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sábado, 3 de junio de 2023

Vida y función: sobre "El padrino"

1. Conocemos a Luca Brasi bajo la forma de un hombre grande y vulgar que, por su gesto y comportamiento, podría ser un disminuido, un “tonto del pueblo” en algún grado que aún deberemos medir (la película acaba de comenzar). Luca Brasi es ese bobalicón grandote que espera a la puerta de Vito Corleone, ensayando su agradecimiento por la invitación a la boda, con unas dificultades y un nerviosismo tal que la sorpresa será grande cuando descubramos la brevedad de su “discurso”. Nada más desvalido que un hombre de ese tamaño ensayando un mensaje tan simple, de agradecimiento además. Verle declamándolo finalmente ante el homenajeado, con unos nervios tales que llega a enmudecer, no mejora la impresión, como tampoco el disgusto de este por recibirle, eso sí impecablemente disimulado. Cuando Tom Hagen le dice que aún le queda ver a Brasi, Corleone pregunta con desagrado si no puede evitarse. El ahijado responde que Brasi quiere agradecerle la invitación, que no se esperaba. Estas palabras incrementan la visión desvalida que tenemos del hombre grandote.
    Otras, sin embargo, introducirán cierta disonancia en la imagen. Son aquellas de Michael Corleone explicando a su pareja, Kay Adams, que Brasi es el brazo armado de su padre. No lo dice así tal cual, más bien describe una escena en la que ejerce de tal, y que describa en vez de calificar no es baladí: nos obliga a superponer dos escenas, dos imágenes, la que vemos del hombre patético ensayando su letanía con la que se genera en nuestra mente visualizando la historia narrada. Ambas imágenes no casan bien, aunque la asociación no es inverosímil: sabemos que los idiotas hacen excelentes verdugos.
    Dos secuencias más tarde, reaparece en otro contexto. Vito Corleone no ve clara la situación con Sollozzo y pide a Tom Hagen que traiga a Luca Brasi. Dicho y hecho: Corleone cierra la puerta, corte y de inmediato, sobre fondo desenfocado, el rostro de Luca Brasi entra en cuadro, sentándose (escuchamos el sonido del asiento) y quedando en primer plano, centrado, en foco por supuesto y en absoluto, pétreo silencio.
    Esta persona no tiene nada que ver con el atontado de antes. Su mirada es severa y concentrada, el gesto adusto, sobrio. Es el tipo de cara y de mirada que no quieres que se fije en ti. Este rostro sí encaja con la historia de Michael. Pero inmediatamente tenemos que hacerlo casar con lo que vimos. Y con las palabras de Tom Hagen y el Padrino, que nos llevaban a preguntarnos qué habría hecho ese hombre para no considerarse digno de la invitación. Bueno, pues no había hecho nada. Simplemente, el Padrino encuentra de algún modo desagradable ver a su soldado ese día, en la boda de su hija, algo le resulta incómodo en tener que ver a ese personaje, un puro asesino, en ese momento. Asesino que es su mano armada y su devoto servidor. En las palabras de agradecimiento de Luca Brasi se lee la devoción del personaje, el asomo quizás de una deuda mayor que el bruto siente hacia el Padrino, ese tipo de devoción que quienes se sienten inferiores en algún orden generan hacia el ser admirado que un día decidió acogerles bajo su seno y darles un sentido en la vida. Brasi aparenta ser nada, menos que nada, porque está ante aquel ante quien en efecto se siente nada: un servidor, un criado, aquel por quien morir y, por supuesto, matar. Luca Brasi es la mano armada del Padrino, que muestra hacia él el desdén de cualquier poderoso hacia sus esclavos. Pero lo impresionante es que Luca Brasi sabe ese menosprecio; por eso no se esperaba la invitación, por eso la agradece, por eso sabe perfectamente que su agradecimiento no debe ser largo, no debe entretener a su dueño. Luca Brasi sabe que, para su amo, él es importante solo en tanto asesino. Por eso en su reaparición, uno de los mejores planos de la película, su rostro es el de quien sabe que ahora va a ser útil y, por tanto, ahora sí, alguien; no alguien mortífero o poderoso, sino simplemente alguien, alguien para el de verdad poderoso. El hombre de este plano deviene dueño de sí mismo, porque es cuando va a ser útil a su verdadero Dueño.

