jueves, 27 de octubre de 2022

Tiempo de niños

Cuando me mudé a Madrid en octubre de 2002, encontré como esperaba que lo mejor de mi nueva ciudad era el cine: no solo la Filmoteca o el Círculo de Bellas Artes entre otros sino las salas comerciales donde se estrenaban prodigios como Elogio del amor o Los espigadores y la espigadora, de estreno por entonces imposible en Santander (aunque quizás las proyectara el Bonifaz), otras películas más comerciales que supongo que sí se estrenarían pero no en versión original (Mystic River o el Dark Water de Nakata me vienen a la memoria), o incluso regalos inesperados como el reestreno de nada menos que Arrebato, en los Verdi.
       Sin embargo, al año siguiente sucedió un hito. Si había entonces una obra que deseaba ver, o más diría soñaba pues parecía imposible lograrlo, era Histoire(s) du cinéma. Pues bien, resulta que en 2003 se pudo ver en… Santander. Concretamente, se proyectó enterita en la Fundación Marcelino Botín, con presentación y análisis a cargo de Paulino Viota, que además publicaba para la ocasión un libro de distribución gratuita: Jean-Luc Cinéma Godard.

De pronto, el acontecimiento cinematográfico que llevaba años ansiando, y con un extra que redoblaba su interés tenía lugar… ¡en Santander! 

Me acuerdo de esto cuando la semana pasada José Luis Torrelavega me avisa de la llegada del nuevo libro de Paulino (segundo en un año), que supongo revisa y amplía aquel de 2003, ahora en Athenaica y con el menos agraciado título de Jean-Luc Godard: 60 años insumiso. 

Pero sobre todo me acuerdo porque si hay una ciudad donde me habría gustado estar en octubre, es Santander. La razón es la muestra Puntos de Fuga, organizada por la Asociación Cineinfinito del 4 al 30. 

Brevemente: un ciclo sobre “viajes extraordinarios” con filmes mudos de Méliès y Reiniger entre otros; los dos dípticos de La tumba india, es decir el de May de 1921 y Lang del 58; un ciclo ¡sobre la Republic! con Borzage (la increíble Moonrise nada menos), Ray, Dwan o William Witney; otro sobre Edward Ludwig titulado “el gran desconocido” (y en efecto yo no le conozco); otro “sobre un arte ignorado” que sigue el rastro de los macmahonianos; otro dedicado a Paul Vecchiali, uno más a Delphine Seyrig (el más raro, pues no incluye nada dirigido por ella), otro a Stephen Dwoskin y, de remate, películas sueltas como una de Pierre Rissient o la recuperada La mamá y la puta.

Empecé a escribir esta crónica el día de la conversación con José Luis, el pasado jueves 20 de octubre (las razones para no cerrarla entonces, en unos párrafos más). Si hubiera estado en Santander, habría visto seguiditas (y en mi adorado cine Los Ángeles) Rumbo a Java de Joseph Kane, Sansón y Dalila de Cecil B. de Mille y, de cierre, Outside in de Dwoskin. ¿Para mañana qué hay? Ludwig, Duras y Rissient. 

Como decía la abadesa Carol Cleveland: la vorágine.

Algo he escrito por aquí sobre el cineclubismo en Santander, y la Filmoteca después y el ser cinéfilo en mi ciudad de los 90. Estoy demasiado lejos para juzgar el panorama tras la salida de Enrique Bolado de la Filmoteca, pero hay que agradecer al celo de personas como José Luis Torrelavega y Félix García de Villegas el que la cosa ha seguido moviéndose, y de forma harto interesante. Buena muestra es esta muestra (no voy a decir que valga la…), excelente fusión entre la cinefilia clásica representada por José Luis u Óscar Oliva, personas que pueden recitarte la vida, obra y milagros del más recóndito guionista u operador hollywoodiense, con la más omnívora de Félix, que puede hacer lo propio con el más ignorado cineasta traspapelado entre los insondables pliegues del espacio-tiempo experimental (como buena fe da el historial de proyecciones de Cineinfinito). Es una fusión maravillosa, envidiable y a fomentar. 

