miércoles, 5 de octubre de 2022

Enfermo en tierra extraña

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Nada nos hace sentir tan lejos del hogar como enfermar en tierra extraña. Los que en nuestra infancia pudimos disfrutar de un techo protector y una madre amantísima sentimos la falta de ambos, tanto más cuanto los sabemos aún vivos, deseosos de arroparnos, acariciar nuestra sufrida frente y saturarnos de sopas y jarabes por mucho que hayamos superado ya los 40, pues para sus ojos aún no pasamos de los 10. Quizás tengan razón.

Para quienes no tuvieron eso, o lo perdieron, supongo sea aún peor.

¿Pero existe quien lo tuvo? ¿No lo perdimos incluso quienes supuestamente sí? Cuando el año pasado enfermé en Santander mis padres y yo habitábamos casas distintas, pero eso es lo de menos; cuando mi madre me traía sopa o medicinas ella estaba pero yo no tanto: ya no somos niños y es agradable que tu madre te cuide, pero al mismo tiempo es un poco raro, un poco inadecuado. Casa, madre, incluso médico familiar siguen siendo los mismos pero tú eres otro, y tanto más otro cuanto mismo el resto. Y así acabas preguntándote si el nombre de la enfermedad no será el tuyo.   

Nada hace sentir el exilio como enfermar en tierra extraña. Y esto, aun cuando la palabra sea inexacta, como es mi caso, pues identificamos el exilio con la marcha del hogar por causas políticas y no de otro tipo, aunque la RAE sí permite otros motivos, si bien señalando el político como el más habitual. 

Ciertamente, hay quien habla de exilio económico. En Praga conocí a no pocos que vivían allá por la estricta imposibilidad de vivir de lo suyo en su país. Como bien sabemos, antes del exilio republicano fueron millares los españoles que abandonaron el país por razones económicas, marchándose a “hacer las américas”. Ya en dictadura, célebre es la fama de Alemania como destino deseado de muchos (allá quería ir el protagonista de El verdugo, y ya saben en qué acabó por no hacerlo), mis abuelos maternos trabajaron en Suiza y mis padres se conocieron allí. A partir de 2008, pariente este cercano ahora sí de todos nosotros, el “éxodo” económico español se puso en marcha de nuevo. La palabra “éxodo”, leída en numerosos lugares, me parece envenenada por sus buenas intenciones: busca gravedad, pero sus dimensiones míticas más bien otorgan una dimensión falsa, e incluso equívoca, al hecho. Decir “éxodo” evita decir “exilio” y evidenciar que muchos se han ido no por gusto sino por necesidad, amén que las razones son económicas, lo más político que existe. Además, el famoso éxodo egipcio fue una liberación; yo, en cambio, nunca me sentí esclavo liberado guiando turistas en Praga o volando 14 horas hacia un país al que ya había perdido interés en regresar.

Claro que mi caso es un poco distinto. No puedo decir que haya luchado siquiera mínimamente por “ganarme la vida” en España. El mío es un exilio por inútil. Nunca he querido viajar, nunca he parado de viajar. A todos mis conocidos les encanta viajar, o eso dicen: más bien les encanta ser turistas, mientras que a mí me tocó ser el más nómada de todos ellos. ¿He hecho algo por evitarlo? Mi impresión es que no, y no hay nadie que tenga los datos para contradecirme.

Por lo tanto, yo me he sentido y siento exiliado por razones muy inferiores a las razonables. ¿Cuánto más terrible, pues, será enfermar en tierra extraña para el expulsado por una dictadura? ¿O por la imposibilidad de conseguir una plaza universitaria, un trabajo de barrendero, una ganancia suficiente por las tierras que amaría cultivar? 

Yo me he sentido exiliado por mucho menos que eso. En Madrid me sentí exiliado de Santander, en Praga de Madrid, en Valparaíso de Madrid y Santander. Moverse, viajar en tren, coche, autobús, es agradable por supuesto (en avión menos, debido al fascismo aeroportuario), pero el cambio de territorio siempre ha tenido en mí efectos graves de los que me lleva semanas o incluso meses (en algún caso, años) restablecerme. Viajar me supone una gran pérdida de tiempo por el necesario para recuperar la normalidad, incluso mental. Esto se aplica ya a mis primeros viajes breves a Madrid, se aplicó a mi traslado definitivo en 2002, y por supuesto a la marcha a ciudades como Praga o Valparaíso. Cada cambio genera una escisión, una cicatriz que pronto pasa de accidental a tan propia como el color de ojos o aquellas que surcan, distinguiéndolas y hasta significándolas, las caras de nuestros villanos favoritos. Viví lo suficiente en Madrid para que la cesura se resolviera (aparte que entre Madrid y Santander, en fin, no hay color), pero cuando la distancia es de un continente y un océano, cuando son casi 14 horas de viaje (más las que toque en el aeropuerto) y un millón de pesos los que te separan, la falla es insalvable. 

