miércoles, 18 de octubre de 2017

Magnetismo y Fantasía ("Flammes", de Adolfo G. Arrietta)

     Filmoteca de Cantabria, Santander, sábado 14 de octubre. José Luis Torrelavega señala cómo cierta imagen de Flammes puede recordar a otra de Nosferatu (comentándolo un par de días más tarde, me manda una captura que muestra el retorno de la imagen en Belle Dormant): se trata de aquella en que el bombero entra por la ventana de la Barbara adulta y se tiende a su lado, cerniéndose con suavidad sobre ella, en una cama oscura iluminada por la luna allí donde reposa su cabeza. La relación tiene gracia, pero Arrieta responde: el bombero no se parece a Nosferatu. Todos reímos, pero la respuesta, al menos a mi, me sugiere otra: él no se parece, pero ella sí. Barbara, al contrario que la mujer de Nosferatu, no mira con horror al vampiro, sino que sonríe plácidamente, porque el vampiro es ella.
    Hay que decirlo así: la Fantasía es el fin del mundo. Para el que cae bajo sus redes, se acaba un mundo que nada puede contra el esplendor de lo inmaterial. La gran literatura de terror surgida del XIX (Arthur Machen a la cabeza) no muestra sino el horror que se abre cuando no aceptamos esa ruptura y la reprimimos o no la aceptamos como verdadera… El Más Allá deviene horror para los cobardes, los mediocres, los “chicos listos”… pero hay otros que aceptan sus visiones, persiguen sus obsesiones, y consiguen atravesar la malla de la realidad, penetrando en otro mundo y acabando, en consecuencia, con este, donde, eso sí, seguimos nosotros, para quienes aquellos, los fugados, persisten en forma de huecos, enigmas, que resolveremos con o sin horror, con o sin inquietud.
    No es Arrieta empero un cineasta del Más Allá, o lo es solo en cierto grado, pues la Fantasía se da (y, si acaso, se cumple) en este mundo. Barbara, de niña, sueña con un bombero que entra por su ventana de noche, y tiene miedo, pero cuando crece, el miedo se ha convertido en atracción: ahora solo desea que un bombero de verdad entre por su ventana, que su fantasía se haga realidad. ¿Qué busca con ello? ¿Es una fantasía sexual, por ejemplo? No lo sabemos. Una idea ha prendido en ella y no se resigna a que persista en su inmaterialidad. La Fantasía debe hacerse Realidad. La obsesión debe cumplirse. ¿Por qué? Porque Barbara sigue ese camino por el cual la Fantasía no vive en el reino de la imaginación, o cuando menos lo hace queriendo entrar en el de lo real, hacerse materia. Por ello, la Fantasía impugna lo Real, que se levanta contra aquella, se define como lo que no es Fantasía, lo que existe, lo que se toca y siente… ciertamente no puedes decir “lo que vives” porque la Fantasía también se vive, pero se dice que es un “sin-vivir” porque la entrega a ella se vive fuera de lo Real, en lo que no se toca, lo inmaterial. Y hay miedo a ello porque, repito, nada sobrevive al esplendor de lo inmaterial: quien lo siente, es fácil que allí se quede. Pero el problema es que Barbara no se limita a quedarse: vive su obsesión con todas sus consecuencias y quiere que lo inmaterial se materialice, como si la imaginación pudiera devenir revolución. Como escribió una vez Leopoldo Mª Panero, “vivo dentro de la fantasía paranoica del fin del mundo y no sólo no quiero salir de ella sino que pretendo que los demás entren en ella”. Y así sucederá.
    El padre acusa a Barbara de que lo que tiene es más que una fantasía, es una obsesión. Ciertamente, las obsesiones son graves: una obsesión es un espacio autoritario, que impone su ley sobre sus creadores hasta el punto de acabar imponiéndose como un rasgo esencial; por ello se dice que la obsesión devora. Y es cierto que la fantasía de Barbara deviene obsesión, pero Arrieta defiende la obsesión, defiende la fantasía, y, más difícil todavía, defiende no solo la vida en ellas sino su realización efectiva y que esta no las haga desaparecer como tales (pues, si realizo una fantasía, en principio la fantasía se acabaría, dado que su autoritaria inmaterialidad es un componente esencial). La apuesta es de una dificultad considerable, y por ello notable su logro.
