sábado, 22 de diciembre de 2018

Importancia de lo mínimo: "Duración" revisited


    No negaré que Facebook es un lugar siniestro, pero lo cierto es que desde mi incorporación tardía allá en 2013, si algo he visto claro es que mucho depende de qué amigos tenga uno, y que es un lugar donde se puede aprender bastante. Por ejemplo: gracias a Albert Alcoz, hace poco supe de la película Phi Phenomenon, realizada por Morgan Fisher en 1968. Llamémoslo rápidamente “film experimental” y resumamos en qué consiste con una captura:
    En efecto, Phi Phenomenon es un cortometraje de 11 minutos en 16mm, a lo largo de los cuales vemos de frente el reloj de la imagen.
    Un reloj en marcha, nada más. En 1968. Dos años más tarde, en España, Paulino Viota realiza una película llamada Duración, que también podemos resumir con una imagen:
    Duración también muestra un reloj en marcha, y nada más. Precisamente, supe de Phi Phenomenon respondiendo a una pesquisa de Albert Alcoz buscando películas que incluyeran relojes sin manecillas. Yo sugerí Duración y Alcoz me respondió señalando: “creo que es una copia un poco literal de Phi Phenomenon de Morgan Fisher, hecha justo dos años antes…”.
    Justo a inicios del presente año se publicó un artículo mío sobre Duración en la revista L´Atalante: “6 de febrero de 1970 (Duración, de Paulino Viota)”. Es un texto del que me siento bastante satisfecho e incluso orgulloso, pero la falta de referencias a una película tan parecida, y anterior, es imperdonable (bien cierto es que nadie me la ha hecho notar, pero ¿habrá leído alguien el artículo?). Lo que pretendo en lo que sigue es primeramente refutar no solo el carácter de copia de Duración sino su radical diferencia respecto del filme de Fisher, y a raíz de ahí aportar una breve nota sobre el análisis de filmes experimentales.

