martes, 20 de noviembre de 2012

Skyfall: política, violencia, sociedad


  En una escena central de Skyfall, M declara ante una comisión que investiga su gestión al frente del servicio secreto británico. Esta escena está claramente planeada de forma que el punto de vista que se quiere defender salga reforzado. No es inverosímil que M sea interrogada, pero es delirante- y este delirio refuerza aquello contra lo que se opone- que el discurso de los que quieren echarla sea no otro que ¡la inutilidad de los servicios secretos! Esta idea, que a algunos despistados encendió en los 90, duró poco hasta desaparecer por razones evidentes tras el 11S. Hoy, cuesta creer que cualquier espectador no ponga expresión incrédula y perpleja al escuchar decir al (en principio) antagonista de M que no se puede luchar en las sombras. Porque si algo tiene en claro un espectador, un ciudadano, un ser humano hoy, es que la política se hace en la sombra.
    Pero por supuesto, como decía, esto no tiene otra intención que reforzar la lucha “en la sombra”, la lucha de los 00, los “doble cero” (máxima oscuridad imposible). Examinemos primero las vías para ello: en primer lugar, dejar el parlamento contra M en manos de una mujer histérica (y no lo digo por faltar, este es un tipo cultural evidente utilizado aquí para desautorizar el discurso que sostiene, no atendiendo a los argumentos sino al carácter, la naturaleza de la persona); en segundo, haciendo que después de la defensa de M de la lucha en la sombra, ésta emerja a la luz e intente matarla en el mismo salón donde el interrogatorio tiene lugar (efectivamente: los malos se mueven en la sombra y si no penetramos allí, ellos emergerán para destruirnos); y tercero, el hasta entonces antagonista de M, posiblemente influido por este ataque (y claramente repelido por los ataques de la mujer histérica, que él mismo interrumpe), termina convertido en su sucesor.
    Skyfall, la película que conmemora el 50 aniversario de James Bond, no solo conmemora y defiende a Bond, que es acusado de antigualla pero que acaba resurgiendo de sus (alcoholizadas) cenizas, acompañado de un nuevo M y unos recuperados Q y Moneypenny, sino que va más allá apareciendo como una defensa de su propio trabajo: el servicio secreto, el espionaje, la licencia para matar, los dobles ceros. La mayor franquicia de la historia del cine no solo reaparece (después de toda una señora suspensión de rodaje) en defensa de su personaje, sino de la profesión sin la cual no existiría. Y con monólogo incluido a cargo de toda una Judi Dench (acompañado por profusión de violines, cómo no; luego tenemos que oír lo grande que es Sam Mendes…).
    Pero no nos rasguemos las vestiduras todavía: esto no es nuevo. Y el problema no es ya que no lo sea, sino que tampoco es mentira. Skyfall es solo la enésima película que nos pone frente al hecho no ya de que en el origen de toda sociedad se encuentra la violencia, lo cual es fácil y hasta tranquilizador de decir, pues de ese origen hace ya mucho, sino de que también se encuentra en su supervivencia, es decir: en todo momento, acompañando a la sociedad en cada paso de su desarrollo.
    El western, más que por mentir, pecó por omitir. Uno de los problemas de Ford es que en él la violencia aparece ligada casi exclusivamente a los orígenes. Los bandidos o los indios están relacionados con el intento de expansión y/o asentamiento de una comunidad. Pero una vez asentada esta, llega el momento de los bailes y las iglesias. Como mucho, Ford puede considerar el ataque fortuito de fuerzas externas (el Scar de The searchers), violencias propias de estados excepcionales donde la sociedad peligra (los abusos de los patronos y sus pistoleros en la depresión americana en Las uvas de la ira) y crímenes puntuales a cargo de elementos trastornados o simplemente malvados (los jóvenes ricachones robando y matando al final de Gideon´s day); entonces la violencia es necesaria- aunque a la vez es vista muy críticamente: Ford nunca es fácil- para el restablecimiento, aunque sea parcial, de lo roto. Lo que sí empieza en Ford una vez establecida la comunidad, es la política, un fueracampo visible en los demacrados rostros de Vera Miles y James Stewart en El hombre que mató a Liberty Valance, explicitado frontalmente en El último hurra y un poco más tangencialmente en la soberbia Gideon´s day. Es un mundo poblado por miserables o imbéciles, pero no uno en el que habite la violencia física propia de los orígenes, de la lucha contra los elementos hostiles, salvajes o naturales a superar.
    En esto, hay que acudir a otros. Hawks, Fuller, Lang, King, Anthony Mann (y después, por supuesto, el spaghetti western… pero es que Europa nació cínica, no tiene mérito) sí llegaron a hablar de las comunidades asentadas y la violencia que aún en ellas pervivía, muchas veces radicada en peleas territoriales y/o económicas. Pero solo el relevo a manos del thriller contempló de verdad el hecho de que la violencia acompaña cada paso que una sociedad da. Por supuesto, ya estaba antes el cine negro, pero quizá aún la vinculaba demasiado al hecho mismo de la ciudad, siendo ejemplar al caso el final de La jungla de asfalto. El thriller que ya obtiene sus primeros éxitos en la segunda mitad de los 60 es sin duda urbano, obtiene en la ciudad el caldo perfecto para su mensaje, pero ya no existe la sensación de que en el campo o en el desierto, en la naturaleza en suma, es otra cosa. En La jungla humana (Coogan´s bluff, titulada en Latinoamérica Mi nombre es violencia), de 1968, Don Siegel utiliza a todo un sheriff como Clint Eastwood para enfrentarse a una debilitada, hippie y gayficada New York; ciertamente Coogan viene de Arizona, pero digamos que aquí el exterior a lo urbano no está visto como un campo ajeno a la violencia sino todo lo contrario, pues la experiencia allá hace a Coogan perfectamente capaz de enfrentarse a la ciudad, por mucho que su mundo le desconcierte (o que lo hagan sus jipis y gays, mejor dicho). La violencia es, ya, el acompañante esencial de toda sociedad; los que no lo ven son ciegos, hipócritas, estúpidos o, de hecho, criminales. Se entiende que la sociedad tiene siempre un cuerpo de individuos que hacen su trabajo sucio, el cual nunca falta. Es un trabajo que se hace en la sombra, porque la sociedad es precisamente el lugar donde las personas se relacionan, a la luz del día o la electricidad, de forma pacífica (al menos físicamente). Hay un cierto número de cosas que se dan por hechas, sabidas, conocidas, aceptadas: una comunidad de costumbres, modales, intereses... Pero, por debajo, hay un cierto número de personas que saben que eso no se sostiene solo, que una sociedad siempre corre el riesgo de desaparecer, quebrarse, ser destruida. O que saben que toda sociedad se encuentra siempre en relaciones de competencia con otras, y que esto precisa cierta cantidad de trabajo sucio. Que toda sociedad necesita asesinos: policías, militares, espías…
    Aquí, hay que trazar dos líneas. En una, hay un thriller nihilista y otro, digamos, reaccionario. Es decir, el thriller que entiende que la violencia está en el núcleo de la sociedad y que de ahí no hay salida, y el que entiende que, dado que todos vivimos y sobrevivimos gracias a los “padres terribles”, como yo les llamaba hace unos meses, debemos a estos pleitesía, respeto, admiración y hasta obediencia. Es una división que no se aplica solo al thriller, por supuesto, sino al conjunto de todo el cine y aún de toda la producción artística de todos los tiempos. A la hora de analizar ideológicamente un film, creo que la distinción entre nihilista y reaccionario es de considerar, porque ambas cosas tienden a confundirse (es común por ejemplo en la crítica ideológica de los 70, que consideraba al thriller en bloque como fascista). Madigan y Harry el sucio son nihilistas; recuerdo La jungla humana como reaccionaria, pero hace demasiados años que la vi, así que digamos que Skyfall sí lo es, pues en ella no basta con reconocer que Bond existe, hay que admirarle (e incluso apiadarse de él: a fin y al cabo es un pobre huérfano).
