lo que parece inamovible y perenne, como la muerte, aunque casos hay, casos hay), aunque ciertamente esto no deja de retratar algo muy propio del sentir español al respecto; la de ver otro guión que se queda donde siempre, el retrato psicológico de un imbécil, en vez de afrontar lo que rara vez se ve, el retrato de una trama corrupta (y es que hay muchas películas sobre eso, pero muy pocas donde uno pueda entender su naturaleza y mecanismo); la de ver otra película que aparenta hablar de política o mostrar el mundo político, cuando en realidad se limita a hacer cine más o menos de género (digamos criminal) ambientado en ese universo (y pese a todos los elogios proferidos, algo parecido le pasó a Viota). Límites de la imaginación, que quizá lo sean también de imaginación política. Algo que nos hace bastante falta últimamente, aunque Sorogoyen no tiene la culpa. Tampoco nos pasemos.   

jueves, 20 de abril de 2017

Problemas del análisis ideológico: Jude Dry sobre “The assignment”

    Uno de los problemas más graves del análisis ideológico, extensivo a la generalidad del trabajo analítico, pero con mayor gravedad en este caso por la trascendencia que el análisis busca en la recepción de la obra, y que puede dañarla notablemente, es la mala argumentación, en suma: la falacia. Por ejemplo, que de un particular no se puede predicar un universal es cosa manifiesta, que sin embargo gran parte de análisis ideológicos suelen ignorar. Así, de lo que haga Catherine Tramell en Instinto básico no podemos colegir que la película afirme que todas las mujeres bisexuales (o todas las novelistas, ¿por qué no?) son unas asesinas manipuladoras (y no podríamos hacerlo incluso aunque el autor o autores confesasen que es lo que pensaban al hacer la película). La confusión no es extraña: las ansias reivindicativas y/o condenatorias reconocen en una película errores y ofensas sin detenerse a analizar si tales son predicables de la obra en su totalidad o si son discursos insertos en la misma como pertenecientes a personajes concretos o, incluso, discursos manifiestos pero presentes, por ejemplo, para ser rebatidos no por otro sino por el curso mismo de la acción o determinada articulación formal de esta.
    Un ejemplo. En uno de los Q&A documentados en An evening with Kevin Smith, una joven inquiere al cineasta sobre los discursos machistas presentes en Persiguiendo a Amy. Smith sin embargo rebate sus acusaciones al mostrar que tales discursos son proferidos por un personaje concreto, que es además presentado en la película como inequívocamente negativo, lo cual debe llevar a entender que aquel discurso ha de ser entendido asimismo como machista y contrario al de la película. Si quisiéramos por tanto delatar que tal discurso es el del filme, debiéramos utilizar una vía distinta, que acaso implique igualmente las afirmaciones de aquel personaje, pero no del mismo modo.
    También sucede que aunque el personaje sea negativo, no por ello su discurso es rechazado por la película, lo que a su vez no implica que sea aceptado o convertido en su “mensaje”. En un ejemplo clásico, Sed de mal, Quinlan es un policía más que dudoso que falsea pruebas para inculpar a personas de haber cometido los crímenes que no consigue probar de otro modo. La película se encuentra inequívocamente del lado de Vargas, el héroe positivo, y la deriva manifiestamente criminal de Quinlan no dejará lugar a dudas de ello. Sin embargo, Welles se toma su cuidado en hacer dos cosas al final: mostrar al personaje encarnado por Marlene Dietrich afirmando poderosamente lo gran hombre que era Quinlan (afirmación externa a su acción criminal, de la que es seguramente ignorante, pero que alude a eso tan importante en el cine americano que es el alma del personaje, aquello que se encuentra bajo sus acciones pero que supuestamente las informa, y debiera ser delatado por ellas), y hacer que se nos diga que el criminal falsamente acusado por él, ha confesado su culpabilidad. Podemos pensar que confiesa por incapacidad de soportar el interrogatorio, pero me parece que, dada la ausencia de datos sobre este, la intención de la película es afirmar que Quinlan tenía buen ojo y, cual Colombo avant la lettre, era capaz de reconocer enseguida a un criminal, inculpándole en caso de ausencia de pruebas.
    Este final podría hacer que alguna lectura afirme que Welles defiende la inculpación mediante pruebas falsas: si Vargas no se hubiera entrometido, un criminal habría ido a la cárcel sin mayores consecuencias (en este caso: unas cuentas muertes, surgidas a causa del enfrentamiento Vargas-Quinlan). Una razón para ello sería la necesidad que muchos analistas ideológicos exhiben de discursos explícitos que refrenden la ideología cuya defensa es para ellos objetivo prioritario. Así, muchos críticos españoles de los 60 criticaban numerosas películas por encontrarlas ausentes de los elementos que permitirían construir con ellas efectivos discursos anti-capitalistas, anti-imperialistas, anti-franquistas, etc. En realidad, faltaban dos cosas: discursos explícitos y manifiestos en tal sentido, o elementos que permitieran afirmar de manera inequívoca tal dirección discursiva, como personajes modelos o escenas nucleares que sirvieran de modelo reducido de aquella. La mala recepción en una revista como Nuestro Cine, por ejemplo, de cineastas americanos como Ford, o incluso españoles como Regueiro, se debe en no poca medida a esto.
    Por supuesto, los prejuicios son importante base del problema: difícilmente iban los izquierdistas de NC a ver bien las muestras cinematográficas del Imperio USA, como tampoco lo hicieron los de Contracampo con las que les eran contemporáneas. Sin embargo, me incomoda acusar simplemente a alguien de prejuicioso: considero que nadie está exento de tal defecto (desde luego, puedo asegurar que yo no) y que el trabajo a realizar por cada uno de nosotros es el de afinar lo más posible el trabajo analítico y argumentativo, que es el que nos puede impedir caer en las redes de nuestros prejuicios. Así, es fácil observar cómo tal afinamiento permitía a los críticos de Contracampo romper con los prejuicios de la crítica izquierdista hacia el cine hollywoodiense del pasado (Ford, Sirk, y tantos otros), pero no lograban quitárselos de encima al tratar con el contemporáneo (Scorsese, Cimino, Coppola…).