Apuro una definición distinta del exilio obtenida más por la consecuencia que por la causa: es cuando no se concibe el retorno. Cuando el resultado es una condición escindida que no siente posible ya volver a la previa. Cuando no concibes el retorno, aún retornando. Me consta cuántos exiliados se han sentido así: al volver a su hogar el hogar no estaba, ellos tampoco, dos faltas se encontraban en la falta de un encuentro. No quiero ni imaginarme el dolor de no poder verdaderamente volver, por prohibición, riesgo de muerte, etc., lo que afortunadamente no es mi caso. Pero cuando he leído sobre ello siempre me he sentido muy identificado. 

Qué le voy a hacer.   

La enfermedad no empeora el exilio sino que lo expresa de forma depurada, concentrada cuando menos. Como la pérdida de la amada, a decir de Juan-Eduardo Cirlot, expresa la carencia constitutiva del alma humana, la enfermedad hace lo propio pues, una vez dejada atrás la infancia, en el fondo siempre se enferma en tierra extraña. En la cama de tu novia, en la de tu nueva casa, en la de un hospital; cuando tu cuerpo se te vuelve ajeno todo se vuelve ajeno salvo aquel espacio en que aprendiste a conocerlo, a usarlo y padecerlo, a vivir en suma, y que por supuesto ya no existe porque solo existe en el pasado. Si la metáfora se hace real, si la exageración de la frase anterior se materializa, y enfermas como yo en mi casa de Valparaíso, a 14 horas y un millón de pesos de distancia de mi maravillosa biblioteca, mis CDs, DVDs y VHS, de mi madre que siempre se siente culpable por no haberme dicho un “te quiero” más en la despedida telefónica, el exilio es absoluto, esencial, insuperable: estamos solos, lejos, tan lejos que no sabemos ni de qué pues la lejanía borró aun el sueño mismo de lo cercano. 

Enfermedad y exilio están para mi ineludiblemente unidos. Pues por fuerza tuve que irme a Madrid, a Praga y a Valparaíso, y siempre en todos esos casos enfermé de una forma u otra, física o mental. Y después, puntualmente, enfermaba una y otra vez y cada vez me sentía igualmente abandonado, solo ante las inclemencias de un destino injusto, es decir, solo ante mi propia infantil incapacidad de valerme por mi mismo en la vida.

Valparaíso, por ejemplo. En 2011 vine enfermo y me fui enfermo. En febrero llegué resfriado, pero se pasó enseguida. Poco después, el resfrío volvió redoblado. Con fiebre, mareos y hasta dolor de oídos, este último una novedad en mi vida. No salía de la cama, era incapaz de leer o ver películas, me pasaba los días durmiendo o contemplando el baile de las sombras del aromo del patio sobre la madera de mi cuarto (hasta que un día el viento tumbó el árbol). Perdido en una casa de madera en medio de un cerro desconocido con dos personas encantadoras pero también desconocidas, un día me metí en la cama, y casi no salí en un mes. Cuando me sentía mejorar salí una noche, pero al día siguiente fue lo mismo. Un infierno. Tiempo después Diego me confesó que alguna vez se había arrodillado ante mi puerta rezando: “que no se muera aquí”. Su madre lo había hecho, en esa misma pieza, tres meses antes.

Por alguna razón mis queridos acompañantes no sabían de médicos. Decidí llamar a la universidad que me acogía, simplemente por ver si alguien me podía recomendar uno. Alucinado escuché que tenían su propio servicio médico y podía utilizarlo gratuitamente. 

La primera visita fue un viernes, si mal no me equivoco. Un tipo me recetó gotas para los oídos y no sé qué más. Miré al cielo esperanzado por primera vez en semanas. Pero no hubo caso, pasó el fin de semana y estaba aún peor. Entonces volví.

Esta vez vi a una persona distinta. Respondía al maravilloso nombre de: doctora Jinky Bloch. El nombre de dibujo animado era consonante con la persona: la figura de la doctora Bloch se me ha borrado pero conservo la impresión de vívidos colores, rojos y amarillos sobre todo, además de un carácter jovial y sonriente. Era una persona encantadora, simpática, adorable de inmediato. 

Las gotas recetadas por el doctor anterior habían sido contraproducentes. Fuera gotas. También me había preguntado si yo era alérgico y le había respondido que no. Reiteré mi respuesta. La doctora Bloch me recetó un antialérgico. 

- Pero de verdad que no lo soy- le dije-. Me hicieron pruebas y todo.

- Rubén, ¡aquí hay bichos nuevos!

Bendita sea siempre. Aquella fue mi curación definitiva. Ese antialérgico me acompañó durante el resto de mi estancia, que ya solo sería insalubre en términos emocionales. Ahora bien, tan pronto se acabó el medicamento enfermé de nuevo; era mi última semana en Valparaíso, y mi viaje de regreso fue tal el de llegada.

