miércoles, 28 de septiembre de 2022

Lo que pasa por la boca

Yo fui hasta bien entrada mi veintena un comedor veloz, un tragón, un histérico del buen jamar, o jalar, verbo este que tengo prohibido desde que me vine a Chile, donde refiere el acto de esnifar cocaína.
        Yo era tragador frenético, digo, hasta que en mi primer año y casa madrileña acabé harto de comer tan rápido que me tocaba pasar el resto del almuerzo viendo a mis compañeros degustar con gusto y calma lo mismo que yo acababa de devorar como si no hubiera mañana. No salía rentable devorar tan rápido las magníficas lasañas o guisos veganos que preparaban Carmen o Alejandro: terminar rápido para ver comer lento a otros generaba el desagradable efecto psicológico de hacerme sentir aún en ayunas. Empecé a cavilar entonces que mi presteza no era tanto apetito como ansiedad, y me empeñé en bajar el ritmo, cosa que conseguí con más facilidad de la esperada tras unas pocas semanas concentrado en masticar al menos 20 veces cada bocado, tal como nos decían cuando éramos niños adultos que por supuesto tampoco cumplieron nunca tan gratuito consejo. El caso es que lo recordé sospechando su pertinencia para mi problema, y así fue.
        Cuento esto a raíz del almuerzo del viernes pasado en Santiago de Chile, plaza Ñuñoa, restaurante Las Lanzas, con Iván Pinto, que devoró a un ritmo normal sus espectaculares prietas con papas hervidas, pero le tocó padecer el lento al que hice lo propio con mi magnífico lomo a lo pobre. No puede acusarse a Iván de comer con ansiedad, y en verdad tampoco a mi de ser lento, la culpa la tuvo el tamaño tan diferente de nuestros platos, y de hecho acabé envidiando el suyo precisamente por tal concepto... claro que no es raro que envidie el plato de mis compañeros de mesa: en mi reciente cumpleaños almorcé con Marcela (de segundo apellido Santander, no se lo tengan en cuenta) en el afamado Los Deportistas una excelente lengua con salsa nogada, pero envidié el costillar que pidió ella (en común eso sí tuvimos los innumerables agregados que acompañan los platos de fondo: la mejor ensalada de tomate a la chilena que haya probado más otra de lechuga con cebolla morada aún más deliciosa, palta sola, papas fritas, un arroz sencillo pero verdaderamente exquisito y habas en salsa verde); cuando almorzamos en Alejo Barrios el 18 pedí costillar pero esta vez me tocó envidiar su anticucho; semanas atrás, en el renovado Capri, al que voy exclusivamente en compañía del insigne Gustavo Celedón, pedí su excelente pollo al coñac pero de nuevo envidié el más sobrio pollo asado a secas que se pidió él. No hay remedio: padezco una enfermedad que no sé si está diagnosticada y que provisionalmente llamaré “envidia de mesa”.
        Si hablo de comida es porque acabo de terminar un libro que compré en una librería de Santiago llamada La Comuna Literaria, poco después del almuerzo con Iván (y el chocolate de postre en La Cafebrería, en el otro extremo de la plaza). Se trata de Confieso que he bebido y otras crónicas del buen comer, de Jorge Teillier, uno de esos raros poetas a los que todo el mundo parece profesar igual devoción en Chile, y del que supe cuando Verónica me regaló, por mi 40 cumpleaños si no me equivoco, la antología Los dominios perdidos, pero empecé a admirar sobre todo gracias a la magnífica película Nostalgias del Far-West, realizada en vídeo por el Colectivo del cabo Astica a finales de los 80 y a la que llegué por ser parte del mismo Sergio Navarro, realizador chileno fallecido el año pasado, creador de la Escuela de Cine de la Universidad de Valparaíso a la que llegué en 2018, y a quien conocí en el mítico bar Moneda de Oro allá por 2011, cuando me lo presentó Udo Jacobsen en la que fue la última salida nocturna de mi primera estadía chilena (y que me costó el resfriado que me acompañó durante el vuelo de regreso). Le recuerdo más que borracho hablando sobre Godard, que había pronunciado el famoso curso que daría lugar a Introducción a una verdadera historia del cine en la misma universidad canadiense donde él recayó en su exilio. Cuando volví a ver a Sergio, 7 años después, sostuvimos este breve diálogo:
        - Hola, no creo que me recuerde, nos presentó en 2011 Udo Jacobsen. 
        - ¿Y dónde fue eso?
        - En el Moneda de Oro.
        - Ah, si fue en el Moneda seguro que no me acuerdo.
        Rastreando su obra llegué al colectivo y por ahí a sus dos películas, la ya citada, e inclasificable, protagonizada por Teillier, y una muy olvidada, pero que dio nombre y razón de ser al colectivo, centrada en Manuel Astica Fuentes, “cabo” y cabecilla de la Sublevación de la Escuadra de Chile ocurrida en 1931, autor durante su encarcelamiento de la primera novela utópica chilena (¿habrá más?), llamada Thimor pero para mi, sobre todo, autor de uno de los poemas más hermosos que haya leído en este país y en mi vida entera: “Para arreglar esta mesa”, cuyo descubrimiento agradeceré siempre al gran Gonzalo Catalán. Como el título indica, en él el poeta, para arreglar una mesa que cojea, se pone a buscar un tarugo “en el polvoriento cajón de los tornillos / y los clavos mohosos y torcidos” encontrando, y por supuesto nombrando, una amplia multitud de cosas, como por ejemplo “botones y oxidados prendedores de modas ya pasadas, / viejos tenedores desdentados / el varillaje marfil de un abanico / con jirones desgarrados de sus sedas / que ocultó las sonrisas coquetas de mi abuela” y unas cuántas más salvo, por supuesto, el dichoso tarugo.
        No sé qué tiene este poema que me enamoró a primera vista. Incluso termina exponiendo una cierta “moral” de la anécdota, gesto que siempre me resulta molesto pero, en este caso, tras el irresistible breve viaje, se lo perdono todo. Viaje menor, viaje ínfimo, de rítmica vivaz y juguetona y lenguaje no solo cotidiano sino también preciso y, sobre todo, sencillo. El placer de los nombres, de la lengua, se encuentra puro en el poema de Astica Fuentes pero nunca llega a la voluptuosidad que sí encontramos en las crónicas de Teillier. Me viene a la mente, siempre vinculado a él, un poema de Neruda que descubrí por aquellos mismos días, la oda “A Don Asterio Alarcón, cronometrista de Valparaíso”, más ambiciosa sin duda, espectacular a ratos, pero de idéntica sencillez en su vocabulario:
El corazón recibe escalofríos
en las desgarradoras escaleras
de los hirsutos cerros:
allí grave miseria y negros ojos bailan en la neblina
y cuelgan las banderas
del reino en las ventanas:
las sábanas zurcidas,
las viejas camisetas,
los largos calzoncillos,
y el sol del mar saluda los emblemas
mientras la ropa blanca balancea
un pobre adiós a la marinería.
Sábanas, camisetas, calzoncillos... palabras sencillas para objetos sencillos recuperados, descubiertos por la música, la melodía, el ritmo del poema, por fortuna nunca vulgarizado por la rima, esa trituradora de presencias. Carlos León afirma que, si “la mayoría de los poetas tenían un repertorio de palabras, prestigiosas, que barajaban infinitamente” Neruda “abrió compuertas, y de pronto expresiones y términos cotidianos y hasta reprobables para el gusto de ese tiempo se incorporaron a su lenguaje y a toda la poesía”.
        De ahí, a este verso inmortal de Mauricio Redolés:
hay viejos culiaos que no creen que en un poema se pueda decir:
viejo culiao.
No creo que Neruda haya escrito “viejo culiao” en ningún poema pero podríamos decir que, según León, habría abierto la puerta a ello. ¿Será verdad esta profanización nerudiana de la poesía? Lo ignoro, pero me acuerdo de él tanto por su oda a don Asterio, que me descubrió el Memorial de Valparaíso de Alfonso Calderón, como por su oda al caldillo de congrio, tan célebre que anudaría para siempre el nombre del poeta al de este delicioso plato, que puede encontrarse en los menús tanto con el tradicional apelativo como con el de “caldillo nerudiano”.
        Como todo poeta que se precie Neruda tuvo rivales, pero el más grande de ellos fue un poeta injustamente desconocido en España, y que rivaliza con aquel como mínimo en la intensidad de su dimensión profana y culinaria: hablo por supuesto del gran Pablo de Rokha, autor de una indescriptible y legendaria Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile. Vayan aquí sus dos primeras estrofas, buenas para recitar a gritos:

Hermoso como vacuno joven es el canto de las ranas guisadas de entre perdices, 

la alta manta doñiguana es más preciosa que la pierna de la señora más preciosa, lo más precioso que existe, para embarcarse en un curanto bien servido, 

el camarón del Huasco es rico, chorreando vino y sentimiento, 

como el choro de miel que se cosecha entre mujeres, entre cochayuyos de oceánica, entre laureles y vihuelas de Talcahuano por el jugo de limón otoñal de los siglos, 

o como la olorosa empanada colchagüina, que agranda de caldo la garganta y clama, de horno, floreciendo los rodeos flor de durazno.


Y, ¿qué me dicen ustedes de un costillar de chancho con ajo, picantísimo, asado en asador de maqui, en junio, a las riberas del peumo o la patagua o el boldo que resumen la atmósfera dramática del atardecer lluvioso de Quirihue o de Cauquenes, 

o de la guañaca en caldo de ganso, completamente talquino o licantenino de parentela?, 

no, la codorniz asada a la parrilla se come, lo mismo que se oye “el Martirio”, en las laderas aconcagüinas, y la lisa frita en el Maule, en el que el pejerrey salta a la paila sagrada de gozo, completamente fino de río, enriquecido en la lancha maulina, mientras las niñas Carreño, como sufriendo, le hacen empeño a “lo humano” y a “lo divino”, en la de gran antigüedad familiar vihuela. 

