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jueves, 7 de noviembre de 2019

Alargadas sombras de la noche


   ¿Estaba Oliver Stone, con The Doors, rodando una precuela de Apocalypse Now? El filme de Coppola arranca con “The end” y Stone afirmaba que en efecto los Doors eran una de las bandas que sonaban habitualmente por la radio en Vietnam. El soldado Stone también habría encontrado en la célebre canción la banda sonora perfecta de la guerra que Coppola más tarde quiso mostrar: oscura, violenta, desesperada pero fascinante, de un atractivo casi sexual. Hay algo en Apocalypse Now de los poemas de aquel Apollinaire enamorado del esplendor de la Primera Guerra Mundial, una voluntad enorme de mostrar no solo por qué es tan horrible la guerra, sino cómo en ese mismo horror radica hasta qué punto puede ser amada e investir el alma de tantos hombres.
    A su modo, si tenemos en cuenta esto, y sin necesidad de recurrir a la escena en que introduce referencias explícitas a la guerra o los asesinatos de Luther King y Robert Kennedy, podríamos decir que en The Doors Stone hace una película sobre Vietnam, siempre y cuando matizáramos que sobre el Vietnam (en off) de Apocalypse Now. Para empezar, podría pensarse que su estilo alucinado, que tan habitual se hará después pero que arranca aquí, emula el igualmente alucinado mal trip del filme de Coppola. Como aquel, Stone opta por una inmersión plena en la siempre drogada consciencia del protagonista, puesta en escena mediante artificiosas y brillantes coreografías de cámaras flotantes y de todo tipo, transformaciones lumínicas constantes que extienden la iluminación de los conciertos a virtualmente casi todo espacio, y un tono deliberadamente acorde de la interpretación, realmente en otro mundo, de Val Kilmer. Asimismo (y lo anterior se debe a ello), Stone ostenta una clarísima voluntad mitológica: The Doors no puede verse como un biopic al uso sino como una reconstrucción de tintes legendarios de un periodo histórico donde se confrontaron los aspectos más oscuros y luminosos de la sociedad norteamericana. De ahí las que fácilmente deben ser las mejores escenas de concierto de la historia del cine, que Stone filma como fiestas (celebraciones dionisíacas, muchos han dicho y con razón) donde la excitación sexual y la violencia se funden, donde la violencia y el amor son una misma cosa. Yendo mucho más lejos que las vinculaciones un tanto rupestres entre rock y fascismo propuestas por Tommy o The Wall, Stone consigue realmente representar el sentimiento de efervescencia colectiva en torno a un líder torturado que convierte el movimiento de la paz y el amor en uno dirigido por la celebración de las potencias liberadoras de la muerte y la autodestrucción. Stone filma el atractivo, virtualmente infinito (virtualmente: en la realidad, y Stone no lo oculta, los límites los marca el cuerpo), del “desorden de los sentidos” y el jugueteo con la muerte. Frente al habitual relato sobre la deriva oscura del hippismo, su decadencia, Charles Manson, etc., Stone ofrece uno donde la oscuridad está presente desde el principio. El mundo es una fiesta y la fiesta es la guerra. Los conciertos de los Doors filmados por Stone son ya Vietnam. La música permite que Morrison se folle de verdad a su madre sobre el escenario y el hecho golpee a todos como si fueran todas sus madres las víctimas. Pero el acontecimiento horrible es celebrado. Se baila con la muerte, los muertos, los crímenes, y todos juntos celebramos nuestra vida en medio de la destrucción. No soy experto en Stone, pero diría que nunca hizo nada mejor que The Doors.
    La sombra de Apocalypse Now es alargada, como la de en general el cine estadounidense de los 70, cada vez más la década sustitutiva de la de los 50 en el ideal del Hollywood actual, sea mainstream o no. Culminación de aquel “nuevo cine” devenido en nuevo canon, o cuando menos de aquel relevo generacional, el filme de Coppola es, junto a Taxi Driver, el mejor ejemplo del interés de aquella época por explorar la capacidad de los mecanismos de identificación para vincularnos con los universos más oscuros, la centralidad del héroe consustancial al cine de su cultura para explorar su dimensión más siniestra, e igualmente la mejor evidencia de que eso no necesariamente implica un espíritu crítico, al menos en cierto sentido (no coloco a esas películas tan alto como Biskind, pero desde luego tampoco tan bajo como sus críticos contemporáneos de Contracampo, que fueron tan miopes al respecto como sus antecesores de Nuestro Cine respecto al Hollywood “clásico”, y por idénticas razones). Coppola no hace una película antibélica y ni siquiera anti-Vietnam, sino algo más complejo, un viaje oscuro, un viaje por el lado bestia de la vida y las oscuridades del alma. Apocalypse Now es un viaje al infierno y no un discurso contra el mismo, antes bien podríamos entender que busca una comprensión que precisa la inmersión en el mismo. A mi juicio esto no es un demérito. Del cine, como de la vida, somos nosotros los que debemos extraer las lecciones, y Coppola no niega precisamente piezas para facilitar la operación. Pero es forzoso constatarlo: el viaje de Willard implica tanto el horror como la fascinación por el mismo. Si alguien ama Vietnam y la guerra, es posible que Apocalypse Now sea su película. Eso sí, también si la odia.