    La otra línea trata de la violencia contemplada. El thriller urbano atiende sobre todo a la violencia que acompaña a la sociedad en sus mismas calles. Trata sobre todo psicópatas, ladrones, asesinos… puro lumpen. Es el aspecto en el que, aquí sí, la plana mayor del thriller deviene reaccionaria: el problema se cifra en que, por mucho que lo intentemos, el mundo está plagado de miserables, y no hay modo de acabar con ellos. Es lo que señalaban Thom Andersen y Nöel Burch en Red Hollywood cuando querían mostrar la relevancia de los guionistas “rojos” en el cine negro americano: todos se preocupaban por mostrar las determinaciones socioeconómicas de la delincuencia, no condenando sin más al criminal como un miserable porque sí. La caída en los 50 de esta “línea roja” en Hollywood determina la línea ideológica a seguir en los años siguientes, donde solo cabe, como he señalado, el nihilismo o lo reaccionario. Los responsables de librarnos de estos “miserables” son además victimizados porque su trabajo nunca tiene fin, y por esa vía se logra justificar en cierta medida su violencia, amén de su odio a la sociedad que supuestamente protegen, significada muy habitualmente por una multitud de molestos individuos que hablan de derechos civiles, raíces del crimen, etc., y que siempre se interponen en el camino del protagonista hacia la liberación de la chica  o niños secuestrados.
    Pero hay otra violencia: la de los poderosos. En Los Angeles plays itself, Thom Andersen muestra bien, mediante sus análisis de Chinatown y L. A. Confidential, el aprecio de cierto cine por las conspiraciones y la impotencia de los ciudadanos para defenderse de ellas… recurriendo precisamente a dos películas inspiradas en dos casos reales de conocidas conspiraciones que acabaron saliendo a la luz, al contrario de lo que nos muestran sus (en ese sentido) complacientes recreaciones, donde al final nada puede hacerse frente al omnipotente poder de las grandes fortunas o los intereses políticos. El thriller suele mostrar o afirmar cierta impotencia ante las conspiraciones que corrompen a la policía, los políticos, que afectan a todo el cuerpo social. En parte, esto se debe a que rara vez conocemos las tramas criminales sino desde el punto de vista de los que las sufren y/o investigan, de modo que la investigación es más el desvelamiento de un territorio escondido bajo lo real que el desmadejamiento de una trama que se reinventa al contacto con la investigación. Al ser los poderosos los criminales, la vida se va descubriendo afectada por elementos desconocidos, casi como en las películas de conspiraciones extraterrestres, y de hecho ambos géneros confluirían en esa cumbre de la conspiranoia llamada Expediente X. En los 80 se volvió mas habitual que los responsables de esas conspiraciones cayesen, pero era justo el momento en que, en la realidad, ya nada podía derrotarles. Si el thriller de los 70 pecaba al respecto de pesimista, el de los 80 parecía entregado al choteo: en realidad, comenzaba la general deriva de todos los géneros a la autoconciencia que les llevaría a rozar lo fantástico (por ello fueron el fantástico y el terror los géneros pioneros de esta transformación), lo paródico o simplemente cómico, justo lo que décadas antes había ya avanzado la franquicia Bond, incluso antes de la llegada de Roger Moore, y alcanzaría sus primeras cimas en los 90 con el desarrollo de la saga de Arma letal, El último gran héroe, El último boy scout
    En suma, hay un cine que hace de la violencia callejera su centro, y otra que atiende más a las conspiraciones políticas o de grandes grupos económicos, de las cuales hay varios tipos. Entre ellos, se encuentra la que refiere la lucha sucia en que todo estado acostumbra a encontrarse, sobre todo en aquellos complicados años, y en la que se centraba el cine de espías, género que no conozco con el detalle que quisiera, pero al que pertenece la saga Bond, que cubrió todos sus palos, desde el más serio (Desde Rusia con amor) a- sobre todo- el más paródico (Moonraker), la actual saga de Mission: Impossible, Topaz, de Hitchcock, o dos curiosas películas de Clint Eastwood: The eager sanction y Firefox. Todas ellas tienen algo en común: mostrar a individuos fuertes, asesinos profesionales y realmente temibles, que en el fondo son meros títeres movidos al viento de las luchas entre diversas naciones e intereses políticos o económicos. Pertenecen a un mundo subterráneo (el mundo de las sombras, en efecto), que solo sale al exterior en forma de acontecimientos determinados cuya real naturaleza nunca nadie, salvo los contadísimos implicados, llegará a conocer. En Skyfall, ¿cuántos pueden llegar a saber a qué se debe el atentado del M16? Topaz concluía con una demoledora sentencia: varios planos mostraban a todas las personas asesinadas y torturadas en la película, concluyendo la serie de imágenes con una noticia en un periódico que se cerraba y abandonaba en un banco callejero. Tal vez Hitchcock solo manifestaba su desgana por la historia que le había tocado contar, pero también cómo hasta la noticia más insignificante puede tener debajo una serie de actos violentos, de guerras silenciosas, frías, que constituyen el sustrato constante del mundo en que vivimos, o cuando menos de su articulación política: nuestras vidas están empedradas de muerte.