    La cuestión se vuelve muy grave cuando quien realiza ese tipo de trabajo carece de cualquier interés por el cine y solo tiene como objetivo que este muestre una realidad totalmente acorde con su ideología. En ese caso no hay diálogo posible ya que el análisis apenas existe y todas las falacias tienden a ser cometidas con profusión, en honor de la condena. Es el caso en que nos topamos, en primer nivel político, con la censura, o con las dictaduras, pero también, en segundo, con los muy diversos grupos, asociaciones y colectivos que denuncian a tuiteras, titiriteros o intentan boicotear películas que no reflejan su pensamiento sobre el mundo de las personas transgénero. En este último caso, por supuesto, aludo al boicot propuesto por la publicación Indiewire hacia The asignment, el último largometraje de Walter Hill, a partir del artículo de Jude Dry “‘The Assignment’: The 8 Most Offensive Moments In a Movie That Equates Trans People with Sick Medical Experiments” [“The asignment: los 8 momentos más ofensivos de una película que equipara a la gente trans con malsanos experimentos científicos”].
Estreno de "Je vous salue, Marie",
Barcelona, Cines Casablanca,1985
    Ignoro en qué puede consistir el boicot propuesto por la publicación. Imagino que no vaya más allá de la no asistencia a las proyecciones o, más problemáticamente, montar piquetes ante los cines que la proyecten, tal como los ultras católicos de muchos países hicieron ante los cines con motivo del estreno de Je vous salue, Marie (motivando la seguro inolvidable estampa de, por una vez, ver a la Guardia Civil rompiendo las narices de la derecha, en este caso frente a los madrileños cines Alphaville). El caso más extremo y célebre es el de la citada Instinto básico, de la que se trató de boicotear incluso la realización misma, tras ser rechazadas las modificaciones del guión propuestas por diversos colectivos a su realizador, Paul Verhoeven. El caso no está tan alejado: entonces como ahora, una historia sobre unos individuos específicos es tomada como retrato de un colectivo completo, patologización y demonización de tendencias sexuales, etc. Universales predicados de particulares. El intento de censura es la consecuencia. El mal análisis, una de las causas.
    La mayor parte de la crítica de Dry se basa en la consideración de discursos explícitos o afirmaciones sostenidas en el interior de la película por personajes concretos, cuya naturaleza y posición narrativa resulta irrelevante para la autora. Consideraré algunas de ellas.
    Por supuesto, la mayor parte de las afirmaciones más graves recaen en el personaje de la doctora Kay, interpretada por Sigourney Weaver. Dry consigna las siguientes:
    “Se ha dicho que [las mujeres son], de muchas maneras, las más espléndidas de entre las criaturas de Dios”.
    “Te he liberado de la prisión de macho en la que vivías… Has sido un hombre muy malo. Esta es tu oportunidad de redimirte”.
    “Y yo era una mujer. Eso lo puso peor”.
    The assignment es un thriller de extravagante historia, con un equivalente femenino al científico loco de toda la vida, Rachel Kay, que en venganza por el asesinato de su hermano, realiza una operación de cambio de sexo a su asesino, Frank Kitchen (Michelle Rodríguez). Es la venganza que ocupa el inicio de la película, la de Kay; lo restante se dedicará a Kitchen, ahora una mujer que busca vengarse de la cirujana. De su triunfo nos da fe el hecho de que la historia nos es contada por esta desde el centro psiquiátrico donde se encuentra, interrogada por un psiquiatra.
    Kay es una mujer extremadamente inteligente, superior a todos sus colegas (al menos eso afirma ella, pero la película nos permite saber que al menos hasta cierto punto es cierto), amén de perfectamente consciente de ello. Pero Kay no es solo inteligente, sino que tiene una gran cultura, una filosofía, unas ideas muy formadas y unos criterios morales muy precisos (que incluyen los experimentos con vagabundos a favor de la ciencia, el conocimiento y el progreso). La tercera de las declaraciones citadas forma parte de la exposición de Kay sobre su expulsión de la comunidad científica. Según ella, el hecho de ser mujer fue un añadido más al odio que sus colegas sentían por ella, se lo puso mucho peor. Según Dry, esta frase muestra cómo “la dra. Kay representa la idea de que ser una mujer es una carga, insinuando la película que su rol como mujer en la sociedad es lo que la hizo perder la cabeza y empezar a realizar cirugías clandestinas”. Pero (dejando aparte que en efecto, las mujeres suelen padecer una minusvaloración intelectual y profesional enorme que puede y muchas veces efectivamente tiene graves consecuencias para ellas, y que ha sido denunciada una y mil veces por el feminismo a lo largo de su historia) no es la película, sino Kay quien lo insinúa. Para ella, las mujeres son, en efecto, “las más espléndidas de entre las criaturas de Dios”, algo que se suma a su grandeza específica como científica y termina por convertirla en el ser superior que considera ser. Para Dry, “la idea de que todas las mujeres son bellas, hermosas criaturas está enraizada en puntos de vista puritanos que igualmente consideran a las mujeres como propiedades de los hombres”. No puede decirse que Dry se equivoque en esto: pocas cosas más sospechosas y peligrosas que la consideración de la mujer como un ser cuasi-divino, superior, etc., argumento tan machista como el contrario pues suele llevar aparejada la crítica, condena e incluso prohibición de ciertos cursos de acción impropios de seres tan “sublimes”, en suma la represión de siempre con distinta fundamentación (tal sucede en los escritos de Ortega y Gasset, por poner un ejemplo). Dry no se equivoca, pero sí en afirmar que esto lo sostiene, lo afirma la película. Esto, antes bien, lo dice Kay, mostrando con ello su alto concepto del sexo femenino, determinante para su autocomprensión, así como en el establecimiento de la naturaleza de su venganza. Pues en efecto, en esta se observa el retorcido sentido moral de la doctora, al vengarse de Kitchen haciendo lo que ella entiende por darle una oportunidad “de redención”. Kay libera a Kitchen de su “macho prison” y, con ello, ofrece al asesino una oportunidad de reconstruir su vida, desde una identidad radicalmente nueva y, según su criterio, incluso superior. El experimento falla porque Kitchen no cambia, pero también triunfa porque, según otra declaración citada por Dry de la doctora, “quería demostrar la teoría de que, si el género es identidad, entonces incluso el procedimiento médico más radical fracasaría en alterar su esencia. Y esto se demostró cierto. Frank Kitchen es todavía gran parte del hombre que era, porque se considera a sí mismo como tal”.
