No escribiré arte con mayúscula, documental de Luis Deltell y
Miguel Álvarez-Fernández sobre Isidoro Valcárcel Medina, es una película
sencilla y muy modesta, tanto que consiste simplemente en la filmación de
diversas personas (hombres y mujeres de diversas edades, incluso una niña ¡y un
bebé!) hablando, explicando y describiendo la actividad del artista, del que
confieso hasta ahora solo conocía su único trabajo cinematográfico, el por
tantos motivos memorable La celosía,
su descripción detallada de Un condenado
a muerte se ha escapado, y algunas de sus llamadas telefónicas de los
setenta, ofreciendo su nuevo número de teléfono a gentes variadas escogidas al
azar en la guía. Quien no esté al tanto de la actividad de Valcárcel Medina,
encontrará aquí a no dudarlo una excelente introducción.
La película se divide en
numerosas secciones divididas por un cartel con el título de la obra/acción a
tratar, una sucinta descripción y los nombres de la persona o personas que hablarán
de ella (en algunas ocasiones lo que se explica es algún aspecto de la vida y/o
trabajo del artista). No escribiré arte
con mayúscula consiste, por tanto, en casi dos horas (110 minutos) de gente
hablando y pertenece, por tanto, a ese vituperado género que despectivamente
suele llamarse “de cabezas parlantes”. Muy contadas imágenes ajenas a este
registro aparecen: una carretera al comienzo, un andén de tren al final, las
imágenes de La celosía y el filme de
Bresson al tratar de las obras correspondientes. El resto, es gente que habla. La
cámara se mueve en casi todo momento, eso sí, y el montaje se manifiesta con
profusión, con alto número de cortes. Posiblemente los autores hayan temido el
posible aburrimiento asociado con su método, pero tengo la impresión de que,
sobre todo, han montado el texto antes que la imagen, buscando que las
distintas declaraciones se articulen con sentido. Esto conlleva que, siendo el
sonido siempre sincrónico, toda palabra pronunciada en imagen de quien la
profiere, el procedimiento acabe manifestándose como un dispositivo férreo,
indiferente a los raccords inadecuados, desenfoques y demás visitantes
generalmente indeseados que de cuando en cuando aparecen con motivo de los
cortes. No es una práctica que se enseñoree del objeto de la película, que es
en todo momento el viaje por la obra de Valcárcel Medina (que la película se
abra y cierre con referencia a medios de transporte favorece esta
autocomprensión de la película como “viaje”, recorrido por una actividad), pero
ayuda a hacer más interesante y coherente la empresa. Además, podemos
alegrarnos de que por una vez un documental sobre un artista permita aprender y
conocer algo sobre él, se concentre en su objeto de estudio y trate de ser lo
más claro posible al respecto, con la consecuencia de resultar perfectamente
válido tanto para conocedores como para legos en la materia.
Como he dicho, el cine de
“cabezas parlantes” (del que hace poco ofreció una interesante perversión José
Luis Guerín con La academia de las musas)
tiene mala fama: “el cine no es eso”, suele decirse. Pero sí lo es. El cine
puede ser lo que le de la gana, porque entre otras cosas puede filmar lo que
quiera, y una de las mejores cosas que existe en este mundo es la gente que
cuenta historias, que piensa, que reflexiona. No otra cosa ofrece esta
película. Personas que nos cuentan lo que hizo Valcárcel Medina en este o aquel
otro momento, y que reflexionan sobre ello. Hay poca academia en la película,
como en su protagonista, y se agradece: una contextualización justa, un
lenguaje accesible, y una cercanía al sujeto por parte de los participantes
perceptible en muchos momentos en la calidez de sus intervenciones. Parece una
película sobre alguien hecha con y por gente que le quiere. Suele ser la norma,
pero no siempre se advierte y, sobre todo, pocas veces sirve para algo. En
suma, pasa aquí algo parecido a lo que sucedía en Objetivo 40°, de Javier Aguirre,
la que Juan Hidalgo decía preferir de todo el ciclo del anti-cine, “porque me
gusta la gente”. No escribiré arte con
mayúscula permite ver a gente pensando, reflexionando, moviéndose (por
mucho que estén sentados, que no caminen o salten), viviendo en suma la vida
del pensamiento, del recuerdo y la narración: todo un espectáculo. Permite
además ir familiarizándose con muchos de sus participantes, con su pensamiento,
sus formas de hablar, sus rostros, gestos y peculiaridades, anticipar a veces
incluso la reflexión sobre la acción que viene, basándonos en lo que ya les
hemos escuchado. El aburrimiento es complicado (y bien sabe dios que no tengo
ningún problema con su presencia, pero lo cierto es que de eso aquí no hay)
pues no solo los participantes son muchos y las reflexiones casi siempre
pertinentes e interesantes, sino que, como ya he señalado, además de esto hay
narración, pues la acción es el campo principal de Valcárcel Medina y por lo
tanto hay que describir, contar. Por su peculiar naturaleza (a veces basta con
un leve desplazamiento, una mínima variación para que la acción artística tenga
lugar, hasta el punto de que esta puede ser perfectamente imperceptible, indistinguible
de la excentricidad o el buen humor… algo que dice mucho bueno de Valcárcel
Medina y apoya su naturaleza murciana, tierra de artistas naturales, vitales e
inconfesos), la descripción y reflexión van muchas veces de la mano, son lo
mismo: describes ciertas acciones y no hace falta explicar nada (buen ejemplo
es la acción que da título a la película, explicada por una niña).