    Muchos son los críticos de los conspiranoicos, y no seré yo quien les quite razón, pero hay algo en lo que los estos nunca fallarán: en minusvalorar la real naturaleza de la política. Pues ellos saben que la política se hace en la sombra, que no es algo que se haga en casa (no, al menos, en las nuestras), o en las plazas, o las calles: es, más bien, el arte de hacer esas casas, plazas y calles. Es el arte (esto es: la producción, la creación de ciertos objetos partiendo de ciertos materiales) de producir unas relaciones sociales determinadas configurando para ello la materialidad de todo lo real disponible. Pero, y esto es fundamental, produciéndolas de una manera firme y duradera, esto es: que no haga falta tener Facebook para verse afectado por ello. Por esto el 15M u Occupy Wall Street no son movimientos o acontecimientos políticos sino que quieren llegar a serlo, que están animados por una intencionalidad política. La revolución no es un acontecimiento político hasta que no logra tumbar el régimen existente, cambiar las leyes y hacer otras nuevas (o instaurar otro medio o sistema que utilice otros elementos), que determinarán la producción de nuevas relaciones en todos los ámbitos sociales.
    La conspiranoia sabe que no se habla de política hablando de principios. Su problema es su tendencia fascinada hacia la claustrofobia, su claro amor por la derrota, su evidente pulsión masoquista, que descarta el hecho de un mapa configurado en el fondo por un continuo choque de fuerzas. Pero aciertan de pleno al entender que nuestras vidas están dominadas por gentes que trabajan “en la sombra”, si bien gustan demasiado de mitificar esas sombras, de decorarlas. Que la política es el arte del pasillo, la componenda, la “conspiración” (un término demasiado fuerte, digamos mejor “plan”, “planificación”, “trama”…). Lo único que salva a The wire de ser conspiranoica es que todo el mundo es en ella demasiado imbécil para conspirar como es debido (es casi berlanguiana en esto: en la vida, todas las cosas funcionan estropeadas). Por un lado la sociedad está enraizada en la violencia, la tiene metida hasta lo más profundo de sí misma; por el otro la política se hace en los pasillos, una trama infinita de favores, deberes, intereses privados, que en nada implica a los que habrán de sufrir las decisiones finales, ser configurados por ellas: la sociedad, efectivamente. No se trataba de otra cosa en Maquiavelo: puede haber un ideal por algún lado, pero no se hace política con eso sino, como mucho, con algún otro más cercano, como por ejemplo que el pueblo no se levante y te derroque, y que haya cierta paz social que te permita no tener demasiados quebraderos de cabeza y enriquecerte cómodamente. La política es gestión, mecánica, y el objetivo inmediato y principal es que el cacharro construido funcione mínimamente. Mínimamente.
    Decir que Rajoy no hace política es una estupidez (meterse también con la política, como hacen muchos en la derecha, apoyando algo más bien parecido a una mera gestión, es peor aún: no se puede no hacer política estando en determinadas posiciones; los gestores solo son políticos con la ideología de sus dueños). La política no es una intencionalidad, sino un poder, una capacidad: la de producir relaciones sociales y las infraestructuras que las hagan firmes y perecederas. Rajoy es político, hace política. Que haga la que le mande otro o no, no tiene nada que ver. Que siga órdenes del poder económico, tampoco: las grandes fortunas hacen política. Yo no hago política, Botín sí. La necesidad que todo el mundo tiene de sentirse político, de decirse político, es un error: somos el resultado de la política. Solo seremos políticos cuando seamos nosotros los que creemos esas relaciones firmes, los que digamos que el aborto se puede o no realizar, que se puede o no expropiar una vivienda, etc. Mientras tanto, somos meros y simples ciudadanos, dotados o no de una intencionalidad política.
    La guerra fría no es el nombre de la guerra entre los bloques estadounidense y soviético durante buena parte del siglo XX. Lo es, en fin, pero es un nombre demasiado bueno para perderlo: es la otra guerra, la que se da todos los días entre los distintos países, grupos económicos, intereses geoestratégicos, etc., o entre cosas más pequeñas, como las rencillas, amistades y enemistades de pasillos, deberes, favores… El nombre real de la política, de la producción del mundo. La conspiranoia lo ve, pero no sabe hacer otra cosa que cantarle a la impotencia. Pero como si esto fuese nuevo y nunca se hubiesen tumbado o caído edificios así. Lo problemático es si puede crearse un edificio distinto, que no precise de pasillos, sótanos, oscuros almacenes y armas secretas. No hay institución o asociación cualquiera de individuos en las que no haya encontrado estos elementos, la verdad, y por eso no voy a considerar reaccionario al thriller nihilista. O a Sade, ya que estamos. El problema de Skyfall es que le gusta que haya asesinos, ¿o es mi problema que no me guste? ¿Qué sistema ha nacido y se ha sostenido sin crímenes? ¿Qué sistema ha sido alguna vez sustituido por otro que haya nacido y sobrevivido sin asesinatos?  Es odiosa esa gente que se rasga las vestiduras por los crímenes de Lenin mientras se sientan placenteramente en su democracia pretendidamente impoluta; esos que no ven la sangre en que se bañan: Skyfall les iguala en reaccionarismo pero les gana en lucidez. Lenin tiene tanto derecho a matar como Kennedy: ninguno, tan solo el que su propio poder produce…

domingo, 28 de octubre de 2012

The dark knight rises


1. The dark knight rises presenta varias cualidades propias de su naturaleza de cine-espectáculo: es un film nuclear, sin tiempos muertos, repleto de escenas supuestamente claves ya para el desarrollo psicológico de los personajes, para el de la trama o para el lucimiento de la riqueza económica de la producción; también es un film funcional, que nunca sale del mismo nivel discursivo/formal/narrativo, y cuyo desarrollo tiene la forma de distintas etapas donde diversas dificultades se suceden en el proceso por el cual el héroe llega a cumplir sus objetivos.
