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jueves, 24 de abril de 2025

INFORME SEMANAL (5)

Border Incident (Anthony Mann, 1949)

David and Bathsheba (Henry King, 1951)

Memoria (Apichatpong Weerasethakul, 2021)

Nan va Koutcheh / El pan y la calle (Abbas Kiarostami, 1970)

Zang-e Tafrih / La hora del recreo (A. Kiarostami, 1972)

Tanoshiki Kana Jinsei (Mikio Naruse, 1944)

Cloud / Kuraudo (Kiyoshi Kurosawa, 2024)

The Monkey (Osgood Perkins, 2025)

In the Lost Lands (Paul W.S. Anderson, 2025)

Asu wa nipponbare / Mañana estará despejado (Hiroshi Shimizu, 1948)

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Mucho tardé, tras más de una década enamorado de sus westerns, en conocer el cine negro de Anthony Mann. Border Incident es una de sus últimas películas de suspense, thriller o como quieran llamarlo, y, como otras del estilo de su director, resulta todo un tratado de composición en profundidad con términos forzados hasta el extremo. Pareciera que Mann y su director de fotografía, el gran John Alton, se hayan divertido de lo lindo buscando modos de tensar las relaciones de figuras en cada plano, pero creo que prefiero las escenas más aireadas, como la “visita” de Ricardo Montalbán al secuestrado George Murphy vigilado por Arthur Hunicutt, en la que Alton, estrella absoluta de la función, se luce que da gusto. Por lo demás, la película tiene la dureza propia de Mann, aunque con una violencia más explícita yo diría que nunca, como ejemplifica la brutal muerte de Murphy (un pelín absurda, todo hay que decirlo). En mi recuerdo, el mejor Mann negro sigue siendo Side Street (con accésit a Raw deal), realizada inmediatamente después que esta, pero no estoy para mojarme: por lo que sea estas películas se me han quedado poco, mucho menos que los westerns, que en todo caso hace mucho que no vuelvo a ver, después de haberlos frecuentado más que asiduamente durante muchos años. Habrá que enmendar el pecado pronto.

Me propuse ver una película religiosa y la elegida fue la para mí desconocida David y Betsabé, realizada dos años después que la de Mann por el siempre recomendable Henry King. Pablo García Canga me la señaló, y debo darle las gracias porque ha sido la sorpresa de la semana. Con un espléndido guion de Philip Dunne, lo que tenemos aquí es una película sin batallas ni grandes escenas de masas (hay que mencionar que una sangrienta pelea es evocada en un larguísimo plano nocturno con un solo actor y sonido off, y que la lucha contra Goliat posee un aura onírica fruto de las condiciones de su evocación), llena al contrario de largos e intensos diálogos desarrollados con el rigor de la mejor reflexión aplicada a cuestiones éticas, teológicas (lo que en este caso, de remate, implica decir también: legislativas) e incluso sentimentales. 

Cabe cuestionar si el personaje de Betsabé está poco desarrollado, pero que su diálogo sea menos extenso puede engañar: el que tiene es de gran contundencia, y la interpretación de Susan Hayward abandona pronto la dimensión erótica en favor de la expresión de un amor sensual pero maduro, una apuesta importante de Dunne, tanto más cuanto en el asesinato de Uriah, su marido, David no solo ofende a Dios (visto con no muy halagadores ojos, pues la película mira al Antiguo Testamento pero con los ojos del Nuevo) sino a su amada, pues aquí el amor, si bien surge de la atracción sexual, pronto se manifiesta como una comprensión profunda, el tipo de mutuo arropamiento que solo es posible cuando dos personas son capaces de mirarse plenamente a los ojos. Y es ahí, de esta historia mutua, del hallazgo de una verdadera compañera, de donde propiamente surge todo el pasado de David. Una de las virtudes del trabajo de Dunne y King es la importancia de la evocación, la evidencia del invisible peso que David acarrea sobre sus espaldas, buena parte fruto de su sentido del deber, pero otra muy importante siendo la de un pasado teñido de pérdidas (nombro solo un hallazgo: la muerte de Goliat concluida con la mirada de David a su mano ensangrentada, de la que de pronto entendemos que podemos dar fecha: él le había dicho a su amada que mató a su primer hombre a los 13 años). A través de este amor, el peso de su historia sobre las espaldas del rey atormentado deviene también el de una religiosidad pervertida por el alejamiento del campo y la religiosidad natural (la evidencia de Dios, dada por la naturaleza en vez de por nombres o leyes) en favor de la institucional representada por el siniestro Nathan y caracterizada por el dominio de la Ley sobre la Justicia. 

Pero creo que lo que más me ha impactado es el ritmo, la música de la historia. King extrema la duración de sus planos sin ánimo de lucir virtuosismo alguno sino de dotar de espesura a los pensamientos y afectos de sus personajes, especialmente el David encarnado con hondura por un Gregory Peck al que creo que pocas veces habré visto mejor. El guion es espléndido, pero King da a sentimientos e ideas el tiempo para expresarse, la duración de su escanciamiento. La citada escena en que David evoca la muerte de Jonathan, un extensísimo plano-secuencia en el lugar donde antes se nos ha descrito con todo detalle la matanza, es un buen ejemplo, pero mi preferido quizás sea la escena del arpa, extensa, lenta hasta la exasperación, pero donde se asiste al milagro de una resurrección en toda regla. La muerte ya inminente, inevitable, la mujer que le ama le pide que toque para ella, pues nunca ha asistido al afamado talento de su amado para la música. Y el retorno de ese acto (el único pasado que logra de hecho retornar, revivir materialmente) provoca el del joven pastor, de la infantil naturaleza y la religiosidad olvidada. Un prodigioso momento de cine, y una gran película. 

Tal vez suene raro, pero este ritmo, este sentido del despliegue de la vida en el tiempo, me aproxima David y Betsabé a Memoria, último largometraje hasta el momento de Apichatpong Weerasethakul, que he visto por segunda vez, después de una primera, en tiempos de su estreno, que me dejó bastante insatisfecho. 

No ha sido así en esta ocasión. En efecto, creo que la linealidad que aporta el enigma del origen del sonido que escucha la protagonista limita las posibilidades de Weerasethakul, mucho más rico cuando puede ir en cualquier dirección, y aquí todas las fugas son eso, fugas del hilo central, misterios contingentes, hilos sin solución pero menos relevantes por ese que lleva del primer sonido al OVNI final, solución enigmática pero solución al fin y al cabo (conflicto central, podría decir Ruiz). 

Pero insisto: qué música. Ningún otro cine suena como el de Weerasethakul, quizás el cineasta que con más justicia podría editar la banda de sonido de sus filmes en CD. El cuidado en los volúmenes y las texturas, la fluidez con que las atmósferas (los paisajes) sonoras se suceden incluso cuando se quiebran (la entrada repentina de la lluvia no sacude sino que viene a sumar un elemento más a la paleta de posibilidades sonoras de este mundo por conocer), o cuando se convierten en música propiamente dicha, como ese jazz que entra poco o poco hasta ocupar toda nuestra atención acústica y visual, cerrando la primera mitad para lanzarnos a esa segunda dominada por el sonido del agua de ese río ante el que se producirá el encuentro clave de la obra. 