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    Bastan dos capturas para ver los parecidos entre Phi Phenomenon y Duración. No hay duda. Bastan dos capturas, no obstante, para ver una diferencia de importancia: el reloj de Fisher tiene dos manecillas y el de Viota solo una. Precisemos: la aguja que tiene el de Viota es precisamente la que le falta al de Fisher: la de los segundos. Esto ya comporta dos películas muy diferentes: la de Viota está en constante movimiento, concretamente un movimiento perceptible por cada segundo de metraje; la de Fisher en cambio tiene un movimiento prácticamente invisible, imperceptible: al terminar, la aguja de los minutos habrá avanzado once concretamente, pero su desplazamiento habrá sido apenas perceptible. Fisher pareciera proponer al espectador el reto de capturar un movimiento que sabemos que está teniendo lugar pero al que, por su lentitud, apenas podemos ver, capturar con nuestros ojos. Como señala P. Adams Sitney, “the title refers to the illusion of movement generated by the rapid substitution of proximate images–say, two lights on a marquee. It is central to all cinematic perception, but Fisher makes us sweat out eleven minutes vainly trying to catch the minute hand in motion” [el título refiere la ilusión generada por la rápida sustitución de imágenes próximas – por ejemplo, dos luces de una marquesina. Es un hecho central para toda percepción cinemática, pero Fisher nos hace sudar durante once minutos intentando en vano atrapar la aguja de los minutos en movimiento]. La relación de los títulos con el contenido de los filmes también tiene relevancia: el de Fisher parecería tener cierta cualidad irónica, mientras que el de Viota en su aparente carácter tautológico arroja una idea sobre el carácter material del concepto de duración frente al más abstracto del tiempo. Disculpen la autocita: 
“El tiempo es una categoría abstracta, la duración en cambio hace referencia a su dimensión más concreta, el hecho de que las cosas, la materia, la vida, las películas, duran. Decimos que el tiempo pasa, pero la duración queda, porque es: es el tiempo de los objetos, el tiempo encarnado, materializado. Un reloj nos da la hora, pero esto conlleva que está allí para que no percibamos el tiempo sino como puntos o marcas de un recorrido. Recordemos que Viota filma un reloj que no da hora, que solo sirve por tanto para decirnos que el tiempo pasa, que transcurre, eso que, por lo general, los relojes nos permiten olvidar, en favor de esos momentos puntuales que nos informan de la cercanía mayor o menor de los momentos del día que realmente nos importan, y nos ayudan a que el tiempo pase, sin que nos demos cuenta. La mutilación que está en la raíz de Duración, la de las agujas de las horas y los minutos, hace que el reloj sea por fin una máquina que se llena de tiempo, en la que se hace manifiesta la duración tanto del objeto como de la película como de nosotros, mientras lo miramos. La duración del objeto, de la película, del espectador, saltan a primer plano, primer paso en esa toma de conciencia buscada.” 
    Sin duda también Phi Phenomenon hará presente esa duración del tiempo del objeto y el espectador, detenido ante un reloj inmóvil que, sin embargo, avanza y da la hora. Su título no dirige hacia ese elemento sin embargo, no lo hace propio como sí Viota a través del suyo, cuyas otras (y mayores) implicaciones creo que la cita recoge suficientemente. 
    Phi Phenomenon y Duración ofrecen en suma experiencias distintas a sus espectadores, debido a que muestran el mismo tipo de objeto pero realizan sobre él sustracciones distintas que afectan tanto a la naturaleza del mismo como a su movimiento: una elimina el elemento que permite la percepción inmediata de este y por ello obtiene una película sin movimiento aparente (y sin embargo cierto), mientras Viota mantiene solo el elemento que Fisher retira, eliminando los restantes, y con ello alejando al reloj de su función habitual (inutilizándolo en cierto modo) y centrando la atención en un movimiento constante e impenitente.
    Sin embargo, estas diferencias no son las más relevantes. La descripción hecha de ambas películas era burlonamente breve, pero en el caso de la de Viota está incompleta, y ese es el gran fallo en las escasísimas referencias a la película que existen (al menos de las posteriores a la proyección, ya que las inmediatas sí lo tienen en cuenta), que hablan de Duración como si consistiese simplemente en la imagen de un reloj que gira en bucle mostrando el movimiento de un segundero en marcha, cuando la clave no es solo el bucle (otra diferencia respecto a Phi Phenomenon), sino dos hechos centrales: 1/ ese bucle solo se detendría cuando el último espectador saliera de la sala donde la película era proyectada, y 2/ nadie estaba informado de tal cosa.
    No quiero extenderme al respecto porque lo hago suficientemente en mi artículo, pero aquí nos encontramos la diferencia que aleja radicalmente no las imágenes, sino las experiencias que constituyen las dos películas, y en resultado su esencia propia. En un principio, ambas podrían ser consideradas muestras de cine estructural; sin embargo, el punto clave de mi análisis radica en mostrar que Duración podría ser considerado cine expandido, en un sentido figurado pero no tanto: su propuesta implica y de hecho incluye directamente sus efectos sobre la sala de proyección, estableciendo un proceso por el cual 1/ el público primero no sabe a qué va a asistir (solo se dijo que se iba a proyectar una película underground, sin más datos), 2/ el público ignora que el reloj nunca se detendrá, puesto que la imagen es un bucle de un minuto repetido sin fin, y 3/ también ignora que ese bucle no se detendrá hasta que la sala haya quedado completamente vacía, es decir, el público se haya retirado. Dicho de otro modo, al contrario que Fisher Viota no busca que nadie se quede sentado viendo la imagen, o mejor dicho, le es indiferente lo que nadie haga puesto que lo suyo es una suerte de máquina de provocación, en el sentido de que su objetivo es generar una reacción (si no la genera la película girará sin fin ad aeternum). Así, a mi juicio Duración no puede reducirse a la imagen de la pantalla, sino a la situación que crea, determinada por ese interesante planteamiento que hace que, llamándose como se llama, carezca de duración establecida, delimitada, y que tal además esté determinada por un público ignorante de su poder (de hecho, defiendo que la proyección fue tal éxito que al menos uno de los miembros de la proyección tomó conciencia de tal poder, arrancó los plomos del lugar y salió huyendo). Dado además el contexto, el resultado es poderosamente político, al implicar primero una toma de conciencia de la realidad técnica, material, de aquello que se ve (el film es un bucle sin fin, lo que implica que eso está destinado a durar vaya usted a saber cuánto), y después del poder de uno mismo en tanto audiencia, en tanto espectador que puede liberarse de tal cualidad tomando en sus manos el poder sobre eso que, en el fondo, es solo una imagen susceptible de ser ignorada o incluso detenida. 
    De este modo, aunque las dos películas compartieran el mismo contenido, este planteamiento las alejaría radicalmente. Duración es un filme casi performance, se expande mucho más allá del recuadro de su imagen; Phi Phenomenon es al contrario poderosamente centrípeto, el eje de su propuesta en el interior de una imagen a la vez móvil e inmóvil: un movimiento imperceptible. 

