3: La última página
Si Thomas
Ligotti piensa, con Schopenhauer, que “entre los bastidores de la vida existe
algo pernicioso que convierte nuestro mundo en una pesadilla”, así la atmósfera
propia del horror sobrenatural será creada por “cualquier cosa que sugiera una
situación ominosa más allá de la que perciben nuestros sentidos y pueden
comprender plenamente nuestras mentes” (CcEh,
227). En la visión de Ligotti, el buen cuento de horror sobrenatural siempre
deja algo sin explicar, y esto en tanto lo ominoso siempre obedece a algo más
esencial, algo que no se deja ver, figurar, hacer figura, ser concreto, nombre
o rostro y cuerpo por muy imposibles que sean. Para Ligotti, es simple: si
puedes explicarlo, no es sobrenatural. Aunque se trate de una historia de
fantasmas, vampiros, monstruos, lo que sea, debe haber un horror que no se deja
limitar a ello. La obra de Radcliffe, o El
corazón de las tinieblas de Conrad no incluyen elementos sobrenaturales, y
sin embargo Ligotti los incluye en el género debido a su atmósfera, que sí lo
es, por las razones señaladas. Más allá del “enigma que jamás se desvela” (N, 26) subyace una realidad que nos
excede, nos supera, inabarcable y por supuesto enemiga: lo poco que accedemos a
vislumbrar nos contempla con ojos diabólicos. De hecho, si las obras de
Radcliffe o Conrad sirven tan bien de ejemplo en La conspiración contra la especie humana es porque, al no contar
historias sobrenaturales, muestran mejor aún el pavor ante la inmensidad de los
bosques, los ríos, ante una naturaleza experimentada como misteriosa,
impenetrable, amenazadora y perversa.
La elipsis inevitablemente
deviene figura principal del relato de horror, llevado en Ligotti, incluso más
aún que en Lovecraft, a extremos de total abstracción, precisamente los que
permiten la alucinante recopilación de breves viñetas que componen la tercera
parte de Noctuario, el ya citado
“Cuaderno de la noche”, donde algunos de los textos se dirían reflexiones
perturbadas de individuos desconocidos en una situación que nunca
llegaremos a esclarecer ni en sus más nimios detalles. Pero la elipsis, como en
Kafka, también es el medio ideal para mostrar hasta qué punto ignoramos las
manos que dirigen nuestro destino: nunca conocemos al gestor de la ciudad, o
llegamos a penetrar en los secretos presumiblemente terribles de la Quine
Organization, presencia importante en la segunda parte de Teatro Grottesco. El fuera de campo, como diríamos en cine, es
vasto e inabarcable, y excede a la conciencia humana en el sentido de que ni la
naturaleza misma puede conocerlo, pues ella también es, al fin y al cabo,
víctima (por supuesto la Quine Organization está dentro de la naturaleza, pero
a esto hay que hacer dos matices: en “Nuestro supervisor provisional” las
peculiares cualidades del tal supervisor pueden concitarnos graves sospechas, y
además, ¿hasta qué punto no funciona la Quine Organization o los sistemas
burocráticos o fabriles como metáforas a su vez, tal como antes hacían los
monstruos, del universo que Ligotti quiere mostrarnos? El capitalismo, en este
sentido, como las pesadillas, es la catástrofe en la vida que nos hace visible la catástrofe que es la vida).
Esta importancia de lo no
mostrado es tan coherente y tan singular, que tiene peculiares consecuencias.
La conclusión de “El prodigio de los sueños” puede permitir mostrarlo: allí,
por un lado, descubierto por parte del espantado protagonista el olvido por él mismo
convocado que le impedía entender los misteriosos signos que a su alrededor se
disponían, comprende que va a morir inmediatamente. Ligotti refiere “las
pisadas de hombre y bestia” que se escuchan al otro lado de la puerta de la
biblioteca, pero también de “algo horrible e informe” que comienza “a
arrastrarse emergiendo de las brumas, atravesando paredes y ventanas como si
estas también estuvieran hechas de simple niebla”. Por un lado, Ligotti sugiere
una mezcla de hombre y bestia que convoca una idea de muerte física brutal pero
que no se describe en detalle (por ejemplo, qué bestia); por otro, un horror
informe y casi abstracto. ¿Quién mata a Emerson (curioso apellido del
protagonista): el hombre-bestia o el horror informe del que ignoramos toda descripción?
Uno se escucha al otro lado de la puerta; el otro, de las ventanas. Ligotti no
dice el lugar de entrada y ni siquiera dedica una frase al momento de la misma,
que solo descubrimos por las palabras de Emerson. Finalmente, una única frase
del narrador: “Y el dios, como un esclavo obediente, descendió sobre su
víctima”. Con el término “dios” Ligotti expresa la magnificencia del ser que
viene a matar a Emerson, pero sobre todo evita explicitar su procedencia y
forma material. La ambigüedad es notable y en último término sirve para
afianzar la única certeza: el espantoso dolor de la muerte del hombre, sus
gritos fundidos con el griterío de los cisnes. Ligotti no solo lo ha dejado
casi todo fuera sino que ha doblado al ser que destruye a Emerson creando así
no solo enigma sino confusión. El horror se precipita inevitablemente pero su
forma es inasible, no porque la descripción sea imposible, como en cierto
Lovecraft, sino porque no se emprende siquiera.