    Igual que una fantasía puede convertirse en obsesión, una obsesión deviene fantasía cuando su realización es improbable o imposible. Así sucede en una película en la que no podía evitar pensar viendo Flammes: el Cuento de invierno de Eric Rohmer. Allí, una mujer y un hombre se enamoran, pero luego pierden, por un tonto accidente, el contacto y no vuelven a verse. Ella sigue enamorada de él y se niega, pasados los años, a buscar el amor en otro hombre, pero es evidente que solo un milagro podría producir el reencuentro y que, en consecuencia, ella vive instalada en lo imposible, una, por tanto, fantasía. La apuesta de Rohmer es que, al final, el milagro se produce y el reencuentro tiene lugar. Y quizás por eso me acuerdo de ello ante Flammes, que nos muestra la realización de algo que parecía más que imposible, parecía algo que no buscaba siquiera realización. Pero el hecho es que también la perseverancia de Barbara alcanza el éxito, consiguiendo conocer a un bombero y que este no solo se avenga a cumplir la fantasía de entrar por la ventana de esa desconocida por las noches, sino que caiga rendido ante ella y se dedique a pasar las horas muertas encerrado en su habitación, aislado del mundo y yendo apenas a trabajar, como si ser bombero no consistiera ya en otra cosa que vivir en esa fantasía, en esa singular idea de bombero.
    Y ahí, Arrieta pasa a otra cosa y sale de la habitación de Barbara para volver solo en contadas ocasiones: porque Arrieta es un cineasta magnético, entregado a magnetismos como los que se crean entre esas miradas que tan bien filma en Tam Tam, Grenouilles o Vacanza permanente, un cineasta de los campos invisibles que se crean entre ciertos seres visibles, pero no campos cualquiera, sino campos de atracción, al menos en este caso: lo visible, por mor de lo invisible, parece ser atraído hacia otra esfera, un campo donde lo que vemos es transformado en algo distinto, pero sin cambiar, como si más bien una leve niebla cubriera no lo visible sino su significación (o un objetivo de cámara de propiedades fantásticas cambiara solo el modo en que vemos el interior y no la superficie de lo que hay, el espacio entre los objetos y no a estos– claro que, es a ese espacio precisamente al que llamamos “significación”). Dicho de otro modo: una vez Barbara cumple su fantasía, Arrieta no mostrará lo que pasa dentro de la habitación, y solo nos quedarán claras dos cosas: 1/ ese espacio que se abre entre la joven y el bombero es un enigma incluso para ellos mismos y aunque cabe llamarle Amor, y posiblemente así sea, lo único claro es que ambos quedan profundamente atados entre sí por el “juego” que realizan, y 2/ el resto de la casa se verá en distinta medida perturbado por la fantasía realizada de Barbara, pero sin saber siquiera que es así (ni siquiera al final).
    Lo que perturba, sobremanera al padre, es el silencio y ausencia en que se manifiesta para el resto del mundo este cumplimiento de la fantasía (así la habitación-isla deviene Otro Mundo y volvemos al campo del cuento de terror donde se trata de cuál es nuestra relación con esa otredad radical, ese enigma definitivo en el que nos lo jugamos todo). Para él, claro está, Barbara no ha cumplido nada, sino que vive perdida, hundida, en su obsesión, en su bombero fantasma, sin saber que el fantasma, la fantasía, se hizo carne. Barbara podría desvelar lo que sucede, pero entonces el poder del padre sobre la carne de la hija se manifestaría (hace, de todos modos, lo que puede: cuando ella se presenta en la fiesta, él la describe como fea y parecida a un espectro, lo cual es manifiestamente falso). La declaración al exterior del cumplimiento de la fantasía haría que esta se terminase, dado que Barbara y el bombero no han dejado de habitarla al hacerla realidad. La transgresión es enorme: la fantasía ha entrado al reino de lo material sin evaporarse, y triunfa sobre el resto, además, cumpliendo una paradoja: se comunica, o mejor dicho afecta al resto, mediante el silencio. Si se declara, dejará de ser Fantasía y pasará a denominarse Amor, o Sexo, o incluso Perversión. Si no se declara, su riesgo pervive, persiste, y afecta a todo lo demás. Si lo material nada puede frente a lo inmaterial, las palabras floridas pero torpes (ignoro si es así, pero Flammes da la constante impresión de ser una película de primeras tomas; desde luego, Arrieta negó haber dirigido a los actores, que afirma desde el principio totalmente compenetrados, identificados, con sus personajes) nada pueden frente al silencio de la habitación cerrada al mundo de Barbara, donde nadie sabe qué pasa. Ni siquiera cuando ambos se marchen desvelarán lo sucedido, y así el viaje será a América (tierra legendaria que, como todos sabemos, no existe), y en un avión que, viendo la dirección del viento, desde luego no vuela precisamente hacia delante.
