sábado, 31 de diciembre de 2022

MADRID, últimas noticias


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Cristina López Moreno está contenta en Cercedilla. Constanza Nieto no lo está tanto en Bustarviejo. Manuel Asín parece estarlo en Alonso Martínez y Mario Espinoza en Antón Martín, incluso pese a que el nuevo destino esté acompañado por su reciente conversión en padres (biológico el primero, adoptivo el segundo). Gonzalo García Pelayo se mantiene en Príncipe de Vergara, pero sus idas y venidas a Argentina parecen constantes, de hecho hace un año manifestaba su intención de mudarse a Buenos Aires. En todo caso, su actual viaje se debe a la pasión que en el cineasta genera otro: Lucía Seles. 


Isabel Gamero también se ha trasladado, a Lavapiés en este caso, pero persistiendo en su inveterado talento para encontrar chollos casi inconcebibles en ciudad como Madrid. Actualmente imparte Antropología en la Facultad de Filosofía de la UCM, entre otros cursos. La Facultad apenas ha cambiado, aunque el Opus Dei parece haber tomado completo control del centro. Carteles de misas adornan el lugar como ronchas surgidas tras un insalubre almuerzo. El menú de los jueves sigue siendo paella y el dueño de la cafetería sigue siendo fan irredento de AC/DC, como es notorio por la placa colocada en la pared del pasillo, que reza “CALLE DE AC/DC”. La encantadora camarera también sigue allí (cubana, entró a trabajar en la cafetería en 2001, según informa Isabel), como la mujer de Secretaría, que ya va pensando en la jubilación. Nadie parece haber sustituido a Miguel Urbán desde que cambiara la venta de golosinas junto a las escaleras del edificio B por el Parlamento europeo. Visor no se encarga de la librería del B pero de eso también hace ya mucho tiempo. En el A, Escolar y Mayo se separaron, la librería es solo del primero. Julián Santos se ha jubilado pero se le ve bien. Jorge Cano lleva cinco años impartiendo Filosofía Antigua. La biblioteca está cerrada por obras pero la zona de biombos del tercer piso, ya eliminada hace más de doce años a favor de mesas y sillas fijadas al suelo con la consiguiente pérdida de libertad para las prácticas procrastinadoras de cierto alumnado, ha sido transformada una vez más mediante nuevas mesas con USBs y demás parafernalia, que la hacen parecer una. Las que dan al balcón, en cambio, parecen la sala de espera de un aeropuerto. En la primera planta, el grifo de agua del pasillo está ahora metido en una vitrina con una placa, que reza: “Fuente de agua (hacia 1933)”.


XXX participa de un proyecto ultra-secreto digno de película de los 70 u 80 (decidan ustedes la década) cuya trascendencia para la política española debiera verse más pronto que tarde (o más valdría decir, a secas: debiera verse), y parece encantado con su pareja en Ventura Rodríguez, cerca por cierto de la que fue casa de Silvia Sparks cuando respondía al nombre de Silvia Perea. 

Silvia por cierto, está resfriada. 

Madrid sigue siendo la ciudad que entrega pisos de protección oficial solo a familias de clase media y media alta con derecho a revenderlas a partir de 8 años. En otros países, informa Javier Ugarte, son 50, que es lo suyo, o incluso 100. Por supuesto, si ganas menos de 35000 al año ni siquiera puedes optar al piso. También hay gente que aún habla bien de Manuela Carmena, dice, aunque parezca mentira. Montserrat Galcerán ha publicado por cierto un libro sobre su experiencia como concejala en la anterior alcaldía: Activistas en Cibeles. Allí habla de otras singularidades madrileñas, por ejemplo la centralización “sin parangón con lo que ocurre en otras ciudades” (p. 48), y que implantó Alberto Ruiz Gallardón debido a sus diferencias con los fieles de Esperanza Aguirre: “colocaba a los suyos en las áreas donde se concentraban las mayores competencias y mandaba los aguirristas a los distritos, que son mucho más difíciles de pelear, con muchas menos competencias y donde en los plenos distritales hay que dar la cara por una política municipal que se decide en otro sitio, en la Junta de Gobierno en la que esos concejales no participan”. Galcerán comenta el tema porque, entre otras cosas, Manuela Carmena lo mantuvo. Ella fue uno de esos concejales apartados de la Junta (le tocó comerse eso sí los plenos, a los que dedica páginas espectaculares e instructivas sobre la política como representación… teatral) y su libro, acaso por no falsear este hecho, no presenta apenas interioridades sobre lo sucedido aquellos años, al menos en lo que respecta a las altas esferas de decisión, esto es: Carmena y su círculo de infames. La autora tiene tantas pistas sobre la Operación Chamartín como cualquiera (sorprende un poco, porque se sabe más de lo que ella cuenta), y lo mismo con casi todo lo demás, pues solía enterarse de ello por los periódicos, sobre todo al final. Es una buena narración de alguien que se mete en política y apenas consigue hacer nada, reducida pues a mera activista en Cibeles. Aunque se hubiera agradecido mayor imbricación de la línea diarística y ensayística en su construcción, el libro ofrece una buena explicación y análisis de la articulación político-económica (neoliberal) de la ciudad, así como de la propuesta municipalista.

Mientras tanto, Mario Espinoza promete terminar su tesis doctoral sobre Karl Marx en enero, y barrunta escribir después un balance sobre su labor política de la última década, una posible mezcla entre El 18 brumario y las memorias de Espartaco Santoni. Igualmente, acaba de confirmar la publicación de su primer libro de poesía en 2023, a no dudarlo con mogollón de mensaje. 


Galcerán habla de Chamartín pero no de la Operación Plaza España. La plaza ha cambiado tras las reformas, pertinentes solo en su zona inferior (los setos de Sabatini, por el contrario, siguen igual de despeinados, otros dirían deformes). En la superior, la fuente desapareció sustituida por la clásica explanada de hormigón dispuesta para ser ocupada por ferias y lo que haiga falta; fruto acaso de una guerra municipal contra el agua, también voló el estanque ante el Quijote. Mientras, revigorizado tras su triple reventa en un solo día (que no es lo mismo que un triple salto mortal, sino exactamente lo contrario), el Edificio España luce luminoso y vivo por primera vez en décadas.

El inolvidable restaurante chino de Plaza España desapareció y no se espera su regreso, pasando definitivamente al mundo de los sueños. En paz descanse. 