    En todos los casos, lo que es mostrado por Dry como típicas manifestaciones o trampas machistas son declaraciones no de un personaje cualquiera de la película, sino de su villano, una persona soberbia y carente de empatía capaz de experimentar científicamente con vagabundos y gente a la que “nadie va a echar de menos”. Pero pareciera que Dry quiere convertir a todas las palabras pronunciadas en la película en palabras pronunciadas por Walter Hill. Y no es así.
    Que esto lo diga la “mala” de la película no quiere decir que haya un “héroe” o “heroína”. The assignment tiene una especie de antihéroe clásico, un asesino a sueldo al que solo el cambio de sexo indeseado (hecho clave este que a Dry nada importa) convierte en víctima, detentadora como tal del protagonismo de la película, si bien cierto es que la narración en flashback (que Dry, con una mala fe notable, considera “pasada de moda”) permite que igualmente como víctima vayamos entendiendo a Kay. En cierto momento, la película nos muestra a dos víctimas y dos verdugos, unidos en un círculo de venganza imposible de superar. Es la tragedia específica de la película, y en efecto el cambio de sexo es un “castigo” en este contexto. Kitchen es un hombre y es convertido, contra su voluntad, en mujer. Para él, la feminidad es una tortura, y pese a las auto-excusas redentoristas de Kay, su motivación es la venganza. Dry afirma que “la entera premisa de esta película es que convertir a un hombre en una mujer es un castigo”. Pero de nuevo, el particular es universalizado, o más aún, en realidad se está incluso reduciendo el rango del particular, pues no hablamos de un “hombre convertido en mujer” sino de un “hombre convertido en mujer en contra de su voluntad”. Y es difícil considerar cómo cualquier cosa realizada a un individuo en contra de su voluntad no pueda ser considerada como una agresión si es, prácticamente, el modo en que definimos tal: un atentado contra nuestra integridad física realizado en contra de nuestra voluntad. A tenor de su análisis, Dry pareciera considerar que cualquier cambio de sexo es beneficioso, e incluso una recompensa, aun cuando se obligue a la persona a la transformación, lo cual dudo mucho que piense.
    Por supuesto, esto lleva a la más patente falta de empatía ante una persona que ha sufrido un gravísimo atentado contra su integridad física y contra su identidad (masculina en este caso). Si Kitchen, ya hecho mujer, le dice a Johnie “haré lo que pueda”, no manifiesta sino su inseguridad al disponerse a mantener relaciones sexuales con una mujer en ausencia de un pene que, hasta el momento, siempre había estado allí. Es un mundo nuevo y la afirmación no implica que, de nuevo a decir de Dry, “solo hay sexo si hay un pene entrando en una vagina”. Esto podría pensarlo Kitchen, pero de ningún modo lo proclama la película, que de hecho, al no dar detalles de la relación sexual posterior pero mostrarnos cómo la relación de la pareja continúa, más bien pareciera decirnos que la falta de pene no ha generado ningún problema. ¿No proclamaría, entonces, lo contrario exactamente de lo que dice Dry?     
    La mala fe de la autora (= la voluntad de condenar una obra, ejercida sin atención alguna a las evidencias textuales) se muestra sin ambages en su párrafo final. Dry considera que el que Kitchen haya sido forzado a ser un cuerpo con el que no se identifica es una “explicación de pacotilla”. Ninguna razón da de por qué sería tal, y sin embargo, para demostrar que lo es tendría que demostrar a su vez que el argumento de una película, las características de sus personajes e interrelaciones, desarrollo narrativo, etc., son irrelevantes frente a las palabras en ella pronunciadas, a la hora de establecer el discurso de la misma. Lo cual es manifiestamente imposible.
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El artículo de Jude Dry se puede leer aquí. Una excelente entrevista en profundidad con Hill sobre la película, es la realizada por Film Comment. Y ya que estamos, he aquí una crónica de los altercados en el estreno de Je vous salue, Marie en Madrid, Blas Piñar incluido. Tristemente, no incluye fotos.

lunes, 10 de noviembre de 2014

"Sabotage": la identificación movediza (o: La identificación es una cuestión moral)


   Sabotage bien puede resultar el doble maligno, o cuando menos malintencionado, de The expendables 3. Esta última ahonda en su propuesta de mezcla de cine de acción y familiar: aparte de su evidente rechazo de la violencia granguiñolesca de las anteriores entregas, el grupo de mercenarios ya no es uno de seres marginales fuera de la sociedad pero capaces de ayudarla a sobrevivir, un grupo atormentado de padres terribles, sino ellos mismos una sociedad, ellos mismos una familia. También insiste en su narración torpe, morosa, despreocupada, una simple concatenación de escenas estúpidas unidas por un débil enlace argumental de inanidad supuestamente disimulada por una torpe pero constante y, sobre todo cómplice, comicidad.
    Sabotage también cuenta la historia de un grupo de mercenarios unidos en torno a una suerte de padre. Allí es Stallone y aquí Schwarzenegger, los dos dioses del cine de acción ochentero: Stallone encarnó al personaje favorito de Ronald Reagan (Rambo, por supuesto) mientras que Schwarzenegger llegó a gobernador de California casado con una Kennedy. Ambos son padres para sus soldados, sostenes de su profesionalidad y símbolos de su “ética” profesional en tanto ambas cosas son la misma, una de las lecciones favoritas del cine americano como puede advertirse por ejemplo en las películas de Howard Hawks. Pero en The expendables 3 Stallone aparenta repudiar a sus “hijos” para no ponerles en peligro, mientras que en Sabotage Schwarzenegger los condena (por mucho que sea sin querer) a muerte: los convence para robar un dinero que posteriormente les robará a su vez, poniéndolos en una situación que acabará conllevando la muerte de todos excepto él. El "Breacher" (Schwarzenegger) de Sabotage es el héroe probablemente más oscuro que ha ofrecido el cine americano en mucho tiempo, pero ello en buena medida por estar interpretado por este actor concreto, y no otro. Es decir, uno con el que la identificación del público está asegurada, de modo que al verse sacudida y problematizada en el desarrollo de la narración, el conflicto resulta mucho mayor que como hubiera sido con un actor menos icónico.
    Llamaré al tipo de identificación que aquí se da “identificación movediza”, en honor de las arenas movedizas que tanto me inquietaban de pequeño. La identificación movediza es un proceso de identificación entre espectador y personaje que zozobra de forma más o menos grave, que se sostiene muy dificultosamente, pero se sostiene. Dos ejemplos representativos los ofrecía Hitchcock cuando criticaba dos de sus películas, El agente secreto y Frenesí, porque sus héroes no hacían fácil el identificarse con ellos ya que el primero era demasiado dubitativo y el segundo demasiado antipático. Sabotage es más extrema que esto: el protagonista es demasiado hijo de puta. Pero al mismo tiempo es encarnado por un actor que asegura la identificación del público tanto o más que Cary Grant o James Stewart (al menos para el público especializado en el género).