Pero la música es también la de los encuadres y los espacios. Espacios nuevos en el cineasta, urbanos como no se habían visto hasta ahora en él, pero también raramente amplios, y siempre acogedores incluso en los casos más asépticos. Tilda Swinton existe más por su voz y su figura (su movimiento, como en el plano del perro, el ejemplo quizá más obvio) que por su rostro, que solo en los momentos finales cobrará importancia, antes de su desaparición (hay que recordar que, tras descubrir el origen del sonido, ella ya no reaparece), aunque evidentemente no deja de tener su importancia antes, sobre todo en la escena del estudio de sonido, un modelo de planificación con sus tres sencillísimos, pero pensadísimos, planos, y la gestualidad, mínima pero elocuente, de Swinton. 

Memoria confirma el arte de su autor como quizás ninguna película previa, precisamente porque, optando por un enigma-hilo, el misterio de la película no se apoya en su construcción sino en la propia puesta en escena: la presencia visual y sonora de actores y espacios, la temporalidad de las acciones, es con ellas y no con el enigma central con lo que se relacionan de verdad los hombres invisibles, las alarmas de los coches (que recuerdan por cierto al mejor momento de La niebla de Carpenter, que era, por supuesto, sus créditos), las neveras para orquideas, etc. Memoria, en fin, quizá sea la película que mejor demuestra que Weerasethakul puede hacer lo que le dé la gana.  

Hay por cierto un momento musical espléndido en El pan y la calle, el primer cortometraje de Abbas Kiarostami. El niño, asustado por un perro violento, no se atreve a atravesar la calle que lleva a su casa, así que se detiene y espera. Kiarostami se entretiene con varios primeros planos del crío, que parecen tomados sin noticia de este (me lo hacen sospechar sus bostezos). En cierto momento, una música de jazz irrumpe con la aparición, por la calle de la izquierda, de una figura lejana. No resulta claro, al inicio, el por qué de la música, pero su extemporánea irrupción es todo un acontecimiento que desliza el tono a lo cómico: acompaña todo el lento caminar del que termina siendo un hombre mayor con audífono (aparato que retornará en la obra del iraní), al que el niño se suma para ver si así le protege del perro. La elección de la música es sorprendente, pero da buena fe de la sana imaginación que Kiarostami poseyó desde el día uno de su carrera. Su gusto por el jugueteo se ve pronto, cuando el viejo gira por una calle intermedia y deja al niño indefenso de nuevo ante el animal. Lo que sigue no se lo digo.

El pan y la calle es una hermosa, sencilla y breve historia, y solo añado su llamativo título, es decir su negativa a llamarse “el niño y el perro”. Pero claro, es que en el pan está la clave de la historia, y en la calle la importancia del espacio que tanto caracterizará a su director.

Así y todo, la primera obra maestra de Kiarostami no es este sino su segundo, siguiente cortometraje, La hora del recreo. ¿Qué de qué va? Francamente, no lo sé. Un niño rompe un cristal del colegio con su balón y es castigado duramente. Un plano inolvidable enfoca su cara pero de pronto, cuando este comienza a ser castigado mediante golpes de varilla en su mano, el foco cambia drásticamente hasta mostrarnos el agujero hecho en el cristal por el balón, a través del cual veíamos al niño inadvertidamente. El caso es que luego termina la jornada, los niños salen, forman en el patio, se marchan, el protagonista con su inseparable balón intenta sumarse a otros que juegan fútbol en la calle, no le dejan y uno le persigue para pegarle, se esconde, se ve obligado a cambiar su ruta de vuelta a casa (o eso supongo yo), de pronto está saltando por peñascos, atravesando un río, unas vallas, camina al lado de una gran carretera que se diría a las afueras, llena de coches… y ya. El niño se ve obligado a cambiar su ruta, pero Kiarostami lleva esto a un nivel de abstracción, y de gravedad tal, que semeja el inicio de una epopeya vital que ya no tendrá fin (y que anticipa el tono, dureza y atrevimiento formal de su siguiente película, el mediometraje Experiencia). En esto, también nos permite ver algo especialmente pregnante de ambas obras, y que creo fácil pasar por alto en la primera: la relevancia del presente de cada instante. Las imágenes del rostro del niño detenido en El pan y la calle se relacionan con su situación pero también, en sus bostezos y otros gestos, amén del tiempo a ellas dedicado, no dejan de ser simples planos de un niño, la atención a un rostro infantil, contemplado de tal forma que anima a sospechar que las tomas han sido robadas durante lo que aquel creería pausas del rodaje. 

En La hora del recreo esto resulta mucho más extremo. La escena del castigo carece de relación con lo que sigue; la salida de los niños está filmada, pese al uso de una grúa, con plena voluntad documental. Lo que sigue, como se ha dicho, establece un centro narrativo durante unos momentos (la pasión por el fútbol, las ganas de sumarse al juego, la persecución, etc.), pero en su último tercio los escenarios se vuelven tan ajenos a los previos que es como si reivindicaran su importancia externa al niño o su historia. En suma, Kiarostami hace algo muy difícil: cuenta algo, pero cada parte de ese algo tiene su existencia propia, reclama su autonomía particular frente a su contingente uso. Weerasethakul no está tan lejos: en su cine cada escena existe independientemente, puedes pensar su relación con el resto, aventurarla con más o menos posibilidades de éxito, pero aún en los casos más evidentes todo vive en un presente pleno, irreductible, todo puede ser un aparte del mundo, como ese rinconcito de la selva donde tiene lugar el encuentro más importante de una vida.

Aunque de paso, con todo esto, Kiarostami también hace existir a los niños como nunca lo han hecho en toda la historia del cine. 

Y hablando de niños. Bien sabido que el cine de Mikio Naruse, pese a sus formas cotidianas, más educadas que las de un Mizoguchi por ejemplo, puede ser sumamente duro y hasta turbio, pero nada me tenía preparado para una sorpresa como Tanoshiki Kana Jinsei (This happy life). Las primeras escenas nos introducen en una atmósfera cotidiana teñida de comicidad (ese relojero desastroso que sabe la hora solo porque un vecino cuyos pasos suenan como un tic-tac pasa por enfrente de su casa todos los días a las 10), pero tras la llegada de una misteriosa familia a la calle, todo empieza a teñirse de una atmósfera inquietante: el comportamiento del hombre de los mil oficios y sus dos cordiales hijas va lentamente modificando el comportamiento de los vecinos como si de una posesión diabólica se tratase, ante los ojos del aterrorizado relojero, a quien nadie cree sus acusaciones, tan indemostrables como rencorosas. 