    Sin embargo, existen formas distintas en el cine-espectáculo, y The dark knight rises no responde a las más modernas (que, dicho demasiado rápidamente,  implican la identificación con el espectáculo mismo, antes que con sus protagonistas, esto es: la participación, la complicidad). Es un espectáculo de forma por así decir clásica: se denota a sí mismo en solo un pequeño grado (no hay espectáculo sin un grado mínimo de auto-denotación: el espectáculo siempre implica cierto nivel de auto-exhibición), y en él se busca la identificación con un héroe (de hecho, aquí un “super-héroe”), la reacción activa, sufriente, emocionada, feliz o triste, etc., ante cada uno de sus problemas, fracasos y triunfos. El signo está, como se diría en otro tiempo, “alienado”: se pretende una impresión de realidad. De hecho, la presente trilogía de Batman, a cargo de la última estrella del espectáculo hollywoodiense, Christopher Nolan, se distingue del restante cine superheroico en su pretensión “realista”, evidente por ejemplo en la caracterización del Joker de la segunda parte de la trilogía, The dark knight. El carácter icónico de los personajes es mantenido, pero intentando no sacrificar con ello (como hicieron, por ejemplo, Burton y Schumacher) su realidad: en mucho cine superheroico los personajes no logran evitar, deliberada o indeliberadamente, la impresión de ser puros signos, figuras arrancadas de otro medio y por ello claramente irreales. En la trilogía de Nolan se intenta mantener los pies en el suelo en la mayor medida posible. Por ejemplo, no hay elementos fantásticos, en el sentido de que nadie tiene superpoderes. Lo fantástico, si acaso, caería del lado de lo tecnológico con los improbables aparatos que Batman utiliza en su lucha contra el crimen organizado, de modo que el poder económico del protagonista hace que la ciencia-ficción pueda pasar por realista. Se huye, además, de todo elemento “pop”, que remita a lo que se ha estipulado como estética “de cómic”. De todos modos, siendo The dark knight rises, como las películas que le preceden, un espectáculo que se quiere creíble, probable, es también espectáculo, por lo que tensa la cuerda de lo verosímil hasta lo máximo posible. Muestra de este intento de equilibrio es que la apoteosis “terrorista” del final tiene lugar en Manhattan: los recuerdos del 11-S pueden hacer más creíble el exceso de lo que sucede en la película, además de favorecer al tiempo el aspecto catártico del filme (inevitable en todo espectáculo, pero sobre todo en el clásico, donde se identifica en muy alta medida con la función asignada por Aristóteles a la tragedia), al menos para el público norteamericano.
    2. Establecido que nos encontramos ante un ejemplo de cine-espectáculo clásico, en principio un análisis ideológico tiene clara su vía de acción: localizar al protagonista, el personaje establecido como receptor de la identificación del espectador, y dilucidar, atendiendo a su función en el relato, qué tipo de valores pretende introyectar en el espectador gracias a la citada identificación. Es en función de este personaje y sus derivas a lo largo del film (particularmente, los elementos que debe superar, como son los super-villanos en este tipo de películas, y los que colaboran con él en el logro de sus objetivos) que se debe analizar el universo descrito en el film y los diversos elementos en él inscritos (los aliados, escenarios, etc.). Evidentemente, siempre se ha de estar atento a la existencia de posibles hiatos entre la puesta en escena y el relato, por los que el director podría ejercer una distancia crítica frente a lo que en éste sucede. Es raro que algo así se permita en este tipo de filmes, pues las enormes cantidades de dinero invertidas en su realización siempre conllevan un control creativo igualmente potente, cuya incidencia sin duda no es menor en el plano ideológico, pero sin duda existen casos, como el de Paul Verhoeven en su notable Starship troopers, por poner un ejemplo. Por lo demás, tampoco debe obviarse el “ruido” discursivo, los errores expositivos, narrativos, las diversas formas de fuga que siempre pueden darse en cualquier forma de enunciación y que no siempre responden a una intencionalidad del emisor (del “autor”, sea este quien sea). En lo que sigue, no seré tan exhaustivo como esto exige, pero algo intentaremos.
    3. The dark knight rises es una secuela, la parte final de una trilogía, con lo que el héroe ya está sobradamente establecido, y nada se hará para sacarnos de su lugar: Bruce Wayne/Batman. Ahora bien, debido a esto, debe tenerse en cuenta que el relato excede a la película presente, que supone una conclusión de las dos partes precedentes, y por tanto su análisis debe considerar estas. También, que este tipo de relatos, donde se narra el enfrentamiento entre un super-héroe y un super-villano, son fuertemente antagónicos, por lo que tanto habrá que tener en cuenta el proyecto del héroe como el de su enemigo: uno acostumbra a ser el reflejo invertido del otro, no en vano el relato espectacular suele consistir en una contradicción que se salda con la eliminación de uno de los términos, si bien hay excepciones, como el final de la trilogía Matrix, donde había un pacto entre ambos (y menuda se montó). Al respecto, debe advertirse que el cine espectacular acostumbra a presentar un esquema por el cual un villano tiene un plan tan extremo, tan brutal, que la solución del héroe hace aceptable su habitual moderación y conservadurismo, no menos que su violencia. La radicalidad de uno hace admisible y, más aún, deseable, la moderación o conservadurismo del otro (lo que podríamos denominar “ley del equilibrio” del cine-espectáculo).
En la primera parte, y como indicaba su título, Batman begins, asistíamos a los orígenes del héroe. Bruce Wayne, hijo de familia millonaria, ve morir a sus padres. El padre, como tantas veces sucede en el cine de Hollywood, es una figura ejemplar, no solo para su hijo sino para su comunidad. Torturado por la experiencia traumática, y a la vez víctima de la exigencia del ejemplo paterno, Wayne emprendía un viaje iniciático y volvía a su ciudad limpio, dispuesto a usar de forma responsable su gigantesca fortuna en la lucha por el bien, intentando “sanar” una ciudad invadida por el crimen y la corrupción. Aquí, Gotham es una suerte de Sodoma y Gomorra imposible de limpiar pero con algunos hombres justos (como el policía Gordon, que irá ascendiendo imparablemente de cargo de secuela en secuela), y Batman deberá impedir la solución de Ra´s Al Ghul, que podríamos denominar “bíblica”: su pura y simple destrucción.