    Todos, en realidad, son duros o hijos de puta. La inspectora de policía, posiblemente el único personaje positivo de la película (aunque, marcada por su soledad, se deja seducir por Breacher, cayendo en su trampa: no es tan calculadora como él) tiene que ser muy dura para hacer frente a un hatajo de brutales asesinos que la tratan con absoluto desprecio y a los que solo separa de la criminalidad la falta de unas pruebas que nosotros, espectadores, sí poseemos. Este conocimiento del hecho criminal dificulta la identificación dada de principio por el protagonismo de Schwarzenegger, solo salvada por tal protagonismo y la ignorancia de las motivaciones del robo, en la que el espectador espera la previsible redención. Pero el desarrollo, sobre todo a partir de la aparición de la inspectora, que enseguida se evidencia como el correcto lugar de la identificación (a excepción del robo, será con ella que descubramos cada uno de los acontecimientos del relato), desplaza a Schwarzenegger a ocupar en realidad la posición del villano, o cuando menos del antagonista. Cada vez más, solo el protagonismo del gran héroe, que no ha encarnado un villano desde Terminator (es decir: en 30 años), salva una identificación que hace aguas por todos lados.
    Dos momentos representan la zozobra como ningún otro: aquel en que descubrimos que Breacher ha engañado a la inspectora para que esta le avise de la localización de los sicarios que quieren matarles, pero sobre todo aquel en que confiesa haber sido él quien se llevó el dinero robado, para seguidamente matar a sangre fría a la asesina herida a quien se lo dice y desaparecer, sin dar mayor explicación a la desconcertadísima inspectora (tan solo un espectacular “sé buena chica y mantente alejada de esto”), como desaparecen muchos criminales en los thrillers: como un fantasma. En la primera, se manifiesta la pelea entre las dos identificaciones: el curso de la investigación otorga un papel protagónico a la inspectora (apoyado por demás en el magnífico trabajo de la actriz, Olivia Williams), ya que como he dicho es con ella que descubrimos los datos relevantes de la narración, por lo que no es fácil reaccionar bien al descarado modo en que la utiliza Breacher; al tiempo, se trata de Breacher, es decir Schwarzenegger, y además también podemos tener en cuenta que él y su grupo están siendo asesinados, aunque esto se debe a su pasado robo y sabemos que el intento de llegar a los asesinos antes que la policía se debe en parte a que no surjan nuevas pruebas que les puedan delatar como ladrones; por ello la trampa de seducción a la inspectora, al interés por capturar y exterminar a los sicarios antes que nadie. Como se ve, existe un entramado que pone en dificultad el que se dé un mecanismo de identificación convencional, firme: ni las razones de Breacher y los suyos tienen la honestidad deseable, ni es él el detentador principal del punto de vista.
    El momento en que Breacher confiesa a la última de sus mercenarias viva (convertida en sanguinaria asesina) que él robó el dinero, cae como una bomba cuyo efecto no es devastador del todo debido solo al descubrimiento de la motivación del engaño, sin embargo tan absurda que si la identificación no se derrumba completamente es por el poderoso poder icónico del actor, por la salvaje locura de la asesina y la conclusión que seguidamente cerrará la película, bastante alejada de la redención esperada. En este momento, en que todos los enigmas se resuelven, solo queda la magnitud del desastre, la maldad de Breacher, la locura de dos de sus secuaces (motivada por el engaño de su superior) y la perplejidad de la inspectora, definitivamente superada por lo retorcido no tanto de la trama como de los personajes.
    El final, más que otorgar una suerte de redención final a Breacher a través de la muerte (siempre tras cumplir con su venganza por supuesto: el nombre obliga), termina de asentar el principio que dirige toda la narración: la espiral delirante de la venganza, evidenciada como una suerte de locura. La secuencia pre-genéricos nos mostraba a un Breacher víctima, doliente (no sabíamos todavía por qué) y la de después a un Breacher y su grupo del que no podíamos determinar a ciencia cierta si realizaban un asalto policial o efectuaban un robo (en medio, una trampa: las manos ensangrentadas que se lavan en una palangana, no son las del verdugo que tortura a la mujer sino, como acabaremos descubriendo, las del propio Breacher). Enseguida descubríamos que eran las dos cosas a la vez, y en esa indefinición, esa doble cualidad, se mantenía de un modo u otro la película. El Breacher lloroso en cierto modo actuaba como garante segundo (el primero siempre es, y hemos de tenerlo claro, el protagonismo de Schwarzenegger) de la identificación mientras contemplábamos perplejos al Breacher brutal, sin una pizca del humor amable de los “expendables”, contento de librarse del castigo por un crimen cometido y que trata a la presentada como su “familia” más bien como ganado sacrificable (puede no desear su muerte, pero emprendió su engaño sabiendo mejor que nadie que aquella podía ser la consecuencia). La sensibilidad del héroe, solo entrevista en el pre-genérico, aun pasada siempre ayuda a salvar la brutalidad presente. El final no solo termina de descubrir la dimensión de la naturaleza criminal de Breacher, sino que termina de desvelar una red de crímenes y venganzas de cuya enormidad da fe la desesperación final de la inspectora: Breacher captura a un narco, los narcos torturan y matan a la familia de Breacher, éste y su nueva “familia” roban el dinero de los narcos, Breacher roba el dinero a su vez a su grupo, los narcos matan a los mercenarios, dos de estos matan a los narcos y empiezan a exterminar al resto de los suyos creyendo que alguno robó el dinero, finalmente Breacher mata a estos últimos y marcha a México para utilizar el dinero en sobornos que le permitan descubrir el paradero del asesino de su auténtica familia, al que asesina, quedando en ello herido, presumiblemente de muerte.
   Identificación movediza. Sabotage, como tantos thrillers, habla de venganza. Pero el protagonista va más lejos de lo normal en la suya. Se lleva por delante a personas que nada tienen que ver con ella, engaña a los suyos, en realidad les hace creerse “suyos” para poder engañarles mejor, para poder cegarles, como cegados estamos nosotros a la evidencia. Pero no tan ciegos como para que la identificación no tiemble. Cuando Breacher/Schwarzenegger empieza a morir, al final de la película, identificarse con él o no ya no es cuestión de mecanismo: es una elección del espectador que ya solo puede ser consciente. Una elección, por supuesto, moral. 