Iván Zulueta, que también murió, y vivió y filmó en uno de los pisos altos del España, ha regresado a Madrid por vía luminosa: los materiales albergados al fin en la Filmoteca Española y que el Doré va proyectando en varias sesiones. 


Mario Espinoza se ha casado. Constanza Nieto se habría divorciado de haber estado casada. Vive unos días en casa de su ex, otros en casa de sus padres. Cristina Fernández Moreno vive en Cercedilla pero mantiene la casa de Delicias, mientras su pareja, Nicolás Petel Rochette, va y viene entre España y Canadá. Violeta Alarcón aprovecha la casa en Quevedo de su actual pareja, “el ruso”. Miguel Alfonso Bouhaben vive entre Madrid y Ecuador vía becas de retorno, tras su primer hijo, tras la pérdida de su madre, y sigue siendo un gusto darle un buen abrazo.

Solo Mario Espinoza se ha casado, pues. Nadie entiende por qué.

Gonzalo García Pelayo, por su parte, persiste en su intento de tener tres esposas, aunque no legales por causas obvias. A veces son tres, a veces dos, a veces una, pero parece que, por suerte, nunca es ninguna. A Gonzalo le gustan los grandes números: realizó diez largometrajes en el último año por valor de más de un millón de euros, y produjo varios más, de cineastas desconocidos como Lucía Seles o prestigiosos como Rita Azevedo. Millonario de nuevo gracias a su talento para el juego aplicado a las criptomonedas, ha tenido que bajar el ritmo de su sello editorial, Serie Gong, pero afirma estar a punto de resolver el contratiempo que en la actualidad supone el reciente bajón de estas. En todo caso no le ha afectado gravemente.


Alba Morín sigue en su casa de siempre aunque en proceso de búsqueda de nueva compañera de piso; de preferencia italiana porque le va bien con las italianas. Su primer largometraje, Tener o no tener, se exhibe en Filmin pero no sacará un solo céntimo por ello, aunque resulta difícil saber por qué. Más importante: acaba de publicar su primer poemario, Sin sueño, donde a veces los versos más que bailar juguetean entre ellos, otras parecen seguir una espiral que ni ellos saben donde irá, y otras adquieren una forma casi aforística no exenta de una leve, sutil comicidad, por ejemplo: 

Mi problema con las cámaras

es que le pregunto al infinito


que por qué

me mira


y espero

una respuesta.

 

Por ejemplo:


Dejo para mañana lo que no

recordé haber empezado

el mes que viene, hace un rato

justo antes de olvidarlo


mañana termino

empiezo

me levanto


mañana lo tendré

la esperanza

mañana la tendré

justo antes de nacer


Por ejemplo:


Necesito más vidas

para entender

por qué no las viví

todas de golpe.


Las tiendas de sonido de la calle del Barquillo han desaparecido. Solo queda una. El cronista recorre la calle alucinado, bloque tras bloque, sintiendo la desaparición de un mundo completo, incluyendo el de las cintas para cámaras que el tiempo sume lentamente en esa tierra de nadie de los albores del digital cuyo exterminio cae fuera de toda vista, cámaras para siempre ciegas, para siempre vacías. El asturiano de Lavapiés donde entrevistó a Jonas Mekas sigue ahí, no obstante, aunque desaparecieron el Castilla, el Viriato y tantos otros. Como el chino de Pza. España, que el cronista nunca dejó de llorar. El cronista camina por la ciudad que nunca dejará de ser su favorita. Contempla pasados que ni siquiera fueron suyos, como la paliza de la policía nacional a los fachas (Blas Piñar incluido, según recuerdo de Paulino Viota) en el estreno de Yo te saludo, María en los entonces cines Alphaville, gran deuda con Godard de la izquierda española. Contempla la calle donde Patricia Ávila le descubrió un fascinante bar de policías y prostitutas donde aprendió que ambas profesiones siempre van juntas. La parada de autobús de la Gran Vía donde, al término de su segunda cita, Silvia Perea le contó un chiste verde. La calle donde Cristina y Nicolás le devolvían la vida cada semana del confuso otoño de 2011. El bar donde descubrió las excelencias de la oreja asada, apodado “el guarro” y hoy también extinto. El mítico Boñar, donde llevó a Tuillang Ying y enormes mesas se veían agasajadas con las tapas más desaforadas y surrealistas del mundo constituyendo la denominada “experiencia Boñar”. La cercana tienda de comics donde el subnormal del dependiente le dijo que él era un experto en Charles Burns y nunca había oído hablar de un tal Misterios de la carne. El cine desaparecido donde vio Dark water (la de Nakata, por supuesto). El cine desaparecido donde vio Klimt junto a Héctor González. El paseo de Ciudad Universitaria a Plaza España recorrido tantas veces con Mario Espinoza y donde una tarde retornó a la posibilidad de hacer cine. El bar de Lavapiés donde volvió a beber alcohol tras tres años de antidepresivos en compañía de Violeta, Miki o Salomé Ramírez. La terraza cercana donde Salomé le comunicó, años más tarde, su cáncer recién descubierto de nivel 4, sin que él se atreviera siquiera a entender lo que le estaban contando. La plaza donde besó a Patricia más de tres horas seguidas. El bar donde descubrió el vermut de grifo gracias a un breve trato con José María Ponce. La mítica Sanabresa, donde tantos menús compartió con Carmen Rivera previos a una tarde de Filmoteca en su primer año madrileño. La librería donde vio en directo a Niebla Fascista con Bakhlava Bunker y Clara te canta como artistas invitados. El restaurante chino habitual de tantas cenas con Isabel y Ruth. La cafetería donde Alfredo Santos tuvo que lidiar, pizarra sonora mediante, con la pelea entre Chefa Alonso y Vril Noise. La ruta amatoria descrita en el primer poema de Sábado noche. La extinta librería donde compraba VHS de Jean Rollin o Jesús Franco en compañía de Eva Aguado. El inolvidable cementerio que le descubrió Eva cuatro años después de que Carlos Pérez Merinero lo inmortalizara en Rincones del paraíso, al fin vista en la televisión de Viole y Luis. La mejor heladería del mundo compartida con las mejores personas del mundo. La calle donde por primera vez lanzó una piedra a un policía. La calle que cruzó con Cristina, Nicolás y Jacques Rancière, nada menos, hacia el hotel donde Pedro Costa, nada menos, le abrió el abrigo para mirar su camiseta de Cannibal Corpse. La plaza donde nunca estuvo cuando había que estar porque estaba en Valparaíso.