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    Ciertamente, pensar en copia al saber de una película como Phi Phenomenon hecha dos años antes que Duración puede parecer razonable, pero a mi juicio hay dos problemas: el primero, evidente, la imposibilidad de que Viota supiera de esa película, es más bien irrelevante: lo contrario no hubiera cambiado nada a mi juicio, y a mis reflexiones de arriba me remito; el segundo es el propiamente importante: que el análisis de este tipo de cine precisa un detalle máximo que no siempre se emprende como hace falta, sobre todo en España (por suerte, la cosa va cambiando: el respeto al cine experimental es, sin duda alguna, el gran acontecimiento, la mayor transformación vivida por la cultura cinematográfica española en lo que llevamos de siglo). Películas como las dos aquí tratadas implican una cantidad realmente pequeña, casi mínima, de decisiones, lo cual implica que cada una de estas debe ser analizada en detalle y atención a todas sus implicaciones y consecuencias. Echar un vistazo a la presencia de Duración en la historiografía del cine experimental hispano nos muestra por ejemplo una negativa absoluta a pensar la película más allá de sus parecidos con otras propuestas. Así, Bonet y Palacio por ejemplo saldaban la película de Viota, incluida junto a las de Pere Costa, Artero y otros en la estela del cine sitgista, con las siguientes palabras: 
“En definitiva, el minimalismo de sitgistas y adláteres queda como una aportación escasamente original (salvo el film de P. Costa, quizá), especialmente si tenemos en cuenta que experiencias tan similares que casi son idénticas, se habían llevado a cabo varios años antes: véanse, particularmente, las realizaciones del grupo internacional Fluxus.” 
    Demasiado a menudo pareciera que el método de análisis del cine experimental consistiera en considerar los parecidos con otras obras (extranjeras, of course) y colocar a mayor o menor altura la obra analizada dependiendo de la mayor o menor cantidad de obras parecidas a ella (si hay menos, la obra es más original, y por tanto mejor). Javier Aguirre ofrece el mejor ejemplo posible: las defensas que hace de su propio cine siempre se han basado en su originalidad e innovación, incurriendo así en un doble error: por un lado, rara vez tiene razón; por otro, el valor de sus obras, cuando lo hay, radica en otro sitio, que queda así inadvertido porque además, y he aquí otro problema, muchas, demasiadas veces, el análisis de las obras se limita a repetir la interpretación o explicación que el/la autor/a realiza de las mismas. 
    El texto de Bonet y Palacio realiza comparaciones superficiales en ningún momento considerando las diferencias, sustanciales, entre propuestas. Y no es algo inusual, pero sí tan equivocado como considerar, pongamos, que cualquier western es un plagio de La diligencia (y La diligencia un plagio de The great train robbery de Porter): todos comparten universo, y posiblemente tipos y hasta lenguaje fílmico. Phi Phenomenon y Duración comparten objeto y encuadre, pero la acción difiere y, en todo el resto, se alejan radicalmente.

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    La cita de P. Adams Sitney procede de su artículo “Medium shots. The films of Morgan Fisher”, p. 204, descargable aquí. La mía, de la página 198 del número 25 de L´Atalante, que se puede leer y descargar aquí. La de Bonet y Palacio es el pionero Práctica fílmica y vanguardia artística en España 1925-1981 (p. 36), también descargable aquí. Los primeros escritos sobre Duración fueron incluidos en Paulino Viota. El orden del laberinto, publicado en Shangrila (consultar aquí).
    Agradezco enormemente su ayuda a Albert Alcoz (web aquí) y Félix García de Villegas.

viernes, 30 de noviembre de 2018

Los límites de "El reino" (de la imaginación)