jueves, 31 de enero de 2013

No tan oscuro. Después de ver "Zero Dark Thirty"


    Después de ver Skyfall y escribir el post anterior, casualmente, vi 24. Y descubrí que Skyfall es James Bond después de 24, pasado por el filtro de esa serie que marca toda la primera década del nuevo siglo. No es la primera vez que se cuestiona la profesión de Bond, pero las similitudes con la situación de la que parte y constituye el eje de la 7ª temporada de 24, es más que clara.
    En mi caso, tuve tres obsesiones eróticas a lo largo de 24. La primera fue, obviamente, Nina Myers, ex-amante de Jack Bauer, asesina de su mujer y mercenaria implacable. Muerta en la 3ª temporada. La segunda, Mandy, otra mórbida mercenaria que hace su entrada en la 1ª temporada volando un avión, atenta contra el presidente (sin que nunca yo haya conseguido entender por qué) en la 2ª y es finalmente capturada en la 4ª. Y la tercera, por encima de todos, es la divina pelirroja y agente del FBI Reneé Walker, que aparece en la 7ª y 8ª temporadas, con una importancia central. Ella convoca al perseguido Jack Bauer al comienzo de la 7ª temporada y se ve atraída y trastornada por el lado oscuro de la lucha antiterrorista en estados de excepción (también muere, iniciando así la poderosa recta final de la serie en su última temporada). Aunque no sean propiamente estados de excepción, como tales deben considerarse cada uno de los días de la serie, siempre y cuando se entienda que es la amenaza terrorista (y ya no digamos la concatenación de ellas, característica de la serie) la que los convoca, siendo así que el estado, y principalmente sus aparatos represivos, deben colocarse en esa tesitura, aún si el estado no la declara de forma explícita. Es esta la base que pretende hacer sostenible lo mostrado, y así se evidencia en la 7ª temporada, incluso en algunos parlamentos del propio Bauer; es lo que la agente Walker debe aprender (y que, antes que ella y de un modo menos evidente, aprende Audrey Raines, el anterior amor de Bauer).
    La protagonista de Zero Dark Thirty también es pelirroja. Me atrevo a pensar que ningún hombre heterosexual puede no sentir atracción por las pelirrojas. A la morenita y enana Jodie Foster de El silencio de los corderos le costaba hacerse valer entre sus compañeros agentes del FBI (y no digamos entre los viriles policías), pero los cabellos rojizos de Jessica Chastain la otorgan un poder extra que Kathryn Bigelow prefiere no articular más allá de su mera evidencia. Una pequeña conversación cerrada por una oportuna llamada telefónica y una no menos oportuna bomba, evidencia que Maya (el nombre del personaje, y quizás hasta de alguien real) no folla, y sugiere que no lo hace en los casi 10 años de la investigación. También hay un primer plano para sugerir que a ella esa situación no la hace feliz precisamente, casi el único que Bigelow otorga a la vida interior del personaje. Maya es la casta y tenaz sacrificada que vela por nosotros, como Jack Bauer, y Zero Dark Thirty acaba con un primer plano de Maya llorando, igual que en su momento lo hacía la 3ª temporada de 24, con Bauer. Malditos por su inteligencia (ellos son los únicos que ven claro en todo momento), por su tenacidad y celo, por su capacidad de sacrificarlo todo, incluso sus propias vidas, por el “objetivo”.
    No es Bin Laden, sino el rostro de Maya, el núcleo de Zero Dark Thirty. No se trata de capturar al terrorista, sino de quién lo hace. Y no solo porque el rostro de aquel no se muestra (quién sabe si siguiendo la prohibición musulmana de representar el rostro del profeta), aunque el modo en que se le descubre da precisamente la clave del tratamiento de Maya en el film. Pues no es sino de su falta que se deduce que Bin Laden está en la casa. Es por la imposibilidad de ver al fondo de un agujero, despejar una incógnita en la descripción de los habitantes de la casa (quién es el marido de la tercera mujer, quién camina siempre tapado, por qué unas medidas de seguridad tan perfectas, etc.), que puede ponerse nombre al hueco. La existencia misma de la incógnita es aquí lo que permite despejarla, o plantear al menos una hipótesis plausible que, finalmente, resultará acertada. Con Maya sucede igual pero, su rostro, lo vemos continuamente. El rostro inicialmente impresionado por las torturas, después decidido, agresivo, o inexpresivo. El diálogo sobre los “amigos” de Maya pretende no otra cosa que evidenciar que lo que vemos es un agujero, que esa mujer no es otra cosa que su trabajo, y que su trabajo, su obsesión da fe de ello, es su única vida. Solo la distancia respecto a la acción separa a esta película de The Hurt Locker: estos agujeros son útiles: son ellos quienes insisten hasta la extenuación, son ellos quienes cumplen la misión, quienes atrapan a Bin Laden.
    24 duraba un día, y parecían 10 años. Zero Dark Thirty dura 10 años, y parece un día. 24 se daba tiempo, desarrollaba a su personaje. A pesar de su decidida defensa de este, las dobleces y lugares oscuros están claros para cualquiera que sepa mirar: es el privilegio del tiempo, acaso. Zero Dark Thirty comprime muchos años en un solo personaje, que postula y mantiene como espacio vacío: es una de las muchas retóricas del héroe, la que permite apiadarse de él sin sentir que se está siendo manipulado para ello pues, ciertamente, no hay violines ni grandes diálogos, sino contención. Jessica Chastain no hace alardes, sino lo justo para que Bigelow pueda describir su agujero, su incógnita, y hacer que sintamos pena por él en tanto hueco, en tanto ser solo válido para lo que hace, para una vida dura, terrible, para la cual la mayoría de nosotros, cómodo público, no valdríamos ni un solo día.
    El thriller es el género que trata de los aparatos represivos, principalmente con la idea de buscar medios de identificación con sus agentes (no necesariamente con sus objetivos o los propios aparatos en tanto tales; este es el lugar de la confusión en la que más fácilmente puede caer una crítica política). Esta identificación precisa una valoración de la violencia, de las circunstancias que la exigen y hacen por tanto aceptable, pero también una piedad, una lástima por esos personajes que la ejercen, pues sin eso no tendrían el favor de un público que se caracteriza por preferir siempre que sean otros quienes ejerzan la violencia por ellos. Por esto, el thriller es susceptible de mostrar siempre una dimensión crítica, en un grado mayor que un espejismo, y algo menor que una crítica sustancial.
