martes, 15 de mayo de 2018

Thomas Ligotti: una introducción (3 de 3)



    Si Thomas Ligotti piensa, con Schopenhauer, que “entre los bastidores de la vida existe algo pernicioso que convierte nuestro mundo en una pesadilla”, así la atmósfera propia del horror sobrenatural será creada por “cualquier cosa que sugiera una situación ominosa más allá de la que perciben nuestros sentidos y pueden comprender plenamente nuestras mentes” (CcEh, 227). En la visión de Ligotti, el buen cuento de horror sobrenatural siempre deja algo sin explicar, y esto en tanto lo ominoso siempre obedece a algo más esencial, algo que no se deja ver, figurar, hacer figura, ser concreto, nombre o rostro y cuerpo por muy imposibles que sean. Para Ligotti, es simple: si puedes explicarlo, no es sobrenatural. Aunque se trate de una historia de fantasmas, vampiros, monstruos, lo que sea, debe haber un horror que no se deja limitar a ello. La obra de Radcliffe, o El corazón de las tinieblas de Conrad no incluyen elementos sobrenaturales, y sin embargo Ligotti los incluye en el género debido a su atmósfera, que sí lo es, por las razones señaladas. Más allá del “enigma que jamás se desvela” (N, 26) subyace una realidad que nos excede, nos supera, inabarcable y por supuesto enemiga: lo poco que accedemos a vislumbrar nos contempla con ojos diabólicos. De hecho, si las obras de Radcliffe o Conrad sirven tan bien de ejemplo en La conspiración contra la especie humana es porque, al no contar historias sobrenaturales, muestran mejor aún el pavor ante la inmensidad de los bosques, los ríos, ante una naturaleza experimentada como misteriosa, impenetrable, amenazadora y perversa.  
    La elipsis inevitablemente deviene figura principal del relato de horror, llevado en Ligotti, incluso más aún que en Lovecraft, a extremos de total abstracción, precisamente los que permiten la alucinante recopilación de breves viñetas que componen la tercera parte de Noctuario, el ya citado “Cuaderno de la noche”, donde algunos de los textos se dirían reflexiones perturbadas de individuos desconocidos en una situación que nunca llegaremos a esclarecer ni en sus más nimios detalles. Pero la elipsis, como en Kafka, también es el medio ideal para mostrar hasta qué punto ignoramos las manos que dirigen nuestro destino: nunca conocemos al gestor de la ciudad, o llegamos a penetrar en los secretos presumiblemente terribles de la Quine Organization, presencia importante en la segunda parte de Teatro Grottesco. El fuera de campo, como diríamos en cine, es vasto e inabarcable, y excede a la conciencia humana en el sentido de que ni la naturaleza misma puede conocerlo, pues ella también es, al fin y al cabo, víctima (por supuesto la Quine Organization está dentro de la naturaleza, pero a esto hay que hacer dos matices: en “Nuestro supervisor provisional” las peculiares cualidades del tal supervisor pueden concitarnos graves sospechas, y además, ¿hasta qué punto no funciona la Quine Organization o los sistemas burocráticos o fabriles como metáforas a su vez, tal como antes hacían los monstruos, del universo que Ligotti quiere mostrarnos? El capitalismo, en este sentido, como las pesadillas, es la catástrofe en la vida que nos hace visible la catástrofe que es la vida). 