Más aún, la singularidad de
Ligotti procede de que generalmente no se muestra más porque lo que hay no es
algo que haya que ver, precisamente. Al final de “El prodigio de los sueños” no
hay nada importante que ver sino que entender, un mecanismo funesto de
autocondena y olvido finalmente cumplido.
En el fondo, hay relatos de Ligotti que lo explican todo: “El Tsalal”,
“Demente velada de expiación” (pese a su audaz y enigmático final), “La sombra,
la oscuridad”. La reflexión y discursividad son centrales en la obra de Ligotti
porque su horror, insisto, es ontológico: más que verlo, hay que entenderlo.
Todo lo que veamos es mera metáfora de una verdad terrible, esencial, que no se
deja resumir en forma alguna. En el arte de la sugerencia y la elipsis de
Ligotti se juega en el fondo la comprensión del mundo en tanto mascarada del
dolor como única certeza. El brutal final de “El Tsalal”, por ejemplo, es tanto
más extremo por cuanto, al dejar Ligotti inexplorado el ritual canibalístico
que lo concluye, no deja de manifestar con ello la irrelevancia en último término
de tales dolores frente a las monumentales dimensiones de la catástrofe que
siempre se avecina en sus relatos.
Dado que entre las cosas
que podemos entender están el carácter maligno de la existencia, el sufrimiento
como su principal cualidad y su absoluto sinsentido, sobremanera este tercer aspecto permite a Ligotti ir más lejos que nadie en el tensar la cuerda de sus
atmósferas y sucesos permitiéndose entre otras cosas un notable sentido del
humor. Muchas veces este procede de la descripción de sus paisajes humanos
(donde destaco, como mis personales favoritos, el de la oficina de “Mi defensa
de una acción punitiva” y los hilarantes artistas presentes en los relatos de
la tercera parte de Teatro Grottesco),
pero en otras, como “Atracción de feria y otros relatos” (un
magnífico ejemplo por cierto de la capacidad de Ligotti para teorizar sobre su propia
práctica) o “La marioneta payaso”, el humor surge del ridículo consustancial a
dos cosas: nuestra vida, y las supuestas manifestaciones de lo siniestro, lo
arcano, lo esotérico, etc. Toda revelación es patética en Ligotti, envuelta en
no otra cosa que trivialidad. La suntuosidad y trascendentalidad de lo
esotérico le produce visible desdén, tal como expresa nítidamente en “El orden
de la ilusión”, sintético y espectacular cierre de Noctuario donde no hay mayor dolor que la imposibilidad humana de dar un sentido a lo que carece manifiestamente de ello sin que adopte la forma de parodia. Las muñecas rotas son más reveladoras que pentáculos, crucifijos y otros
símbolos, y los escasos rituales son dejados en un riguroso y piadoso
fueracampo del que solo extraemos lo esencial.
Hay otro factor adicional:
la estupidez consustancial a toda humanidad. Pero fundamentalmente, se trata en
Ligotti de entender que toda ambición es ridícula, que toda esperanza es vana.
Por ello, nada más cómico en su obra que los artistas, y por ello, como
descubre el protagonista, entre los poderes del Teatro Grottesco (en el relato
del mismo nombre) está el de poner fin a la actividad artística de sus
miembros. No hay nada que hacer en el mundo de Ligotti, toda acción está
abocada al fracaso o la irrelevancia en el mejor de los casos, y así la lucha
es frecuentemente divertida, resulta ridícula y se hunde en el sinsentido
contra el que lucha, razón por la cual el protagonista de “El orden de la
ilusión”, firme creyente en el hecho de
que no hay más revelación que la parodia de la misma, se encuentra con el
patetismo y ridículo de su incapacidad para evitar la resignificación de todo
aquello que toca, siendo finalmente la capacidad de significar la que deviene
dolor (el dolor del signo): la parodia duele, su contrario también, y así no
hay lugar para la lucha y el protagonista se deja hacer, se convierte en santón
y vive el resto de sus días en el reino de la amargura y la mascarada.
Las manifestaciones
sobrenaturales devienen igualmente risibles, y ahí es difícil igualar la
originalidad y riesgo del autor. Me permitiré explicarlo así: creo que no
seremos pocos los que, viendo una película o leyendo una historia de terror, no
hemos pensado: “¡vaya tontería!”. Muchas veces el terror raya el absurdo, nos
resulta ridículo con sus fantasmas jugando al despiste, los psicópatas
acechando cansinos durante horas, los zombis extenuantemente lentos… todos
podemos pensar en muchos ejemplos. Ligotti consigue el más difícil todavía: los
hechos que narran sus historias resultan generalmente absurdos, suelen ser
risibles, y sin embargo es esto lo que los convierte en terroríficos. Porque el
horror no necesita dar miedo, una de las grandes lecciones de su obra. Si en Seres extraños, la desconocida y
extraordinaria película de Takashi Shimizu, el conmovedor personaje
interpretado por Shinya Tsukamoto acababa descubriendo que el camino hacia el
conocimiento sería iluminado por el terror, pues no se tiene miedo porque se ve
sino que es el estar aterrorizado lo que permite ver, el terror el que permite
una apertura perceptiva que nos hace permeables y conscientes de nuevas
realidades, podríamos decir que a Ligotti este descubrimiento ni le va ni le
viene.