Pero también me acuerdo por otra razón. Si algo es imposible en Chile es ver cine en formato fotoquímico. Difícil como ya va siendo en España (y el mayor defecto de la muestra santanderina es, como siempre, la falta de soportes originales), las oportunidades para ver cine en 35mm, 16 o lo que tercie han sido escasas, de hecho han sido dos. La primera no la recuerdo pero tuvo lugar en Santiago; la segunda fue… la semana pasada. Se trata de la 26ª edición del Festival Internacional de Cine Recobrado de Valparaíso. La programación incluyó, entre otras, La madre de Pudovkin, el King Kong de Schoedsack y Cooper (¿es que hay otro?), El ángel azul, La caja de Pandora, Tess o Por siempre ámbar de Preminger (en España, Ambiciosa) entre muchas otras. Nada experimental, títulos desiguales, pero con absoluto predominio de copias en 35mm, alguna en 16, e incluso algunas películas familiares en 8mm (me queda duda si no querrán decir Super-8), algo que semeja un milagro y, como cinéfilo, una obligación. 

Sin embargo, hay una triste coincidencia: pese a la cercanía, tampoco pude ir a esto. La razón es que pasé casi la semana entera atado a mi casa, mi mesa, mi tablet y mi ordenador corrigiendo trabajos. No eran muchos, por lo que pensé que la tarea me llevaría un día, tal vez dos, pero me temo que no fue el caso. 

Todos ellos tratan de Partie de campagne, pero su lectura no comporta ni de lejos el inagotable placer que produce el filme de Renoir. Intentar entenderlos precisa varias lecturas, no por la complejidad de las ideas sino por el nulo conocimiento de las más básicas reglas de sintaxis, gramática, estructura argumentativa y ortografía. Si uno de los temas del curso es el (cansino) debate entre opacidad y transparencia, mis alumnos optan radical e involuntariamente por la primera: la materialidad de su lenguaje deviene obstáculo de primer nivel entre las ideas y su comprensión. Ergo, me pasé la semana entera corrigiendo, leyendo y releyendo. 

Habría mucho que hablar sobre el alumnado universitario chileno, pero se me interpone un problema: no soy chileno, y en esta materia tampoco español. Es decir, no puedo valorar en base a unos pocos cursos impartidos y mi reducido conocimiento del país, y tampoco comparar pues mi conocimiento del estudiantado español refiere una época pasada, una universidad distinta y una carrera que, encima, siempre fue mundo aparte: Filosofía. Por todo ello, no estoy en condiciones de decir nada sobre el tema distinto a que los alumnos que he tratado hasta el momento son el revés absoluto de los que conocí en mis tiempos de universitario y casi, casi, de adolescente.

Sí certifico que la mala escritura es norma, porque me la he encontrado en pre y posgrado y además la certifican varios colegas: frases literalmente incomprensibles con verbos mal conjugados, palabras fuera de lugar, preposiciones equivocadas, vocabulario erróneo, problemas de concordancia, construcción sintáctica errónea y, por supuesto, mal uso de los signos de puntuación.

¿A qué se debe esto? Alguien me contó hace tiempo que en el liceo, donde se imparte enseñanza media (que abarca cuatro cursos, de 1º a 4º), no se hacen análisis morfosintácticos. Escribo a otros amigos, que me verifican esto. Leandro, profesor, me facilita manuales de liceo. En ellos la gramática brilla por su ausencia, pese al amplio temario de literatura (al que yo llamaría "el Imperio de los Temas"). Comento este temario con Arturo, profesor universitario, y me dice que duda mucho de su cumplimiento porque en general no se lee, y tal como dije antes, esto concuerda con mi experiencia. Leandro me señala que en el liceo se ve algo de cohesión gramatical, aunque no logro localizar el tema en los libros. Cora, joven alumna de posgrado, certifica haber hecho mucho análisis morfo-sintáctico, pero solo en básica. Otra amiga menor de 30 años, Emi, recuerda ver análisis morfo-sintáctico, preposiciones o adverbios en 2º, 4º y 5º básico (básico abarca cursos de 1º a 8º). Las dos certifican su ausencia en media.