    En The dark knight, la segunda parte, el discurso se complicará. Una pequeña porción de honradez está ya conquistada en los cuerpos de seguridad de Gotham, y Gordon y Batman colaboran para terminar de una vez por todas con el crimen organizado. En este caso el malvado, el Joker, no pretenderá la destrucción divina sino la desorganización total, desestabilizando todas las estructuras sociales, todas las organizaciones: las del crimen tanto como las de la ley. A esto el Joker le llama “anarquía”, según el habitual- e interesado- uso de este término, que consiste en convertirle en un simple sinónimo de “caos”, y consiste en funcionar sin un plan determinado, deslizando el caos en lo organizado ya desde la propia desorganización del propio proceder. En este punto Nolan podría mantener cierta distancia respecto al discurso de su villano, pues el Joker, en esto como en todo, mentía: puede que no planificase nada a largo plazo, pero algunos de sus planes, como el que implicaba su entrada y salida de la cárcel, estaban extraordinariamente elaborados. Pero sin embargo, no cabe duda de que The dark knight gira en torno a la idea de una sociedad que es llevada fuera de sí y debe ser devuelta al orden que se entiende le es necesario para su supervivencia. Negada la vía de la pura destrucción, Nolan parece cambiar la solución bíblica por otra: la de Maquiavelo en El príncipe. Ciertamente no es el autoritarismo lo defendido aquí (tampoco, propiamente, en Maquiavelo), aunque el fiscal Harvey Dent haga una referencia a ello; se trata de dilucidar lo necesario para conseguir que una sociedad fuera de sí, hundida en el caos, vuelva a los cauces de la normalidad (= legalidad). Con ello, Nolan se atreve a introducir a un superhéroe en los difíciles mundos de la política, si entendemos por tal el arte de establecer relaciones sociales duraderas y los ámbitos para que estas puedan tener lugar y perseverar en su ser. Se trata de crear una sociedad partiendo del caos, dirigirla hacia un lugar común, más justo, y hacer que se mantenga allí. The dark knight se convertía así en un compendio de lo que durante más de un siglo ha venido siendo la ideología norteamericana del héroe, en el western primero y en su sucesor directo, el thriller urbano, después (remito a mi post previo sobre Clint Eastwood). Batman se convierte en la nueva figura del pacificador del territorio salvaje dominado por la ley bárbara del más fuerte, en el fuera de la ley necesario para que ésta pueda volver a ser restablecida (por otros) y, por tanto, en el nuevo padre escondido, olvidado, de la sociedad que siempre olvida sus orígenes brutales. Toda la película gira en torno a la figura necesaria para sacar a Gotham de la oscuridad: Dent o Batman, la ley o el mito. La jugada final del Joker, tras la instauración de la justicia en el corazón de la ciudad que supone la negativa de los dos barcos a volarse el uno al otro, será eliminar a Dent, convertido ya en el enajenado Dos Caras, obsesionado por la venganza y el azar. La solución será establecer una mentira: convertir a Dent en un mártir, otro padre ejemplar muerto que nos contemple desde el cielo de su bondad pasada y originaria, y a Batman en el enemigo, el auténtico hombre que mató a Liberty Valance, ahora olvidado e incluso perseguido, pero sobre cuya condena se levanta la estabilidad de una nueva y enderezada sociedad. El hombre de ley triunfa, pero gracias a la estrategia del mito, de suerte que la afirmación resulta ser que la ley circula socialmente como un mito más.
Por lo demás, como sucedía constantemente en la serie Lost (toda una joya para saber qué entiende la ideología norteamericana por comunidad), se entendía que es necesario que unos pocos decidan, y que por ello el secreto debe ser norma, la información debe controlarse para que no llegue sin más a la población, que no está capacitada para asumirla, entenderla y decidir en consecuencia. Las masas nunca están preparadas. Pero sobre esto precisamente se centrará la parte siguiente.
    En The dark knight rises, que tiene lugar 8 años después del final de la parte anterior, la muerte de Dent parece haber llevado a crear una ley- la ley Dent- de la que nada se nos explica pero que se afirma haber servido para limpiar Gotham de criminales. El único dato que nos llega en cierto momento parece implicar la imposibilidad de acceder a libertad condicional: una ley inequívocamente de mano dura. Pensemos lo que pensemos al respecto, resulta claro que en el contexto de la película la solución del film anterior fue acertada. Por supuesto el riguroso sentido moral que el cine de Hollywood siempre pretende tener implicará afirmar que una mentira no puede servir eternamente, pero lo cierto es que nada de lo que sucede en The dark knight rises lo hace a consecuencia de aquella mentira, y de hecho su revelación no acarrea consecuencia alguna en el relato, más allá de permitir la canonización final de Batman, algo irrelevante en sí para el progreso de la ciudad, aunque no para conseguir la gratificación final del espectador identificado. Ciertos parlamentos señalan lo erróneo de la mentira, pero el relato en verdad no ofrece posición alguna al respecto: el hecho es que sirvió a los intereses concretos de aquel momento, y la actualidad es totalmente indiferente al hecho.
    Wayne por su parte está apartado de la vida heroica y civil, atormentado pero seguro de que su sacrificio al menos sirvió para devolver la estabilidad a su ciudad. La nueva amenaza sin embargo derribará nuevamente Gotham, recuperando el intento de Ra´s Al Ghul, el retorno a la solución bíblica y, con ello, el relato superheroico convencional. El proceso de destrucción durará 5 meses, en los cuales todos los aparatos ideológicos y represivos del estado serán eliminados, con la secreta intención de culminar el proceso con una explosión nuclear. Sin que esta vez se diga nada, el comunismo soviético (y, por qué no, chino: en pocos meses se estrenará un remake de Amanecer rojo donde los soviéticos son sustituidos por chinos) es claramente invocado: Bane afirma entregar el poder a los ciudadanos, se establecen tribunales populares (presididos eso sí por criminales, y para que no quede duda ahí tenemos al Espantapájaros como juez), y en realidad todo es dirigido en la sombra por un poder autoritario, el del propio Bane. Es particularmente ejemplar el enfrentamiento entre la policía y un grupo armado en la calle. La primera esgrime su poder otorgado por el derecho, pero éste ha sido eliminado; el otro bando afirma representar al pueblo, ser la policía del pueblo. Hay claramente una referencialidad soviética, comunista, stalinista al menos, en el bando de los malvados en la película, incluso en el vestuario de Bane, que se opone a la democracia que ostentaba el limpio mando de la ciudad. Nuevamente, las masas solo son materia inerte en manos de una voluntad férrea que les da forma. El poder del pueblo solo puede ser así la tapadera de un dominio absoluto. La manipulación de Bane podría plantear el reverso de lo realizado en The dark knight: una buena y una mala orientación de la masa. Pero en ambos casos esta no puede sino ser dirigida, ordenada siempre desde la sombra, y no deja de resultar relevante que aquí, en el mal ejemplo, lo que se esgrima como tapadera sea el poder del pueblo. O que solo haya policías en la resistencia, ya puestos.