    Es bien sabido que James Gray adora el filme de Coppola, y finalmente se ha servido de él en Ad Astra, para la que Apocalypse Now constituye un evidente esqueleto referencial (y sí, antes está Conrad, pero no es con literatos que Gray se mide). Si Gray es otro enamorado del viaje oscuro de Willard al corazón de las tinieblas, su propuesta ofrece en cambio un típico arco redentorista que sirve de renovado ejemplo de la velocísima pérdida de mordiente de este autor hasta hace no poco brillante. Los cineastas, decía Paulino Viota, tratan el cine de otros como vampiros, beben de él sin necesariamente considerar el sentido de sus soluciones formales, narrativas, etc. Lo que ha hecho Gray con Apocalypse Now es un buen ejemplo de cómo tomar un molde, de origen bien reconocible, y alterarlo hasta convertirlo en el casi exacto contrario del referente. Ciertamente, Ad Astra ofrece la monstruosidad paterna como poseedora de la semilla que permitirá la final liberación del protagonista, pero mediante un viaje de cariz estrictamente interior e individual, pese a que sea la suerte de la civilización entera lo que se juega, y además el retorno al padre no posee ambigüedad alguna: es necesario para salvarse no solo a uno, sino al mundo mismo. Bien está lo que bien acaba, supongo, pero con esto sucede que, muy retorcidamente, nunca el retorno al padre fuera tan necesario en el cine de Gray (pese a las lecturas miopes, los retornos anteriores eran sumamente trágicos) y así su cine acabe siendo, al fin, lo que sus críticos decían equivocadamente que era, pasando la tentación familiar de condena evitable a casi necesidad. Como sucede con el Eastwood post-Million Dollar Baby, la redención del héroe oscuro, el padre terrible (Gran Torino), no es sino el retorno de su necesidad, es decir de su inevitable acompañante: la debilidad congénita de todos nosotros, hijos, necesitados de ese referente que nos diseñe el camino. Willard se mira en el horror de Kurtz, se sabe uno con él, y lo mata; McBride hijo se derrumba al saber del horror de su padre, de su héroe, que es quien se da a sí mismo la muerte. Coppola no necesita mostrarnos la génesis de Kurtz porque en cierto modo la muestra en el viaje de Willard, y excede la mera instancia individual. El autismo de McBride hijo es suyo solo y de su historia familiar, dominada por un héroe caído que por el camino se evidencia monstruo. Esta caída es un trauma que debe ser curado. Su suicidio lo permite, y gracias a él es que uno puede mantener la novia. En Gray, y nunca se vio más claro, no hay mayor imposibilidad que la de matar al padre. En Ad Astra esto dejó de ser trágico, y Gray se integra en el grupo de los cineastas de autoayuda que parece ser tanto necesitamos.
    Imposibilitados los nuevos (y viejos: Siegel o Fleischer son más centrales para la década de lo que se suele recordar) cineastas de los 70 para cuestionar una centralidad heroica que estaba en sus genes narrativos y sociales, la deriva oscura del héroe (marcadísima sin duda por el ejemplo del Ethan Edwards de The searchers, la sombra más alargada de todas) acabó suponiendo no la puesta en cuestión de una sociedad y una historia sino la aceptación del padre terrible y la entrega finalmente encantada a sus excesos, desmanes y, en último término, crímenes, posibilitantes de ficciones más excesivas, libres y desatadas, ejemplares del ejercicio de una libertad (liberal) entendida como “capacidad de moverse sin encontrar resistencia”. El resultado es que pocas sociedades en la historia habrán mostrado de forma más desacomplejada y en cierto modo sincera sus aspectos más miserables. Bien es cierto que grandes películas salieron de este molde, pero pareciera que quienes querían volver al perdido sentido de lo revulsivo encontraron que el modo de hacerlo era, quizás, pasarle el protagonismo a los villanos. De nuevo, pocos lo vieron tan bien como Stone con Natural Born Killers, la película a la que, estilo aparte, en el fondo más se parece Joker, el más reciente y contundente ejemplo de la enfermiza obsesión de Hollywood por los 70.
    Como sucede con Travis Bickle (pero también con el Jim Morrison de Oliver Stone), en el desastre personal y la locura de Arthur Fleck late la de toda una sociedad. Como en aquellos casos, el elemento mínimo (el individuo) hace de continente e incluso causa del máximo (la sociedad). Son los privilegios del héroe: todo el fondo está contenido en la figura. Pero debe notarse que en Apocalypse Now la figura no es Willard. Willard está sumido y dominado por el infierno, y camina hacia la Figura propiamente dicha, el hombre que en sí expresa, aglutina, origina y culmina el horror: Kurtz. Y lo mata (cuanto más la pienso, más me parece que esta película estuviera escrita por J. G. Ballard). Apocalypse Now o Taxi Driver se cuentan entre los mejores ejemplos del momento crítico del trato de los cineastas de los 70 con el modelo fondo/figura (héroe que contiene al fondo) propio de su cultura. Son modelos, también, del camino que no se siguió (la política USA no lo puso fácil, cuando menos). Y desde luego, tampoco lo sigue Joker.