2. La historia sobre Luca Brasi se la cuenta Michael Corleone a su pareja, Kay Adams. Kay está allí como artefacto narrativo para que Michael hable, para que explicite la naturaleza mafiosa de su familia y, sobre todo, afirme que él es distinto. El padrino es una película excelente pero carente de genio: sabemos que Michael es distinto antes que nada porque lo dice, y sabemos que su padre quería otro destino para él porque también lo dice, a él y a nosotros, como si no nos lo hubieran dicho de una forma mucho más contundente y emocionante sus lágrimas cuando, apenas recuperado del atentado, recibe la noticia de que fue Michael quien asesinó a los responsables.
    En todo caso, Kay también reafirma de forma implícita la diferencia: no es su mera acompañante sino su pareja (nos lo dice el gesto por el que el hombre insiste en que aparezca en la foto familiar, igual que la de Vito en negarse a hacerla sin Michael nos dijo antes lo especial de ese hijo para el padre), lo que hace importante que sea anglosajona, y no italiana. Pertenece a otro mundo, como el uniforme militar de Michael.
    En consecuencia, Kay es el índice principal de la transformación de Michael. El intento de asesinato de Vito Corleone rompe la navidad de la pareja, se continúa acrecentando la distancia, y finalmente Michael acaba en Italia casado con una siciliana sin mayores consideraciones hacia Kay, a la que en ningún momento había comunicado la ruptura (es de intuir que nunca llega a saber de ese matrimonio).
    Entonces, la pregunta es obvia: ¿para qué traer de vuelta a Kay Adams? Si hay una escena absurda, mala de solemnidad en El padrino, es su reencuentro con Michael. El le comunica que lleva un año de vuelta en el país, primera noticia para ella y para todos, pues nada hasta el momento anticipaba una elipsis de esa duración (nueva norma desde este momento), y seguidamente intenta convencerla de que vuelva con él, sin ocultar que ahora se ha convertido en el sustituto de su padre, el nuevo jefe de la familia. Sumando el abandono, el retorno extemporáneo, y la profesión criminal, nada anima a pensar que Kay volverá con él, y menos que lo haga de inmediato. Al tipo le haría falta desplegar ingentes dosis de encanto y una retórica digna de Ricardo III para semejante proeza, pero la escena está lejos de eso. Michael, con seriedad glacial y sobria soberbia, parece encarar un trato de negocios, actitud todo lo reveladora que se quiera, pero que para recuperar a una chica que ha sido tratada de esa manera, convendremos no es el mejor sistema. Kay se resiste, casi en shock. ¿Cómo saldrá de él? ¿Cómo la llevará Michael donde quiere?
    Ni sale ella del shock, ni Michael hace nada. En cierto momento llama al coche, se montan los dos, y se van. Diez minutos y dos secuencias más tarde, están casados y tienen un niño de 3 años.
    ¿Por qué hacer volver a Kay? Tiene sentido que Michael se case y que tenga un hijo, pero no que ella sea la mujer, y la mejor prueba es que no les sirve para nada. De momento. Pues Coppola y Puzo la necesitan para una sola cosa, una sola: la escena final.
    Volvamos a la ausencia de genio: Coppola no quiere que piensen mal de él. Teme que le malinterpreten porque al fin y al cabo El padrino va de un hijo pródigo que vuelve a la familia y eso, en los USA como en Italia, está bien visto. Así que puede ser que no le entiendan y alguien crea que le parece bien la evolución de Michael. Así que necesita algo que diga: no, oigan, que esto está mal. ¿Cómo hacerlo? Con una yanqui. Allí situará al espectador. Porque todos los espectadores son yanquis, si no por fuera al menos por dentro. 
    Hemos visto la evolución paso a paso de Michael, hasta el atentado de Sicilia. Después, una elipsis nos niega la conversión de Michael en jefe de la familia. ¿Por qué? Coppola y Puzo, guionistas, entienden bien que la conversión definitiva debe ser mostrada más adelante, de otra forma.