    Esta importancia de lo no mostrado es tan coherente y tan singular, que tiene peculiares consecuencias. La conclusión de “El prodigio de los sueños” puede permitir mostrarlo: allí, por un lado, descubierto por parte del espantado protagonista el olvido por él mismo convocado que le impedía entender los misteriosos signos que a su alrededor se disponían, comprende que va a morir inmediatamente. Ligotti refiere “las pisadas de hombre y bestia” que se escuchan al otro lado de la puerta de la biblioteca, pero también de “algo horrible e informe” que comienza “a arrastrarse emergiendo de las brumas, atravesando paredes y ventanas como si estas también estuvieran hechas de simple niebla”. Por un lado, Ligotti sugiere una mezcla de hombre y bestia que convoca una idea de muerte física brutal pero que no se describe en detalle (por ejemplo, qué bestia); por otro, un horror informe y casi abstracto. ¿Quién mata a Emerson (curioso apellido del protagonista): el hombre-bestia o el horror informe del que ignoramos toda descripción? Uno se escucha al otro lado de la puerta; el otro, de las ventanas. Ligotti no dice el lugar de entrada y ni siquiera dedica una frase al momento de la misma, que solo descubrimos por las palabras de Emerson. Finalmente, una única frase del narrador: “Y el dios, como un esclavo obediente, descendió sobre su víctima”. Con el término “dios” Ligotti expresa la magnificencia del ser que viene a matar a Emerson, pero sobre todo evita explicitar su procedencia y forma material. La ambigüedad es notable y en último término sirve para afianzar la única certeza: el espantoso dolor de la muerte del hombre, sus gritos fundidos con el griterío de los cisnes. Ligotti no solo lo ha dejado casi todo fuera sino que ha doblado al ser que destruye a Emerson creando así no solo enigma sino confusión. El horror se precipita inevitablemente pero su forma es inasible, no porque la descripción sea imposible, como en cierto Lovecraft, sino porque no se emprende siquiera. 
    Más aún, la singularidad de Ligotti procede de que generalmente no se muestra más porque lo que hay no es algo que haya que ver, precisamente. Al final de “El prodigio de los sueños” no hay nada importante que ver sino que entender, un mecanismo funesto de autocondena y olvido finalmente cumplido.  En el fondo, hay relatos de Ligotti que lo explican todo: “El Tsalal”, “Demente velada de expiación” (pese a su audaz y enigmático final), “La sombra, la oscuridad”. La reflexión y discursividad son centrales en la obra de Ligotti porque su horror, insisto, es ontológico: más que verlo, hay que entenderlo. Todo lo que veamos es mera metáfora de una verdad terrible, esencial, que no se deja resumir en forma alguna. En el arte de la sugerencia y la elipsis de Ligotti se juega en el fondo la comprensión del mundo en tanto mascarada del dolor como única certeza. El brutal final de “El Tsalal”, por ejemplo, es tanto más extremo por cuanto, al dejar Ligotti inexplorado el ritual canibalístico que lo concluye, no deja de manifestar con ello la irrelevancia en último término de tales dolores frente a las monumentales dimensiones de la catástrofe que siempre se avecina en sus relatos. 
    Dado que entre las cosas que podemos entender están el carácter maligno de la existencia, el sufrimiento como su principal cualidad y su absoluto sinsentido, sobremanera este tercer aspecto permite a Ligotti ir más lejos que nadie en el tensar la cuerda de sus atmósferas y sucesos permitiéndose entre otras cosas un notable sentido del humor. Muchas veces este procede de la descripción de sus paisajes humanos (donde destaco, como mis personales favoritos, el de la oficina de “Mi defensa de una acción punitiva” y los hilarantes artistas presentes en los relatos de la tercera parte de Teatro Grottesco), pero en otras, como “Atracción de feria y otros relatos” (un magnífico ejemplo por cierto de la capacidad de Ligotti para teorizar sobre su propia práctica) o “La marioneta payaso”, el humor surge del ridículo consustancial a dos cosas: nuestra vida, y las supuestas manifestaciones de lo siniestro, lo arcano, lo esotérico, etc. Toda revelación es patética en Ligotti, envuelta en no otra cosa que trivialidad. La suntuosidad y trascendentalidad de lo esotérico le produce visible desdén, tal como expresa nítidamente en “El orden de la ilusión”, sintético y espectacular cierre de Noctuario donde no hay mayor dolor que la imposibilidad humana de dar un sentido a lo que carece manifiestamente de ello sin que adopte la forma de parodia. Las muñecas rotas son más reveladoras que pentáculos, crucifijos y otros símbolos, y los escasos rituales son dejados en un riguroso y piadoso fueracampo del que solo extraemos lo esencial.