    Los 90 se miraron mucho en el espejo del asesino, pero aquella era la década del final de la Historia, y actualmente, si hay algo que está claro que no ha terminado, es precisamente la Historia. Todos al fin recordamos que hay algo en el vacío bajo los ojos del asesino. La revuelta social, la rebelión, el tumulto, etc., vuelven a ser tema con el nuevo siglo. Philips decide vincular el tema del psicópata y la revolución, de la enfermedad mental y el neoliberalismo, y por ello su operación es la de desvillanizar al villano (cuyo parecido con el Joker enemigo de Batman es cuando más anecdótica), un pobre hombre empoderado por el odio, que ya sabemos que empodera un montón, y mirar desde ahí a ese rincón de rabia que anida en todos los sometidos y que en ocasiones sale a flote. Jordi Costa dice que para Phillips los “indignados” serían payasos, pero olvida que las razones de la revuelta caótica, la enésima explosión de violencia orgiástica del cine hollywoodiense, son precisadas de manera nada abstracta (y dando la vuelta al paradigma de multimillonario-amigo-del-pueblo tan propio del cine de superhéroes), lo que permite diagnósticos menos burdos. La revolución y la orgía de destrucción muchas veces se confunden, tristemente supongo, y la derecha nunca deja de recordárnoslo con aviesas intenciones (aunque magníficos resultados a veces, ahí está La inglesa y el duque). La supuesta trivialización de Philips en el fondo presenta cierta lucidez (acaso reaccionaria, puede ser) que el presente momento histórico bien ejemplifica. La siniestrísima V de Vendetta acaba inspirando valiosos movimientos populares, y personalmente no me cabe duda que el propio Joker habrá animado a algún que otro chileno a sumarse a los disturbios que a día de hoy siguen felizmente desestabilizando a Chile, el país donde se parió el neoliberalismo (parto contra natura do los haya) y donde escribí este texto, algunas de sus líneas bajo estado de emergencia y toque de queda, declarados cuando el presidente Sebastián Piñera decidió que Chile estaba en guerra.
    Un meme particularmente inspirado señalaba lo mal pensado de subir el precio del metro justo después del estreno de Joker. Ciertamente, el filme de Philips es pobre y tópico, no tiene ni imaginación ni talento más allá de destellos puntuales, y convierte la revuelta, el clamor popular, en un síntoma contenido por el dolor de un solo individuo, un síntoma o una enfermedad más que el resultado de una toma de conciencia, una reducción de la lucha contra el capitalismo o el neoliberalismo a puro y duro odio de clase o incluso excusa para la celebración orgiástica y desorden de los sentidos que encendía al Morrison de Stone. Y sin embargo, y dejando aparte si no es el odio legítimo y si no es la rabia componente esencial de la revolución, si no es lo que define y permite la existencia de la revuelta, ¿no nos demuestran los manifestantes chilenos maquillados de payaso que no hay modo de saber la relevancia política de una película, puesto que esta solo la puede decidir el contexto? ¿No muestra esto la diferencia neta entre la dimensión ideológica y política de un filme, entre aquello (lo ideológico) que puede establecerse atendiendo solo a la materialidad textual y eso otro (lo político) que depende de cómo el universo político y social decide relacionarse con la obra, y donde poco o nada importa lo que esta tenga que decir? Nuevo e inesperado ejemplo de la dimensión política del arte: aquella que, ciega al arte y a la obra, decide sobre ella y su relevancia por motivaciones absolutamente externas. O dicho de otro modo: una película solo es política cuando la política quiere que lo sea.
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La referencia a Paulino Viota es a “El vampiro y el criptólogo” (1986), que abre la antología que saldrá publicada en enero del próximo año, bajo el título La herencia del cine. Escritos escogidos. Una reflexión de Gray sobre Apocalypse Now titulada "This is the end", puede leerse en https://www.rollingstone.com/movies/movie-news/this-is-the-end-james-gray-on-apocalypse-now-48807/La cita sobre la libertad liberal es de José Luis Moreno Pestaña, y está extraída de un post de su Facebook publicado el 17 de octubre del presente año. La crítica de Joker por Jordi Costa fue publicada en El País y se puede leer en https://elpais.com/cultura/2019/10/08/actualidad/1570525032_119764.html

martes, 30 de mayo de 2017

Los límites de Gray

    Cuando Percy Fawcett marcha por tercera vez al Amazonas en compañía de su hijo, sabemos que va a ser la última. Lo sabemos porque es la tercera (y no es dato baladí: Fawcett fue muchas veces a la Amazonia, reducidas convenientemente por Gray a la tríada tradicional, por eso de que qué importa la verdad aunque uses los nombres de personas reales), porque poco debe faltar para que la película acabe (para más viajes no hay tiempo, y si no hay más viajes…), porque si no no se sabe para qué volvemos (razón parecida a la primera), y también porque a Gray parece que esto le suena a poco y decide decírnoslo. 
    En Hitchcock/Truffaut, el documental de Kent Jones, Gray manifiesta en cierto momento su falta de valor en comparación con el cineasta británico para cosas como eliminar un contraplano en un momento clave de un diálogo. No puede decirse que Gray no se conozca bien: es cineasta con capacidad para estar entre los grandes, pero a veces el valor le falla.