    Primero, en la matanza de los cinco jefes durante el bautizo. De forma enfática (con cierto encanto operístico, o granguiñolesco), los asesinatos son el definitivo bautizo de sangre de Michael, su conversión definitiva en el nuevo Padrino con mayúsculas. Pero falta el remate que establezca el sentido dado a esa transformación. Falta, en efecto, que Michael mienta con extremo cinismo a su esposa; falta ver el alivio de ella y su “creo que los dos necesitamos un trago”; verla salir pero, sobre todo, salir con ella: ver a Michael apostarse sobre la mesa y de pronto estar fuera de la habitación, lejos de él, con ella en la sala contigua; sentir de pronto esa distancia (y entre eso y la música adivinar que la peli termina aquí) y ahora estar incluso un poco separados también de ella, porque nosotros vemos al fondo, y ella no, el gesto de él hacia el fuera de campo, y los hombres que aparecen (el retorno de los hombres, después de que dos mujeres hayan ocupado por primera vez el despacho); y falta entonces que ella se vuelva hacia allá y vea lo que nosotros, y todos juntos entendamos que la familia ya no existe, se acabó, está rota; y falta entonces que la imagen corte y Kay ya no esté, y veamos el beso y escuchemos el “don Corleone”, y nos preguntemos si Michael mirará hacia nosotros o no, y la puerta se cierre en nuestras narices, las de Kay y con ella las nuestras, en el plano final, sin que por supuesto lo haga. Nos han dejado fuera y nos han mentido. La evidencia es abrumadora.
3. Está clara, pues, la función de Kay Adams en la película: ponerle fin, estableciendo y valorando la evolución del protagonista. También está clara la de Luca Brasi: dejar a Corleone sin su principal brazo armado, abriendo el camino a que Michael ejerza de tal. Es una función mucho menos importante, y sin embargo: Luca existe, Kay no.
    La prueba mayor es que es imposible saber por qué regresa con Michael. No hay interior al que acudir para obtener una respuesta implícita. Puzo y Coppola fueron incapaces de resolver ese regreso; simplemente lo necesitaban, porque necesitaban ese final. Si buscamos la respuesta no la encontraremos en la vida del personaje, solo en su función. No en su vida entre los planos, solo en las páginas del guion.
    En la distancia entre la pareja que se reencuentra, y la pareja ya casada y con hijos, tan solo se hace visible una necesidad narrativa y discursiva. En la distancia entre el rostro bobalicón y la mirada temible de Luca Brasi hay un ente autónomo, un ser que vive más allá de nuestros sentidos, en el espacio entre dos escenas, la distancia entre dos formas de mirar, de moverse, de estar. Al contrario, Kay es pura función, y no sobrevive a ella. Incluso la esposa siciliana alcanza más entidad cuando tras su silenciosa presencia y sus mínimos gestos (el de tocarse el collar, inesperado relámpago fordiano, hace entender de golpe todo un sistema de cortejo, y casi una cultura) la redescubrimos llena de jovialidad aprendiendo a conducir, y eso pese a que esta acción no tiene otro objeto que llevarla a la muerte.
    A la primera esposa la mata la mafia, Kay nunca llega a tener vida. La parieron muerta los guionistas.



jueves, 7 de noviembre de 2019

Alargadas sombras de la noche


   ¿Estaba Oliver Stone, con The Doors, rodando una precuela de Apocalypse Now? El filme de Coppola arranca con “The end” y Stone afirmaba que en efecto los Doors eran una de las bandas que sonaban habitualmente por la radio en Vietnam. El soldado Stone también habría encontrado en la célebre canción la banda sonora perfecta de la guerra que Coppola más tarde quiso mostrar: oscura, violenta, desesperada pero fascinante, de un atractivo casi sexual. Hay algo en Apocalypse Now de los poemas de aquel Apollinaire enamorado del esplendor de la Primera Guerra Mundial, una voluntad enorme de mostrar no solo por qué es tan horrible la guerra, sino cómo en ese mismo horror radica hasta qué punto puede ser amada e investir el alma de tantos hombres.