    4. Si el planteamiento ideológico de The dark knight era ambiguo pero por lo menos claro y muy bien articulado, la operación aquí es mediocre a la vez que retorcida. Wayne vuelve a ser un pobre hombre que se recupera (un arco idéntico a la 1ª parte). Su victimización facilita la identificación e incrementa la catarsis de la recuperación (el héroe ha vuelto), máxime cuando hay dos retornos, el primero implicando la recuperación de Batman, el segundo añadiendo a esta un nuevo aprendizaje, superación personal por parte de Wayne. La amenaza malvada mezcla destrucción nuclear, referencias al terrorismo y al comunismo soviético, además de ser íntegramente extranjera (una constante de los últimos tiempos, la del espectáculo consistente en un ataque o invasión extranjera, terrestre o extra-terrestre, humana o in-humana, ante la que usualmente los sistemas defensivos del estado, por sí solos, nada pueden). Lo más cercano a la destrucción total que vive Gotham es filmado en Manhattan, y en el marco de una ciudad sin gobernantes ni policía, situación que es identificada con un infierno, el gobierno del sálvese-quien-pueda. Siempre amigo de la iniciativa privada- son raros los superhéroes al servicio del estado, de hecho esta problemática relación fue el eje de Iron man 2-, el cine de Hollywood empero es un enconado defensor de las instituciones estatales como símbolo y garante del mantenimiento de la paz social, esto es, de las condiciones sociales que hagan sostenible el régimen capitalista y la actual dictadura neoliberal, sin olvidar por supuesto la identidad nacional. El superhéroe, en este contexto, será la imagen de aquello por lo que luchar, el ejemplo de que existe el “bien”, y a la vez la noticia tranquilizadora de que no tendremos que hacer nada por difundirlo: el superhombre se encargará. Como acostumbra a suceder en el cine superheroico, en The dark knight rises la población no puede hacer otra cosa que padecer el destino que seres más poderosos que ella le imponen (en la reciente The Amazing Spiderman sí hacen algo: facilitar la llegada del maltrecho héroe a su encuentro final con el villano). La resistencia está compuesta exclusivamente por policías y colaboradores de Batman. De esa suerte de apuesta por la bondad radical de The dark knight escenificada en la secuencia de los dos barcos, nada queda. En la identificación con Bruce Wayne/Batman, asumimos que la gente nada puede hacer por su propio destino (y en efecto, ¿cómo pelear contra enemigos de la talla de Ra´s Al Ghul y el Ejército de las Sombras?) que la estabilidad precisa ideales defendidos por figuras modélicas y encarnados en unas leyes, un derecho, que modelen el comportamiento de todos pero sin estar decididas por ellos, pues toda masa es equivalente a caos (retroactivamente, vemos que el plan del Joker era crear masa, pero entendiendo esta como masa informe, carente de organización alguna). Nos damos cuenta de que nada podría hacerse por nuestra seguridad si nadie tuviese a su alcance cantidades de dinero imposibles para producir desarrolladísimos armamentos que nos salvaguarden de las infinitamente terribles amenazas que por doquier nos aguardan (y en las películas no se miente, en ellas es realmente así, todos entendemos que no puede ser de otro modo: el espectáculo no miente, solo crea, como todo arte, las condiciones de su propia verdad). Aprendemos que un multimillonario puede ser un buen hombre, el mejor del mundo, el más altruista y sacrificado, y que existen formas honradas de mantener una fortuna (mensaje similar al de Iron man, esta sí extremadamente reaccionaria, no en vano estuvo realizada bajo supervisión directa del ejército de los EEUU, como sucede en la trilogía Transformers y tantas otras). Aprendemos que lo que nos hace falta es que nos dirija gente honrada. Simplemente eso. Que el principal problema es la corrupción, la cualidad humana de las personas, los dirigentes, los empresarios, los policías... El espectáculo clásico acostumbra a ser humanista: entiende que el problema es que hay que ser mejores personas. Si eres un buen ser humano, se entiende que mates a uno miserable, para proteger a otro bueno: es el peculiar humanismo espectacular. El único malvado cuya muerte merece un lamento en la trilogía es Dos Caras, pero porque previamente había sido Harvey Dent: se lamenta la pérdida del hombre que iba a salvar a Gotham, y se hace lo posible para que lo haga aunque él ya no lo quiera. Ese es el humanismo espectacular: defender la bondad genérica de una sociedad, siempre y cuando esté ligada a unas estructuras determinadas (que son las de la democracia capitalista, más o menos neoliberal), y asumir con expresión doliente, compungida, resignada, todos los crímenes necesarios para su mantenimiento. The dark knight rises, así, se advierte menos vulgar pero de igual contenido que cualquier película de Michael Bay.

Así que menos ponerse estupendos.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Balance 33 (2)

















































Balance 33 (1)


VED:
La ville des pirates (Raoul Ruiz)- convierte a Lynch en Disney. La más brutal y agotadora de las películas de Ruiz.
Los dientes del diablo (Nicholas Ray)- muchos años después de They live by night, Ray recupera la candidez. Al estar fuera de Hollywood, además, puede permitirse final feliz. Bravo.
Adventureland (Greg Mottola)- una de las pocas películas sobre adolescentes que realmente trata de adolescentes.
Tres vidas y una sola muerte (R. Ruiz)- una de las películas de mi vida, ¿qué más voy a decir?
La embajada (Chris Marker)- el mayor lamento que conozco ante el triunfo del peculiar totalitarismo chileno: con Chile, caemos todos… La profecía fue real.
Le tombeau d´Alexandre (C. Marker)- ser apasionado a la vez que ecuánime es difícil; Marker, aquí, lo logra.
La ruta del tabaco (John Ford)- una locura virulenta, excesiva y terrible. Ford no se agota nunca.
A través de los olivos (Abbas Kiarostami)- es un tópico, supongo, pero esta película es perfecta. Kiarostami a veces sabe ser tan maquiavélico como Hitchcock.
Hamsarayan (The Chorus) (A. Kiarostami)- el placer del texto.
¿Dónde está la casa de mi amigo? (A. Kiarostami)- fui niño; y en efecto, era así.
Make way for tomorrow (Leo McCarey)- el drama perfecto.
Valparaíso, mi amor (Aldo Francia)- en este momento no se me ocurre mejor película dedicada a una ciudad.
The fall of comunism as seen in gay pornography (William E. Jones)- ideal para ver en doble sesión con D´Est, de Akerman.
Ciudadano Kane (Orson Welles)- otro tópico, supongo, pero esta película es igual de nueva hoy… que cuando la vi de niño.
Días de campo (R. Ruiz)- la película tal vez más equilibrada de Ruiz. Y, a pesar de ello, una de las mejores.
The country doctor (D. W. Griffith)- simple y perfecta como un silogismo.  Este, además, logra incluir el azar.
El fantasma del Paraíso (Brian de Palma)- otra de las películas de mi vida. Digan lo que digan, de Palma nunca hiló más fino ni estuvo más loco.
Sadgati (Satyajit Ray)- viendo esto, entendí que Kurosawa llorase la pérdida de Ray y saludase el descubrimiento de Kiarostami.
El intendente Sansho (Kenji Mizoguchi)- viéndola, adelgacé.
Luna nueva (Howard Hawks)- Una civilización sana es la que ve Luna nueva y entiende que todos sus personajes son unos cerdos, sin dejar por ello de reír.

ESCUCHAD:
Massive Attack- Mezzanine- un clásico, lejano ya. Soy viejo.
Lou Reed/Laurie Anderson/John Zorn- The Stone: issue three- esta es la colaboración de Reed que hay que escuchar. Una joya.
El Niño Gusano- El escarabajo más grande de Europa- los niños no son crueles; es la infancia la que deviene brutal en contacto con nuestra madurez autosatisfecha.