    Fawcett y su hijo toman el tren y abandonan su hogar. Pasan por delante de una estación y la cámara, en ángulo subjetivo, en vez de solo avanzar con el tren, panoramiza mientras lo hace a la derecha al detenerse en el grupo de gente que les saluda desde aquella. Fija la vista, pues, en lo que queda atrás. Realmente, no bastaría más, y sin embargo Gray corta y repite igual movimiento con la esposa y madre, sola en su casa, montándolo de forma intercalada con este. La metáfora es evidente, ramplona y sobre todo innecesaria, toda vez que Nina (ese es su nombre) queda atrás en cada viaje, incluso de forma tan evidente como en la discusión en que Fawcett manifiesta su negativa al dejarla viajar con él por ser mujer. Mujer, pero mujer amada, es cuatro veces abandonada, y tres de ellas por propia y decidida voluntad del marido. El inserto no hace otra cosa que repetir esto, pero a voz en grito, grito que por supuesto nos dice también que, esta vez, Fawcett no volverá. Que esta marcha es definitiva.
    Por supuesto, Gray grita porque es el final. Y el final es el momento en que uno se despide, las cartas ya están todas sobre la mesa y el público, con ellas, decide, juzga. Y es por tanto también el momento en que uno piensa: “¿me habré expresado con claridad? ¿se me habrá entendido bien?”. Es el momento de la inseguridad, que afecta incluso a los más grandes... Por aquí hablamos hace tiempo de nada menos que Jacques Becker, resbalando en el final de nada menos que Le trou. Gray ha sucumbido al menos dos veces: aquí y en We own the night.
    Frente a Z, la ciudad perdida, que es su peor película, We own the night puede contarse entre los mejores thrillers de lo que llevamos de siglo, y posiblemente el mejor entre los que tratan su dimensión familiar, ese universo de padres e hijos de los que ya se ha hablado algunas veces por estos lares. En ella, Bobby dirige una afamada discoteca neoyorkina mientras su padre y su hermano le desprecian desde sus prestigiosos puestos en la policía de la ciudad (cuyo lema de la época da título a la película). El desprecio (e incluso racismo, ante la novia de Bobby, la latina Amada) es manifiesto desde el primer encuentro, y carece de razones puesto que Bobby es ajeno a toda actividad criminal: se limita a dirigir una discoteca y vivir la fiesta de la época, por supuesto toma drogas pero no va más allá, y no cabe duda de que su familia lo sabe. Pero da igual: es la oveja negra, no ha seguido el recto camino familiar y se lo hacen sentir a cada segundo. De él solo esperan admiración ante el ascenso del hermano en el escalafón policial, y por supuesto ayuda en sus investigaciones criminales, informando sobre la presencia de cierto individuo en su discoteca.
    Bobby por supuesto se niega a esto. Su hermano actúa contra la mafia rusa y efectúa una redada en la discoteca. A resultas de ello es asaltado y acaba gravemente herido en el hospital (la mirada de desprecio de la esposa del hermano a Bobby es la más reveladora sobre el modo en que este es valorado por su familia), lo que mueve a Bobby a dar el paso a la ilegalidad que nunca estuvo dispuesto a dar e infiltrarse para ayudar a su padre a capturar a los mafiosos, que casi matan a su hermano/hijo.
    El padre, no obstante, ignora una operación que casi acaba con la vida de Bobby, lo que tendrá como consecuencia una inédita cercanía entre ambos. Bobby ha dado el paso hacia el mundo de su padre y eso es premiado con su amor, incluso defendiéndolo frente a su otro hijo, ya recuperado y asaltado por unos repentinos celos: sigue aún habitando en el desprecio acostumbrado en la familia hacia su hermano.
    Bobby y su novia, por supuesto, deben esconderse, y comenzar un tortuoso proceso de ocultamiento y vigilancia que termina con su relación, aunque no antes de acabar con la vida del padre, asesinado por los mafiosos en un asalto contra Bobby. El hecho aproxima a los dos hermanos y acaba con la entrada de Bobby en la policía y la final captura de los mafiosos.
    Escena final, entonces. Bobby va a ser nombrado policía. Está en el estrado, sentado al lado de su hermano. Ambos afirman el amor que sienten el uno por el otro. Pero Bobby, entre la gente, cree por un instante ver el rostro de Amada. Por supuesto, se equivoca. El acto sigue, la película termina.
    ¿Cómo presentó la película a Bobby? En el plano de apertura este, de pie, partía de la oscuridad para emerger después a la luz, desde donde podíamos advertir cómo contemplaba algo con esa cara bobalicona que tan bien sabe poner Joaquin Phoenix. La sensación es que está impresionado por lo que ve, tal vez hasta abrumado o superado. Por supuesto, el contraplano es nada menos que Eva Mendes, todo lo espectacular que puede estar, tumbada en un sofá, ofreciéndose para la acción, que en efecto empezará inmediatamente. El sexo acabará siendo interrumpido, cierto, pero la idea está clara: Bobby vive la gran vida y no es solo por el dinero, la fiesta, la buena posición, la popularidad. El signo de que Bobby está on the top of the world es fundamentalmente la mujer a la que ama: Amada.
    Gray tiene cierta fama de reaccionario, y es por las mismas injustas razones que la tiene Ford: porque sus críticos no saben admitir (o ver) la ambivalencia. We own the night es una terrible historia, que muestra cómo un hombre puede perder su alma y destruir su vida por razones perfectamente justas. Bobby hace bien en luchar contra la mafia, no podemos decir que no, pero su necesidad de ser amado por su familia le hace pasarse de frenada. Posee una debilidad tan grande en ese aspecto, que es solo por venganza familiar que se infiltra en la mafia e inicia un viaje al corazón de las tinieblas que sin embargo se hace en el lado supuestamente luminoso de la vida: con tu familia y la policía de tu lado. Gray muestra a Bobby pasándose al bando de unos seres ruines y mezquinos que solo le devolverán el cariño cuando no haya dudas de que lucha a su lado y a su modo. Bobby paga un precio excesivo por amor a su familia, lo pierde todo y, perdido todo, ¿qué le queda, salvo hacerse policía él mismo? En suma, ¿qué les queda a los vencidos, salvo el retorno al hogar?