    A su modo, si tenemos en cuenta esto, y sin necesidad de recurrir a la escena en que introduce referencias explícitas a la guerra o los asesinatos de Luther King y Robert Kennedy, podríamos decir que en The Doors Stone hace una película sobre Vietnam, siempre y cuando matizáramos que sobre el Vietnam (en off) de Apocalypse Now. Para empezar, podría pensarse que su estilo alucinado, que tan habitual se hará después pero que arranca aquí, emula el igualmente alucinado mal trip del filme de Coppola. Como aquel, Stone opta por una inmersión plena en la siempre drogada consciencia del protagonista, puesta en escena mediante artificiosas y brillantes coreografías de cámaras flotantes y de todo tipo, transformaciones lumínicas constantes que extienden la iluminación de los conciertos a virtualmente casi todo espacio, y un tono deliberadamente acorde de la interpretación, realmente en otro mundo, de Val Kilmer. Asimismo (y lo anterior se debe a ello), Stone ostenta una clarísima voluntad mitológica: The Doors no puede verse como un biopic al uso sino como una reconstrucción de tintes legendarios de un periodo histórico donde se confrontaron los aspectos más oscuros y luminosos de la sociedad norteamericana. De ahí las que fácilmente deben ser las mejores escenas de concierto de la historia del cine, que Stone filma como fiestas (celebraciones dionisíacas, muchos han dicho y con razón) donde la excitación sexual y la violencia se funden, donde la violencia y el amor son una misma cosa. Yendo mucho más lejos que las vinculaciones un tanto rupestres entre rock y fascismo propuestas por Tommy o The Wall, Stone consigue realmente representar el sentimiento de efervescencia colectiva en torno a un líder torturado que convierte el movimiento de la paz y el amor en uno dirigido por la celebración de las potencias liberadoras de la muerte y la autodestrucción. Stone filma el atractivo, virtualmente infinito (virtualmente: en la realidad, y Stone no lo oculta, los límites los marca el cuerpo), del “desorden de los sentidos” y el jugueteo con la muerte. Frente al habitual relato sobre la deriva oscura del hippismo, su decadencia, Charles Manson, etc., Stone ofrece uno donde la oscuridad está presente desde el principio. El mundo es una fiesta y la fiesta es la guerra. Los conciertos de los Doors filmados por Stone son ya Vietnam. La música permite que Morrison se folle de verdad a su madre sobre el escenario y el hecho golpee a todos como si fueran todas sus madres las víctimas. Pero el acontecimiento horrible es celebrado. Se baila con la muerte, los muertos, los crímenes, y todos juntos celebramos nuestra vida en medio de la destrucción. No soy experto en Stone, pero diría que nunca hizo nada mejor que The Doors.
    La sombra de Apocalypse Now es alargada, como la de en general el cine estadounidense de los 70, cada vez más la década sustitutiva de la de los 50 en el ideal del Hollywood actual, sea mainstream o no. Culminación de aquel “nuevo cine” devenido en nuevo canon, o cuando menos de aquel relevo generacional, el filme de Coppola es, junto a Taxi Driver, el mejor ejemplo del interés de aquella época por explorar la capacidad de los mecanismos de identificación para vincularnos con los universos más oscuros, la centralidad del héroe consustancial al cine de su cultura para explorar su dimensión más siniestra, e igualmente la mejor evidencia de que eso no necesariamente implica un espíritu crítico, al menos en cierto sentido (no coloco a esas películas tan alto como Biskind, pero desde luego tampoco tan bajo como sus críticos contemporáneos de Contracampo, que fueron tan miopes al respecto como sus antecesores de Nuestro Cine respecto al Hollywood “clásico”, y por idénticas razones). Coppola no hace una película antibélica y ni siquiera anti-Vietnam, sino algo más complejo, un viaje oscuro, un viaje por el lado bestia de la vida y las oscuridades del alma. Apocalypse Now es un viaje al infierno y no un discurso contra el mismo, antes bien podríamos entender que busca una comprensión que precisa la inmersión en el mismo. A mi juicio esto no es un demérito. Del cine, como de la vida, somos nosotros los que debemos extraer las lecciones, y Coppola no niega precisamente piezas para facilitar la operación. Pero es forzoso constatarlo: el viaje de Willard implica tanto el horror como la fascinación por el mismo. Si alguien ama Vietnam y la guerra, es posible que Apocalypse Now sea su película. Eso sí, también si la odia.