El dispositivo empleado,
por tanto, no puede ser más pertinente: la película carece de documentos
visuales de la obra de Valcárcel Medina porque este rara vez crea objetos sino
que realiza acciones que, hecho clave, nunca documenta. La película trata sobre
alguien, pues, que no produce imágenes (la radicalidad de esto es tal que el
99% del metraje de su única película está compuesto por palabras), que no deja
apenas rastros tras de sí (solo “informes” que, en puridad, tienen una validez
independiente de la realización o no de las acciones descritas), que entiende
que la acción es una intervención en la vida que en su fluir debe sumirse y
perderse o recuperarse en la medida que esta lo determine. Si no hay imágenes,
registros, solo un modo hay para el retorno de la acción: la memoria. Que la gente hable o escriba de ello. Una
vez realizada, la acción vive en el testimonio de los que la vieron u oyeron o
leyeron de ella, y este es el signo mayor de su dimensión vital, el modo por el
que se arranca de su conversión en objeto e incluso a veces en mercancía y se
pierde en un flujo vital que la devuelve en forma de reflexiones y
descripciones que pueden o no ser acertadas, justas, precisas, que se arriesga
incluso, por tanto, deliberadamente, a ser desvirtuada. En el coloquio
posterior a la película, Valcárcel Medina afirmó que había en la película
descripciones equivocadas, y que esto es muy habitual. Sus acciones son tan
acciones que una vez realizadas pasan al testimonio oral, con sus inevitables
modificaciones, dicho de otro modo: comenzando como desplazamientos más o menos
leves o manifestaciones de una voluntad singular en el común (o no) discurrir
vital, las acciones pasan una vez realizadas a ser ellas mismas alteradas por
ese discurrir del que nunca podrán ya ser arrancadas: no hay documento que
pueda fijar su verdad, esa que solo existe en el tiempo que habitó la acción
(por eso una acción solo puede ser documentada por el cine o vídeo, aunque el
resultado sea el de documentos inexpresivos de algo que quizá fue algo pero que
el registro audiovisual difícilmente puede acercarnos).
No escribiré arte con mayúscula acaba convirtiéndose en un coro de voces que no se dedica tanto a hablar de una actividad como a, haciéndolo, formar parte de la misma. Ellos son la única pervivencia posible de la acción, lo que no les convierte tanto en custodios como en continuadores, performers involuntarios cada vez que cuentan lo que se hizo o piensan sobre ello. Como botella mecida por el océano, sin otro mensaje que el que eso es lo mejor que pueden hacer las botellas. La acción ha de vivir en la transmisión, escrita también pero, sobre todo, oral: que la vida actúe sobre ella, ya para siempre, sin remisión. No escribiré arte con mayúscula no dice esto: lo ejecuta. No son malas cuentas.
No escribiré arte con mayúscula acaba convirtiéndose en un coro de voces que no se dedica tanto a hablar de una actividad como a, haciéndolo, formar parte de la misma. Ellos son la única pervivencia posible de la acción, lo que no les convierte tanto en custodios como en continuadores, performers involuntarios cada vez que cuentan lo que se hizo o piensan sobre ello. Como botella mecida por el océano, sin otro mensaje que el que eso es lo mejor que pueden hacer las botellas. La acción ha de vivir en la transmisión, escrita también pero, sobre todo, oral: que la vida actúe sobre ella, ya para siempre, sin remisión. No escribiré arte con mayúscula no dice esto: lo ejecuta. No son malas cuentas.