Madrid es esa mujer rutilante, la más amada, que jamás volverá contigo. Demasiado cara, demasiado altiva. Prefiere que sigáis siendo amigos. Admite, por supuesto, el amor cortés. Pero este tipo de amor no admite la bigamia, y este sufrido cronista ya está comprometido.


martes, 29 de noviembre de 2022

Mañana de difuntos

Los ascensores están viejos. Se caen a pedazos.

Vamos a visitarlos antes que sea tarde.


Joaquín Edwards Bello, en 1961

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A veces aparecen buenas razones para acostarse temprano en sábado e incluso, quién lo diría, para madrugar un domingo. La última tuvo lugar el pasado 30 de octubre: la ruta por los ascensores La Cruz y Las Cañas convocada por las Juntas de Vecinos 19 y 152 del cerro La Cruz y el Club Deportivo Crucianos, con el apoyo de ASCENVAL (Asociación de Usuarios de Ascensores de Valparaíso).

El recorrido comenzaba en la estación baja del ascensor La Cruz, en Avenida Francia 935, subía hasta Avenida Alemania y de ahí llegaba hasta la estación alta del ascensor Las Cañas, donde procedía a descender por la celebérrima “escala de la muerte” hasta la baja, sita en Luis Cousiño 121 si no fuera porque ya no existe. Además, contó con la participación de diversas personas ligadas a los dos cerros implicados, como el último operador de la estación baja, don Gabriel Collarte, que entre otras cosas señaló un dato que personalmente desconocía, como es el de que dos años antes del cierre se había instalado un motor nuevo. Si bien la ruta pretendía también denunciar los treinta años de abandono del ascensor, don Gabriel situó su cese de actividades en 1989. Samuel León Cáceres, en su libro Valparaíso sobre rieles lo hace por su parte en 1990, añadiendo que se ofreció en venta en 1992. El documento que Mauricio Hernández, presidente de la Junta 19 y el Club Deportivo, leyó al inicio de la ruta señala el 30 de octubre de 1992 como el día en que la empresa de electricidad, Chilectra, cortó el suministro por deudas. 

Tras distintas presentaciones, discursos y testimonios Francisco Navia, miembro de ASCENVAL y guía principal de la ruta junto a Mauricio, presenta la siguiente etapa: 

– Ahora lo que les vamos a hacer vivir es lo que la gente tuvo que empezar a hacer cuando se cerró el ascensor: irse por la escalera. 

El grupo, nutrido, variado y amigable, emprendió el ascenso por la escala Batán. “Las callejuelas que suben y bajan están más cerca de la realidad chilena que las calles Condell y Esmeralda”, sentenciaba Edwards Bello. No ha conocido Valparaíso quien no haya subido escalas (o subido, a secas). Solo bajarlas no vale. Solo escalas bonitas pintadas con teclas de piano, arcoiris o frasecitas pijipis, tampoco. Batán está llena de grafitis y rayados, basura, mierda de perro y otros aderezos por el estilo que constituyen el pan de cada día del porteño medio, bajo, y hasta alto si es que hay alguno. Ella y muchas otras suben en zigzag como en una película de Kiarostami pero sin minimalismo ni árbol en lo alto, todo lo más un peladero, una casa resquebrajada, calzones tendidos, perros malencarados. Al ser amado se le ama a la mañana sin maquillaje, legañoso y malhumorado, o no se le ama; con las ciudades es lo mismo.

Mauricio y Laura Paredes, dirigente de la Junta 152 que al parecer corresponde a la zona baja del cerro, nos explican que el peladero que flanquea la escala y donde aún se observan precariamente los rieles del ascensor, estaba antes ocupada por conventillos, hoy desaparecidos. Indago días después y encuentro no conventillos sino el “cité Batán”, aunque algunos hablan de “cité Ferrari” porque según dicen la dueña se llamaba Ángela Ferrari. Sin más datos de momento. Por las fotos me inclino a pensar que en efecto es cité y no conventillo, aunque tengo pendiente investigar el tema como es debido. Hoy, como dije, el terreno está desierto después de que, por lo visto, un incendio arrasara la construcción a finales de los 90. Según nos dicen nuestros anfitriones el terreno sigue siendo privado, como el del propio ascensor, con algunas tomas en marcha según señala Laura. 

La siguiente parada fue para mí particularmente evocadora: se trata del pasaje Almendro, al que no volvía desde que lo descubrí cazando planos para mi película Valparaíso, 2011. Aunque son varios los ascensores que permiten caminar bajo sus rieles (como el Lecheros o el Villaseca), aquí hay incluso que agacharse para poder pasar, es posible sentarse o ponerse de pie entre ellos. Hace tanto que no veo mi película que había incluso olvidado el pasaje, fecundo por la posibilidad que ofrecía de grabar en medio de los rieles, observar el metal de cerca y sobre todo lo que más me interesaba entonces: la vida del ascensor muerto, su conversión en basural, las plantas retomando el territorio, afirmando su poder sobre el abandonado prodigio mecánico. La vegetación ha crecido desde entonces entre cactus, geranios y campanillas (las flores no son mi fuerte, aviso), y de paso ocultan la basura que entonces reinaba; hoy el lugar aparenta ser mejor tratado. 

Enfrente, al otro lado de la avenida Francia, se divisa majestuoso el ascensor Monjas, la más recta de las líneas rectas de Valparaíso. Paseando once años atrás a la sombra de sus meandros, escalas y rieles fue que advertí por primera vez el ascensor La Cruz, tan inesperado como que no aparecía en los mapas. En parte, por eso le tengo un cariño especial: era el ascensor que yo descubría a mis conocidos porteños, que sin excepción nada sabían de él; era el ascensor que descubrí yo solito, regalo de la ciudad a mis paseos cerriles en escapada del plan claustrofóbico y deprimente, de mi intuición de las películas en ellos escondidas, de mi certeza de que solo en ellos se encontraba la ciudad digna de su nombre (que adoro más por la longitud y el arranque en V que por noción tan vulgar como la de “paraíso”, y más aún por cómo la A de la primera sílaba le roba casi la acentuación a la I).