    Es bien sabido que James Gray adora el filme de Coppola, y finalmente se ha servido de él en Ad Astra, para la que Apocalypse Now constituye un evidente esqueleto referencial (y sí, antes está Conrad, pero no es con literatos que Gray se mide). Si Gray es otro enamorado del viaje oscuro de Willard al corazón de las tinieblas, su propuesta ofrece en cambio un típico arco redentorista que sirve de renovado ejemplo de la velocísima pérdida de mordiente de este autor hasta hace no poco brillante. Los cineastas, decía Paulino Viota, tratan el cine de otros como vampiros, beben de él sin necesariamente considerar el sentido de sus soluciones formales, narrativas, etc. Lo que ha hecho Gray con Apocalypse Now es un buen ejemplo de cómo tomar un molde, de origen bien reconocible, y alterarlo hasta convertirlo en el casi exacto contrario del referente. Ciertamente, Ad Astra ofrece la monstruosidad paterna como poseedora de la semilla que permitirá la final liberación del protagonista, pero mediante un viaje de cariz estrictamente interior e individual, pese a que sea la suerte de la civilización entera lo que se juega, y además el retorno al padre no posee ambigüedad alguna: es necesario para salvarse no solo a uno, sino al mundo mismo. Bien está lo que bien acaba, supongo, pero con esto sucede que, muy retorcidamente, nunca el retorno al padre fuera tan necesario en el cine de Gray (pese a las lecturas miopes, los retornos anteriores eran sumamente trágicos) y así su cine acabe siendo, al fin, lo que sus críticos decían equivocadamente que era, pasando la tentación familiar de condena evitable a casi necesidad. Como sucede con el Eastwood post-Million Dollar Baby, la redención del héroe oscuro, el padre terrible (Gran Torino), no es sino el retorno de su necesidad, es decir de su inevitable acompañante: la debilidad congénita de todos nosotros, hijos, necesitados de ese referente que nos diseñe el camino. Willard se mira en el horror de Kurtz, se sabe uno con él, y lo mata; McBride hijo se derrumba al saber del horror de su padre, de su héroe, que es quien se da a sí mismo la muerte. Coppola no necesita mostrarnos la génesis de Kurtz porque en cierto modo la muestra en el viaje de Willard, y excede la mera instancia individual. El autismo de McBride hijo es suyo solo y de su historia familiar, dominada por un héroe caído que por el camino se evidencia monstruo. Esta caída es un trauma que debe ser curado. Su suicidio lo permite, y gracias a él es que uno puede mantener la novia. En Gray, y nunca se vio más claro, no hay mayor imposibilidad que la de matar al padre. En Ad Astra esto dejó de ser trágico, y Gray se integra en el grupo de los cineastas de autoayuda que parece ser tanto necesitamos.
    Imposibilitados los nuevos (y viejos: Siegel o Fleischer son más centrales para la década de lo que se suele recordar) cineastas de los 70 para cuestionar una centralidad heroica que estaba en sus genes narrativos y sociales, la deriva oscura del héroe (marcadísima sin duda por el ejemplo del Ethan Edwards de The searchers, la sombra más alargada de todas) acabó suponiendo no la puesta en cuestión de una sociedad y una historia sino la aceptación del padre terrible y la entrega finalmente encantada a sus excesos, desmanes y, en último término, crímenes, posibilitantes de ficciones más excesivas, libres y desatadas, ejemplares del ejercicio de una libertad (liberal) entendida como “capacidad de moverse sin encontrar resistencia”. El resultado es que pocas sociedades en la historia habrán mostrado de forma más desacomplejada y en cierto modo sincera sus aspectos más miserables. Bien es cierto que grandes películas salieron de este molde, pero pareciera que quienes querían volver al perdido sentido de lo revulsivo encontraron que el modo de hacerlo era, quizás, pasarle el protagonismo a los villanos. De nuevo, pocos lo vieron tan bien como Stone con Natural Born Killers, la película a la que, estilo aparte, en el fondo más se parece Joker, el más reciente y contundente ejemplo de la enfermiza obsesión de Hollywood por los 70.
    Como sucede con Travis Bickle (pero también con el Jim Morrison de Oliver Stone), en el desastre personal y la locura de Arthur Fleck late la de toda una sociedad. Como en aquellos casos, el elemento mínimo (el individuo) hace de continente e incluso causa del máximo (la sociedad). Son los privilegios del héroe: todo el fondo está contenido en la figura. Pero debe notarse que en Apocalypse Now la figura no es Willard. Willard está sumido y dominado por el infierno, y camina hacia la Figura propiamente dicha, el hombre que en sí expresa, aglutina, origina y culmina el horror: Kurtz. Y lo mata (cuanto más la pienso, más me parece que esta película estuviera escrita por J. G. Ballard). Apocalypse Now o Taxi Driver se cuentan entre los mejores ejemplos del momento crítico del trato de los cineastas de los 70 con el modelo fondo/figura (héroe que contiene al fondo) propio de su cultura. Son modelos, también, del camino que no se siguió (la política USA no lo puso fácil, cuando menos). Y desde luego, tampoco lo sigue Joker.