Se trata, en efecto, de nada menos que un filme de terror realizado por nada menos que Mikio Naruse en nada menos que los años finales de la Segunda Guerra Mundial, y que, más aún, anticipa nada menos que la celebérrima Invasión de los ladrones de cuerpos de Don Siegel en su descripción de un sibilino proceso de transformación de unos individuos normales y corrientes en seres exteriormente idénticos, pero completos otros en su ser más propio. De remate (y ahí iba yo), con la hija menor de la familia visitante Naruse se anticipa a una corriente mucho más tardía, la del niño como figura terrorífica. Esta niña, me atrevo a decirlo, supone una de las figuras sin duda más aterradoras que se hayan creado en la primera mitad del siglo XX, y no digo más porque quiero dormir esta noche. En suma: inesperada, terrorífica, y espléndida película, el secreto mejor guardado del interesante cine japonés del periodo bélico.

No puedo decir lo mismo, me temo, del último largometraje de uno de los mejores cineastas nipones vivos: Cloud, del gran Kiyoshi Kurosawa. Con algo más de dos horas de metraje, la primera mitad es tan inquietante y divertida como es común en su director: esa rara precisión con que se gesta un misterio de naturaleza imprecisable: ¿de qué va esta película? ¿Dónde está el peligro? La segunda mitad explicita todo y, aunque la realización sigue siendo impecable, todo es tan prosaico como parece y, a mi juicio, el modo en que Kurosawa estira el chicle de su mensaje, llevando al delirio o irrealidad algunos de sus elementos, no es suficiente para evitar lo zafio de la propuesta, que podría haber funcionado mejor o forzando más el lado satírico, o el absurdo, o el oscuro. Me temo que no me convence el punto medio en que Kurosawa se ha situado. A falta de ver Le chemin du serpent, su mejor película del 2024 no es esta, pues, sino la espléndida Chime, esta sí maravilla sin paliativos acaso una de las obras mayores de su autor. 

Lo sorprendente, lo que de ningún modo podía yo esperarme, es que The monkey, lo último del realizador de la sobrevalorada Longlegs, me resultara más satisfactoria que una película del segundo gran Kurosawa. Vista en un momento de debilidad sin esperanza alguna (lo cual no niego quizás haya determinado en parte mi reacción), lo bueno de The monkey es que sus aspectos cómicos no se dirigen ni a esa especie de rebajado narrativo propio del cine superheroico (me refiero a esa manía de convertir a lo cómico en algo así como apartes o pausas de la narración), ni a convertir la película en un spoof a lo Scary movie, y ni siquiera en comedia abierta, teniendo sin embargo un poco de todo esto. Lo mejor, entonces, es que la comicidad va en la línea de una excentricidad que ayuda a llevar la película a los límites de lo verosímil y del mismo género de terror, dejándolo en una zona indefinida que tiene como ventaja el hecho de que cualquier cosa podría pasar. Así, el equipo de animadoras celebrando la enésima muerte en el pueblo, que podrían salir de un Scary movie cualquiera, son elemento propio de un mundo extraño que, a todas luces, no es el nuestro. Añadamos a todo esto la violencia exultante de las muertes y, en fin, creo que las cuentas son favorables, algo que no puede decirse de In the Lost Lands, enésima porquería de Paul W.S. Anderson, ese anti-Midas que convierte en mierda todo lo que toca. Y ni una palabra más.

Quien sí parece puro Midas es Hiroshi Shimizu. Si en la última entrega de estos guadianescos informes (qué quieren, hay que trabajar) hablé de Arigatô-san, Asu wa nipponbare supone su segundo film-bus. Si en aquella se trataba de una película en constante movimiento, estructurada en torno al paisaje recorrido, las entradas y salidas de personajes, los encuentros en el camino, es decir la forma propia de una ruta, el autobús de Asu wa nipponbare se estropea, quedando varado en el camino a la espera de ayuda u otros vehículos que puedan llevarse a los personajes.

Tengo que decir que esta no empieza tan bien como Arigatô-san. La película entera está pos-sincronizada sin mucha preocupación por la coordinación labial, y la primera secuencia posee la extrañeza del predominio de atestados planos generales donde resulta difícil saber quién habla, pero, sobre todo, porque en la banda de sonido solo se escuchan diálogos y no hay sonido del bus (es decir, peor que los doblajes que hacía Filmax de las pelis japonesas). 

Pero Shimizu todo lo puede, y servidor terminó la película de rodillas. Desde la presentación de un ciego que todo lo ve (gloriosamente emparejado en los pasajes finales con un sordomudo, y el plano en que finalmente logran entenderse sin intérpretes es algo para morirse de felicidad y admiración), a la escena en que todos (incluido un tipo sin pierna) empujan el bus solo para quedar varados una curva más arriba (y aquí Shimizu usa vistas que anticipan el plano final de Y la vida continúa de Kiarostami, solo que este ascenso no servirá de nada), hasta lo que en realidad no es sino una película de episodios donde diversas breves escenas se suceden sin más conexión que los efectos de la guerra como leit-motif. Estudiar la habilidad con que Shimizu (director y guionista) ordena estos distintos diálogos con las llegadas de vehículos y marcha, en estos o a pie, de los distintos pasajeros, además del uso de las espectaculares vistas desde el camino, los acentos de comicidad, drama o incluso uno muy específico de violencia, sería un estupendo tema al que dedicar un blog entero. Pero me temo que debo pagar el alquiler.  

Como en una película de terror, el número de personas detenidas se va reduciendo, todos van marchando uno a uno. El ciego que todo lo sabe comete al fin un error, una indiscreción involuntaria, pero incluso esto no deja de devenir un acierto, pues los afectados no podrán ya esconderse de sus sentimientos. Con una delicadeza bastante provocadora, este última resolución quedará entre las lagunas del film: los dos profesionales quedan solos con su vehículo esperando la noche, y nosotros nos marchamos en un nuevo autobús, reemprendiendo el camino con el ciego, el sordo, la estrella de cine y el niño reaparecido, que ahora sí pagará su viaje con el dinero que el conductor le dio tras haberse colado en el suyo. 