    Barbara triunfa, y triunfa sobre todos, pues esa idea de bombero se comunicará, casi como posesión, o cuando menos afectará, a todos los habitantes de la casa. Su poder sobre lo que la rodea es manifiesto en la secuencia de la cena, cuya geografía se construye para mostrar su mesmerizante descenso por la escalera (el mesmerismo, ya se sabe, refería la curación mediante el magnetismo animal, así que qué mejor adjetivo para este instante clave) que ejemplifica tanto la fascinación de todos los personajes por la joven como el poder y seguridad que ha alcanzado gracias al cumplimiento de su deseo. No hay vampiro que se cierna sobre Barbara: es ella quien se cierne sobre los demás, rendidos a su influjo, como bien muestra el culminante desmayo de Claire, diríase que definitivamente poseída por la fantasía de su antigua protegida: desvanecida, tiene una visión de aquella en brazos del bombero en una noche nevada. Solo eso hará posible que se convierta en la única persona a la que aquella ponga en conocimiento de su secreto.
    En la casa, invitados de la cena aparte, hay cuatro personas, dos parejas, que empero llegarán a serlo por el citado influjo del silencio de Barbara. Uno es Jim, un joven americano del que descubrimos fue amante rechazado, y que en tanto tal trae consigo varios trajes de bombero, para intentar seguir “jugando”. Reiterado el rechazo (no jugaban a lo mismo, dice ella), queda campo abierto a la intervención de su hermanastro, Paul, que la pide permiso para ello. Concedido, ambos jóvenes se convertirán desde entonces en inseparables “compañeros de juego”. El reiterado uso del término, “juego”, asimila ambas relaciones, aunque ciertamente han de ser distintas: no cabe duda de que Paul, el hermanastro, tiene el sexo en mente, y que muy seguramente también lo tenga Jim, como sugiere la citada queja de Barbara. Se daba allí una contradicción que no comparecerá con el bombero real, pero no es que ella ya no “juegue”, no es que se haya hecho mayor y haya acabado con esas cosas, sino que ha encontrado al compañero de juegos con el que siempre soñó. Barbara y su bombero viven en ese momento su particular folie à deux, pero particular porque este solipsismo en pareja, esta vida ajena al mundo, afecta al mundo precisamente por su encierro: es por la existencia de esa isla que el resto de la casa se verá transformada.
    La otra pareja está formada por el padre de Barbara y Claire, y su complejidad es grande. Son las dos personas ya de por sí vertidas hacia la joven, por principio. Por razones enigmáticas, Claire llama dos veces en medio de la noche a la puerta de Barbara, y el padre llegará incluso a intentar entrar por su ventana o, supremo exceso, estar a punto de ¡llamar a la policía! al echarla en falta. Claire y Barbara se van juntas de viaje, y al respecto hay sugerencias interesantes en el diálogo con Jim, quien recuerda que también ella participaba ocasionalmente en sus juegos, lo que sugiere la existencia de uno o varios menage à trois entre Barbara, Claire y Jim (aquel no jugar a lo mismo refiere claramente que lo sexual comparecía más en Jim que en Barbara). Se diría que, si el padre quiere reinar sobre las fantasías de su hija, dominarlas y legislarlas, Claire quiere participar de ellas (Arrieta muestra los dos momentos en que llama a la puerta de su protegida por razones inconfesadas, pero no el único en que supuestamente intenta que salga de la habitación: Claire quiere entrar dentro, pero el padre solo lo hace para intentar que su hija salga con él). La fantasía cumplida de Barbara conseguirá que la atención obsesiva hacia ella de la pareja les acabe dirigiendo a los brazos del otro.