Porque lo importante es que es el horror el que nos mira a nosotros, queramos o no. El nos ve, nos domina, más aún: estamos hechos de horror. Dar miedo es una debilidad que los humanos
trasladamos a un reino al que nada importamos, por ello es importante la escasa
preocupación de Ligotti por aterrorizar a sus lectores. Constituyendo el ser
mismo en toda su extensión, lo risible es la muestra de un horror dueño y señor
de la existencia, que no tiene necesidad de manifestar su poder sobre nosotros
aterrorizándonos. Lo que muestra “La marioneta payaso” es ridículo, puede dar
risa (de hecho hay un gag con un yoyó de un atrevimiento difícil de creer): esa
despreocupación es el mayor signo de su omnipotencia, de su poder infinito. Es
el reino de lo grotesco: la transformación a la par risible y espantosa de la
realidad, risible por terrible, terrible por risible. El hombre cuyo guiño
suena como el diafragma de una cámara sonríe, y esa sonrisa es el signo de un
espanto inasible y siempre triunfante.
Tales dimensiones del
espanto definen bien la dimensión de lo que Lovecraft denominaba “horror
cósmico”. Los personajes de Ligotti extreman sin duda las cualidades de los
protagonistas de las obras de Lovecraft o su también admirado Poe, pero el
horror ahora es demasiado para que ser humano alguno lo soporte. La locura, el
desmayo, la muerte, son pocas para Ligotti, que en Teatro Grottesco, como ya se dijo, describe una humanidad realmente
en las últimas, histérica, cobarde, ruin, reducida a la sombra decadente de lo
que una vez fue un sueño ilusorio. Es esto lo que permite a Ligotti llegar en
ocasiones a prescindir prácticamente de la figura del protagonista, o ponerla
en duda, o llevarla a diversos usos extraños, como los de varios relatos del
citado “Cuaderno de la noche”, voces de no se sabe quién, o reducir a sus
personajes a meros sujetos sufrientes de situaciones incomprensibles (“Las
voces de los huesos”), aunque en ello puede entrar en sintonía con la corriente
del horror moderno que incide sobre todo en los horrores de la psique o la
fragmentación de la identidad y la conciencia, como en “Las ferias de
gasolinera”, “El bungalow” y tantos otros. Más lejos irá en dos relatos singulares: en la conclusión de “Severini” las voces de protagonista y
antagonista se funden alucinatoriamente en una sorprendente y enigmática
lección de experimentación literaria donde las barreras espaciales, temporales
y mentales desaparecen y la palabra parece devenir campo autónomo
repentinamente consciente de sus poderes para trascender toda realidad descrita
y mostrar toda conciencia como efecto, sedimento reconstruible y reconfigurable
a capricho de poderes siempre ocultos.
Pero a mi juicio la
culminación de los poderes como autor literario de Ligotti se sintetizan en su
mejor relato y, para un servidor, el que quizás sea el mejor relato de horror
jamás escrito: “La Torre Roja”. Aquí, Ligotti no se cruza con el habitual Kafka
sino si acaso con Roussel, en una historia que no es
más que la descripción, alucinada y fascinada, de una misteriosa fábrica (otra
vez) quizás abandonada, sin puertas ni ventanas, y sus sorprendentes líneas de
producción. En la descripción detallada y detenida del lugar, en otro
prodigioso uso de las sugerencias, las sospechas y los rumores, se acaba
decantando una voz narradora que acabamos conociendo como un mero efecto de
aquello que describe… y que nunca ha visto y quizá nadie haya visto nunca pero
de lo que todos hablan y nunca nadie deja de hablar, reducida toda existencia
humana a la especulación sobre los misterios de la fábrica misteriosa. El
narrador es efecto de lo narrado y no vive más que para narrar: reducido a su
voz, a su terror, Ligotti nos muestra como pocas veces se ha visto la desnudez
absoluta de una humanidad reducida al simple pavor, en el fondo el resultado no
ya solo de la Torre Roja sino de la propia literatura, la necesidad de que
alguien hable y describa. A veces la literatura, el arte, tiene esos poderes:
permitirnos creer que estamos destruyendo el mundo, o afirmándolo tal como en
realidad es: el infierno que bastará pasar la página para ver reconfigurado,
siempre renacido y único. Con la única esperanza de que algún día advenga la
última página, tras la cual no basten ya las metáforas para disimular el dolor
y nos decidamos a dejarnos de historias y destruir por fin, de la única manera
en verdad posible, el mundo.