    Hay otro factor adicional: la estupidez consustancial a toda humanidad. Pero fundamentalmente, se trata en Ligotti de entender que toda ambición es ridícula, que toda esperanza es vana. Por ello, nada más cómico en su obra que los artistas, y por ello, como descubre el protagonista, entre los poderes del Teatro Grottesco (en el relato del mismo nombre) está el de poner fin a la actividad artística de sus miembros. No hay nada que hacer en el mundo de Ligotti, toda acción está abocada al fracaso o la irrelevancia en el mejor de los casos, y así la lucha es frecuentemente divertida, resulta ridícula y se hunde en el sinsentido contra el que lucha, razón por la cual el protagonista de “El orden de la ilusión”, firme creyente en el hecho de que no hay más revelación que la parodia de la misma, se encuentra con el patetismo y ridículo de su incapacidad para evitar la resignificación de todo aquello que toca, siendo finalmente la capacidad de significar la que deviene dolor (el dolor del signo): la parodia duele, su contrario también, y así no hay lugar para la lucha y el protagonista se deja hacer, se convierte en santón y vive el resto de sus días en el reino de la amargura y la mascarada.
    Las manifestaciones sobrenaturales devienen igualmente risibles, y ahí es difícil igualar la originalidad y riesgo del autor. Me permitiré explicarlo así: creo que no seremos pocos los que, viendo una película o leyendo una historia de terror, no hemos pensado: “¡vaya tontería!”. Muchas veces el terror raya el absurdo, nos resulta ridículo con sus fantasmas jugando al despiste, los psicópatas acechando cansinos durante horas, los zombis extenuantemente lentos… todos podemos pensar en muchos ejemplos. Ligotti consigue el más difícil todavía: los hechos que narran sus historias resultan generalmente absurdos, suelen ser risibles, y sin embargo es esto lo que los convierte en terroríficos. Porque el horror no necesita dar miedo, una de las grandes lecciones de su obra. Si en Seres extraños, la desconocida y extraordinaria película de Takashi Shimizu, el conmovedor personaje interpretado por Shinya Tsukamoto acababa descubriendo que el camino hacia el conocimiento sería iluminado por el terror, pues no se tiene miedo porque se ve sino que es el estar aterrorizado lo que permite ver, el terror el que permite una apertura perceptiva que nos hace permeables y conscientes de nuevas realidades, podríamos decir que a Ligotti este descubrimiento ni le va ni le viene.
    Porque lo importante es que es el horror el que nos mira a nosotros, queramos o no. El nos ve, nos domina, más aún: estamos hechos de horror. Dar miedo es una debilidad que los humanos trasladamos a un reino al que nada importamos, por ello es importante la escasa preocupación de Ligotti por aterrorizar a sus lectores. Constituyendo el ser mismo en toda su extensión, lo risible es la muestra de un horror dueño y señor de la existencia, que no tiene necesidad de manifestar su poder sobre nosotros aterrorizándonos. Lo que muestra “La marioneta payaso” es ridículo, puede dar risa (de hecho hay un gag con un yoyó de un atrevimiento difícil de creer): esa despreocupación es el mayor signo de su omnipotencia, de su poder infinito. Es el reino de lo grotesco: la transformación a la par risible y espantosa de la realidad, risible por terrible, terrible por risible. El hombre cuyo guiño suena como el diafragma de una cámara sonríe, y esa sonrisa es el signo de un espanto inasible y siempre triunfante.