    El padre, instalado en la negativa perpetua al matrimonio, vive en una consecuente soledad donde parece que no hay otro amor que el que tiene hacia su hija. Cuando ella le rechace definitivamente con el silencio de su aislamiento, la soledad del padre se volverá más dolorosa que nunca y el reencuentro con una anterior pareja le empujará hacia la reconsideración de toda su vida: por fin, como le dirá a su hija en su encuentro final, desea casarse. Pero no basta. Lo interesante es la realización de este nuevo deseo. Pues lo que hace el padre no es buscar a Claire para declararse, sino vestirse de bombero para subir a la habitación de Barbara, su hija (¿una última recaída?). Y allí es descubierto por no otra que Claire, que estaba escondida entre los arbustos para ver al otro bombero, avisada por Barbara, que de manera excepcional decide declarar el secreto a la persona desde siempre más afectada por la exterioridad de su vida. Sin duda decide hacer esto porque sin saberlo, por puro magnetismo, Claire ya ha asistido a él en su desmayo, pero sin embargo el secreto pervivirá, puesto que el bombero al que ve Claire, y que responde al visto en sus propios sueños, será el padre. Y Claire se desmaya, el hombre la toma en brazos y ella se declara (eso sí, no deja de ser algo inquietante que no sea él, y que no diga nada). Así, por diversos modos, Barbara y el bombero abandonan la casa y el país sin que nadie conozca su secreto; si acaso, solo Paul, pero su mirada sexualizada hace que no lo conozca realmente, que no esté al tanto de su auténtica realidad.
    Barbara como un vampiro que, desde su habitación-isla, inocula a todos no con el veneno de la Fantasía, sino con el de su realización. Y no es equivocado acudir a una figura de la narración terrorífica: Arrieta no ha rodado una película de terror, sin duda, pero hay referencias ominosas a la casa donde transcurre toda la película, como si ella en sí misma hiciese a los demás caer bajo su influjo, les afectara de forma radical y en cierta manera terrible. Tal pareciera que existiese una maldición vinculada a la casa, que Barbara rompería por la vía de la realización, tras decidir ella perseguir al fantasma que antaño la perseguía.  Claire afirma casi olvidarse de su vida, y no es descabellado pensar que la casa es así por el padre, su perpetuo habitante, el único personaje de aspecto siempre igual ya sea en el tiempo pasado o el presente, y que en consecuencia también cura, a través de su padre, al espacio mismo, y que este y Claire, ahora sí, podrán ser juntos felices en la mansión. Quizás. No sabemos. No es exactamente la cuestión. Barbara es la vampira que crea un mundo nuevo, pero de cuál es el orden que crea los vampiros nada sabemos… Arrieta es cineasta que mira de reojo, o disimuladamente de lejos (nunca se vio tan bien como en Vacanza permanente, casi un film-manifiesto). No es en todo caso un cineasta frontal: la magia surge de la lejanía que difumina rostros y contornos, surge de eso que podría ser tanto un juego infantil como una perversión, que parece suspendido en un espacio intermedio eso sí más cerca del juego (o también podríamos decir que Arrieta nos muestra lo perverso en los juegos pero también lo infantil y juguetón en lo perverso). Un cineasta que no termina nunca de decantarse, como en esas citadas miradas de espías o enamorados, esas miradas intrigadas por el sentido que nunca termina de aflorar, que crea mundos nuevos o sugerencias de mundos, sentidos y significados. Cineasta del misterio, pues, pero de la apuesta por el misterio como constructor de realidades, de la Fantasía como generadora de mundo, cineasta que filma al sueño trabajando…
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La proyección de Flammes, con presencia de Ado Arrietta y la editora de Capricci Diana Santamaría, fue la nº 231 del Cine-Club Lumière que cada sábado tiene lugar en el cine Bonifaz, sede de la Filmoteca de Santander y, como siempre, estuvo presentada por José Luis Torrelavega, a quien agradezco la ayuda para la redacción de este texto. 
La cita de Leopoldo Mª Panero procede de la "poética" escrita para la célebre antología Nueve novísimos poetas españoles realizada en 1970 por José María Castellet. Sobre la cuestión de las miradas en el cine de Arrietta, recomiendo la lectura del texto que prefiero de entre todos los escritos sobre él: el de Pablo García Canga para el libreto del pack de DVDs editado por Intermedio, donde por supuesto pueden verse todas las películas aquí citadas.