miércoles, 9 de mayo de 2018

Thomas Ligotti: una introducción (2 de 3)


2: Donde no habita el olvido

    Recapitulemos. Ligotti hace literatura con mensaje: la existencia es sufrimiento, dolor, maldad. Mejor es la inexistencia. Todo La conspiración contra la especie humana está dedicado a la defensa de esta tesis: “para los pesimistas la vida es algo que no debería ser, lo que significa que lo que creen que debería ser es la ausencia de vida, la nada, el no ser, el vacío de lo increado” (CcEh, 61). Seguir cronológicamente la obra de Ligotti es asistir a la decantación progresiva de un mundo literario acorde con este pensamiento, donde la cordura existe apenas y la entropía parece haber tomado posesión de un mundo que no recuerda siquiera haber sido ajeno algún día al desastre. Aquí, la criatura lovecraftiana, los Primordiales, los seres que dominaban la naturaleza, se han hecho ellos mismos naturaleza. Su ser viscoso, tentacular, su realidad trémula y en último término incognoscible para nuestra conciencia impotente, es ahora la sustancia misma de toda materia, y aún de toda alma, pensamiento, etc. El edificio de “La escuela nocturna” se vuelve oleaginoso, líquido, y el cine de “Glamour” parece todo él, espectadores incluidos, un trenzado de cabellos viejos como un mar infinito de telarañas, dos realidades que parecen haber sido devoradas y regurgitadas dando lugar a nuevos espacios con nuevas reglas. El protagonista de “El Tsalal” genera transformaciones imposibles y desvela una realidad vulnerable en su misma configuración material. No es algo otro, Lo Otro, que amenaza; es la realidad misma, que accede a y desvela su naturaleza insoportable. Cada dimensión de la existencia se vuelve dudosa y así el ser tentacular e incognoscible lovecraftiano es ahora la realidad tentacular e incognoscible ligottiana. La pesadilla no se inicia en esta o aquella ciudad, en este o aquel pueblo, raza, subterráneo, etc. El protagonista ligottiano no descubre a ser o seres algunos terribles, pertenecientes a algún universo espantoso o rincón del mismo: descubre la verdad del universo mismo y aún de todo otro universo posible pues, insisto, el problema no es ya el universo sino la existencia, y por ello no hay más escapatoria que la muerte. ¿Posibilidad de iluminación? La encontramos en relatos como “Demente velada de expiación” o, sobre todo, “La sombra, la oscuridad”, conclusión de Teatro Grottesco, una suerte de iluminación budista: conciencia de la existencia como sufrimiento y anulación del ego a favor de la “negrura”.
    Nuestra mente no es una excepción: somos peleles con temblores donde debiera haber cerebros. Títeres sumidos en estructuras y tramas que no entendemos, lo que, curiosamente, convierte a Teatro Grottesco en ese libro donde Lovecraft y Kafka se encuentran y dan la mano, con algo vagamente parecido a la amistad. Como señalé en la entrada anterior, Kafka es un autor cercano al género de horror (o a la “ficción de lo extraño”, como más precisamente la denomina Ligotti en su prólogo a Noctuario), porque comparte con él un mismo universo, donde el ser humano es un títere sometido a los vaivenes y caprichos posiblemente sin sentido (no hay, en todo caso, posibilidad de experimentarlo de otro modo) de una maquinaria incomprensible que en todo nos supera. Si Machen había logrado vincular este universo a las grandes urbes de finales del siglo XIX (como puede verse en algunas de sus mejores obras, como el relato “La luz interior” o la novela Los tres impostores), Kafka lo hace con esa burocracia moderna que, en cierto modo, nace a la literatura con él, y que reaparece en algunos de los relatos más desopilantes de Teatro Grottesco (ejemplo: uno de los momentos más ejemplar y típicamente terroríficos de todo el libro sucede cuando un obrero fabril telefonea al supervisor de su fábrica para renunciar a su trabajo). Resulta tentador así postular a Ligotti como el autor de literatura de terror más inequívocamente ligado al capitalismo triunfante de nuestra época, el único sistema económico que ha conseguido ocupar la totalidad del planeta (y por favor, que nadie me venga diciendo que hay excepciones, intento hablar en serio). Su postura en ese sentido no es en absoluto ambigua: pocas veces se ha mostrado el horror inherente a tal sistema que en relatos como “Mi defensa de una acción punitiva” o “Nuestro supervisor provisional” (donde por cierto se niega a subestimar el papel de las fábricas, al contrario de ciertos marxismos occidentales