Para morirse de gusto, oigan.

domingo, 31 de mayo de 2020

Que me importa un eje

    Entre las infinitas reglas absurdas que pueblan nuestra vida, ninguna como la prohibición del salto de eje. En una escena, se crea una línea imaginaria entre dos términos (en caso de que haya un diálogo entre varios, el eje se irá moviendo, o no, según la relación entre los diversos términos, mediante elaboradas maniobras que no pienso perder un segundo en explicar aquí), que no puede ser atravesada so pena de crear confusión: si dos personas hablan y me salto el eje, el mismo individuo aparecerá hablando ahora a la izquierda y luego a la derecha, o los dos al mismo lado. Confusión. La regla, pieza básica del montaje continuo, desarrollado en los EEUU a lo largo de los años 10 y exportado al resto del mundo hasta convertirse en el sistema que rige el 99% de la producción cinematográfica mundial, ha servido para que piaras y piaras de “expertos” se dediquen a desdeñar esta película o esta otra porque en tal momento “se salta el eje”. Afirman que no puedes saltártelo porque, si lo haces, los planos montan mal, se produce una falla entre las tomas, un quiebre, una discontinuidad, se pierde fluidez, “salta”. Que solamente los entrenados para detectar tal salto sean capaces de percibirlo, es decir, que haya que recibir entrenamiento para verlo, no parece decir nada a esta gente acerca de lo forzado y arbitrario de la regla. El salto de eje es el gran secreto a la vista del técnico cualificado, es esa obviedad que solo el artesano conoce, el secreto mínimo para habilitarte en una técnica. O dicho también de otro modo: el precio a pagar para incorporarte a una profesión, la estupidez a la que no puedes no someterte si quieres ser considerado como un igual por los miembros del campo al que quieres incorporarte, en este caso: el de los cineastas profesionales (entendiendo por “cineasta” en este caso cualquier profesión cinematográfica).
    Mikio Naruse, Japón, 1935. En la última secuencia de Tsuma yo bara no yo ni (¡Esposa! ¡Sé como una rosa! si traducimos el título internacional), el tío de Kimiko llega a la casa donde viven esta y su madre, la poetisa Etsuko. Su incorporación es a mitad de secuencia, pero es lo que la dirigirá a su conclusión definitiva. El padre de Kimiko, y marido de Etsuko, acaba de anunciar su voluntad de irse en ese momento de la casa, para volver al pueblo con Oyuki, la pareja con la que lleva años viviendo tras abandonar a su esposa, y con la que cría a dos hijos, otra familia pues. Por petición de su futuro suegro, el novio de Kimiko ha ido a buscar un taxi, que será justo con el que ha llegado Shingo, el tío.
Shingo entra en el salón, mostrado en plano general (Posición A). Cierra la puerta y se dirige al otro lado del encuadre, mientras se apercibe de algo inusual: Shunsaku, el padre, está vestido de calle (no lo ha hecho pasa salir, en realidad acaba de volver, pero ha querido irse de inmediato para aprovechar el último tren) y Kimiko, en primer término, está haciendo una maleta. Shingo pregunta a Shunsaku si sale. Shunsaku agacha la cabeza y no responde, así que lo hace Kimiko en toma propia: no sale, se va (Posición B).
    Shingo, en plano medio ligeramente contrapicado correspondiendo al punto de vista de su sobrina (Posición C), da un respingo sorprendido, que aún mantiene un poco de la comicidad que Naruse le había otorgado gracias a una desopilante escena que al inicio de la película le mostraba cantando de desastrosa manera. Mira al padre, su nuero, y le pregunta si eso es cierto. Shunsaku, en contraplano en eje (D: uno mira a la derecha y otro a la izquierda, como corresponde al estar frente a frente), responde que sí, y discretamente justifica su decisión afirmando que tiene trabajo por terminar (aunque el caso es que es un buscador de oro que lleva años fracasando sistemáticamente).
Shunsaku se sienta y, volviendo al plano general del que partimos (A), si bien algo corregido al asentar ya las posiciones que regirán esta parte de la escena, también lo hace Shingo, sin dejar de encarar a su nuero. La tormenta que a continuación dejará caer sobre él será brutal. Y aquí empiezan los saltos de eje.
Si la línea está trazada entre los dos extremos formados por Kimiko y su tío, o su tío y su padre, da igual, todos están unidos por la misma como puede verse en el plano master (A). Si seguimos la regla de los 180°, denominada así porque “el eje de acción determina un semicírculo, o un área de 180°, donde se puede emplazar la cámara para presentar la acción”, todos los planos, si nadie varía su posición, deben tomarse desde esa área. Sin embargo, el siguiente plano, que muestra a Shingo hablando a Shunsaku (E), lo hace desde la espalda del segundo, y el contraplano que muestra la reacción de este se salta nuevamente el eje, al colocarse tras el hombro del primero (F). La consecuencia es que, si comparamos A y E, Shingo mira en uno a la izquierda y en otro a la derecha sin haber cambiado de posición, y si comparamos E y F, vemos que los dos hombres, pese a estar frente a frente, miran hacia el mismo lado, la derecha, ocupado asimismo por el hombro del interlocutor.
El siguiente plano es también de escucha, y retorna a Kimiko igual que en B, pero ahora encuadrada de forma más cercana (B2, pues). Vemos a Kimiko dar otro respingo cuando Shingo pregunta a Shunsaku si tiene algo en contra de su esposa y su hija. Pero esta reacción (todavía silenciosa), se da entre dos posiciones (F-B2) en eje: en F no vemos al tío, pero indudablemente mira a la izquierda, donde están Shinsaku y Kimiko, y en B2 esta mira a la derecha, luego sus miradas se responden. La continuación del parlamento de Shingo no obstante da el salto de nuevo volviendo a E (B2-E no están en eje, pese a estar frente a frente los dos miran a la derecha), donde vemos al tío inquirir a Shunsaku si piensa permitir que Oyuki le arruine. El montaje retorna entonces a B2, saltándose el eje de nuevo, para mostrar a Kimiko, que esta vez no puede evitar una exclamación (“¡Tío!”) que no bastará para interrumpir la escandalosa e injusta aseveración, que escandaliza a la joven que al comienzo de la película compartía los prejuicios de su tío hacia la antigua geisha con la que se había ido su padre.
El montaje retorna a E (nuevo salto), pero de ahí, por alusiones (Shingo afirma que pocas mujeres habrían esperado a Shinsaku tras su abandono, como sin embargo sí ha hecho Etsuko, tema principal de cuya poesía es precisamente la soledad fruto del abandono), Naruse interrumpe el diálogo por un desolado plano medio de Etsuko, de perfil, arrodillada y cabizbaja, que por panorámica pasa a un más lejano Shinsaku en la misma posición, movimiento que es continuado por la entrada de Seiji, el novio de Kimiko, que penetra en el espacio con su desparpajo habitual (son una pareja vital y divertida que se hacen querer de inmediato) pero rápidamente se apercibe de la tensa atmósfera y sale de campo por la izquierda, movimiento a su vez continuado por Shingo, que también fuera de campo se ha levantado, caminando hacia la posición abandonada por Seiji y volviendo a salir por la derecha.
    Si das una patada a una piedra aparecerán millones de realizadores que respetan el eje, pero no sé si hoy encontraríamos a muchos capaces de hacer un plano como este. Sólo lo sólido se desvanece en el aire.