Sesión de fotos para cuando el destino cruel me devuelva al Tinder, y continuamos. En la escala Esparta, que nos lleva al siguiente pasaje, Francisco reivindica la importancia de mantener las escalas. Parece obvio en una ciudad vertical, pero hay muchas en pésimo e incluso peligroso estado, aunque no es el caso de esta, visiblemente cuidada. En realidad son dos escalas paralelas con vegetación al centro, al fondo del cual se ha montado un pequeño invernadero. No lo duden: si fuera de los cerros turísticos ven una calle, escala, parque u otros en buen estado, es fácil que se deba a los vecinos. 

En el pasaje Ascensor, que se me despistó en 2011 y no conocí hasta que el propio Mauricio me lo descubrió meses atrás, se vuelve a pasar bajo los rieles, esta vez más altos, y tiene una buena vista del carro en la estación superior. Su condición había empeorado, una de sus puertas se balanceaba movida por el viento y no me extrañará escuchar de su caída uno de estos días. Así están las cosas. 

En este punto, a los pies del ascensor avejentado tras treinta años de abandono, las paredes de la casa agrietadas (alguien dice que por el terremoto, supongo que el de 2010), nos habla Humberto Miranda, que evaluó los ascensores en 2008, previamente a la compra que de varios hizo el estado en 2012, dejando este fuera. De hecho, La Cruz ni siquiera es monumento nacional como lo son catorce de los aún existentes, aunque algunos de ellos están tan abandonados como este o incluso no conservan ninguno de sus componentes originales, como sucede con algunos de los “restaurados”, tal el Espíritu Santo, doloroso ejemplo de atentado patrimonial de primer orden a la vista de todos y con permiso y aplauso oficial. 

La intervención de Miranda señala varios puntos de interés. Primero, que estamos ante patrimonio industrial, pero patrimonio industrial vivo, es decir “que todavía cumple la función para la cual fue creado” (evidentemente no la está cumpliendo; la idea es que podría, pero no le dejan). Es un tipo de patrimonio escaso del que sin embargo hay más de un ejemplo en Chile y en el propio Valparaíso, como los trolebuses. 

Seguidamente, que este tipo de patrimonio vale más si está en condición original. Refiriéndose al ascensor que nos ocupa, señala que el suyo es un equipo perfectamente recuperable y, si está en las condiciones del 2008 y no ha habido vandalizaciones (frecuentes por la presencia de cobre en los equipos), es posible que el motor aún funcione y el ascensor sea perfectamente recuperable. 

¿Cómo debiera ser esa recuperación? Miranda plantea una lección fundamental, a grabar en mármol: “La eficiencia a veces choca con el valor patrimonial”. Pone como ejemplo el funicular del Parque Metropolitano de Santiago, del que es jefe de mantención; su sistema, «tanto la parte mecánica como eléctrica es original. (…) Y el sistema eléctrico es súper poco eficiente, porque lo que hace, en simple, el conductor cuando acelera y desacelera es “quemar” energía eléctrica en un banco de resistencia. Entonces, en vez de mandarle la energía al motor, la quema, la bota. Con eso, logra regular la velocidad del motor. Hoy día, si estamos hablando en un estándar moderno, lo que sería un edificio de los años 50 donde hay que cambiar los ascensores, se saca todo, se pone un sistema con un variador de frecuencia y logramos una eficiencia mucho mayor, el coste de energía eléctrica puede bajar un 60, un 80%. Con estos sistemas, conviene. Pero en el funicular de Santiago, donde el sistema es original, donde estamos frente a un monumento histórico nacional, no podemos hacer eso. Se conserva el sistema, asumimos el costo que significa mover el funicular con la pérdida de eficiencia pero conservamos el valor patrimonial, porque es escaso, tenemos que conservarlo». Y sin embargo, nos dice Miranda, “siempre nos enfrentamos a un criterio impuesto desde afuera que nos decía que hay que automatizar esto. (…) Es algo que en este caso no debiera de hacerse. Sería una lesera cambiar todo acá”.

Hacer esto, mantener el sistema original, implica mantener asimismo otro tipo de patrimonio: el intangible, es decir: el maquinista, que no es otra cosa “que la relación del ascensor con su comunidad”. Dicho y hecho: al segundo de pronunciar Humberto esta frase Ramón, vecino nacido en el pasaje hace 72 años y que acaba de salir de su casa impelido por el preocupante movimiento de su valla, nos habla de la vida en él, aunque avisando que dado que es “marino antiguo”, “uno no está en la vida misma” (cito la frase por encontrarla irresistible). Nos recuerda que la estación alta se quemó dos veces (yo tenía constancia de solo una, cuando en 1921 la original, de madera, quedó devastada junto a varios conventillos y una escuela; al parecer la segunda fue el 23 de noviembre de 1962); nos recuerda algo ya señalado anteriormente por Mauricio y Francisco: la vida de la zona, el comercio vinculado al ascensor, elemento clave en su importancia; la amistad con el maquinista de la estación alta, Jorge Covarrubias (cuya familia vivía en la cité Batán, según supe después); que en esa estación se encontraba el único teléfono de la zona; cómo su padre, fundador del Sindicato de Vigilantes de Valparaíso (es decir, los serenos, aunque nos cuenta que llevaban pistola), subía en el primer ascensor, a las 7 de la mañana, con el pan para el desayuno comprado en la panadería Francia; “y aquí pololeábamos, veíamos las nubes y todo ese tipo de cosas”. Que nombre lo de ver las nubes me resulta una vez más irresistible. 

Tantos turistas imbéciles que tuve que llevar en Praga a ver “la calle más estrecha del mundo”. No era calle sino callejón, un pasaje con escalera, y en todo caso el tramo del pasaje Ascensor que sube a la estación superior es mucho más estrecho. Eso sí, yo me lo perdí por retrasarme hablando con el vecino y subí por otro lado, encontrándome que todos entraban no a la estación, habitada hoy por la nieta del ascensorista Covarrubias, sino a la casa aledaña, que comparte tejado con la otra, desde el que es posible ver el carro desde arriba. Cuánto hubiera agradecido este ángulo en 2011; en aquel entonces pude grabar el techo del ascensor Florida, pero no con esta proximidad, que me permite casi tocarlo. 

Llegados a la avenida Alemania pude recorrer un trecho de la misma que aún no había transitado, desde la que enseguida pude divisar por primera vez la legendaria “escala de la muerte”. En 2011 yo no tenía noticia de la existencia del ascensor Las Cañas; tampoco él constaba en los mapas y por ello no llegué a incluirlo en mi película. La Cruz era visible desde Monjas, pero el cerro Las Cañas es según Edwards Bello, cuyo Memorias de Valparaíso leía esos días, el más aislado de la ciudad; solo explorando la zona hubiera podido encontrarlo. Como con tantos otros, pero más gravemente en este caso, los años previos habían sido bien relevantes en su historia, que es lo mismo que decir su catástrofe.