    Tales dimensiones del espanto definen bien la dimensión de lo que Lovecraft denominaba “horror cósmico”. Los personajes de Ligotti extreman sin duda las cualidades de los protagonistas de las obras de Lovecraft o su también admirado Poe, pero el horror ahora es demasiado para que ser humano alguno lo soporte. La locura, el desmayo, la muerte, son pocas para Ligotti, que en Teatro Grottesco, como ya se dijo, describe una humanidad realmente en las últimas, histérica, cobarde, ruin, reducida a la sombra decadente de lo que una vez fue un sueño ilusorio. Es esto lo que permite a Ligotti llegar en ocasiones a prescindir prácticamente de la figura del protagonista, o ponerla en duda, o llevarla a diversos usos extraños, como los de varios relatos del citado “Cuaderno de la noche”, voces de no se sabe quién, o reducir a sus personajes a meros sujetos sufrientes de situaciones incomprensibles (“Las voces de los huesos”), aunque en ello puede entrar en sintonía con la corriente del horror moderno que incide sobre todo en los horrores de la psique o la fragmentación de la identidad y la conciencia, como en “Las ferias de gasolinera”, “El bungalow” y tantos otros. Más lejos irá en dos relatos singulares: en la conclusión de “Severini” las voces de protagonista y antagonista se funden alucinatoriamente en una sorprendente y enigmática lección de experimentación literaria donde las barreras espaciales, temporales y mentales desaparecen y la palabra parece devenir campo autónomo repentinamente consciente de sus poderes para trascender toda realidad descrita y mostrar toda conciencia como efecto, sedimento reconstruible y reconfigurable a capricho de poderes siempre ocultos.
    Pero a mi juicio la culminación de los poderes como autor literario de Ligotti se sintetizan en su mejor relato y, para un servidor, el que quizás sea el mejor relato de horror jamás escrito: “La Torre Roja”. Aquí, Ligotti no se cruza con el habitual Kafka sino si acaso con Roussel, en una historia que no es más que la descripción, alucinada y fascinada, de una misteriosa fábrica (otra vez) quizás abandonada, sin puertas ni ventanas, y sus sorprendentes líneas de producción. En la descripción detallada y detenida del lugar, en otro prodigioso uso de las sugerencias, las sospechas y los rumores, se acaba decantando una voz narradora que acabamos conociendo como un mero efecto de aquello que describe… y que nunca ha visto y quizá nadie haya visto nunca pero de lo que todos hablan y nunca nadie deja de hablar, reducida toda existencia humana a la especulación sobre los misterios de la fábrica misteriosa. El narrador es efecto de lo narrado y no vive más que para narrar: reducido a su voz, a su terror, Ligotti nos muestra como pocas veces se ha visto la desnudez absoluta de una humanidad reducida al simple pavor, en el fondo el resultado no ya solo de la Torre Roja sino de la propia literatura, la necesidad de que alguien hable y describa. A veces la literatura, el arte, tiene esos poderes: permitirnos creer que estamos destruyendo el mundo, o afirmándolo tal como en realidad es: el infierno que bastará pasar la página para ver reconfigurado, siempre renacido y único. Con la única esperanza de que algún día advenga la última página, tras la cual no basten ya las metáforas para disimular el dolor y nos decidamos a dejarnos de historias y destruir por fin, de la única manera en verdad posible, el mundo. 

miércoles, 9 de mayo de 2018

Thomas Ligotti: una introducción (2 de 3)


2: Donde no habita el olvido

    Recapitulemos. Ligotti hace literatura con mensaje: la existencia es sufrimiento, dolor, maldad. Mejor es la inexistencia. Todo La conspiración contra la especie humana está dedicado a la defensa de esta tesis: “para los pesimistas la vida es algo que no debería ser, lo que significa que lo que creen que debería ser es la ausencia de vida, la nada, el no ser, el vacío de lo increado” (CcEh, 61). Seguir cronológicamente la obra de Ligotti es asistir a la decantación progresiva de un mundo literario acorde con este pensamiento, donde la cordura existe apenas y la entropía parece haber tomado posesión de un mundo que no recuerda siquiera haber sido ajeno algún día al desastre. Aquí, la criatura lovecraftiana, los Primordiales, los seres que dominaban la naturaleza, se han hecho ellos mismos naturaleza. Su ser viscoso, tentacular, su realidad trémula y en último término incognoscible para nuestra conciencia impotente, es ahora la sustancia misma de toda materia, y aún de toda alma, pensamiento, etc. El edificio de “La escuela nocturna” se vuelve oleaginoso, líquido, y el cine de “Glamour” parece todo él, espectadores incluidos, un trenzado de cabellos viejos como un mar infinito de telarañas, dos