En todo caso, entramos en la recta final. Volvemos a E, pero ahora con Shingo de pie, mirando hacia abajo (E2, pues) y dejando caer sus palabras más duras sobre Shinsaku, ahora tomado en ¾ en un encuadre más cerrado (F2), permitiendo ver mejor el modo en que se perturba su rostro cuando escucha a Shingo acusarle de no escribir y, sobre todo, de no viajar, no tomar siquiera el tren para visitar a su familia, teniendo dinero. El silencio de tantos años de Shinsaku se vuelve contra él, así como los prejuicios sociales: para defenderse (cosa que en todo caso tiene difícil puesto que, en efecto, no mantuvo contacto alguno con su familia en años), debiera informar a su cuñado de que en realidad es absolutamente pobre, que todo su poco dinero procede de Oyuki, geisha antaño pero desde hace tiempo dueña de una modesta peluquería rural con la que todo este tiempo ha mantenido a una familia de cuatro ante el constante fracaso en la búsqueda de oro del padre y, pese a la escasez, incluso ha mandado dinero todos los meses (durante años) a la familia de aquel (y en su nombre y a sus espaldas), posibilitando con ello los estudios de Kimiko, a costa incluso de los de su propia hija, Shizuko. Shinsaku debiera, para defenderse, admitir su silencio y confesar su fracaso y pobreza a Shingo, además de que el dinero que mandaba Oyuki a nombre de él era enviado de hecho a sus espaldas, es decir, que en el fondo él ha atendido a su familia menos incluso de lo que Shingo cree (para más oprobio: el dinero con el que ha hecho el presente viaje, y comprado el regalo de boda a Kimiko, es el que Oyuki tenía ahorrado para el ajuar de Shizuko...).
    Kimiko lo sabe todo. Y quiere a su padre y, casi más aún, quiere a Oyuki, a la que considera más modelo de esposa que a Etsuko, y que la confesó que poco la importaba la pobreza si podía seguir viviendo como hacía con el hombre y los hijos que amaba. Por ello, esta vez sí salta de verdad. E2 se desplaza por panorámica de la posición inicial a la joven, ahora con su pareja detrás en calidad de testigo mudo. Y empieza a decir algo. Quiere decir que los billetes de tren los pagó Oyuki, y posiblemente también que fue Oyuki quien pagó este último y quien casi obligó a Shinsaku a acompañar a Kimiko pese al riesgo de que le convencieran para quedarse en Tokyo, es decir a riesgo de su propia felicidad.
Pero no lo dice. Porque le corta su padre, que le impide seguir. En salto de eje, por supuesto (de hecho una posición nueva: G). El contraplano de Kimiko, asumiendo el silencio, también es una posición inédita, y esta vez en eje (H). Kimiko agacha la cabeza… pero luego la levanta. El desenlace comienza con este gesto capital. O no tan rápido. Primero la levanta, sí, pero para pedir disculpas a su padre. Y afirma, dando la razón a aquel, que debería callar. Pero inmediatamente, en un plano general (I) que reúne a todas las figuras pero en posición opuesta a A, la levanta de nuevo y pide a su tío que no detenga a su padre.
Aquí no hay respingos. El tío se gira hacia ella dando la espalda a la cámara y responde escandalizado si la felicidad no consiste en tener a la familia reunida. No hay rostro del tío porque ha dejado de importar, ha dejado de ser el centro de la escena, que vuelve su rostro hacia el de Kimiko. Vuelta a H: es la felicidad de más personas la que está en juego (es decir, pero no lo dice porque su padre no la deja: tienes razón, pero es que es la felicidad de otra familia la que me preocupa, la de esta ya se ha evidenciado imposible). Esto lo dice mirando al tío. En eje. Y luego mira a su padre. Y agachando de nuevo la cabeza, afirma creer que es mejor que se marche.
El contraplano retorna a G, con menos aire por arriba. El padre, inmóvil y cabizbajo con el sombrero en la mano. El tío ya es solo una intrascendente expresión de fastidio. Y entonces llega el contraplano.
    En el contraplano tenemos la posición H, más cerrada. Es casi un primer plano, pero no llega a serlo, y esto es importante, porque Naruse sabe que este es el momento central de la película, que todo lo que hemos visto se dirige a este momento trascendental, pero que el primer plano es otra cosa, aún hay que dar un paso más para él.
    Y en este plano tiene la mirada ya levantada. Y dice, con una sonrisa de una levedad indescriptible: “papá, por favor, vete”. Y agacha la mirada con discreción, como pidiendo perdón por el atrevimiento (es una chica moderna pero respetuosa de las costumbres y, por supuesto, prejuicios, tradicionales), también en asunción de lo que significa tal petición, pero también sabiendo lo que acaba de hacer, sus consecuencias.
     En efecto, esto permite que el padre (retorno a G) pueda levantar su acobardada cabeza y, ante el permiso filial, tome la voluntad final para marcharse. En el mismo plano, el tío se da cuenta de que ha llegado el momento, que de verdad se va. Ambos empiezan a levantarse. Shingo irá a buscar a Etsuko, pero esta le dirá que cada corazón tiene su verdad, y que hay que respetarla, no forzarlo. Shingo alucina.
    Y ahora llega el final. Porque “papá, por favor, vete” es el lugar al que se dirigía toda la narración. Pero una película no es lo mismo que una narración. Todo en esta segunda lleva a “papá, por favor, vete”, pero todo en la primera lleva al momento que sucederá a continuación.
Entrada de la casa. Shinsaku se sienta para ponerse los zapatos. Kimiko lo mira y, precedida por un travelling de retroceso, camina hacia el salón llamando con exclamaciones a su madre. En plano aparte, el inenarrable padre la dice que no se moleste, se levanta y le pide a su futuro yerno (una de las razones de su viaje era que el padre de Seiji pedía conocer al de la novia) que cuide bien de Kimiko. “Seiji, cuida bien de Kimiko”. Seiji sonríe tímido, y asiente. Los dos entonces se vuelven a un punto a la derecha, a ella, fuera de campo, y Shinsaku dice: “Kimiko, cuida bien de tu madre”.
    El contraplano nos muestra a Kimiko (Sachiko Chiba) sola. En primer plano, ahora sí. Pero no, tampoco, no todavía. Medio cuadro está vacío, muestra el interior de la casa, y ella ocupa la mitad izquierda. Pero es evidente que algo pasa. El final de la frase suena sobre su rostro. Que se queda inmóvil, y en silencio. Pero no es solo eso: todo está en silencio. De repente, tras el diálogo constante e intenso, hay silencio, e inmovilidad, y medio encuadre vacío. Y esto se extiende un poco. No mucho, pero un poco, suficiente, y consigue que de golpe, toda la película se concentre en ese rostro. Y entonces, ella da un paso hacia delante, colocándose, ahora sí, en primerísimo plano, el que Naruse se había guardado hasta ahora. No es un avance cualquiera. Se hace sobre el mismo silencio, y sin que apenas el rostro de ella cambie, aunque es posible percibir los movimientos leves, ver los sentimientos moverse bajo su piel en variaciones casi imperceptibles de su superficie. Como es también posible advertir que el cuerpo avanza antes que el rostro, primero se mueven los pies y luego los hombros y finalmente es la cabeza la última en aceptar el movimiento que acontece, que ella ha puesto en marcha pero que pese a todo le supera. Y sobre esto, ahora sí, suena el timbre de la puerta de la casa, que se abre y se cierra dejando marchar al padre que se va con otra familia, una mucho más feliz que la que abandona.
    Sinceramente, qué me importa un eje.