de las últimas décadas). Pero me refiero sobre todo a la capacidad de concebir un horror que todo lo deglute y que acaba constituyendo, propiamente, todo lo que es. Lovecraft aún podía pensar en espacios inaccesibles para los miembros de su comunidad, para ese mundo al que era ajeno pero que sabía, en el fondo, el suyo. Ya no hay rincones inexplorados apenas y Ligotti llega a la conclusión lógica, pero mucho más elaborada y mucho menos fácil que la opción pluridimensional tan en boga actualmente, de derivar el horror al fondo de las cosas, de desarbolar conciencia, espacio, tiempo y materia (igualmente parece intentarlo Alan Moore, con sus no obstante mediocres narraciones lovecraftianas; más éxito tuvieron Michael de Luca y John Carpenter con la imprescindible In the mouth of madness). Más aún, la absoluta e inimaginable potencia y expansión del capitalismo ha hecho realidad, por primera vez en la historia de la especie humana, la existencia de un absoluto sin exterioridad, un sistema que no permite rincones ajenos a su poder. Recordemos que antes del capitalismo no existía literatura de terror salvo, si acaso, en la forma de cuentos populares, de objeto y mecanismos bien distintos. Antes, el absoluto lo ocupaba Dios o, para ciertos gnósticos caros a Lovecraft y Ligotti, el diablo. El capitalismo ha permitido, por primera vez, hacer realidad material la existencia de un absoluto y un universo cerrado. A mi juicio, esto hace posible el radical paso adelante ligottiano y su encuentro con las realidades del capitalismo contemporáneo.
    Este paso supone, además, que el horror se hace cotidiano. Y colectivo. Los relatos de Teatro Grottesco podrían tener lugar tras los finales de algunos relatos lovecraftianos, de tal modo que en “Nuestro supervisor provisional” la labor nombrada en el título es desempeñada por nada menos que una criatura lovecraftiana, un ser diríase vaporoso, o una sombra capaz de hacerse material, apenas vislumbrado a través de los cristales viselados de su despacho. Ante ello hay reacciones de horror, o mejor dicho de inquietud: el horror sería perder el trabajo. Más aún, el escenario realmente terrorífico que describe el relato está constituido por el extraño modo en que los obreros evolucionan a partir de ese momento hasta un estado de práctica esclavitud, sin afuera del trabajo, en una involución a condiciones laborales propias del siglo XIX que a todos debiera sonarnos mucho. Si Ligotti puede permitirse colocar a una criatura lovecraftiana como supervisor provisional de una fábrica es porque el horror, extendido a la totalidad de la realidad misma, llega a convertir a lo sobrenatural en trivial. Lo sobrenatural y el horror son la cotidianeidad del mundo ligottiano. Sus personajes están horrorizados o perplejos. Nadie se desmaya, porque hablamos de universos donde hay carros gigantes que recorren las calles recogiendo a los suicidas tal como caen los frutos de los árboles o donde un tipo desconocido, que nadie ha visto pero que carece del más mínimo conocimiento ortográfico, es capaz de convertir una ciudad entera en un extraño parque de atracciones en virtud de un poder que nadie sabe cómo se obtiene o quién otorga. Si el ruidismo nos enseña que no hay silencio y que todo sonido surge del sonido, Ligotti nos enseña que lo sobrenatural no es algo que aparezca (y mucho menos rompiéndolo) en un contexto natural y que el horror no es eso que irrumpe en nuestra plácida normalidad. Si lo sobrenatural “es la sensación de lo que no debería ser” (CcEh, 259), lo sobrenatural es todo lo que existe, porque existe, porque lo que debería ser es la inexistencia y no cabe por tanto otro sentimiento que el del horror allá donde hay vida. Hay horror porque, si hay algo, no puede haber otra cosa, es lo que existe como mínimo.
    Empezando en Noctuario y definitivamente en Teatro Grottesco, el mundo está en derrumbe, o mejor dicho: el mundo es aquello que es en derrumbe. En el primer relato de Teatro Grottesco, “Pureza”, la descripción que el protagonista nos hace de su universo familiar es delirante a más no poder, pero cuando sale de su casa descubrimos que el exterior está peor aún si cabe. Ese universo de casas derruidas, calles vacías, reuniones de gente en hoteles abandonados de barriadas semi-demolidas se hace constante, y su paisaje humano estará cortado a la medida: gente histérica, asustada, ruin y mezquina, invariablemente mediocre, derrotada y sin esperanza mayor que la de, si acaso, someter a sus semejantes.