Esto desde luego explicaría mucho. La reducción al mínimo de la lectura en la infancia y de todo trato con la gramática después de los 13 años de ningún modo puede ayudar a que la gente se lance a escribir y leer porque les debe costar horrores, máxime si su universo cotidiano está en las pantallas y los mensajes de texto telegráficos. Como me señala Arturo, hoy en día la norma es la mala escritura, y la sorpresa que haya un trabajo bien escrito: ¿cómo es posible que este alumno haya conseguido escribir bien, si todo está dispuesto para impedírselo? 

El profesor se deprime leyendo los trabajos y el alumno, no sé si conscientemente, se tiene que deprimir escribiéndolos. Veo un mundo de depresión universal. Peor aún: veo un mundo donde se dice que el problema es la depresión y no el desastre pedagógico en que nos están metiendo por la inconfesada razón de que ya no hacen falta trabajadores, y mucho menos trabajadores cualificados. El futuro pide esclavos, y los esclavos nunca han necesitado leer.

Pero tengo la impresión de que, al contrario que los obreros del siglo XIX, los estudiantes de hoy no van a entender que saber leer y escribir es una tarea revolucionaria.

Mientras dejo mi mente derivar por tan positivos pensamientos caigo en la cuenta de que hay un tercer acontecimiento cinematográfico en la semana, mucho menos feliz que los otros eso sí: el cine Hoyts ha cerrado. 

El Hoyts fue el primer cine al que entré en Chile en mi viaje de 2011, creo que para ver Scream 4, cuando casi todas las proyecciones eran en versión original, situación tristemente invertida en la actualidad. El lunes yo ya había observado que no aparecían películas en su web, y la desaparición de la web misma el martes; el miércoles el cierre se hizo oficial en varios medios, así como el comunicado del cine, que certificó que el domingo 16 fue su último día de proyecciones. 

24 años de vida, dice el comunicado. El Hoyts se habría abierto en 1998 con Perdidos en el espacio, pero en realidad su historia es más larga. Pues hay cines que viven distintas encarnaciones, son como cuerpos habitados a lo largo del tiempo por distintas almas e incluso órganos y, por supuesto, estructuras óseas.

Este en concreto tuvo tres encarnaciones. Fue primero el Cine Metro, construido en 1945 y que parece deber su nombre al hecho de que solo proyectaba películas de la major homónima, inaugurándose con Escuela de sirenas, el 11 de abril al parecer. En la web Memoria Matinée, de hace más de diez años, leo que aquel día “hubo juegos de agua acordes con el tema acuático del film”, no se señala si dentro o fuera del local aunque fuera se encuentra el parque Italia así que bien pudiera haber sido allí. En uno de los comentarios, se dice que a la salida (ignoro en qué época o por cuánto tiempo) sonaba “Tierra de esperanza y gloria” de Elgar. Por supuesto tenía telón, y parece que una o ambas de sus paredes laterales lucían murales, quizá de Pedro Lobos, de quien todo ignoro. Un cine de la época en que los cines eran gigantes con personalidad propia reconocibles por los tickets de entrada, la moqueta del suelo, la decoración y tantos otros rasgos que construían su singularidad.