Hoy en día, la estación superior del ascensor Las Cañas es una cáscara vacía, o mejor dicho, rellenada con un basural del que sobresalen majestuosos e impotentes los huesos de su antiguo habitante: los fierros donde durante tantas décadas se detuvieron los vagones. Ante esta caja metafísica (si me permiten la siutiquería) nos habla Pedro Bravo, “amante de los fierros” según su encantadora esposa, también participante en la ruta y que fue quien revisó y tipeó en 1985 la memoria de su esposo, dedicada al ascensor y su recuperación. 

Construido (me tienta decir “nacido”) en 1925, funcionó hasta 1980 cuando, según el administrador, el ascensor atendía una media de mil personas diarias. Como nos señala alguien de la zona, no es solo el cerro Las Cañas sino también el vecino El Litre el que se beneficiaba de este medio de transporte, pues ambos son de difícil acceso, además de tradicionalmente pobres. El 24 de junio, debido según la memoria de Bravo a la mala mantención, se rompió el eje de uno de los tambores enrolladores; al parecer el freno de emergencia falló y el cable principal no soportó el peso, por lo que uno de los carros cayó desde treinta metros de altura destruyendo la estación, dejando tres heridos y poniendo fin a su funcionamiento (el otro carro cayó desde setenta metros pero vacío, milagro habitual en los accidentes de los ascensores porteños). 

Lo que sigue es posiblemente el caso más flagrante de un atentado contra el patrimonio propio por parte de la propia Municipalidad, aunque no hubiera sido nombrado aún como tal… pero es que ahí está la cuestión. En 1998, trece ascensores fueron declarados Monumento Nacional. En 2008, la Cámara de Diputados aprobó solicitar a la Presidencia que se añadieran a la lista otros tres: Las Cañas, La Cruz y el Hospital o van Buren. Fue este último quien obtuvo la calificación en 2010. En noticia del Martutino de septiembre de 2011 se señala que “respecto a los dos ascensores restantes, el Consejo Monumento optó por esperar si hubiese señales claras por parte de las autoridades respecto a la voluntad de recuperar los otros dos ascensores, Las Cañas y La Cruz”.

La señal de las autoridades fue demoler completamente la estación superior. Bravo nos dice que la Municipalidad le dio al cuidador, que vivía en el piso alto de los dos de que constaba el inmueble, una casa en Playa Ancha, y la maquinaria, con sus dos motores, no duró ni un mes. La noticia certifica que “lo único que sabemos con claridad es que la jefa de la Oficina de Gestión Patrimonio, Sra. Paulina Kaplan no cuenta con un registro de estas piezas y que no tiene idea que se demolió el inmueble y que tampoco sabe algo acerca del destino final de las piezas originales que se encontraban en la Estación Superior”. Bravo recuerda haber llevado tiempo atrás los trinquetes de la inferior al ascensorista para evitar su desaparición; no sobrevivieron a la desaparición respectiva de su segunda casa.

Dos metros de basura, nos dice Bravo yo diría que nada exageradamente, ocupan la estación hoy. Contemplo colchones, butacas, edredones, bolsas, mesas, cubos, botellas, cajas, ropas de todo tipo, botellas de Coca-Cola, Bilz o Watts, una nevera, latas de Escudo y Budweiser, tripas variadas de a saber qué electrodomésticos e incluso cajas de CD. Las paredes, pilares y rieles sobreviven como enésima prueba de lo que fue y no pudo seguir siendo, su abandono envuelto en el amoroso abrazo de la basura y las margaritas. Frente a la estación observo curioso el nombre de dos calles: Aristóteles y Demóstenes. Ramón, un vecino que llegó a la zona con 3 años y con 73 vive en la que fue casa de su madre, recuerda que antes eran empedradas, que tras el incendio (asumo que el de 2014) se pavimentó todo hasta arriba, que por allá llegaron muchos trabajadores del norte expulsados por la crisis del salitre, que el ascensor era “vital” por los malos y escasos accesos, que la micro no llegó hasta los 60 y paraba ante la estación, centro neurálgico de la zona, con alta vida comercial por todo lo dicho. Lo que puedo añadir es que en 2014 no solo se pavimentó: a raíz del incendio Michelle Bachelet anunció un Plan de Recuperación de los Ascensores de Valparaíso, que implicaba la construcción de un nuevo ascensor Las Cañas. Nunca se supo.

Nos queda ya solamente la mítica escala de la muerte, “excelente práctica para subir a las pirámides del sol y de la luna de Teotihuacán, (…) no recomendable para glaucomatosos, hipertensos ni adoradores de Baco, anónimos o públicos”, como decía Sáez Godoy, pero por eso es que nosotros la bajamos. 318 peldaños como tenía yo anotado, o 366 como le contaba Edwards Bello en 1961, los bajo en un suspiro charlando con algunos miembros participantes de la ruta, como Cristian, joven periodista del cerro Mariposas que más arriba cantó a capella  “Ascensores” de Payo Grondona (cuyo nombre ignoraba), y observando la tierra y la maleza que poco a poco entierra los rieles, la basura que continúa acumulándose pero poco a poco va disminuyendo, acaso amedrentada por la bella y enorme chimenea del antiguo crematorio de basuras del fondo de la quebrada, al lado de lo que antes fue estación baja, donde termina nuestro tour. 

Discursos de cierre, resumen de agravios sin solución, palabras de esperanza y ánimo, y anotación en mi caso de teléfonos para futuras entrevistas. La emoción nunca falta cuando transito un trecho nuevo de esta ciudad que nunca acaba. No me traje gorra, no me puse protector solar y no me he quemado por poco. El calor ha sido rotundo y maravilloso, pero por el plan ahora corre a sus anchas un aire frío y agresivo. Me espera una tarde de películas de terror y soledad que, hoy, será gozosa.


jueves, 27 de octubre de 2022

Tiempo de niños

Cuando me mudé a Madrid en octubre de 2002, encontré como esperaba que lo mejor de mi nueva ciudad era el cine: no solo la Filmoteca o el Círculo de Bellas Artes entre otros sino las salas comerciales donde se estrenaban prodigios como Elogio del amor o Los espigadores y la espigadora, de estreno por entonces imposible en Santander (aunque quizás las proyectara el Bonifaz), otras películas más comerciales que supongo que sí se estrenarían pero no en versión original (Mystic River o el Dark Water de Nakata me vienen a la memoria), o incluso regalos inesperados como el reestreno de nada menos que Arrebato, en los Verdi.
       Sin embargo, al año siguiente sucedió un hito. Si había entonces una obra que deseaba ver, o más diría soñaba pues parecía imposible lograrlo, era Histoire(s) du cinéma. Pues bien, resulta que en 2003 se pudo ver en… Santander. Concretamente, se proyectó enterita en la Fundación Marcelino Botín, con presentación y análisis a cargo de Paulino Viota, que además publicaba para la ocasión un libro de distribución gratuita: Jean-Luc Cinéma Godard.