    Los 90 se miraron mucho en el espejo del asesino, pero aquella era la década del final de la Historia, y actualmente, si hay algo que está claro que no ha terminado, es precisamente la Historia. Todos al fin recordamos que hay algo en el vacío bajo los ojos del asesino. La revuelta social, la rebelión, el tumulto, etc., vuelven a ser tema con el nuevo siglo. Philips decide vincular el tema del psicópata y la revolución, de la enfermedad mental y el neoliberalismo, y por ello su operación es la de desvillanizar al villano (cuyo parecido con el Joker enemigo de Batman es cuando más anecdótica), un pobre hombre empoderado por el odio, que ya sabemos que empodera un montón, y mirar desde ahí a ese rincón de rabia que anida en todos los sometidos y que en ocasiones sale a flote. Jordi Costa dice que para Phillips los “indignados” serían payasos, pero olvida que las razones de la revuelta caótica, la enésima explosión de violencia orgiástica del cine hollywoodiense, son precisadas de manera nada abstracta (y dando la vuelta al paradigma de multimillonario-amigo-del-pueblo tan propio del cine de superhéroes), lo que permite diagnósticos menos burdos. La revolución y la orgía de destrucción muchas veces se confunden, tristemente supongo, y la derecha nunca deja de recordárnoslo con aviesas intenciones (aunque magníficos resultados a veces, ahí está La inglesa y el duque). La supuesta trivialización de Philips en el fondo presenta cierta lucidez (acaso reaccionaria, puede ser) que el presente momento histórico bien ejemplifica. La siniestrísima V de Vendetta acaba inspirando valiosos movimientos populares, y personalmente no me cabe duda que el propio Joker habrá animado a algún que otro chileno a sumarse a los disturbios que a día de hoy siguen felizmente desestabilizando a Chile, el país donde se parió el neoliberalismo (parto contra natura do los haya) y donde escribí este texto, algunas de sus líneas bajo estado de emergencia y toque de queda, declarados cuando el presidente Sebastián Piñera decidió que Chile estaba en guerra.
    Un meme particularmente inspirado señalaba lo mal pensado de subir el precio del metro justo después del estreno de Joker. Ciertamente, el filme de Philips es pobre y tópico, no tiene ni imaginación ni talento más allá de destellos puntuales, y convierte la revuelta, el clamor popular, en un síntoma contenido por el dolor de un solo individuo, un síntoma o una enfermedad más que el resultado de una toma de conciencia, una reducción de la lucha contra el capitalismo o el neoliberalismo a puro y duro odio de clase o incluso excusa para la celebración orgiástica y desorden de los sentidos que encendía al Morrison de Stone. Y sin embargo, y dejando aparte si no es el odio legítimo y si no es la rabia componente esencial de la revolución, si no es lo que define y permite la existencia de la revuelta, ¿no nos demuestran los manifestantes chilenos maquillados de payaso que no hay modo de saber la relevancia política de una película, puesto que esta solo la puede decidir el contexto? ¿No muestra esto la diferencia neta entre la dimensión ideológica y política de un filme, entre aquello (lo ideológico) que puede establecerse atendiendo solo a la materialidad textual y eso otro (lo político) que depende de cómo el universo político y social decide relacionarse con la obra, y donde poco o nada importa lo que esta tenga que decir? Nuevo e inesperado ejemplo de la dimensión política del arte: aquella que, ciega al arte y a la obra, decide sobre ella y su relevancia por motivaciones absolutamente externas. O dicho de otro modo: una película solo es política cuando la política quiere que lo sea.
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La referencia a Paulino Viota es a “El vampiro y el criptólogo” (1986), que abre la antología que saldrá publicada en enero del próximo año, bajo el título La herencia del cine. Escritos escogidos. Una reflexión de Gray sobre Apocalypse Now titulada "This is the end", puede leerse en https://www.rollingstone.com/movies/movie-news/this-is-the-end-james-gray-on-apocalypse-now-48807/La cita sobre la libertad liberal es de José Luis Moreno Pestaña, y está extraída de un post de su Facebook publicado el 17 de octubre del presente año. La crítica de Joker por Jordi Costa fue publicada en El País y se puede leer en https://elpais.com/cultura/2019/10/08/actualidad/1570525032_119764.html