    El mayor precio que paga Bobby por amor a la familia es la pérdida del amor. Pierde a Amada (Gray no pudo ser menos sutil con el nombre elegido), el signo de su vida entera. Y creer que la película defiende ese camino es no ver cómo Gray tiene tanto miedo de que no se le entienda que no puede evitar hacer que el aparentemente satisfecho Bobby, reinsertado en el universo familiar/policial, aún la vea entre la gente en el momento de dar el paso final. Gray tiene miedo de que creamos estar ante un final feliz, así que le hace recordar a la mujer que amaba y que simboliza todo lo que ha perdido.  
    Gray es un maestro mostrando la tentación del calor familiar. Habitualmente asociamos la tentación con personajes como el de Eva Mendes, la latina despampanante que habita la vida nocturna, no con jefes de policía como Robert Duvall, y por eso es un logro el saber mostrar cómo la familia puede actuar como un cálido imán, un espacio que nos atrae pese a nuestros sentimientos encontrados con su promesa de paz, estabilidad y resguardo, un lugar que nos dice que allí estaremos seguros y tranquilos. El amor de los padres es un amor seguro e incondicional, o debiera serlo: si no, eso no causará sino mayor malestar, y mayor tentación de hacer lo posible para ganárselo. La familia, en ciertos casos (los que suele tratar Gray), es la tentación del retorno, y tal tentación no es sino, también, la culpa por haber vivido la propia vida, cosa que generalmente implica alejarse de aquel núcleo que nos gestó. Culpa por matar a los padres, tal vez. Sueño de volver a tiempos más sencillos. Algo terrible.
    Gray es ambivalente, y eso es siempre difícil (me tienta decir que es virtud poco presente en el cine americano, pero en realidad creo estar más cerca de la verdad si digo que es virtud poco presente en los críticos de cine, demasiado entrenados en el establecimiento de lecturas unívocas). Si la familia del protagonista de Two lovers fuese desagradable, malvada, grotesca, etc., todo sería fácil y cómodo, pero no: Gray quiere que se nos parta el corazón cuando el hombre abandona no a su novia, sino a su conmovedora madre. En We own the night la complicación viene por otro lado: pese a ser individuos infames, la familia de Bobby está en el lado correcto de la lucha, contra la mafia, la otra familia en la que aquel estaba, sin saberlo, internándose. Bobby acaba haciendo cosas correctas por razones equivocadas.
    Ignoro qué piensa realmente Gray del camino de Bobby, pero que no le parece del todo bien es seguro: es, pese al riesgo de su vida, un camino cobarde, no un viaje sino un retorno. Retrocede, no avanza, y entra en un mundo de monstruos, de amor condicional, donde pierde toda razón para la felicidad. El retorno al hogar también es eso.
    Z es otra cosa, posiblemente. Una película sobre un viajero, un aventurero que abandona constantemente su hogar para irse lejos durante años. Como en We own the night, no obstante, el protagonista ve al final aquello que deja atrás, no otra cosa que la persona amada, aunque este amor es un tanto problemático en Z. Aquí la amada es también la familia (tienen un hijo, luego otro), pero ¿no está Fawcett, con este viaje, formando una nueva familia, una nueva alianza del tipo que prefiere, masculina y forjada en la aventura conjunta con su hijo, retornado este al redil aceptando el amor por su padre que antes le negaba y pasándose nuevamente de frenada al empujarle a ir al Amazonas? Pese a que el hijo de Fawcett sea hasta cierto punto injusto con su padre, su error al perdonarle es mayor aún y le cuesta la vida por una causa ridícula. Me atrevería a decir que Fawcett es una nueva renuncia al amor a favor de la familia, pero una de carácter marcadamente masculino, como deja bien clara la discusión con la esposa feminista, que hasta entonces creía sus ideas compartidas por su marido (en We own the night la familia se juega entre tres hombres, también el cobijo que busca Bobby es masculino). El punto común en consecuencia no es tanto la renuncia a la familia como a la mujer, que en ambos casos es mucho más lúcida y sin embargo no consigue no padecer los desmanes de ese orden masculino/familiar que se reconstruye ante ella. Fawcett huiría de la familia gobernada por la madre (cuyas sabias palabras solo le admiran cuando le favorecen), en favor de una propia, gobernada por él en nombre de su obsesión aventurera. Gray acierta en este retrato de una época donde la aventura era una dimensión posible de la vida, pero además una cerradamente masculina, algo que acabó con las progresivas conquistas feministas del siglo XX, que han posibilitado que las mujeres, por ejemplo, puedan ir a la guerra en otro papel que el de víctimas. Por eso ahora, si fuera productor, le propondría a Gray una película sobre una mujer soldado. Seguro que lo trataría como nadie.