De pronto, el acontecimiento cinematográfico que llevaba años ansiando, y con un extra que redoblaba su interés tenía lugar… ¡en Santander! 

Me acuerdo de esto cuando la semana pasada José Luis Torrelavega me avisa de la llegada del nuevo libro de Paulino (segundo en un año), que supongo revisa y amplía aquel de 2003, ahora en Athenaica y con el menos agraciado título de Jean-Luc Godard: 60 años insumiso. 

Pero sobre todo me acuerdo porque si hay una ciudad donde me habría gustado estar en octubre, es Santander. La razón es la muestra Puntos de Fuga, organizada por la Asociación Cineinfinito del 4 al 30. 

Brevemente: un ciclo sobre “viajes extraordinarios” con filmes mudos de Méliès y Reiniger entre otros; los dos dípticos de La tumba india, es decir el de May de 1921 y Lang del 58; un ciclo ¡sobre la Republic! con Borzage (la increíble Moonrise nada menos), Ray, Dwan o William Witney; otro sobre Edward Ludwig titulado “el gran desconocido” (y en efecto yo no le conozco); otro “sobre un arte ignorado” que sigue el rastro de los macmahonianos; otro dedicado a Paul Vecchiali, uno más a Delphine Seyrig (el más raro, pues no incluye nada dirigido por ella), otro a Stephen Dwoskin y, de remate, películas sueltas como una de Pierre Rissient o la recuperada La mamá y la puta.

Empecé a escribir esta crónica el día de la conversación con José Luis, el pasado jueves 20 de octubre (las razones para no cerrarla entonces, en unos párrafos más). Si hubiera estado en Santander, habría visto seguiditas (y en mi adorado cine Los Ángeles) Rumbo a Java de Joseph Kane, Sansón y Dalila de Cecil B. de Mille y, de cierre, Outside in de Dwoskin. ¿Para mañana qué hay? Ludwig, Duras y Rissient. 

Como decía la abadesa Carol Cleveland: la vorágine.

Algo he escrito por aquí sobre el cineclubismo en Santander, y la Filmoteca después y el ser cinéfilo en mi ciudad de los 90. Estoy demasiado lejos para juzgar el panorama tras la salida de Enrique Bolado de la Filmoteca, pero hay que agradecer al celo de personas como José Luis Torrelavega y Félix García de Villegas el que la cosa ha seguido moviéndose, y de forma harto interesante. Buena muestra es esta muestra (no voy a decir que valga la…), excelente fusión entre la cinefilia clásica representada por José Luis u Óscar Oliva, personas que pueden recitarte la vida, obra y milagros del más recóndito guionista u operador hollywoodiense, con la más omnívora de Félix, que puede hacer lo propio con el más ignorado cineasta traspapelado entre los insondables pliegues del espacio-tiempo experimental (como buena fe da el historial de proyecciones de Cineinfinito). Es una fusión maravillosa, envidiable y a fomentar. 

Pero también me acuerdo por otra razón. Si algo es imposible en Chile es ver cine en formato fotoquímico. Difícil como ya va siendo en España (y el mayor defecto de la muestra santanderina es, como siempre, la falta de soportes originales), las oportunidades para ver cine en 35mm, 16 o lo que tercie han sido escasas, de hecho han sido dos. La primera no la recuerdo pero tuvo lugar en Santiago; la segunda fue… la semana pasada. Se trata de la 26ª edición del Festival Internacional de Cine Recobrado de Valparaíso. La programación incluyó, entre otras, La madre de Pudovkin, el King Kong de Schoedsack y Cooper (¿es que hay otro?), El ángel azul, La caja de Pandora, Tess o Por siempre ámbar de Preminger (en España, Ambiciosa) entre muchas otras. Nada experimental, títulos desiguales, pero con absoluto predominio de copias en 35mm, alguna en 16, e incluso algunas películas familiares en 8mm (me queda duda si no querrán decir Super-8), algo que semeja un milagro y, como cinéfilo, una obligación. 

Sin embargo, hay una triste coincidencia: pese a la cercanía, tampoco pude ir a esto. La razón es que pasé casi la semana entera atado a mi casa, mi mesa, mi tablet y mi ordenador corrigiendo trabajos. No eran muchos, por lo que pensé que la tarea me llevaría un día, tal vez dos, pero me temo que no fue el caso. 

Todos ellos tratan de Partie de campagne, pero su lectura no comporta ni de lejos el inagotable placer que produce el filme de Renoir. Intentar entenderlos precisa varias lecturas, no por la complejidad de las ideas sino por el nulo conocimiento de las más básicas reglas de sintaxis, gramática, estructura argumentativa y ortografía. Si uno de los temas del curso es el (cansino) debate entre opacidad y transparencia, mis alumnos optan radical e involuntariamente por la primera: la materialidad de su lenguaje deviene obstáculo de primer nivel entre las ideas y su comprensión. Ergo, me pasé la semana entera corrigiendo, leyendo y releyendo. 

Habría mucho que hablar sobre el alumnado universitario chileno, pero se me interpone un problema: no soy chileno, y en esta materia tampoco español. Es decir, no puedo valorar en base a unos pocos cursos impartidos y mi reducido conocimiento del país, y tampoco comparar pues mi conocimiento del estudiantado español refiere una época pasada, una universidad distinta y una carrera que, encima, siempre fue mundo aparte: Filosofía. Por todo ello, no estoy en condiciones de decir nada sobre el tema distinto a que los alumnos que he tratado hasta el momento son el revés absoluto de los que conocí en mis tiempos de universitario y casi, casi, de adolescente.