Zeni Geva- Trance Europe Experience- yo hice bien mi trabajo en los 90, pero es inevitable que a pesar de todo se te escapen cosas así. Imprescindible todo, pero destacaría Dead Sun Rising, uno de los más grandes riffs de la historia.
Metallica- Metallica- con Metallica pasa como con von Trier: parece que no hay modo de sostener una conversación serena sobre ellos. Para mí, este sigue siendo uno de los más grandes discos de heavy metal de la historia. Y salió el año que empecé a escuchar música en serio. Una belleza.

LEED:
Jordi Claramonte- Lo que puede un cuerpo. Ensayos de estética modal, militarismo y pornografía (Cendeac)- Bien pensado y bien escrito. De lo poco bueno que puede encontrarse sobre pornografía.
André Bazin- ¿Qué es el cine? (Rialp, 1966)- edición completa (¡no la hay en Francia!). Genial hasta en los errores.
Hernán del Solar- La noche de enfrente (Editorial Universitaria)- mucho más desolador que el film de Ruiz pero, como en aquel, con una gran alegría en su forma.
Alejandro Jodorowski- La danza de la realidad (Siruela)- ¿una trampa sagrada?

miércoles, 2 de mayo de 2012

Sobre comedia y autoridad


    Hace un par de días vi The school of rock, una comedia de Richard Linklater con Jack Black- acaso el más grande intérprete de flipados de toda la historia del cine. Es una película profesional y competente, dos adjetivos usualmente sinónimos de trivialidad que hoy en día pueden pasar a referir aquellas películas que no se caracterizan por su radicalidad, ambición o riesgo, pero que destacan por su ausencia de retórica, de subrayados, por su cultivo de una mirada ajustada a su narración, un cine modesto pero realizado con buen criterio. No hay en The school of rock, por ejemplo, concesión a los violines cuando el engaño del protagonista es descubierto o le quita los complejos a algunos de sus alumnos. Cuando vemos, en el concurso final, actuar a la banda que echó a Finn, el protagonista interpretado por Black, Linklater no se regodea insultándolos o mostrando caras de rechazo, sino que simplemente los muestra, sabedor de que, tras haber recibido las prístinas lecciones de “teoría” rock de Finn, todo espectador medianamente atento sabrá qué pensar ante la puesta en escena de esa banda (donde, precisamente, destaca el guitarrista que sustituye a Finn, una auténtica hiperbolización del guitarra posturitas) o, mejor dicho, qué es lo que piensan los protagonistas, sin que por ello su punto de vista se nos imponga inapelablemente. En este sentido, la corrección de la película se advierte en su propio humor, negado al cultivo del exceso que ya en la época de su producción (2003) era moneda común: el sadismo de Finn en sus primeras clases es sumamente moderado, por ejemplo, y no hay que hacer volar mucho la imaginación para saber qué hubieran hecho la mayoría de comedias hoy y entonces con la salida nocturna de Finn y la directora del colegio (Joan Cusack), reprimida y estricta pero fan a muerte de Stevie Nicks. Esto último no es bueno ni malo, pero es muestra de una película empeñada en mantenerse dentro de unos límites de corrección que finalmente apoyan su centro: las excelentes clases de rock que reciben los alumnos, consistentes, fundamentalmente, en entender a este como un trabajo de resistencia y lucha contra la autoridad, sea del tipo que sea.
    Pero cuando en Hollywood aparece la autoridad, siempre hay problemas. Primero: sus dos únicas representantes directas en la película son, curiosamente, mujeres- curiosamente, en el discurso de Finn la autoridad es significada como “the man”. Se trata de la directora del colegio y la novia del amigo del protagonista (Sarah Silverman), para más señas ayudante del alcalde. La primera llega a tener alguna escena redentora, o al menos explicativa, y además está encantada con la actuación final del grupo, de forma nada forzada. La otra, sin embargo, es puro odio concentrado y, más aún, supone un estereotipo de reciente popularidad en la comedia norteamericana: la novia arpía y manipuladora. El único ejemplo reciente que me viene ahora a la mente estaba en Resacón en Las Vegas, pero sin duda hay más casos: la novia del hombre acobardado y con poca personalidad (el “hombre blandengue”, que decía El Fary), que hace de él lo que quiere, y ante la que éste deberá rebelarse en un momento determinado (frente a Resacón en Las Vegas, la rebelión aquí se resume en un elegante y contundente portazo). No dudo que existan mujeres así, pero tampoco hombres del mismo tipo, que sin embargo no se hacen de ver precisamente en estos filmes, y además esta no es la cuestión. Más allá de si la última comedia norteamericana es machista o no, lo evidente es que su campo de acción es, si no la masculinidad, al menos la situación de los hombres en varios períodos de su vida, desde la adolescencia hasta la edad madura, con o sin pareja, con o sin trabajo, y en donde la visión de las relaciones con las mujeres parece verse justo al contrario que como entendían ciertos feminismos, en concreto aquellos que criticaron la dicotomía según la cual la mujer equivalía a la naturaleza y el hombre a la cultura. Ciertamente, esta siempre me pareció una mala interpretación, o al menos muy sesgada, y bastaba prestar atención a los discursos sostenidos por los que antes que machistas se pretendían misóginos (aquí en España tenemos a magníficos representantes de esta opción, como Berlanga, Azcona y Ferreri): según estos, el hombre no quiere otra cosa que mantenerse en perpetuo estado de naturaleza, jugando, retozando, comiendo o fornicando, y su entrada en la sociedad se debe solo a la necesidad de satisfacer lo último, pues la mujer exige terribles pagos por la concesión de su cuerpo, que implican el trabajo, la educación, la posición social… Ciertamente, las comedias de que aquí hablo no se plantean en los términos más o menos atormentados de aquellas, antes bien aceptan con más o menos gusto o incluso sentido del deber (Apatow) el “pago”, pero a mi juicio mantienen esa interpretación según la cual la adolescencia masculina termina solo por la necesidad de sexo, o al menos de emparejamiento, sosteniendo al respecto una posición, digamos, “reformista”: de acuerdo con el sistema porque no hay más remedio, pero critiquemos al menos los “excesos”, esto es, los abusos “civilizatorios” de ciertas mujeres.
    Segunda cuestión: los amigos protagonistas encuentran al final una vía “legal” para trabajar en lo que les interesa: la escuela de actividades musicales extraescolares. Tal vez Linklater y su guionista, Mike White, no lo ven así, pero lo cierto es que las clases que Finn da a sus alumnos y su filosofía de rabia contra “the man” se correspondía con el modo en que daba estas, escondiéndose de la autoridad del colegio para no ser descubiertos. La enseñanza de la crítica y el menosprecio a la autoridad como parte fundamental de una buena educación se ponen creo en problemas en la situación final, con Finn convertido en un auténtico profesor. Reconozco que harían falta más explicaciones, pero siento que algo de lo recorrido se pierde en este empeño final por mostrar que el camino seguido no termina necesariamente en la misma ruina económica del principio sino en un trabajo formal mediante el cual Finn y su amigo pueden dar salida a sus inquietudes musicales. En este sentido, tal vez no estaría mal plantear una doble sesión donde, después de esta película, se proyectase Anvil! The story of Anvil (¿a quién demonios se le ocurrió la brillante idea de repetir dos veces el nombre del grupo en el mismo título?, ¿temía que el lector se olvidase al pasar la exclamación?).