Manuel Peña Muñoz, en su hermoso Valparaíso, la ciudad de mis fantasmas, precisa los datos sobre el interior: tenía “platea baja y platea alta, lujosamente alfombradas. No tenía galería, como la mayoría de los cines que se dividían en tres pisos, correspondientes a las tres clases sociales bien diferenciadas. A ambos lados de la pantalla, había dos hermosas figuras estilizadas que representaban la tragedia y la comedia” (Muñoz no precisa el pintor). Habla del foyer alfombrado y el buffett atendido por una española, Paca Sánchez, amiga de su madre; señala una redecoración en los años 60 con “cortinas de color azulino que llamaban calipso”; nombra muchas películas proyectadas, y supongo que vistas (aunque es obvio que muchos de sus datos provienen de documentación): El mago de Oz, Imitación a la vida, La dama y el vagabundo, Ben-Hur 

Muñoz describe con detalle el impacto causado por esta última, donde me llama la atención la escena del calvario: “en ese momento, se desencadena una furiosa tempestad y un terremoto muy bien sincronizado con un efecto técnico bajo las butacas del cine”. William Wyler y William Castle unen sus manos en Valparaíso. Me asombra encontrar este gimmick en la proyección de un colosal como Ben-Hur; me asombra encontrarlo en un cine de Valparaíso; y me asombra doblemente porque poner a temblar un cine en un país como este es alto riesgo. Si en Matinée Joe Dante mezclaba los célebres gimmicks de Castle con el pánico nuclear de su país y su época, ¿qué no podría hacerse en uno que enseguida experimentaría el terremoto más alto desde que existen registros? (Valdivia, 1960: 9´6).

¿Tendrá esto relación con el recuerdo de un tal Francisco Herrero en la citada web, el año pasado? Francisco recuerda el espectacular sonido de la sala y da una muestra: al ver Terremoto en los 70 “cuando en la película vino el terremoto, tomé la hora (19:35), a los días después pasé por ahí a esa misma hora y cuando ocurría el terremoto, estando yo en la calle Freire, puse la mano en la puerta de salida, se sentía la vibración y el sonido”. El cine, ese cuerpo que vibra. ¿Seguiría activo el sistema de antaño? Lo dudo, pero los edificios porteños tiemblan con facilidad, quizás para protegerse de los terremotos, pero también para no olvidarlos. Quizás en efecto el simple sonido se bastaba.

En los 80 cambian alma, cuerpo, huesos: Metro pasa a llamarse Metroval, se reconfigura y su inmensa sala única se subdivide en dos. El número no lo obtengo de la web ni de ningún libro sino gracias a una fotografía que aprovecha ese tipo de casualidades que tanto favorecen las marquesinas de cines y teatros. En ella, Pinochet saluda desde su coche oficial con los títulos del cine al fondo: en la segunda sala Obsesión carnal y, en la primera… Pecados de guerra.

La fotografía, según confirman diversas fuentes de la página de Facebook donde se publicó hace tres años, es del 11 de marzo de 1990. No es un día cualquiera: Pinochet “va en la comitiva por Pedro Montt camino al Congreso para (por fin) entregar el mando a un presidente civil y democráticamente electo. Se nota porque la banda va por sobre el collar de Comandante en Jefe, signo de que debía quitársela. Un par de cuadras más adelante, a la comitiva de Pinochet lo espera la pifiadera, con lluvia de huevos y de tomates del público apostado a su paso, debiendo el chofer acelerar la marcha (incluso cayó uno de los lanceros desde su caballo) y su escolta cubrirlo por paraguas para que no se manchara...” (así lo comentó Felipe Garay Brito). Qué buen fondo es a veces un cine. Cuántas fotografías del Estallido del que la semana pasada se cumplía el aniversario tuvieron de fondo la marquesina del Hoyts, donde se proyectaba en aquel momento Joker. “Tan weón como subir el metro tras el estreno del Joker”, leí por algún lugar aquellos días que se sienten hoy tan lejos tras el trauma del Rechazo. La plaza O´Higgins seguía en reformas, por lo que el Parque Italia era comúnmente el límite de avance de las marchas, el Hoyts blindado pero con los carteles a la vista como sempiterno fondo de la aglomeración, a metros detrás de la vanguardia encapuchada frente a guanacos, zorrillos y demás fauna militarizada “en guerra contra un enemigo poderoso”. 