de Rokha parece haberse comido a todo Chile, y de ello da en parte prueba una de las mejores y más divertidas crónicas incluidas en el libro de Teillier, que le tiene como protagonista. Leer cómo comía aquel hombre da hambre, pero sobre todo da vértigo. Vaya la prueba:
El poeta estaba invitado a almorzar a casa de mis padres. Ante el espanto de mi madre, decreté que debía haber un almuerzo de acuerdo a los cánones rokhianos. El aperitivo consistió en una chupilca con harina tostada recién hecha, la cual el vate acompañó –por cuenta propia– con dos cebollas crudas que devoró como pomelos. Vino después un plato de pancutras fiambres preparadas la noche anterior (“componedoras de cuerpo”) y un ganso con ajo y arvejitas nuevas. De postre, una tajada de sandía para cada comensal, y una entera para don Pablo. La comida había sido preparada en la cocina económica, y con fragante leña de ulmo, lo que contó con la entusiasta aprobación del poeta.
Nadie me negará que semejantes lecturas no dan hambre. Lo da el apetito del poeta, comunista que parece que lo único que no comió en su vida fueron guaguas, lo dan los platos pero, sobre todo, lo innegable es que lo que da hambre son las palabras. Poco amigo de leer en voz alta, mi primer encuentro con la oda rokhiana me empujó a leerla a gritos, y si en verdad no pasa un carro por mi boca cuando digo “carro”, algo parecido a la “guañaca en caldo de ganso” pasa por la mía pese a no tener idea de lo que sea eso. de Rokha y Teillier superan incluso la voluptuosidad de la comida con la del lenguaje, apoyados en la sensorialidad de unas palabras que llenan la boca con sus ches, ges, eñes y tantos fonemas articulados con una rítmica que parece contener el secreto común de esas dos cosas que hacemos con la boca: comer y hablar (a las que habría que añadir el besar, lamer y chupar, y de hecho de Rokha saltea de referencias sexuales sus excesos culinarios, como cuando dice que “en Gualleco las pancutras se parecen a las señoritas del lugar: son acinturadas y tienen los ojos dormidos, pues, cosquillosas y regalonas, quitan la carita para dejarse besar en la boca, interminablemente”, o afirma la felicidad de “quienes conocen lo que son caricias de mujer morena y lo que son rellenos de erizos de Antofagasta o charqui de guanaco de Vallenar o de Chañaral, paladeándolo y saboreándolo como a una chicuela de quince abriles”, o ese pasaje en que identifica cierto estado del jamón maduro con “una hermosa teta de monja que parece novia”, pasaje para mí evocador pues mi querido abuelo gustaba de saborearse al probar carnes ricas y tiernas pronunciando una inolvidable sentencia de 3 palabras: “teta de novicia”).
        Escuché hace varios meses a Arturo Pérez, dueño del Bésame Mucho, mi bar predilecto de Valparaíso, decir “soy rokhiano” hablándome del ñachi, que Teillier describe en su libro del siguiente modo:
Ñachi es la sangre del cordero recién degollado y se come temprano en la mañana, apenas sacrificado el inocente animal. Se sirve una vez coagulada con jugo de limón (práctica relativamente cercana); y abundantemente condimentada, especialmente con ají, de preferencia merquén, el ají que preparan los mapuches, tostándolo en una callana, y luego machacándolo hasta reducirlo a polvo, convertido en una especie de pimienta.
Esto, si la memoria no me falla, lo habían comido Arturo y su hijo, y fue a tenor de ello que me espetó su primer “soy rokhiano”. El ñachi podría o no gustarte, pero lo que no podía concebirse era no probarlo.
        Me quedé con la copla. Tiempo después, fui invitado a almorzar charchas y hocico a un restaurante del cerro Placeres, cuyo nombre he olvidado. Invitado también nuestro común amigo Braulio Rojas, Arturo me dijo que Braulio no era tan rokhiano porque había manifestado dudas respecto a comer hocico. “Eso no es rokhiano”, reafirmó en nuestro último encuentro: “ponerte un límite frente a la comida, pero sobre todo, es ponerse un límite frente a la experiencia”.
        Me encontraba ayer lunes noche en la mesa del Bésame, con Braulio y otros correligionarios, bebiendo mi primer o segundo ruso blanco. Braulio y Rodrigo Carvacho, que ya se había marchado, habían hablado de “narrativas del margen” y la conversación siguió con literatura, vino, sordidez y muchas otras cosas, comida entre ellas. Tras la afirmación de Arturo otro presente, Eduardo, afirmó de inmediato haber comido “sopa de pico” (es decir: sopa de polla), hecha “con la penca del toro”, afirmando su maestría en no negarse desde luego a “la experiencia”.
        Apetece, leyendo la epopeya rokhiana, la experiencia de cada una de esas comidas, pero su talento mayor, como el de Teillier en sus crónicas, es el de la explosión del idioma, palabras que explotan en la boca como caldos, salsas, carnes, verduras hirvientes. Un idioma hecho de varios, uno de ellos el mío, indígenas otros, un idioma al que soy recién llegado y que no deja de maravillarme tal como maravillaba la palabra “Antofagasta” a Jean Giono según contaba Raúl Ruiz, como me maravillan “Puchuncaví”, “cochayuyo” o “cahuín”, tal como me maravilla, en otro orden, esa imaginación inacabable popular que constantemente inventa imágenes, metáforas, expresiones que se me antojan no pocas veces ejemplos de la más alta poesía, como aquel anciano al que mi amigo Felipe Aburto escuchó en un bar decir: “me marcho a tomar sopa de yeso”.
        Curioso irreprimible, Felipe preguntó:
        - Disculpe, caballero, pero ¿qué es tomar sopa de yeso? 
        Entre risas del veterano, Felipe obtuvo su respuesta:
        - ¡Tomar Viagra, aweonao!

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