realidades que parecen haber sido devoradas y regurgitadas dando lugar a nuevos espacios con nuevas reglas. El protagonista de “El Tsalal” genera transformaciones imposibles y desvela una realidad vulnerable en su misma configuración material. No es algo otro, Lo Otro, que amenaza; es la realidad misma, que accede a y desvela su naturaleza insoportable. Cada dimensión de la existencia se vuelve dudosa y así el ser tentacular e incognoscible lovecraftiano es ahora la realidad tentacular e incognoscible ligottiana. La pesadilla no se inicia en esta o aquella ciudad, en este o aquel pueblo, raza, subterráneo, etc. El protagonista ligottiano no descubre a ser o seres algunos terribles, pertenecientes a algún universo espantoso o rincón del mismo: descubre la verdad del universo mismo y aún de todo otro universo posible pues, insisto, el problema no es ya el universo sino la existencia, y por ello no hay más escapatoria que la muerte. ¿Posibilidad de iluminación? La encontramos en relatos como “Demente velada de expiación” o, sobre todo, “La sombra, la oscuridad”, conclusión de Teatro Grottesco, una suerte de iluminación budista: conciencia de la existencia como sufrimiento y anulación del ego a favor de la “negrura”.
    Nuestra mente no es una excepción: somos peleles con temblores donde debiera haber cerebros. Títeres sumidos en estructuras y tramas que no entendemos, lo que, curiosamente, convierte a Teatro Grottesco en ese libro donde Lovecraft y Kafka se encuentran y dan la mano, con algo vagamente parecido a la amistad. Como señalé en la entrada anterior, Kafka es un autor cercano al género de horror (o a la “ficción de lo extraño”, como más precisamente la denomina Ligotti en su prólogo a Noctuario), porque comparte con él un mismo universo, donde el ser humano es un títere sometido a los vaivenes y caprichos posiblemente sin sentido (no hay, en todo caso, posibilidad de experimentarlo de otro modo) de una maquinaria incomprensible que en todo nos supera. Si Machen había logrado vincular este universo a las grandes urbes de finales del siglo XIX (como puede verse en algunas de sus mejores obras, como el relato “La luz interior” o la novela Los tres impostores), Kafka lo hace con esa burocracia moderna que, en cierto modo, nace a la literatura con él, y que reaparece en algunos de los relatos más desopilantes de Teatro Grottesco (ejemplo: uno de los momentos más ejemplar y típicamente terroríficos de todo el libro sucede cuando un obrero fabril telefonea al supervisor de su fábrica para renunciar a su trabajo). Resulta tentador así postular a Ligotti como el autor de literatura de terror más inequívocamente ligado al capitalismo triunfante de nuestra época, el único sistema económico que ha conseguido ocupar la totalidad del planeta (y por favor, que nadie me venga diciendo que hay excepciones, intento hablar en serio). Su postura en ese sentido no es en absoluto ambigua: pocas veces se ha mostrado el horror inherente a tal sistema que en relatos como “Mi defensa de una acción punitiva” o “Nuestro supervisor provisional” (donde por cierto se niega a subestimar el papel de las fábricas, al contrario de ciertos marxismos occidentales de las últimas décadas). Pero me refiero sobre todo a la capacidad de concebir un horror que todo lo deglute y que acaba constituyendo, propiamente, todo lo que es. Lovecraft aún podía pensar en espacios inaccesibles para los miembros de su comunidad, para ese mundo al que era ajeno pero que sabía, en el fondo, el suyo. Ya no hay rincones inexplorados apenas y Ligotti llega a la conclusión lógica, pero mucho más elaborada y mucho menos fácil que la opción pluridimensional tan en boga actualmente, de derivar el horror al fondo de las cosas, de desarbolar conciencia, espacio, tiempo y materia (igualmente parece intentarlo Alan Moore, con sus no obstante mediocres narraciones lovecraftianas; más éxito tuvieron Michael de Luca y John Carpenter con la imprescindible In the mouth of madness). Más aún, la absoluta e inimaginable potencia y expansión del capitalismo ha hecho realidad, por primera vez en la historia de la especie humana, la existencia de un absoluto sin exterioridad, un sistema que no permite rincones ajenos a su poder. Recordemos que antes del capitalismo no existía literatura de terror salvo, si acaso, en la forma de cuentos populares, de objeto y mecanismos bien distintos. Antes, el absoluto lo ocupaba Dios o, para ciertos gnósticos caros a Lovecraft y Ligotti, el diablo. El capitalismo ha permitido, por primera vez, hacer realidad material la existencia de un absoluto y un universo cerrado. A mi juicio, esto hace posible el radical paso adelante ligottiano y su encuentro con las realidades del capitalismo contemporáneo.