    Zero Dark Thirty nos niega el rostro de Osama Bin Laden. En su lugar, nos ofrece el de la pelirroja Jessica Chastain, llorosa por algo incierto que cada espectador deberá definir: ¿lástima?, ¿remordimiento?, ¿conciencia de que ahora llega la vida, tras el final de la misión?, ¿conciencia del vacío tras la venganza?, ¿de que no se sirve para otra cosa? En ese movimiento, no otra cosa que la unión con el verdugo. 

martes, 20 de noviembre de 2012

Skyfall: política, violencia, sociedad


  En una escena central de Skyfall, M declara ante una comisión que investiga su gestión al frente del servicio secreto británico. Esta escena está claramente planeada de forma que el punto de vista que se quiere defender salga reforzado. No es inverosímil que M sea interrogada, pero es delirante- y este delirio refuerza aquello contra lo que se opone- que el discurso de los que quieren echarla sea no otro que ¡la inutilidad de los servicios secretos! Esta idea, que a algunos despistados encendió en los 90, duró poco hasta desaparecer por razones evidentes tras el 11S. Hoy, cuesta creer que cualquier espectador no ponga expresión incrédula y perpleja al escuchar decir al (en principio) antagonista de M que no se puede luchar en las sombras. Porque si algo tiene en claro un espectador, un ciudadano, un ser humano hoy, es que la política se hace en la sombra.
    Pero por supuesto, como decía, esto no tiene otra intención que reforzar la lucha “en la sombra”, la lucha de los 00, los “doble cero” (máxima oscuridad imposible). Examinemos primero las vías para ello: en primer lugar, dejar el parlamento contra M en manos de una mujer histérica (y no lo digo por faltar, este es un tipo cultural evidente utilizado aquí para desautorizar el discurso que sostiene, no atendiendo a los argumentos sino al carácter, la naturaleza de la persona); en segundo, haciendo que después de la defensa de M de la lucha en la sombra, ésta emerja a la luz e intente matarla en el mismo salón donde el interrogatorio tiene lugar (efectivamente: los malos se mueven en la sombra y si no penetramos allí, ellos emergerán para destruirnos); y tercero, el hasta entonces antagonista de M, posiblemente influido por este ataque (y claramente repelido por los ataques de la mujer histérica, que él mismo interrumpe), termina convertido en su sucesor.
    Skyfall, la película que conmemora el 50 aniversario de James Bond, no solo conmemora y defiende a Bond, que es acusado de antigualla pero que acaba resurgiendo de sus (alcoholizadas) cenizas, acompañado de un nuevo M y unos recuperados Q y Moneypenny, sino que va más allá apareciendo como una defensa de su propio trabajo: el servicio secreto, el espionaje, la licencia para matar, los dobles ceros. La mayor franquicia de la historia del cine no solo reaparece (después de toda una señora suspensión de rodaje) en defensa de su personaje, sino de la profesión sin la cual no existiría. Y con monólogo incluido a cargo de toda una Judi Dench (acompañado por profusión de violines, cómo no; luego tenemos que oír lo grande que es Sam Mendes…).
    Pero no nos rasguemos las vestiduras todavía: esto no es nuevo. Y el problema no es ya que no lo sea, sino que tampoco es mentira. Skyfall es solo la enésima película que nos pone frente al hecho no ya de que en el origen de toda sociedad se encuentra la violencia, lo cual es fácil y hasta tranquilizador de decir, pues de ese origen hace ya mucho, sino de que también se encuentra en su supervivencia, es decir: en todo momento, acompañando a la sociedad en cada paso de su desarrollo.
    El western, más que por mentir, pecó por omitir. Uno de los problemas de Ford es que en él la violencia aparece ligada casi exclusivamente a los orígenes. Los bandidos o los indios están relacionados con el intento de expansión y/o asentamiento de una comunidad. Pero una vez asentada esta, llega el momento de los bailes y las iglesias. Como mucho, Ford puede considerar el ataque fortuito de fuerzas externas (el Scar de The searchers), violencias propias de estados excepcionales donde la sociedad peligra (los abusos de los patronos y sus pistoleros en la depresión americana en Las uvas de la ira) y crímenes puntuales a cargo de elementos trastornados o simplemente malvados (los jóvenes ricachones robando y matando al final de Gideon´s day); entonces la violencia es necesaria- aunque a la vez es vista muy críticamente: Ford nunca es fácil- para el restablecimiento, aunque sea parcial, de lo roto. Lo que sí empieza en Ford una vez establecida la comunidad, es la política, un fueracampo visible en los demacrados rostros de Vera Miles y James Stewart en El hombre que mató a Liberty Valance, explicitado frontalmente en El último hurra y un poco más tangencialmente en la soberbia Gideon´s day. Es un mundo poblado por miserables o imbéciles, pero no uno en el que habite la violencia física propia de los orígenes, de la lucha contra los elementos hostiles, salvajes o naturales a superar.