    Estamos ante uno de los cineastas con mayor conciencia feminista del cine americano (cuando menos, del lugar de la mujer en las historias que cuenta), pero tengo la impresión de que Z es una oportunidad perdida: bien es cierto que Gray sale de su campo urbano usual, pero no deja de contar una historia mil veces repetida, otro argumento más sobre un hombre obstinado, aventurero y mediocre que pelea contra los elementos, sociedad, etc., y deja detrás a una mujer muchísimo más interesante que él. Gray cuenta su historia usual, pero crea un interesante personaje femenino solo para dejarlo en bastidores. ¿Para qué irse, una vez más, al Amazonas, persiguiendo a un personaje de cuarta, cuando el bueno queda atrás y su historia, para más inri, nunca suele contarse? ¿Tan solo para mostrar la condena arrojada sobre la mujer, para siempre sumida en un Amazonas que invade su vida, sin que nunca pudiera ir allí, acaso incluso por la prohibición expresa de hacerlo? El protagonismo femenino de The immigrant hace lamentar doblemente lo que no deja de parecer un ensimismamiento tan mitológico y cinéfilo (una tradición de cine de aventuras, ya periclitada, que incluiría Apocalypse Now y a la que Z no aporta nada) como masculino. Z es Gray, no atreviéndose a mirar a otro lado, pese a ser consciente de aquel y decirnos incluso que lo es. Una película no muy valiente sobre un hombre cuya valentía solo estaba a la altura de su estupidez. Tal vez, la película que nos muestra los límites, en todos los sentidos, de Gray.

lunes, 4 de agosto de 2014

La inmigrante




    The immigrant ha sido titulada en España El sueño de Ellis. Para los que, como yo, nunca acabamos de enterarnos, hay que decir que Ellis es la isla de Nueva York donde los inmigrantes que llegaban a los EE.UU. eran autorizados o no para penetrar al continente. “El sueño de Ellis”, por tanto, es el de entrar al país y es en efecto obsesión clave de la protagonista, Ewa (Marion Cotillard). Pero la principal no es esa, sino la de permanecer siempre al lado de su hermana, cuya reclusión por enfermedad en el hospital de Ellis equivale a un secuestro de facto de Ewa, que no abandonará su penosa situación debido a su negativa a dejarla en la isla.
    Y es que en realidad hay algo de lo que se puede no ser consciente al leer el título original: para nosotros, The immigrant no tiene sexo, pero la traducción literal sería “la inmigrante”. No “el inmigrante”, no Charlot, no ya el drama de la pobreza y la inmigración, sino la pobreza y la inmigración cuando se es mujer. Mujer y, además, bella. The immigrant rompe el tópico, tan popular cinematográficamente por cierto, de que, en tiempos de penuria, la belleza es un bien valioso para una mujer necesitada. Antes bien, parece afirmarla como la mayor de sus condenas, pues es como mínimo por su belleza que Bruno, el chulo interpretado por Joaquin Phoenix, emprende su conspiración para impedir su entrada legal en EE.UU. y hacerla caer en sus manos. La belleza solo es una bendición si, como la Marlene Dietrich de Berlín Occidente por ejemplo, no se le ponen reparos a la prostitución, el destino tantas veces inexorable de la pobreza femenina. Y es que si hay un tema, o motivo, en el film de Gray, es la condición desnuda, desprotegida, sometida a todos los abusos posibles, de las mujeres. La protagonista sufre por su condición de inmigrante (para más inri, ilegal) pero, sobre todo, por la de mujer. En el barco es violada pero sin embargo esto la marca, a partir de entonces, como prostituta. Ese momento no filmado marca todo el devenir de Ewa, la excusa para su no admisión en el país y para el rechazo de su tío. Su ilegalidad la debe al deseo de Bruno por ella y al desprecio de ese familiar al que debemos la escena clave en este discurso, aquella en que la entrega a la policía por, al tomarla por prostituta sin siquiera preguntarla por lo sucedido (acción que precisamente es la que la condenará a la prostitución al no dejarla otra salida para recaudar el dinero necesario para recuperar a su hermana), teme que ensucie el “prestigio” de su negocio. En el temblor enfermizo, torturado, de la esposa de este hombre brutal, en las convulsiones que en su cuerpo produce la evidencia de la injusticia y el terror a la rebelión, es donde se evidencia que The immigrant es una de las raras (casi me tienta decir “únicas”) películas norteamericanas preocupadas por la indefensión de las mujeres, la tortura sistemática a la que se ven sometidas por parte de unos hombres que solo ven en ellas elementos de prestigio social o pedazos de carne para su satisfacción sexual; en ambos casos, seres que merecen no otra cosa que su total desprecio. Por ello la otra escena más brutal es aquella en la que Orlando saca a Ewa al escenario. El modo en que el público la insulta y veja nos borra de golpe la extraña escena en que un cliente la trata con gran ternura al despedirse de ella. Aunque, como avisando de la realidad de la situación, descubrimos enseguida que se trata de un policía, gremio que Gray muestra con nula simpatía.