Sí certifico que la mala escritura es norma, porque me la he encontrado en pre y posgrado y además la certifican varios colegas: frases literalmente incomprensibles con verbos mal conjugados, palabras fuera de lugar, preposiciones equivocadas, vocabulario erróneo, problemas de concordancia, construcción sintáctica errónea y, por supuesto, mal uso de los signos de puntuación.

¿A qué se debe esto? Alguien me contó hace tiempo que en el liceo, donde se imparte enseñanza media (que abarca cuatro cursos, de 1º a 4º), no se hacen análisis morfosintácticos. Escribo a otros amigos, que me verifican esto. Leandro, profesor, me facilita manuales de liceo. En ellos la gramática brilla por su ausencia, pese al amplio temario de literatura (al que yo llamaría "el Imperio de los Temas"). Comento este temario con Arturo, profesor universitario, y me dice que duda mucho de su cumplimiento porque en general no se lee, y tal como dije antes, esto concuerda con mi experiencia. Leandro me señala que en el liceo se ve algo de cohesión gramatical, aunque no logro localizar el tema en los libros. Cora, joven alumna de posgrado, certifica haber hecho mucho análisis morfo-sintáctico, pero solo en básica. Otra amiga menor de 30 años, Emi, recuerda ver análisis morfo-sintáctico, preposiciones o adverbios en 2º, 4º y 5º básico (básico abarca cursos de 1º a 8º). Las dos certifican su ausencia en media.

Esto desde luego explicaría mucho. La reducción al mínimo de la lectura en la infancia y de todo trato con la gramática después de los 13 años de ningún modo puede ayudar a que la gente se lance a escribir y leer porque les debe costar horrores, máxime si su universo cotidiano está en las pantallas y los mensajes de texto telegráficos. Como me señala Arturo, hoy en día la norma es la mala escritura, y la sorpresa que haya un trabajo bien escrito: ¿cómo es posible que este alumno haya conseguido escribir bien, si todo está dispuesto para impedírselo? 

El profesor se deprime leyendo los trabajos y el alumno, no sé si conscientemente, se tiene que deprimir escribiéndolos. Veo un mundo de depresión universal. Peor aún: veo un mundo donde se dice que el problema es la depresión y no el desastre pedagógico en que nos están metiendo por la inconfesada razón de que ya no hacen falta trabajadores, y mucho menos trabajadores cualificados. El futuro pide esclavos, y los esclavos nunca han necesitado leer.

Pero tengo la impresión de que, al contrario que los obreros del siglo XIX, los estudiantes de hoy no van a entender que saber leer y escribir es una tarea revolucionaria.

Mientras dejo mi mente derivar por tan positivos pensamientos caigo en la cuenta de que hay un tercer acontecimiento cinematográfico en la semana, mucho menos feliz que los otros eso sí: el cine Hoyts ha cerrado. 

El Hoyts fue el primer cine al que entré en Chile en mi viaje de 2011, creo que para ver Scream 4, cuando casi todas las proyecciones eran en versión original, situación tristemente invertida en la actualidad. El lunes yo ya había observado que no aparecían películas en su web, y la desaparición de la web misma el martes; el miércoles el cierre se hizo oficial en varios medios, así como el comunicado del cine, que certificó que el domingo 16 fue su último día de proyecciones. 

24 años de vida, dice el comunicado. El Hoyts se habría abierto en 1998 con Perdidos en el espacio, pero en realidad su historia es más larga. Pues hay cines que viven distintas encarnaciones, son como cuerpos habitados a lo largo del tiempo por distintas almas e incluso órganos y, por supuesto, estructuras óseas.

Este en concreto tuvo tres encarnaciones. Fue primero el Cine Metro, construido en 1945 y que parece deber su nombre al hecho de que solo proyectaba películas de la major homónima, inaugurándose con Escuela de sirenas, el 11 de abril al parecer. En la web Memoria Matinée, de hace más de diez años, leo que aquel día “hubo juegos de agua acordes con el tema acuático del film”, no se señala si dentro o fuera del local aunque fuera se encuentra el parque Italia así que bien pudiera haber sido allí. En uno de los comentarios, se dice que a la salida (ignoro en qué época o por cuánto tiempo) sonaba “Tierra de esperanza y gloria” de Elgar. Por supuesto tenía telón, y parece que una o ambas de sus paredes laterales lucían murales, quizá de Pedro Lobos, de quien todo ignoro. Un cine de la época en que los cines eran gigantes con personalidad propia reconocibles por los tickets de entrada, la moqueta del suelo, la decoración y tantos otros rasgos que construían su singularidad.

Manuel Peña Muñoz, en su hermoso Valparaíso, la ciudad de mis fantasmas, precisa los datos sobre el interior: tenía “platea baja y platea alta, lujosamente alfombradas. No tenía galería, como la mayoría de los cines que se dividían en tres pisos, correspondientes a las tres clases sociales bien diferenciadas. A ambos lados de la pantalla, había dos hermosas figuras estilizadas que representaban la tragedia y la comedia” (Muñoz no precisa el pintor). Habla del foyer alfombrado y el buffett atendido por una española, Paca Sánchez, amiga de su madre; señala una redecoración en los años 60 con “cortinas de color azulino que llamaban calipso”; nombra muchas películas proyectadas, y supongo que vistas (aunque es obvio que muchos de sus datos provienen de documentación): El mago de Oz, Imitación a la vida, La dama y el vagabundo, Ben-Hur 

Muñoz describe con detalle el impacto causado por esta última, donde me llama la atención la escena del calvario: “en ese momento, se desencadena una furiosa tempestad y un terremoto muy bien sincronizado con un efecto técnico bajo las butacas del cine”. William Wyler y William Castle unen sus manos en Valparaíso. Me asombra encontrar este gimmick en la proyección de un colosal como Ben-Hur; me asombra encontrarlo en un cine de Valparaíso; y me asombra doblemente porque poner a temblar un cine en un país como este es alto riesgo. Si en Matinée Joe Dante mezclaba los célebres gimmicks de Castle con el pánico nuclear de su país y su época, ¿qué no podría hacerse en uno que enseguida experimentaría el terremoto más alto desde que existen registros? (Valdivia, 1960: 9´6).

¿Tendrá esto relación con el recuerdo de un tal Francisco Herrero en la citada web, el año pasado? Francisco recuerda el espectacular sonido de la sala y da una muestra: al ver Terremoto en los 70 “cuando en la película vino el terremoto, tomé la hora (19:35), a los días después pasé por ahí a esa misma hora y cuando ocurría el terremoto, estando yo en la calle Freire, puse la mano en la puerta de salida, se sentía la vibración y el sonido”. El cine, ese cuerpo que vibra. ¿Seguiría activo el sistema de antaño? Lo dudo, pero los edificios porteños tiemblan con facilidad, quizás para protegerse de los terremotos, pero también para no olvidarlos. Quizás en efecto el simple sonido se bastaba.