2.
Yasujiro Ozu, Japón, 1962. En Sanma no aji (Tarde de otoño en inglés, El sabor del sake en España, y literalmente “el sabor del sanma” o algo así como “el sabor del pescado de otoño”), Shuhei y su hijo, Koichi, hablan sentados a la mesa del salón del primero. El plano reúne a ambos hombres en una toma conjunta, Koichi de espaldas y a la derecha Shuhei, casi de perfil a la izquierda (X). El espacio entra a secas, de golpe. Solo un “pillow shot” lo precede y ha sido del escenario anterior, un restaurante donde ha tenido lugar la escena que dirige a esta. Eso, que una escena dirija a la siguiente, no es tan habitual, o cuando menos tan directo, en esta película. Por un lado, Ozu ha dado a conocer lo suficiente el lugar; por otro, es momento de precipitar los acontecimientos, tras tardar Shuhei más de la mitad de la película en decidirse a casar a su hija, Michiko.
Shuhei se lamenta. Se culpa, debido a todo el tiempo que tardó en decidirse. Koichi ha descubierto que su amigo Miura, en el que la joven parece estar interesada, acaba de comprometerse. Más aún, ha descubierto que Miura siempre estuvo interesado en Michiko, que llegó a preguntarle al respecto tiempo atrás y no se encontró más que con negativas (es esto lo que sucedió en el restaurante anterior). No había intención de casar a la chica, que parecía destinada, y decidida, a cuidar al padre viudo, y la consecuencia es que no podrá ahora hacerlo con quien desea.
El contraplano es un salto de eje como una casa. Ozu se pasa al otro lado de la mesa y toma a Koichi de frente.
Pero no solo eso. El contraplano del padre se vuelve a saltar el eje y así va a ser todo el diálogo. La escala de los planos no va a variar (es decir, no va a tomar por ejemplo a Shuhei en primer plano, como hacía Naruse con Kimiko). Las dos figuras se encuentran en el centro del encuadre, en posiciones parecidas, inclinados levemente a la derecha (de forma más patente en el caso del hijo) pero, sobre todo, mirando al frente. Cada uno se inclina hacia el otro, sí, pero hablan hacia el frente, es decir, hacia la cámara, no hacia donde se encuentra de verdad su interlocutor. La relación espacial entre ellos está clara gracias al plano general, pero Ozu solo la sostiene manteniendo el espacio y las posiciones. El resto lo violenta. Cuando Koichi dice que no debieran ocultarle la mala noticia a Michiko,  Shuhei mira hacia la cámara y responde “¿y si se lo explicas tú?”. Ozu, en suma, no solo se salta el eje, sino el emparejamiento de miradas.  
En Bulevar de los recuerdos, el reciente libro-entrevista realizado por Asier Aranzubia, Manuel Vidal Estévez nos recuerda que la frontalidad recurrente en Ozu era prácticamente única, extraña al clasicismo, y solo más tarde asimilada. Pero casos como este son particularmente enrevesados, pues aunque la toma de conjunto nos dé las relaciones espaciales, y los planos individuales las mantengan, todo lo demás las viola al transgredir las reglas tanto de los 180° como del emparejamiento de miradas.
Más usual en el director es la planificación, sobre el eje, del diálogo con Michiko. Tras el intercambio entre los dos hombres, finalizado con el fastidio de Shuhei ante el hecho de darle a Michiko una noticia tan mala, y de la que se siente culpable, volvemos a un plano general, pero que se salta de nuevo el eje (la toma última era la del padre) y toma el salón desde el ángulo opuesto al inicial (Y).
Y es un ángulo que ha sido repetido muchas veces en la película. De hecho es el que más, dado que incluye la entrada y el pasillo (un rasgo de interés adicional del inicio de la secuencia, por tanto, es que X era una posición inédita hasta el momento). Es entonces el que aquí permite reintroducir la normalidad, mostrando la entrada de Michiko, ajena a lo que sucede pese a lo mucho que la implica. Pero tal normalidad e inocencia va a ser interrumpida de nuevo (ya lo fue la anterior vez que estuvimos en este salón, cuando Shuhei pilló desprevenida a Michiko urgiéndola a casarse) por un arranque de decisión del padre.
Shuhei hace sentarse a Michiko y, con decisión, apaga el cigarrillo disponiéndose a la difícil tarea (Ozu incluso incluye el sonido del apagado en la banda de sonido). Cualquier habituado a Ozu reconoce la singular planificación: ambos interlocutores se encuadran frontalmente y hablan a cámara, situada en un punto medio entre ellos, y por tanto sobre el eje. Dado que Shuhei está en ¾ el habitual efecto espejo propio de esta planificación no aparece aquí, pero la composición del cuadro, la ubicación centrada y frontal de la figura, es la misma.
Sentada la joven, Shuhei le comunica que Koichi ha hablado con Miura. Michiko gira la cabeza sin mover ni un músculo de la cara. Es el opuesto de la intensidad interior de la protagonista del film de Naruse, sutil pero intensa. Aquí, la actriz mantiene una impertérrita máscara neutra, construyendo la escena solo mediante ritmos y movimientos mínimos. Aquí, el giro lento, silencioso y expectante. El contraplano de Koichi, en eje, da la respuesta. La cámara está en una suerte de triángulo, y no va a irse a ningún lado: la tensión se ha concentrado en este momento que acaso sea el más trascendental de toda la vida de Michiko, aquel que la cambiará para siempre. Ozu guiará la escena mediante las miradas de la joven, girando entre los interlocutores en función de las nuevas noticias.