    Esto lleva a otro rasgo llamativo: la experiencia colectiva del horror. Ciertamente no poseo un conocimiento exhaustivo del género, pero hasta donde llego tal suele estar centrado en experiencias individuales, de unos escasos personajes o de comunidades cerradas, dejando “afuera” al conjunto de la sociedad (sin duda hay excepciones, pienso por ejemplo en las películas Kairo y Retribution de Kiyoshi Kurosawa, o no pocos manga del gran Junji Ito). En Ligotti ciudades enteras pueden estar implicadas en un argumento, como sucede en “En una ciudad extranjera, en una tierra extranjera” o, en menor medida, la alucinada conclusión de “Las ferias de gasolinera”, e incluso ser el agente mismo del horror, como la temible “ciudad impostora” de “Nuevos rostros en la ciudad”, en Noctuario. En el relato que abre “En una ciudad…” podría no estar pasando nada, pero la estupidez, histerismo y miseria de sus habitantes se basta para construir horrores en cada momento. La importancia en Ligotti del rumor, los chismes, los intercambios orales de sus poblaciones decadentes (pero “normales”, comunes) muestra un hábitat donde no hay solo horror, no hay solo sufrimiento, sino también maldad y, sobre todo, sinsentido y estulticia. Raros son los personajes inteligentes. El ser humano ligottiano es una marioneta dominada total o casi totalmente por pasiones, manías, obsesiones, enfermedades (preferentemente estomacales: Ligotti, además de ansiedad crónica y anhedonia, padece síndrome de colon irritable), o por traumas, fuerzas, situaciones ante las que nada pueden hacer. El estado esencial del humano ligottiano es el padecimiento, la incapacidad de obrar, de hacer lo que sea y, si hacen algo, hacerlo generalmente mal. Uno de los resúmenes más divertidos de esto lo ofrece Ligotti en el impagable primer párrafo de “La marioneta payaso”:
Siempre había tenido la impresión de que mi existencia, simple y llanamente, consistía en el más atroz de los sinsentidos. Desde que tengo uso de razón, cada incidente y anhelo de mi vida sólo ha servido para perpetrar un episodio tras otro del más manifiesto sinsentido, todos ellos atrozmente absurdos. Desde cualquier perspectiva –íntimamente cercana, infinitamente remota, o cualquier punto intermedio–, parecía que todo fuera siempre un mero accidente insólito que ocurría a una velocidad dolorosamente lenta. En ocasiones, me he quedado sin aliento por el caos impecable, el sinsentido absolutamente perfecto de algún espectáculo que tenía lugar fuera de mí mismo, o en mi interior. Imágenes de formas y líneas retorcidas brotan en mi mente. Garabatos de un epiléptico mentalmente trastornado, me he repetido con frecuencia a mí mismo. Si pudiera hacer alguna salvedad a esta situación atrozmente disparatada que he descrito –y no haré ninguna–, esta sola excepción incluiría aquellas visitas que experimentaba muy de vez en cuando a lo largo de mi existencia y, en especial, una visita en concreto que tuvo lugar en la farmacia del señor Vizniak.
    Por supuesto, hemos de llamar la atención sobre ese “y no haré ninguna”, que casi se basta por sí solo para resumir la singularidad ligottiana. Lo que se nos va a contar es algo extraordinario, pero para su protagonista es un absurdo, un sinsentido más de su desarticulada existencia. Evidentemente, es distinto a otros sinsentidos de su vida, pero no tanto como para que merezca ser considerado algo excepcional. Una vez más: en Ligotti lo sobrenatural es trivial, porque es la norma. Si acaso, la situación que nos será relatada se diferencia por mor del suceso que ocurrirá a su término, pero en el fondo lo que allí se hace manifiesto poco aporta a la existencia reducida a la casi nada de su protagonista. Si acaso, lo que a nosotros nos muestra el relato en su conclusión es el fundamento último del pesimismo ligottiano: no el absurdo, sino el determinismo: que no somos en ningún sentido dueños de nuestras vidas, sino meros sujetos pasivos de las mismas, que nuestro destino es ajeno a nosotros, y tiene siempre la peor de las intenciones… que, aclaro, no es la muerte, sino la vida, pues en Ligotti, al contrario de Unamuno, lo trágico de la vida no es la certeza de la muerte, sino que la muerte siempre tarda demasiado en llegar. 

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