Enfermedad y viaje van de la mano para mi. Todas mis amistades lo saben y se cachondean en consecuencia. Estómago, garganta o nariz me atormentarán; en una ocasión incluso lo hizo mi muñeca izquierda. Hay algo extremadamente antinatural en el cambio de territorio, de mundo, de universo. Algo antinatural en comer cocido montañés y la semana siguiente pastel de choclo; en tomarse un Jack Daniels con Julius Richard en el mirador de Mataleñas y días después una cerveza con Thor y Gonzalo en el Cervezocracia; algo que no está bien en pasar de los colectivos porteños al metro madrileño, del suelo firme al trémulo, de la Qué Leo a Gil, de Cristina a François, de Verónica a Ángela.  

Por supuesto se hace, se vive. Pero a veces, uno enferma. Acuden entonces los amigos, con suerte las parejas. Pero no siempre están a mano. No siempre son tan amigos, o tan buenos amigos. Y sobre todo, quienes te ayudan en esos casos no te ayudan sin más, sino que te ayudan en tu soledad esencial, tu destierro, tu evidente falta de pertenencia. Su ayuda evidencia tu doble enfermedad, doble problema, doble invalidez. Evidencian tu ser enfermo en tierra extraña. Todo amigo, toda novia, toda amante, adquiere un cariz de ONG en esos momentos. Y es duro ser asistido por una ONG. Entiendes que hay algo más grave, que tu menor problema es la gripe, el covid o lo que sea que tengas. Que te atienden por algo que nunca te abandonará.     

Es agradable escuchar a las amigas que se ofrecen a traerte cosas a casa cuando estás enfermo. Hablo de amigas porque ha sido habitual en mi caso que se trate de parejas o amantes más que de hombres. La ayuda en este caso tiene un doble aspecto: por un lado, cobra un cariz maternal; por el otro, dado que la enfermedad en mi caso dispara la libido en vez de disminuirla, la voluntariosa y a veces incluso inocente enfermera se marcha dejándome más enfermo que cuando llegó. La suma de ambos aspectos otorga a la visita un cariz vagamente incestuoso, como cuando El Zurdo cantaba “y tú pareces mi hija incestuosa” en la inmortal “Enfermera de noche”, claro que él pintaba a su enfermera más joven que las mías, o a sí mismo más mayor (no lo era). Recibir medicinas, fruta fresca y felaciones tiene algo encantador sin duda, mas también perturbador. ¿O me pongo demasiado hawksiano?

O quizás lo perturbador sea la evidencia de cómo los labios ajenos quiebran la soledad satisfecha. Nunca tan solos como en la enfermedad, nunca tan propios por tanto. Ha habido veces en que no me he atrevido a rechazar el amparo de una persona por temor a desairarla, cuando yo lo que en verdad quería era vivir a solas mi decadencia, hundirme en las sábanas emponzoñadas de sudor enfermo y enfermizo, multiplicar el aire contaminado disfrutando con voluptuosidad esas vacaciones del exterior, de las calles, de la gente y de la vida. Ha habido veces en que he querido a la enfermedad sobre el amor, he preferido abrazar mi soledad sin aceptar a nadie más en esas bodas sub-umbra. Hay veces en que he llorado la ayuda, porque solo quería que me dejaran caer.  

Hablando de caídas, subiendo la altura y rebajando el tono: en Valparaíso estar enfermo tiene un extra preocupante cuando uno vive como yo por encima de la cota 100, es decir la avenida Alemania, al final de una calle notablemente escarpada, por lo que salir a la farmacia o la panadería de al lado, con debilidad física o no, no es opción. Estar enfermo en un cerro porteño es, digámoslo rápido, una putada. Estás exiliado de la ciudad misma, por cuanto pocos son los cerros autosuficientes y en el mío además no existe la cercanía entre vecinos que he conocido en otros. Se agudiza la dualidad entre la ciudad-plan y la ciudad-cerro, la precariedad de la vida vertical.

Hay que decir en todo caso a los lectores preocupados que en esta ocasión el exilio se ha sentido poco: la enfermedad me pilló con la nevera razonablemente surtida y, al no tener fiebre, me pude dedicar a leer como un salvaje: me acompañaron, solo en un caso no gozosamente, Quintín, Joaquín Edwards Bello, Jorge Teillier y Tito Mundt. Alguna oferta de ayuda fue amablemente declinada y otra aceptada con júbilo. Pero aclaro en todo caso que esta vez me limité a recibir medicinas y frutas. Nada más

¿Quizás de ahí mi melancolía? No. En el fondo es una melancolía vagamente fingida, remedo de otras, pasadas enfermedades, que se vinculan en el tiempo a intervalos no muy largos dándome la impresión de que podría recorrer, contar mi vida saltando de una a otra como rocas de río. El único periodo casi completamente sano de mi vida fue el de la pandemia, en el que la enfermedad era el río mismo. Estas cosas deben querer decir algo. 

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