Tras recibir la información de que Miura ya está comprometido, Michiko, con el mismo ritmo, y la misma inmovilidad facial, gira la cabeza hacia su padre. Contraplano. Shuhei pide perdón por no haber pensado en ello antes. Retorno a Michiko. Ahora no mira a su padre ni a su hermano. No tiene a quien mirar. El hombre en quien se permitía soñar nunca será suyo. La cabeza, muy lentamente, se inclina hacia abajo.
El trato aquí de Ozu con Michiko podría tildarse de bressoniano (podría, aunque Ozu llegó antes): es evidente que la actriz (Shima Iwashita) ha recibido instrucciones muy precisas, y que sus sentimientos se crean mediante el contacto de un rostro neutro y unos gestos precisos con las informaciones de sus familiares. El descenso del rostro parece un signo de impotencia: ella no puede salir corriendo, llorando, pero tampoco puede decir nada. Ozu salta ahora a un nuevo plano conjunto, que de hecho ocupa una tercera posición inédita, ahora una toma desde el mismo lado que la inicial pero distinta, más alejada, lo suficiente para incluir a los tres personajes (Z). La función es unir en el mismo cuadro la patente tristeza, gesto y silencio de Michiko con el impacto que genera sobre sus familiares. Primero, Koichi se inclina hacia ella y pide disculpas. Después, Shuhei reitera las suyas, en un tono más culpabilizado aún. Se sienten pues, y con justicia, responsables del sufrimiento de la joven, que saben seguro.
Para lo siguiente no hay captura posible. Michiko levanta la cabeza y con leve sonrisa su mirada se mueve ahora con presteza si bien idéntica levedad, y tranquiliza a sus familiares. Vuelven los anteriores contraplanos: Shuhei sonríe aliviado, pero, ahora sin pasar por un plano de Michiko, vemos a Koichi, que lanza la pregunta definitiva: ¿por qué no aprovecha y conoce al hombre que propone su padre?
Todo en El sabor del sake empieza por la propuesta de matrimonio que llega a través de un amigo de Shuhei. Fue ante la negativa de Michiko que las pesquisas familiares llevaron a Miura, a quien se indagó por considerar que lo ideal era casarla con quien ella desease. Pero, ahora que Miura no... ¿por qué no probar?
Evidentemente, un nuevo giro de cabeza creepy se impone. Pero Ozu invierte la planificación previa. Ahora, al pasar a ella el corte descubre a Michiko con la mirada ya vuelta hacia Koichi. Ozu no la ha mostrado girando la cabeza. Hasta ahora, cada hombre aparecía vinculado a las miradas de la hija. Shuhei hablaba, la hija miraba a Koichi, Koichi hablaba, la hija miraba a Shuhei, Shuhei hablaba, la hija mira al suelo. En toma general, los dos hombres hablan. Michiko levanta la cabeza, habla. Y aquí Ozu rompe el ritmo: habla Shuhei, pero sin pasar por Michiko vamos a Koichi, con su rompedora propuesta. Y en el retorno a Michiko, ella ya ha girado la cabeza hacia él. Hasta qué punto esto es gráfico respecto a lo que tiene lugar en el diálogo, no hará falta explicitarlo. La propuesta deja a la joven en barrena. No dice nada, de nuevo. Y gira la cabeza hacia el padre, aunque esta vez es difícil saber si lo mira o simplemente aparta la mirada. Mostrar por primera vez no un giro de cabeza que llama a un contraplano sino un giro que sigue a un plano, a una grave propuesta, genera una importante sensación de rechazo, como si volviera la cara. Y sobre esta, ahora sin cortar al hablante (tercera diferencia respecto a la parte anterior del diálogo), suena la misma pregunta, hecha ahora por su padre. En un lado y otro, la misma pregunta. Y del mismo rostro que se enmascara en una tenue sonrisa, surge un sonido:
“Eh”. Es decir, “sí” (según mis informantes, “eh” es un “sí” más coloquial que “hai”).
Hay que ver la escena (y tener algo de sangre en las venas) para saber lo que es ese “eh”, ese sonido mínimo y breve expelido por una figura inmóvil y tensa. Esta brevedad precipita los veloces segundos siguientes: a ese “eh” sigue el plano del padre, que encantado pregunta si de verdad quiere, un plano muy breve inmediatamente seguido por otro de Michiko, que hace tres cosas, de nuevo muy rápidamente: dice “eh” de nuevo, mira a padre y hermano, les dice que deja todo en sus manos, y se levanta (vale, son cuatro). Toda su vida acaba de cambiar, en apenas un minuto. Diez más tarde, la veremos vestida de novia, y otros quince después, él la llorará a solas, en la primera noche del resto de su vida.
El remate es puro humor à la Ozu: Michiko sale en plano general (esta vez, el mismo ángulo con el que entró). La tensión ha sido notable, visible en la rigidez física y verbal de esta chica hasta ahora jovial y moderadamente retadora (las tres mujeres de Sanma no aji son muy críticas hacia sus respectivos partenaires masculinos). Cuando se levanta y sale, lo hace apresuradamente y no nos cabe ninguna duda de lo que hará fuera de campo. Pero Koichi y Shuhei se miran satisfechos y dicen “no ha ido mal”, “temía que iba a ponerse a llorar”, “no se lo ha tomado mal”, etc. Por supuesto, enseguida aparece el otro hijo de Shuhei, menor, y pregunta por qué Michiko está llorando. Los mayores se ven sinceramente sorprendidos.
De nuevo: qué me importa un eje.