En los 80 cambian alma, cuerpo, huesos: Metro pasa a llamarse Metroval, se reconfigura y su inmensa sala única se subdivide en dos. El número no lo obtengo de la web ni de ningún libro sino gracias a una fotografía que aprovecha ese tipo de casualidades que tanto favorecen las marquesinas de cines y teatros. En ella, Pinochet saluda desde su coche oficial con los títulos del cine al fondo: en la segunda sala Obsesión carnal y, en la primera… Pecados de guerra.

La fotografía, según confirman diversas fuentes de la página de Facebook donde se publicó hace tres años, es del 11 de marzo de 1990. No es un día cualquiera: Pinochet “va en la comitiva por Pedro Montt camino al Congreso para (por fin) entregar el mando a un presidente civil y democráticamente electo. Se nota porque la banda va por sobre el collar de Comandante en Jefe, signo de que debía quitársela. Un par de cuadras más adelante, a la comitiva de Pinochet lo espera la pifiadera, con lluvia de huevos y de tomates del público apostado a su paso, debiendo el chofer acelerar la marcha (incluso cayó uno de los lanceros desde su caballo) y su escolta cubrirlo por paraguas para que no se manchara...” (así lo comentó Felipe Garay Brito). Qué buen fondo es a veces un cine. Cuántas fotografías del Estallido del que la semana pasada se cumplía el aniversario tuvieron de fondo la marquesina del Hoyts, donde se proyectaba en aquel momento Joker. “Tan weón como subir el metro tras el estreno del Joker”, leí por algún lugar aquellos días que se sienten hoy tan lejos tras el trauma del Rechazo. La plaza O´Higgins seguía en reformas, por lo que el Parque Italia era comúnmente el límite de avance de las marchas, el Hoyts blindado pero con los carteles a la vista como sempiterno fondo de la aglomeración, a metros detrás de la vanguardia encapuchada frente a guanacos, zorrillos y demás fauna militarizada “en guerra contra un enemigo poderoso”. 

Era ya la tercera encarnación del hermoso edificio, que nunca cambió eso sí su piel, la fachada que algo me evoca mi añorado Coliseum, pero que al ser adquirido por Hoyts (cuarto cine de la cadena en Chile, dice el comunicado), pasó a tener cinco salas, esas salas indistinguibles de cualquier otra del mundo (aunque también con esa disposición en anfiteatro que tanto agradezco tras toda una vida como espectador de cogotes troquelados). Como en Cineplanet, el otro multicine de Valparaíso y desde ya el único, al final las entradas se compraban en el puesto de palomitas, demostrando una vez más que el pragmatismo empresarial se basta solo para las metáforas. Ya en la butaca, siempre recordaré cuántas veces tuve que levantarme a cerrar la puerta de la sala porque ningún empleado o espectador lo hacía. No recuerdo besar en su interior a nadie, aunque seguro que lo hice porque fui con Verónica al menos una vez: a ver Joker.

El Diccionario histórico-cultural de Valparaíso de Leopoldo Sáez Godoy apenas nombra el Metro. De pasada, sí señala algo leído tanto en la web como en el libro de Peña Muñoz: las matinales dominicales a las 11 de la mañana, como las que yo conocí. Sáez las sitúa en los años 50, ignoro si se extendieron más adelante: los comentarios no indican tiempo, para cada uno no hay otro que el suyo.

Carlos recuerda bajar con su hermana desde el cerro Monjas. Sitúa sus marchas entre los 8 y 9 años. “Bajábamos a Calle Bianchi, tomábamos el ascensor y nos íbamos caminando tomados de la mano hasta el cine, atravesando la Plaza Italia. Y después hacíamos el viaje a la inversa y llegábamos solitos a la casa.” 

Carlos añade el comentario inevitable: “Yo me pregunto si ahora los padres dejarían hacer lo mismo a sus hijos sin pensar siquiera de que algo les puede ocurrir”. 

Jorge precisa más: “Las matinales de las 11:00 AM en el Metro era una experiencia especial. Ese día muchos niños iban solos al cine, atravesando todas las calles del plan de Valpo o bajando de los cerros, de sus calles o ascensores multicolores. Se veían caminar tomados de la mano muchos niños de 8, 9 o 10 años de edad, hermanitos con sus hermanitas o amiguitos. Ese día, era el día que los padres dejaban ir solos a los niños al cine. La sala del cine se repletaba de niñitos y niñitas para disfrutar con las urracas parlanchinas, el zorrillo enamorado o Tom & Jerry. No sé de otra experiencia similar en algún otro lugar de Chile en que en una ciudad grande existiera esa costumbre de dejar ir solos a los niños a ver su matinal los domingos.”

Sentado en mi terraza, contemplo la soleada ciudad desde lo alto del cerro Cárcel mientras doy una chupada al mate, conmocionado por la imagen de los cerros del viejo Valparaíso en las felices mañanas de domingo, atravesados por riadas de niños liberados desparramándose por sus calles, escalas, pasajes y ascensores de camino hacia la gran pantalla del Metro; ese tiempo del cine convertido en tiempo de la infancia liberada de adultos, no solo cine para niños, sino niños libres. Pasaron las décadas y mis alumnos, de los que apenas me separan veinte años, son más distintos de mi que yo de aquellos niños de los años 50, aunque tampoco mis padres me hubieran dejado salir solo a tales edades. Fui la última generación que jugó en la calle, escribió cartas, se crió sin ordenadores o móviles; también, la última beneficiada por la desatención e incomprensión adulta, conditio sine qua non para la protección de la infancia, desolada hoy por unos padres que persiguen en su abusivo cuidado no otra cosa que la recuperación de aquella que no asumen haber perdido.

Me pregunto qué mundo sería aquel en que los niños manaban de los cerros sin adultos ni móviles hacia esa pantalla única, gigante, inmóvil, esa casa de todos que eran aún los cines. Se me ocurre, quizás gratuita, quizás falsamente, que esos niños de los 50 llenarían años después otras calles, acaso amplias alamedas, mucho tiempo antes de que incluso el cine mismo sentenciara que soñar ya no está permitido.