    En esto, hay que acudir a otros. Hawks, Fuller, Lang, King, Anthony Mann (y después, por supuesto, el spaghetti western… pero es que Europa nació cínica, no tiene mérito) sí llegaron a hablar de las comunidades asentadas y la violencia que aún en ellas pervivía, muchas veces radicada en peleas territoriales y/o económicas. Pero solo el relevo a manos del thriller contempló de verdad el hecho de que la violencia acompaña cada paso que una sociedad da. Por supuesto, ya estaba antes el cine negro, pero quizá aún la vinculaba demasiado al hecho mismo de la ciudad, siendo ejemplar al caso el final de La jungla de asfalto. El thriller que ya obtiene sus primeros éxitos en la segunda mitad de los 60 es sin duda urbano, obtiene en la ciudad el caldo perfecto para su mensaje, pero ya no existe la sensación de que en el campo o en el desierto, en la naturaleza en suma, es otra cosa. En La jungla humana (Coogan´s bluff, titulada en Latinoamérica Mi nombre es violencia), de 1968, Don Siegel utiliza a todo un sheriff como Clint Eastwood para enfrentarse a una debilitada, hippie y gayficada New York; ciertamente Coogan viene de Arizona, pero digamos que aquí el exterior a lo urbano no está visto como un campo ajeno a la violencia sino todo lo contrario, pues la experiencia allá hace a Coogan perfectamente capaz de enfrentarse a la ciudad, por mucho que su mundo le desconcierte (o que lo hagan sus jipis y gays, mejor dicho). La violencia es, ya, el acompañante esencial de toda sociedad; los que no lo ven son ciegos, hipócritas, estúpidos o, de hecho, criminales. Se entiende que la sociedad tiene siempre un cuerpo de individuos que hacen su trabajo sucio, el cual nunca falta. Es un trabajo que se hace en la sombra, porque la sociedad es precisamente el lugar donde las personas se relacionan, a la luz del día o la electricidad, de forma pacífica (al menos físicamente). Hay un cierto número de cosas que se dan por hechas, sabidas, conocidas, aceptadas: una comunidad de costumbres, modales, intereses... Pero, por debajo, hay un cierto número de personas que saben que eso no se sostiene solo, que una sociedad siempre corre el riesgo de desaparecer, quebrarse, ser destruida. O que saben que toda sociedad se encuentra siempre en relaciones de competencia con otras, y que esto precisa cierta cantidad de trabajo sucio. Que toda sociedad necesita asesinos: policías, militares, espías…
    Aquí, hay que trazar dos líneas. En una, hay un thriller nihilista y otro, digamos, reaccionario. Es decir, el thriller que entiende que la violencia está en el núcleo de la sociedad y que de ahí no hay salida, y el que entiende que, dado que todos vivimos y sobrevivimos gracias a los “padres terribles”, como yo les llamaba hace unos meses, debemos a estos pleitesía, respeto, admiración y hasta obediencia. Es una división que no se aplica solo al thriller, por supuesto, sino al conjunto de todo el cine y aún de toda la producción artística de todos los tiempos. A la hora de analizar ideológicamente un film, creo que la distinción entre nihilista y reaccionario es de considerar, porque ambas cosas tienden a confundirse (es común por ejemplo en la crítica ideológica de los 70, que consideraba al thriller en bloque como fascista). Madigan y Harry el sucio son nihilistas; recuerdo La jungla humana como reaccionaria, pero hace demasiados años que la vi, así que digamos que Skyfall sí lo es, pues en ella no basta con reconocer que Bond existe, hay que admirarle (e incluso apiadarse de él: a fin y al cabo es un pobre huérfano).
    La otra línea trata de la violencia contemplada. El thriller urbano atiende sobre todo a la violencia que acompaña a la sociedad en sus mismas calles. Trata sobre todo psicópatas, ladrones, asesinos… puro lumpen. Es el aspecto en el que, aquí sí, la plana mayor del thriller deviene reaccionaria: el problema se cifra en que, por mucho que lo intentemos, el mundo está plagado de miserables, y no hay modo de acabar con ellos. Es lo que señalaban Thom Andersen y Nöel Burch en Red Hollywood cuando querían mostrar la relevancia de los guionistas “rojos” en el cine negro americano: todos se preocupaban por mostrar las determinaciones socioeconómicas de la delincuencia, no condenando sin más al criminal como un miserable porque sí. La caída en los 50 de esta “línea roja” en Hollywood determina la línea ideológica a seguir en los años siguientes, donde solo cabe, como he señalado, el nihilismo o lo reaccionario. Los responsables de librarnos de estos “miserables” son además victimizados porque su trabajo nunca tiene fin, y por esa vía se logra justificar en cierta medida su violencia, amén de su odio a la sociedad que supuestamente protegen, significada muy habitualmente por una multitud de molestos individuos que hablan de derechos civiles, raíces del crimen, etc., y que siempre se interponen en el camino del protagonista hacia la liberación de la chica  o niños secuestrados.
    Pero hay otra violencia: la de los poderosos. En Los Angeles plays itself, Thom Andersen muestra bien, mediante sus análisis de Chinatown y L. A. Confidential, el aprecio de cierto cine por las conspiraciones y la impotencia de los ciudadanos para defenderse de ellas… recurriendo precisamente a dos películas inspiradas en dos casos reales de conocidas conspiraciones que acabaron saliendo a la luz, al contrario de lo que nos muestran sus (en ese sentido) complacientes recreaciones, donde al final nada puede hacerse frente al omnipotente poder de las grandes fortunas o los intereses políticos. El thriller suele mostrar o afirmar cierta impotencia ante las conspiraciones que corrompen a la policía, los políticos, que afectan a todo el cuerpo social. En parte, esto se debe a que rara vez conocemos las tramas criminales sino desde el punto de vista de los que las sufren y/o investigan, de modo que la investigación es más el desvelamiento de un territorio escondido bajo lo real que el desmadejamiento de una trama que se reinventa al contacto con la investigación. Al ser los poderosos los criminales, la vida se va descubriendo afectada por elementos desconocidos, casi como en las películas de conspiraciones extraterrestres, y de hecho ambos géneros confluirían en esa cumbre de la conspiranoia llamada Expediente X. En los 80 se volvió mas habitual que los responsables de esas conspiraciones cayesen, pero era justo el momento en que, en la realidad, ya nada podía derrotarles. Si el thriller de los 70 pecaba al respecto de pesimista, el de los 80 parecía entregado al choteo: en realidad, comenzaba la general deriva de todos los géneros a la autoconciencia que les llevaría a rozar lo fantástico (por ello fueron el fantástico y el terror los géneros pioneros de esta transformación), lo paródico o simplemente cómico, justo lo que décadas antes había ya avanzado la franquicia Bond, incluso antes de la llegada de Roger Moore, y alcanzaría sus primeras cimas en los 90 con el desarrollo de la saga de Arma letal, El último gran héroe, El último boy scout
    En suma, hay un cine que hace de la violencia callejera su centro, y otra que atiende más a las conspiraciones políticas o de grandes grupos económicos, de las cuales hay varios tipos. Entre ellos, se encuentra la que refiere la lucha sucia en que todo estado acostumbra a encontrarse, sobre todo en aquellos complicados años, y en la que se centraba el cine de espías, género que no conozco con el detalle que quisiera, pero al que pertenece la saga Bond, que cubrió todos sus palos, desde el más serio (Desde Rusia con amor) a- sobre todo- el más paródico (Moonraker), la actual saga de Mission: Impossible, Topaz, de Hitchcock, o dos curiosas películas de Clint Eastwood: The eager sanction y Firefox. Todas ellas tienen algo en común: mostrar a individuos fuertes, asesinos profesionales y realmente temibles, que en el fondo son meros títeres movidos al viento de las luchas entre diversas naciones e intereses políticos o económicos. Pertenecen a un mundo subterráneo (el mundo de las sombras, en efecto), que solo sale al exterior en forma de acontecimientos determinados cuya real naturaleza nunca nadie, salvo los contadísimos implicados, llegará a conocer. En Skyfall, ¿cuántos pueden llegar a saber a qué se debe el atentado del M16? Topaz concluía con una demoledora sentencia: varios planos mostraban a todas las personas asesinadas y torturadas en la película, concluyendo la serie de imágenes con una noticia en un periódico que se cerraba y abandonaba en un banco callejero. Tal vez Hitchcock solo manifestaba su desgana por la historia que le había tocado contar, pero también cómo hasta la noticia más insignificante puede tener debajo una serie de actos violentos, de guerras silenciosas, frías, que constituyen el sustrato constante del mundo en que vivimos, o cuando menos de su articulación política: nuestras vidas están empedradas de muerte.