3.
La única voz que conozco que haya manifestado un rechazo frontal (nunca mejor dicho) hacia la ley del eje es la de Ozu. Según él, fue Thomas Kurihara, que había estudiado en EEUU, quien al volver a Japón llevó consigo la buena nueva de la gramática cinematográfica, que, siempre según Ozu, él y todos aceptaron como normas indudables (ignoro si esto es cierto, sobre todo pienso en que, antes que Kurihara, a Japón habrían llegado las películas estadounidenses de los 20, hechas todas según las reglas del montaje continuo). En los años 30, el aún joven cineasta se decide por fin a violar la regla del eje, y descubre que no pasa nada: “Mis amigos (...) dicen que mis películas no resultan ágiles a la vista. (...) Pero cuando les pregunto si esa sensación dura toda la película me responden que no, que se siente al principio y luego el espectador se habitúa. Si al principio se muestra claramente la situación de A y B con un plano largo, luego se puede filmar como uno quiera, desde cualquier ángulo” (76). ¿Lanzaron los japoneses Pearl Harbour para librarse de la extraña invasión de la regla de los 180°? ¡La invasión del eje! Bonito sería, pero en todo caso sabemos que fracasaron.
Vidal Estévez subraya sobre todo el carácter distanciador de las elecciones de Ozu, pero este en el fondo afirma que ese distanciamiento, si de verdad sucede, lo hace solo al principio de las películas, por la falta de costumbre. Ozu afirmaba que, si se había dado un plano master que mostrara las relaciones espaciales entre los personajes, el espectador retenía tales relaciones y en consecuencia esos saltos no generaban problema. Implica pues que la atención siempre recae en el diálogo o los elementos narrativos, siendo por tanto las coordenadas espaciales datos relativamente sencillos de suministrar y que, en todo caso, la centralidad de lo narrativo genera que las relaciones en verdad importantes, relevantes dramáticamente, sean establecidas por los propios diálogos. Si A y B miran en la misma dirección pese a estar frente a frente es algo totalmente secundario para la percepción del espectador en comparación con la naturaleza de su relación o con el hecho mismo de esta, es decir, si A pregunta y B responde es obvio que están frente a frente, da igual dónde esté la cámara.
Es evidente que Naruse se salta el eje a conciencia y a sabiendas, pero también que para sostenerlo utiliza, como Ozu, planos generales. En ambos casos, incluso en el de Naruse, donde las posiciones y ángulos son muy variados, está claro, es evidente, a quién se dirige cada frase. Naruse, al contrario que el temerario Ozu, incluso gusta de incluir el cuerpo del interlocutor en cuadro, y variar esa presencia haciendo que ahora aparezca un hombro, luego un codo, etc. Si alguien se pierde, es porque no está siguiendo la historia; si a alguien le salta algo, es porque está entrenado para que le salte.
Al contrario, la regla de 180° facilita el prescindir del famoso plano master. Por ejemplo, en El proceso de Juana de Arco Bresson construye mediante emparejamientos de miradas el tribunal donde Juana es juzgada, y así operará durante toda su carrera. Como bien sabemos, sin embargo es norma habitual utilizarlo: la regla de 180° no existe por gramática, sino por miedo. No creo que sea por miedo que Ozu y Naruse utilizan sus planos generales, sino por interés genuino hacia el espacio, particularmente patente en Ozu. Este explica que cuando por primera vez decidió saltarse la regla fue al tener que planificar una escena en la que el espacio era capital, pero la combinación de la acción sumamente ritualizada que tenía lugar con una regla que limitaba sumamente sus posiciones le impedía sacarle al escenario todo el partido necesario. El establecimiento de una regla no de 180°, sino de 360°, permite disponer del espacio en toda su extensión, y usar todos los fondos posibles con entera libertad, solo con las reglas que uno mismo quiera establecer y no por mor de una gramática ilusoria. Todo el espacio está activo, incluso podríamos decir que, en la regla de los 360° (es decir, en el fondo la inexistencia de una regla), el espacio se siente con un intensidad mayor que en el resto del cine. Por mucho que los personajes y sus diálogos sean la guía de las dos secuencias descritas, la impresión del espacio, de su insistencia, es innegable. Esto no se va a deber a la ejecución de un “dispositivo” que privilegie al espacio frente a sus habitantes (lo que podríamos entender como el modo occidental inicial de integrar las enseñanzas orientales, véase por ejemplo Contactos), sino a que la escena ha sido construida en atención exclusiva a sus propios núcleos de interés, sin organizarlos en atención a la existencia en ella de un espectador materialmente situado. El espacio se ha independizado, pero no de la escena sino del espectador inexistente postulado por el montaje continuo. La forma cinematográfica ha asumido, ha entendido, que el espectador no está en la escena, sino ante la pantalla.
A mi juicio, lo central que dejan traslucir las palabras de Ozu es que si en verdad el salto de eje no choca, es porque tácitamente la percepción cinematográfica ha asumido (ya lo había hecho en los años 30, así que no veo por qué hoy no) que la ubicuidad de la cámara es omnipotente y el espacio cinematográfico es en esencia discontinuo, es decir íntegramente relacional.
Esto no es nuevo, ya; lo sabemos todos, ya; pero no se obra en consecuencia.
El sistema continuo se desarrolla centralmente en EEUU en los años 10 y su primer año de esplendor parece haber sido 1917 (sigo en esto a Bordwell y Thompson). Como es sabido, el sistema previo era el estilo tableau, donde la escena equivale al proscenio teatral y, por tanto, el espectador mantiene respecto a la pantalla la misma relación que respecto al escenario del teatro: ambos están frente a frente, la pantalla equivaliendo a la cuarta pared.
Cuando las películas empiezan a ser más largas, el sistema narrativo comienza a organizarse de forma más precisa en torno a un conflicto central, tomándolo como centro para establecer la planificación, de modo que el montaje pasa a ser más preciso, cortando la escena en planos de escalas crecientemente diversas según la importancia de los elementos. Con ello, el espacio presentado en la pantalla se aleja cada vez más del teatral, donde solo existe un ángulo de visión posible, frente a la escena, mientras que el cine puede multiplicar los ángulos de vista, como si el espectador se convirtiese en un ectoplasma o entidad inmaterial capaz de ubicarse allá donde más le interese, ahora dentro de la escena.
Pero el sistema está todavía generándose, la relación espectador-pantalla aún mantiene la inercia del tableau y por tanto se siente que el riesgo es que el primero se pierda entre las piezas. Será para evitarlo que se intente mantener no solo la continuidad del espacio (para eso, basta con respetar las leyes de la física), sino, de manera fundamental, su continuidad respecto al espectador. Es decir: así como en el tableau la escena se construye como un escenario situado ante aquel, en el montaje continuo será ahora cada una de las diversas relaciones constitutivas de la escena (el diálogo por ejemplo de A con B, luego de A con C, después de C con E, etc...) la que será editada como si el espectador estuviese frente a ella, o cuando menos en una posición constante, de tal modo que se mantenga uniforme, a no ser que alguno de los personajes modifique la suya. La idea es que ahora estamos más próximos a la acción, podemos mirarla de cerca, luego el montaje representa algo parecido a los movimientos de la cabeza. Los planos se atan unos a otros gracias a atarse previamente a la mirada de un observador ideal situado en el interior del espacio, frente a la escena (cada una de las escenas).
El eje se evidencia aquí como la traducción del proscenio teatral al montaje, la línea imaginaria del eje como versión portátil de un proscenio que se replicara con total ubicuidad dentro del espacio propuesto. La existencia de esa línea mantiene viva la idea del espectador sentado frente a una acción determinada, ambos existentes en un mismo universo compartido en calidad de ficción (narración) y realidad (espectador).
Que se creara la regla del eje tiene todo el sentido y razón del mundo. Permite pasar del tableau al sistema continuo de forma no traumática. Permite mantener la continuidad del espacio afirmada por el tableau a la vez que se ejerce su esencial discontinuidad mediante la ubicuidad de la cámara. Pero que la regla siga viva en la actualidad, que su ejercicio no sea optativo sino considerado obligatorio hoy en día, es más difícilmente justificable. La regla de los 180° es el último remanente del proscenio teatral aún vivo en la técnica cinematográfica, como órgano que en un cuerpo permaneciera de una especie evolutivamente anterior. Ejercita todavía la idea de que el espectador tiene una presencia física en la escena y por tanto se verá violentado si tal posición se transgrede. Que esto es un absurdo lo evidencia la capacidad que desde hace décadas tiene la forma cinematográfica para pasar sin problemas de unas lentes a otras, de primeros planos a planos generales, de tomas en tierra a tomas aéreas y un casi infinito etcétera que cualquiera sabrá identificar. Todo espectador sabe que el espacio cinematográfico no es un espacio físico, sabe que su relación no es con un espacio sino con una pantalla, sabe (y “saber” aquí quiere decir “percibe”, sabe percibir, es decir percibe sin problemas) que el espacio se construye mediante relaciones. La regla de los 180° evidencia una profesión mucho más atrasada que aquellos que consumen sus productos. 
Solo la libertad nos permitirá descubrir las cadenas que nos son de verdad indispensables.
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La cita sobre el eje procede de Bordwell y Thompson, El arte cinematográfico, Paidós, p. 262. Las declaraciones de Ozu, de La poética de lo cotidiano. Escritos sobre cine, editado por Gallo Nero (gracias a José Luis Torrelavega por proporcionarme fotografías de las páginas y hacer con ello menos duro el estar lejos de mis libros). Las referencias de Vidal Estévez proceden del magnífico nº 5 de la revista Materiales por derribo, Bulevar de los recuerdos. Una conversación con Manuel Vidal Estévez, páginas 117-118 y 156. Sobre el año 1917, ver por ejemplo http://www.davidbordwell.net/blog/2007/12/.