    Este paso supone, además, que el horror se hace cotidiano. Y colectivo. Los relatos de Teatro Grottesco podrían tener lugar tras los finales de algunos relatos lovecraftianos, de tal modo que en “Nuestro supervisor provisional” la labor nombrada en el título es desempeñada por nada menos que una criatura lovecraftiana, un ser diríase vaporoso, o una sombra capaz de hacerse material, apenas vislumbrado a través de los cristales viselados de su despacho. Ante ello hay reacciones de horror, o mejor dicho de inquietud: el horror sería perder el trabajo. Más aún, el escenario realmente terrorífico que describe el relato está constituido por el extraño modo en que los obreros evolucionan a partir de ese momento hasta un estado de práctica esclavitud, sin afuera del trabajo, en una involución a condiciones laborales propias del siglo XIX que a todos debiera sonarnos mucho. Si Ligotti puede permitirse colocar a una criatura lovecraftiana como supervisor provisional de una fábrica es porque el horror, extendido a la totalidad de la realidad misma, llega a convertir a lo sobrenatural en trivial. Lo sobrenatural y el horror son la cotidianeidad del mundo ligottiano. Sus personajes están horrorizados o perplejos. Nadie se desmaya, porque hablamos de universos donde hay carros gigantes que recorren las calles recogiendo a los suicidas tal como caen los frutos de los árboles o donde un tipo desconocido, que nadie ha visto pero que carece del más mínimo conocimiento ortográfico, es capaz de convertir una ciudad entera en un extraño parque de atracciones en virtud de un poder que nadie sabe cómo se obtiene o quién otorga. Si el ruidismo nos enseña que no hay silencio y que todo sonido surge del sonido, Ligotti nos enseña que lo sobrenatural no es algo que aparezca (y mucho menos rompiéndolo) en un contexto natural y que el horror no es eso que irrumpe en nuestra plácida normalidad. Si lo sobrenatural “es la sensación de lo que no debería ser” (CcEh, 259), lo sobrenatural es todo lo que existe, porque existe, porque lo que debería ser es la inexistencia y no cabe por tanto otro sentimiento que el del horror allá donde hay vida. Hay horror porque, si hay algo, no puede haber otra cosa, es lo que existe como mínimo.
    Empezando en Noctuario y definitivamente en Teatro Grottesco, el mundo está en derrumbe, o mejor dicho: el mundo es aquello que es en derrumbe. En el primer relato de Teatro Grottesco, “Pureza”, la descripción que el protagonista nos hace de su universo familiar es delirante a más no poder, pero cuando sale de su casa descubrimos que el exterior está peor aún si cabe. Ese universo de casas derruidas, calles vacías, reuniones de gente en hoteles abandonados de barriadas semi-demolidas se hace constante, y su paisaje humano estará cortado a la medida: gente histérica, asustada, ruin y mezquina, invariablemente mediocre, derrotada y sin esperanza mayor que la de, si acaso, someter a sus semejantes.