Era ya la tercera encarnación del hermoso edificio, que nunca cambió eso sí su piel, la fachada que algo me evoca mi añorado Coliseum, pero que al ser adquirido por Hoyts (cuarto cine de la cadena en Chile, dice el comunicado), pasó a tener cinco salas, esas salas indistinguibles de cualquier otra del mundo (aunque también con esa disposición en anfiteatro que tanto agradezco tras toda una vida como espectador de cogotes troquelados). Como en Cineplanet, el otro multicine de Valparaíso y desde ya el único, al final las entradas se compraban en el puesto de palomitas, demostrando una vez más que el pragmatismo empresarial se basta solo para las metáforas. Ya en la butaca, siempre recordaré cuántas veces tuve que levantarme a cerrar la puerta de la sala porque ningún empleado o espectador lo hacía. No recuerdo besar en su interior a nadie, aunque seguro que lo hice porque fui con Verónica al menos una vez: a ver Joker.

El Diccionario histórico-cultural de Valparaíso de Leopoldo Sáez Godoy apenas nombra el Metro. De pasada, sí señala algo leído tanto en la web como en el libro de Peña Muñoz: las matinales dominicales a las 11 de la mañana, como las que yo conocí. Sáez las sitúa en los años 50, ignoro si se extendieron más adelante: los comentarios no indican tiempo, para cada uno no hay otro que el suyo.

Carlos recuerda bajar con su hermana desde el cerro Monjas. Sitúa sus marchas entre los 8 y 9 años. “Bajábamos a Calle Bianchi, tomábamos el ascensor y nos íbamos caminando tomados de la mano hasta el cine, atravesando la Plaza Italia. Y después hacíamos el viaje a la inversa y llegábamos solitos a la casa.” 

Carlos añade el comentario inevitable: “Yo me pregunto si ahora los padres dejarían hacer lo mismo a sus hijos sin pensar siquiera de que algo les puede ocurrir”. 

Jorge precisa más: “Las matinales de las 11:00 AM en el Metro era una experiencia especial. Ese día muchos niños iban solos al cine, atravesando todas las calles del plan de Valpo o bajando de los cerros, de sus calles o ascensores multicolores. Se veían caminar tomados de la mano muchos niños de 8, 9 o 10 años de edad, hermanitos con sus hermanitas o amiguitos. Ese día, era el día que los padres dejaban ir solos a los niños al cine. La sala del cine se repletaba de niñitos y niñitas para disfrutar con las urracas parlanchinas, el zorrillo enamorado o Tom & Jerry. No sé de otra experiencia similar en algún otro lugar de Chile en que en una ciudad grande existiera esa costumbre de dejar ir solos a los niños a ver su matinal los domingos.”

Sentado en mi terraza, contemplo la soleada ciudad desde lo alto del cerro Cárcel mientras doy una chupada al mate, conmocionado por la imagen de los cerros del viejo Valparaíso en las felices mañanas de domingo, atravesados por riadas de niños liberados desparramándose por sus calles, escalas, pasajes y ascensores de camino hacia la gran pantalla del Metro; ese tiempo del cine convertido en tiempo de la infancia liberada de adultos, no solo cine para niños, sino niños libres. Pasaron las décadas y mis alumnos, de los que apenas me separan veinte años, son más distintos de mi que yo de aquellos niños de los años 50, aunque tampoco mis padres me hubieran dejado salir solo a tales edades. Fui la última generación que jugó en la calle, escribió cartas, se crió sin ordenadores o móviles; también, la última beneficiada por la desatención e incomprensión adulta, conditio sine qua non para la protección de la infancia, desolada hoy por unos padres que persiguen en su abusivo cuidado no otra cosa que la recuperación de aquella que no asumen haber perdido.

Me pregunto qué mundo sería aquel en que los niños manaban de los cerros sin adultos ni móviles hacia esa pantalla única, gigante, inmóvil, esa casa de todos que eran aún los cines. Se me ocurre, quizás gratuita, quizás falsamente, que esos niños de los 50 llenarían años después otras calles, acaso amplias alamedas, mucho tiempo antes de que incluso el cine mismo sentenciara que soñar ya no está permitido.

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