    Tercera cuestión, y final: ¿y los padres? En The school of rock, los padres son mostrados como seres represivos, histéricos y sin una pizca de humor, causantes del carácter reprimido e histérico de la directora del colegio y enemigos de que sus hijos escuchen rock o incluso toquen la guitarra eléctrica. De entre ellos, es singularizado el padre del guitarrista de la banda, al que vemos en una escena, observada de lejos por Finn, con un carácter claramente despótico hacia su hijo- de hecho, es después de ella que éste introduce en la clase el tema de “the man”. Sin embargo, al final de la película, cuando todos corren a recoger a sus indefensos vástagos al festival de rock, se quedan parados al verles salir a escena y observan maravillados su desempeño- ciertamente notable- en la labor. Al final, aplauden encantados como todos, orgullosos a muerte de sus hijos.
    Por supuesto, mi problema primero es que esto me parece simplemente inverosímil, increíble: estos padres que pagan 15000 dólares al año por una educación estricta para sus hijos y se horrorizan al descubrirles escuchando a Yes (¡no hablamos precisamente de Venom, por Crom!), no pueden quedarse parados al ver a sus hijos salir a un escenario vestidos de rockeros acompañados de un señor que tal vez les haya secuestrado y que se ha hecho pasar por otro hombre durante meses, y menos todavía van a sentirse repentinamente encantados al verles tocar esa música que les horroriza…
    …a no ser que… la película pretenda mostrar que en realidad el rock no es tan rebelde, que se trata solo de pasarlo bien, de entretenimiento, y que basta ver a tu hijo tocarlo para dejar de demonizarlo. De hecho la canción que toca la banda no es mala (aún más, me parece bastante buena), pero la actuación está lejos de ser, por ejemplo, la de L7 en la gloriosa Serial mom del siempre ejemplar John Waters. Además, el vestuario incurre en el pastiche, con el guitarrista ataviado con chistera à la Slash y Finn “casualmente” vestido con uniforme escolar a lo Angus Young- aunque tuvo el buen gusto de no imitar sus legendarios pasos-, de modo que no deja de parecer que estamos ante un grupo infantil, al que al fin y al cabo se valora por esa cosa terrible que llamamos “esfuerzo”. No olvidemos que la fiebre “Operación triunfo” asolaba varios países en esa época.
     Sin duda es una posibilidad, aun curiosa. Pero démosle al hecho la causa que sea, el resultado es el mismo: los padres no son mala gente. Y más que lo dicho de las mujeres, esto raramente falla en la comedia actual. Aunque sea muy en el fondo, los padres son buenas personas. Parecen crueles, represivos, brutales, imbéciles, pero estamos confundidos: en realidad quieren a sus hijos, si cometieron algún error no fue sino por exceso de celo. Hace unos pocos días veía Role models. Allí, los padres de Augie (Christopher Mintz-Plasse, es decir, el inolvidable McLovin de Superbad) se muestran como unos auténticos miserables, dedicados en cuerpo y alma a humillar a su hijo y alegrarse por todos sus problemas. Sin embargo, al final, cuando le vean ganar una batalla medieval vestido como un miembro de Kiss (los fans me perdonarán que no recuerde cuál), se sentirán encantados y super-orgullosos de él. Cómo no, nos damos cuenta de que los padres, en el fondo, eran buena gente, después de todo. En otra película que vi recientemente, How do you know, el padre del protagonista, interpretado por Jack Nicholson, es un delincuente que mete en un lío gigantesco a su hijo e implora porque éste vaya a la cárcel en su lugar. Al final, sin embargo, no podrá reprimir una sonrisa al ver a aquel acompañado de la mujer que quiere, aunque eso signifique que él irá a la cárcel. Desde luego Brooks, autor de la película, hila más fino, apura la tensión hasta el final y la sonrisa de Nicholson no anula su disgusto ante lo que le espera, además de que este tipo de ambigüedad es muy propia de Brooks, o al menos de lo poco que conozco de él. Pero igualmente cuesta que el padre sea simplemente un cabrón. Busquen y les costará encontrar un mal padre en la comedia americana.
    Un contraejemplo que me viene a la cabeza implica, significativamente, viajar muchos años en el pasado. Comparemos dos películas: Despedida de soltero, de 1984, y Los padres de ella, del 2000. En la primera, Tom Hanks se va a casar con la chica que quiere, pero que tiene unos padres realmente despreciables. Siendo así les trata, consecuentemente, con una total falta de respeto. Y el desarrollo no muestra sino hasta qué punto el padre es un miserable, y la conclusión le es justamente ruinosa. Si observamos en cambio Los padres de ella, el personaje de Robert DeNiro añade a aquella característica el ser, también, un ultra-conservador hijo de puta. El enfrentamiento con el novio de su hija, que incluye espionaje y otras lindezas, lleva finalmente a la reconciliación, y el descubrimiento tranquilizador de que en realidad el tipo es buena gente, tan solo un individuo que a veces va demasiado lejos, pero siempre por el amor desmedido que siente por su hija. En Despedida de soltero el padre también quiere lo mejor para su hija, pero eso no quita que sea un cabrón, y así se manifiesta en la película; aquí, la lección es clara: da igual que sea el padre de tu novia, si es una mierda trátale como tal, porque se lo merece. Pero entre las risas de los últimos 10, 15 años, nos llegan ideas bien distintas, que sobre todo buscan afirmar que las figuras del poder, si bien en ocasiones se extralimitan, no dejan de ser benévolas criaturas movidas por el amor a nosotros, que deberíamos limitarnos a regañarles pero sin olvidar la renovación de nuestros votos de fidelidad con ellos, pues al fin y al cabo estamos en deuda con sus acciones. Si suman a esto el pro-militarismo de casi todo el cine-espectáculo moderno (con Michael Bay y las películas Marvel a la cabeza) y su encantada defensa de la necesidad de héroes protectores y calladamente legisladores, la cuenta no es en absoluto tranquilizadora.
  Ahora bien, una vez dicho esto… ¿qué importa? ¿Algo así nos pone en riesgo? ¿De qué modo nos afecta? Eso es algo a lo que aún habrá que dar unas cuántas vueltas…