   Y al mismo tiempo, Ewa no es una muñeca hueca llena solo de sufrimiento. Está indefensa, pero consigue utilizar a su favor el amor de Bruno y nunca le niega el desprecio que por sus actos le merece. Su paso de paciente a agente en su retorno a aquel no es juzgado moralmente, visto como una mancha moral, una pérdida de su integridad o una condena de su alma, sino como el máximo de acción que Ewa puede llevar a cabo dadas su situación y voluntad: no puede evitar ya prostituirse si quiere recuperar a su hermana, pero sí puede negarse a besar la mano del hombre que la pisa, y utilizar además su amor para hacerle cumplir sus objetivos; usar pues, sin culpa, a aquel que la prostituye: puta, sí, pero no sumisa, ni imbécil. Bruno no es nunca redimido en nombre de su amor, incluso aunque este evidencia sobradamente su verdad, y si alguien tiene esa tentación Gray tiene el detalle de hacer que el propio Bruno exponga, cual fiscal en un tribunal, todo el caso en su contra, de peso considerable, a la propia Ewa y, con ella, a todos nosotros. El amor de Bruno, incluso el evidente buen trato hacia sus “empleadas”, no le hace menos miserable, antes bien tiene la virtud de permitir la mejor, más detallada y precisa observación de la naturaleza y características de su miseria: el trato de la mujer como objeto y propiedad, trato que ni siquiera el amor hace desaparecer. El logro de The immigrant es mostrar las penosas condiciones que deben soportar las mujeres en unas condiciones determinadas, sin hacer por ello de la protagonista femenina una cáscara vacía a merced de sus dominadores, negándose pues a verla desde la óptica del dominio, y además haciendo que el chulo no sea un miserable sin más, sino uno que simplemente no ve problema ninguno en su trabajo y que de hecho, como aquel memorable Ben Gazzara de The killing of a chinese bookie, trata a sus empleadas como protegidas con no poco cariño. Por reconocer esto a Bruno, Gray logra precisamente manifestar el horror de la prostitución como tal, sin necesidad de acompañarla de la maldad de los propietarios (y por ello, nuevamente, la excelente opción de hacer que los clientes de Ewa que llegamos a conocer sean de amabilidad y ternura exquisitas: la prostitución no es infame porque los clientes o los chulos lo sean; no es eso). Gray no niega el amor, pero tampoco la manipulación. De este empeño en complejizar, en no hacer que unas características sustituyan a otras sino que convivan, se extrae parte del interés de la obra de Gray, y su singularidad en un cine como el norteamericano.
    Hay algo en lo que The immigrant, sin embargo, es inequívoca muestra de su tiempo. Para empezar, lo diré rápida y rotundamente: su fotografía es una mierda. ¿En qué momento el pasado en el cine empezó a pensarse como iluminado por un Sol distinto al del presente? Un Sol gris, decolorante, muerto. Tiendo, aunque el asunto merece un estudio más detallado, a culpar al Janusz Kaminski de la en tantos sentidos nefasta Salvar al soldado Ryan, a esa decoloración hipócrita de la imagen y, con ella, del mundo, que solo buscaba que nosotros (en fin, ellos, los “americanos”, claro que ¿quién no lo es?) devolviésemos el color a una bandera que rara vez se lo mereció. El pasado de The immigrant tiene el color de una fotografía vieja, o más bien pretende tenerlo. Los ocres dominan, cuando no ese gris tan característico herencia de Kaminski, obligado en casi toda película norteamericana (y la tendencia se extiende ya casi a todo el planeta, no en vano nunca debe olvidarse que el arte norteamericano es un arte imperial) que se quiera triste y dramática. En USA, hoy por hoy, pasa con la luz algo similar a aquellos actores cómicos que se ponían barba cuando les tocaba hacer algún personaje dramático: si se quiere ser serio, hay que quitar color, o hacer que por lo menos no haya ninguno cálido. Evidentemente, esto se hace en posproducción. No se trata de seleccionar colores, sino de eliminar o neutralizar los que haya. Que la imagen sea una interpretación, que esté filtrada por el discurso o, mejor dicho, por una retórica: no se trata de ser una película dramática, sino de que ciertos elementos nos digan que lo es; se ve que la música ya no basta, así que ahora también se usa la luz. Hay que hacerlo todo gris, eliminar el Sol, hacerlo metálico, duro, viejo. Para decir que unas vidas concretas son tristes, hay que eliminar toda la vida del plano, hasta la de las piedras. Pero no era eso. Pido que el que no me entienda vea por ejemplo las películas “satánicas” de Bresson, sobre todo su cumbre, El dinero. Se trataba de mostrar que la vida lo es todo, y que es la misma siempre, triste o no. La vida es esa ausencia de significación en la que Oliveira decía se bañan los esplendorosos signos, en el cine. El árbol movido por el viento servía para la tristeza o para la alegría (o incluso para la indiferencia), pero era el árbol, era el viento, el mundo que vivía y nosotros en él, bien o mal. El cine hace de la vida signo, pero con ello la hacía hasta más vida. Pero ahora, no. En el medio de la escena más terrible, un Kaurismaki no se niega colores cálidos, objetos atractivos como tales. La vida, el mundo, siempre es indiferente, o muestra una simpatía parcial, fruto de la selección y por supuesto la óptica, el ángulo ineludible de la mirada. Si hay rojos o verdes, momentos cálidos en The immigrant, o están limitados al music hall o envejecidos por la mirada implacable de la posproducción, la sustitución del ángulo por la interpretación, el discurso, la retórica.