    Muchos son los críticos de los conspiranoicos, y no seré yo quien les quite razón, pero hay algo en lo que los estos nunca fallarán: en minusvalorar la real naturaleza de la política. Pues ellos saben que la política se hace en la sombra, que no es algo que se haga en casa (no, al menos, en las nuestras), o en las plazas, o las calles: es, más bien, el arte de hacer esas casas, plazas y calles. Es el arte (esto es: la producción, la creación de ciertos objetos partiendo de ciertos materiales) de producir unas relaciones sociales determinadas configurando para ello la materialidad de todo lo real disponible. Pero, y esto es fundamental, produciéndolas de una manera firme y duradera, esto es: que no haga falta tener Facebook para verse afectado por ello. Por esto el 15M u Occupy Wall Street no son movimientos o acontecimientos políticos sino que quieren llegar a serlo, que están animados por una intencionalidad política. La revolución no es un acontecimiento político hasta que no logra tumbar el régimen existente, cambiar las leyes y hacer otras nuevas (o instaurar otro medio o sistema que utilice otros elementos), que determinarán la producción de nuevas relaciones en todos los ámbitos sociales.
    La conspiranoia sabe que no se habla de política hablando de principios. Su problema es su tendencia fascinada hacia la claustrofobia, su claro amor por la derrota, su evidente pulsión masoquista, que descarta el hecho de un mapa configurado en el fondo por un continuo choque de fuerzas. Pero aciertan de pleno al entender que nuestras vidas están dominadas por gentes que trabajan “en la sombra”, si bien gustan demasiado de mitificar esas sombras, de decorarlas. Que la política es el arte del pasillo, la componenda, la “conspiración” (un término demasiado fuerte, digamos mejor “plan”, “planificación”, “trama”…). Lo único que salva a The wire de ser conspiranoica es que todo el mundo es en ella demasiado imbécil para conspirar como es debido (es casi berlanguiana en esto: en la vida, todas las cosas funcionan estropeadas). Por un lado la sociedad está enraizada en la violencia, la tiene metida hasta lo más profundo de sí misma; por el otro la política se hace en los pasillos, una trama infinita de favores, deberes, intereses privados, que en nada implica a los que habrán de sufrir las decisiones finales, ser configurados por ellas: la sociedad, efectivamente. No se trataba de otra cosa en Maquiavelo: puede haber un ideal por algún lado, pero no se hace política con eso sino, como mucho, con algún otro más cercano, como por ejemplo que el pueblo no se levante y te derroque, y que haya cierta paz social que te permita no tener demasiados quebraderos de cabeza y enriquecerte cómodamente. La política es gestión, mecánica, y el objetivo inmediato y principal es que el cacharro construido funcione mínimamente. Mínimamente.
    Decir que Rajoy no hace política es una estupidez (meterse también con la política, como hacen muchos en la derecha, apoyando algo más bien parecido a una mera gestión, es peor aún: no se puede no hacer política estando en determinadas posiciones; los gestores solo son políticos con la ideología de sus dueños). La política no es una intencionalidad, sino un poder, una capacidad: la de producir relaciones sociales y las infraestructuras que las hagan firmes y perecederas. Rajoy es político, hace política. Que haga la que le mande otro o no, no tiene nada que ver. Que siga órdenes del poder económico, tampoco: las grandes fortunas hacen política. Yo no hago política, Botín sí. La necesidad que todo el mundo tiene de sentirse político, de decirse político, es un error: somos el resultado de la política. Solo seremos políticos cuando seamos nosotros los que creemos esas relaciones firmes, los que digamos que el aborto se puede o no realizar, que se puede o no expropiar una vivienda, etc. Mientras tanto, somos meros y simples ciudadanos, dotados o no de una intencionalidad política.
    La guerra fría no es el nombre de la guerra entre los bloques estadounidense y soviético durante buena parte del siglo XX. Lo es, en fin, pero es un nombre demasiado bueno para perderlo: es la otra guerra, la que se da todos los días entre los distintos países, grupos económicos, intereses geoestratégicos, etc., o entre cosas más pequeñas, como las rencillas, amistades y enemistades de pasillos, deberes, favores… El nombre real de la política, de la producción del mundo. La conspiranoia lo ve, pero no sabe hacer otra cosa que cantarle a la impotencia. Pero como si esto fuese nuevo y nunca se hubiesen tumbado o caído edificios así. Lo problemático es si puede crearse un edificio distinto, que no precise de pasillos, sótanos, oscuros almacenes y armas secretas. No hay institución o asociación cualquiera de individuos en las que no haya encontrado estos elementos, la verdad, y por eso no voy a considerar reaccionario al thriller nihilista. O a Sade, ya que estamos. El problema de Skyfall es que le gusta que haya asesinos, ¿o es mi problema que no me guste? ¿Qué sistema ha nacido y se ha sostenido sin crímenes? ¿Qué sistema ha sido alguna vez sustituido por otro que haya nacido y sobrevivido sin asesinatos?  Es odiosa esa gente que se rasga las vestiduras por los crímenes de Lenin mientras se sientan placenteramente en su democracia pretendidamente impoluta; esos que no ven la sangre en que se bañan: Skyfall les iguala en reaccionarismo pero les gana en lucidez. Lenin tiene tanto derecho a matar como Kennedy: ninguno, tan solo el que su propio poder produce…