    Esto lleva a otro rasgo llamativo: la experiencia colectiva del horror. Ciertamente no poseo un conocimiento exhaustivo del género, pero hasta donde llego tal suele estar centrado en experiencias individuales, de unos escasos personajes o de comunidades cerradas, dejando “afuera” al conjunto de la sociedad (sin duda hay excepciones, pienso por ejemplo en las películas Kairo y Retribution de Kiyoshi Kurosawa, o no pocos manga del gran Junji Ito). En Ligotti ciudades enteras pueden estar implicadas en un argumento, como sucede en “En una ciudad extranjera, en una tierra extranjera” o, en menor medida, la alucinada conclusión de “Las ferias de gasolinera”, e incluso ser el agente mismo del horror, como la temible “ciudad impostora” de “Nuevos rostros en la ciudad”, en Noctuario. En el relato que abre “En una ciudad…” podría no estar pasando nada, pero la estupidez, histerismo y miseria de sus habitantes se basta para construir horrores en cada momento. La importancia en Ligotti del rumor, los chismes, los intercambios orales de sus poblaciones decadentes (pero “normales”, comunes) muestra un hábitat donde no hay solo horror, no hay solo sufrimiento, sino también maldad y, sobre todo, sinsentido y estulticia. Raros son los personajes inteligentes. El ser humano ligottiano es una marioneta dominada total o casi totalmente por pasiones, manías, obsesiones, enfermedades (preferentemente estomacales: Ligotti, además de ansiedad crónica y anhedonia, padece síndrome de colon irritable), o por traumas, fuerzas, situaciones ante las que nada pueden hacer. El estado esencial del humano ligottiano es el padecimiento, la incapacidad de obrar, de hacer lo que sea y, si hacen algo, hacerlo generalmente mal. Uno de los resúmenes más divertidos de esto lo ofrece Ligotti en el impagable primer párrafo de “La marioneta payaso”:
Siempre había tenido la impresión de que mi existencia, simple y llanamente, consistía en el más atroz de los sinsentidos. Desde que tengo uso de razón, cada incidente y anhelo de mi vida sólo ha servido para perpetrar un episodio tras otro del más manifiesto sinsentido, todos ellos atrozmente absurdos. Desde cualquier perspectiva –íntimamente cercana, infinitamente remota, o cualquier punto intermedio–, parecía que todo fuera siempre un mero accidente insólito que ocurría a una velocidad dolorosamente lenta. En ocasiones, me he quedado sin aliento por el caos impecable, el sinsentido absolutamente perfecto de algún espectáculo que tenía lugar fuera de mí mismo, o en mi interior. Imágenes de formas y líneas retorcidas brotan en mi mente. Garabatos de un epiléptico mentalmente trastornado, me he repetido con frecuencia a mí mismo. Si pudiera hacer alguna salvedad a esta situación atrozmente disparatada que he descrito –y no haré ninguna–, esta sola excepción incluiría aquellas visitas que experimentaba muy de vez en cuando a lo largo de mi existencia y, en especial, una visita en concreto que tuvo lugar en la farmacia del señor Vizniak.
    Por supuesto, hemos de llamar la atención sobre ese “y no haré ninguna”, que casi se basta por sí solo para resumir la singularidad ligottiana. Lo que se nos va a contar es algo extraordinario, pero para su protagonista es un absurdo, un sinsentido más de su desarticulada existencia. Evidentemente, es distinto a otros sinsentidos de su vida, pero no tanto como para que merezca ser considerado algo excepcional. Una vez más: en Ligotti lo sobrenatural es trivial, porque es la norma. Si acaso, la situación que nos será relatada se diferencia por mor del suceso que ocurrirá a su término, pero en el fondo lo que allí se hace manifiesto poco aporta a la existencia reducida a la casi nada de su protagonista. Si acaso, lo que a nosotros nos muestra el relato en su conclusión es el fundamento último del pesimismo ligottiano: no el absurdo, sino el determinismo: que no somos en ningún sentido dueños de nuestras vidas, sino meros sujetos pasivos de las mismas, que nuestro destino es ajeno a nosotros, y tiene siempre la peor de las intenciones… que, aclaro, no es la muerte, sino la vida, pues en Ligotti, al contrario de Unamuno, lo trágico de la vida no es la certeza de la muerte, sino que la muerte siempre tarda demasiado en llegar.