    Un amigo, hace tiempo, me loaba a los técnicos de Hollywood. Sobre todo, a los directores de fotografía. Pero desde hace tiempo, décadas, el director de fotografía americano (no de nacimiento, se entiende, eso es indiferente) no fotografía, sino que diseña. Crea una apariencia para la película, eso que a veces se llama “una estética”, o incluso “una imagen”. Darius Khondji, director de fotografía de The immigrant, es un experto en ello. Su trabajo en Seven, por ejemplo, instituyó un modelo lumínico que aún está vigente, igual que lo hizo Kaminski en la película de Spielberg. No se trata de fotografiar algo sino de vestirlo, disfrazarlo. No es malo en principio (nada lo es), pero es una tendencia a observar, a estudiar. Khondji o Kaminski, y muchos más, no fotografían objetos, rostros, no miran, dibujan. Crean una luz para toda la película, una “atmósfera”, como también se dice, una "estética", una interpretación que tiña su universo. No fotografían un mundo (obsérvese que no he dicho “el” mundo), lo crean. Muchos resabiados dirán que el cine crea, en efecto, y tendrán razón pero solo en parte, y es en ella donde se juega todo: primero, importa decir que hablamos de un cine de registro, es decir, que tiene que haber algo delante de la cámara, algo ya creado para desde allí llegar a algo nuevo, y segundo y sobre todo, importa pensar qué mundo es ese que se crea.
    En estos tiempos, la mirada al pasado viene acompañada de una luz particular, el pasado es siempre recuerdo. Pero no lo es, es presente, siempre, tenemos esas historias ante los ojos, viviendo ahora, pero resulta que ahora tienen que vivir como si fuesen viejas. Un peso externo a ellas les está siendo impuesto. ¿Qué peso es ese? ¿El de la historia, la tradición, la representación? Algo obliga a la ficción a sentir una culpa que no la corresponde. La fotografía no muestra un mundo pasado sino que nos dice lo pasado de tal mundo. Pero no es el pasado el viejo, sino el que recuerda. Y si aquel tiñe al pasado de ocre, o lo decolora, le impone una antigüedad que no es la suya, solo la de las imágenes que lo han sobrevivido. La razón más pueril que pudo dar Spielberg para el blanco y negro de La lista de Schindler fue que así eran las imágenes de la época. Las imágenes, sí, pero no la vida: los judíos murieron en color. ¿En qué momento se ha vuelto obligatorio que las imágenes carguen con el peso de su pasado, de su edad, o con su naturaleza de imágenes o ficciones? ¿Por qué The immigrant tiene que parecer no ya una película vieja, sino envejecida? ¿Por qué yo no puedo relacionarme con los objetos de la película tal como lo hacen los protagonistas? Porque estos personajes, además, no son al contrario tipos extraídos de los viejos géneros o del viejo cine. Evidentemente, son tipos bien reconocibles, pero traídos a la vida, puestos en movimiento ante el presente de nuestra atención. Si Gray trata a sus personajes como personas vivas, ¿por qué no hace lo mismo con sus objetos, las fachadas de sus edificios, el aire de sus calles? En los personajes de Gray hay una vida, debida sobre todo a la ambigüedad, sobre todo moral, que les baña (y que tanto cuesta encontrar en el cine norteamericano), de la que carece su luz, bañada esta sí plenamente en la estética de lo retro, la misma, y no exagero, que ilumina las imágenes de Cuéntame o Amar en tiempos revueltos. Que la imagen de un mundo viejo tenga aspecto de imagen vieja. “Aspecto”: es decir, que parezca tenerla, no que la tenga “de verdad”. Para eso, haría falta preocuparse de verdad (ahora sin comillas) por cómo fotografiar los objetos de un mundo, en orden a crear uno.
    Por eso es también tan curiosa The immigrant. Por un lado, recuerda todo lo terrible que ha llegado a ser Hollywood pero, por otro lado, nos lo recuerda por su propia excelencia, aun sin ser excesiva. Tan solo su plano de apertura, ese lento travelling de alejamiento de la estatua de la Libertad (cuando debiera ser al revés, pues la película se abre con la llegada a los EE.UU.) que en su movimiento nos descubre la silueta de a quien luego pondremos la cara de Joaquin Phoenix, ese rostro al tiempo amable y brutal del nuevo continente, deja bien marcada su distancia respecto a un cine incapaz desde hace décadas de pensar un plano así, salvo en excepciones contadas como la de Gray. La cosa ha llegado tan bajo que un mediocre con carácter como David Fincher o un realizador impersonal pero con criterio como Richard Linklater se nos aparecen como fueras de serie, pero porque la estulticia a su alrededor realmente les dejan fuera, les vuelven excepcionales. Gray, aun habiendo visto a día de hoy solo tres de sus películas, vuela más alto que estos, pero igualmente sucede que tan solo con ese plano (no incluyo el último, que es un plano-frase y eso a los americanos siempre se les dio bien, incluso hoy) o con su guión, hecho a partir de materiales ya sobradamente conocidos pero capaz de crear personajes hondos sin necesidad de descubrirlos, antes bien precisamente por lo contrario, por su persistente creación de zonas de sombra, en esas cosas, simplemente bien hechas, honestamente hechas diría incluso, se ve a alguien que no se puede confundir con la infamia que le rodea, la que le rodea incluso en su propia película a través de la luz de Khondji. Pasa a veces con una película, una secuencia o un plano de Gray, de Linklater, de Shyamalan, y algún otro que me olvido. Gente que destaca por saber trabajar un tempo, o desarrollar un personaje, o editar un diálogo, o que muestran cierta excentricidad, en realidad no es tanto que sean buenos, o tan buenos: es que no son como los otros.