    Hace unos meses, escribí en este blog sobre Con uñas y dientes, filme de Paulino Viota, y entre otras cosas de su sorprendente final. En él, un líder obrero, escondido durante una problemática huelga, es asesinado no por los matones que le persiguen y de los que se oculta sino por un inesperado asesino a sueldo que, como en una sofisticada película de espionaje, irrumpe en la casa donde se esconde y le asesina fingiendo un suicidio. En ese caso este hecho, este inesperado recurso a una figura tan tipificada del género de espías y cierto thriller, permitía a Viota mostrar que en la lucha obrera los patronos llegarían no solo al linchamiento, no solo a la violación, sino también al asesinato, que no había nada a lo que los poderosos no estuvieran dispuestos a llegar en su lucha contra la clase obrera, que no había límites para ellos, y se lo permitía decir su propio momento presente, la situación de España en el año 1977. El contexto de enorme dureza y terrorismo permitía que el cine de género sirviese para mostrar de forma realista la situación sociopolítica: la realidad en cierto modo se había convertido en thriller, o el thriller en género realista (por supuesto, siempre y cuando fuera acompañado de la articulación política adecuada, tal era la postura de Viota).
    Recordé este final al ver El reino, otro ejemplo de película española muy pegada a la situación política de su presente y que trata de dar cuenta de ella abstrayendo los referentes explícitos en su narración (no se nombran partidos políticos, por ejemplo). En su tercio final, el protagonista se ve envuelto en un intento de asesinato contra su persona, culminación de un proceso en el que su vida se torna lenta e inexorablemente en thriller político. El reino mostraría la conversión de una normalidad, la de la política y la corrupción, en thriller. Empiezas comiendo langosta con los amiguetes del partido y acabas degollando al hombre que acaba de lanzarte fuera de la carretera para evitar que hagas públicos los documentos que desvelan una trama criminal que vertebra todo un país. La razón por cierto no se diferencia tampoco mucho de la detonante en Con uñas y dientes: la hybris de su protagonista. El Marcos del filme de Viota se autoerige en único líder posible, único en el secreto de la trama criminal del patrón y capaz contra toda razón de ganar la huelga, y el Manuel de El reino se niega a aceptar tanto que ha perdido el juego como el trato para salir airoso que le propone su partido.
    Otra similitud: los dos protagonistas son triunfadores… hasta el momento en que empieza la película. Marcos es un super-líder obrero que “se come a la gente” y Manuel un político en pleno ascenso a la cumbre. Pero la película muestra su incompetencia y mala suerte. En el caso de El reino, este hecho configura la película entera: su construcción se basa en diversos intentos del protagonista para conseguir lanzar su contraataque, que fallarán uno tras otro sin remisión. Aquí, Sorogoyen matiza su relación con el thriller de tramas y despachos: el carácter decidido (“dinámico”, se dice en los curriculums de ahora) de Manuel, su autoconfianza y chulería, la cámara pegada a su espalda y sus rápidos movimientos, nos hacen creer que se avecina la puesta en marcha de una elaborada trama que permitirá al protagonista salvarse, pero este impulso se rompe una y otra vez: nunca llega a iniciarse nada, y el protagonista fracasará cada una de las veces. Con inteligencia, y aunque sea un recurso a la moda, el intento más radical y arriesgado de todos es resuelto por Sorogoyen con un largo plano-secuencia que se carga lentamente de tensión y que aunque termine con el logro del objetivo evidencia en su desarrollo un fracaso ya insalvable: el antiguo aspirante a la presidencia que acaba amenazando a una chica con denunciar su farlopera fiesta nocturna e incurriendo en casi un allanamiento de morada, con caída por las escaleras incluida, ya nunca volverá a ser lo que fue. El posterior rostro descompuesto del único individuo que aún le era fiel ante las dimensiones de la trama que piensa denunciar, terminará de evidenciarlo, y allí irrumpirá el thriller: el hombre que desaparece, la escapada por la ventana, las luces que se apagan en la carretera, el choque, el degollamiento, los gritos de tensión.

    Supongo que esto hará que muchos se identifiquen con Manuel, el político protagonista del que la cámara apenas se despega. Que muchos digamos que se da tal identificación. Quizás es porque detesto la identificación y la manía y deseo de la gente por andar identificándose con quien sea en las películas, porque detesto la pobreza de tal mecanismo, porque no me suelo identificar con personajes de cine, pero creo más bien que la identificación es con el procedimiento, con esa trama, esa solución, que nunca consigue darse. Cuando un personaje da un susto a otro en una película de terror, no nos identificamos con el asustado, sino que reaccionamos visceralmente a un estímulo: simplemente, los dos nos asustamos. Igual sucede aquí: Manuel quiere poner en marcha algo, y nosotros queremos que la trama despegue, que haya trama, de hecho. La frustración de Manuel es la nuestra. Un clásico juego con las expectativas creadas por una costumbre cinematográfica, un hábito, una cultura.

    Pero sí, quizás Sorogoyen quiere que nos identifiquemos con Manuel, más allá de la identificación, mecánica e inevitable, entre los puntos de vista materiales (nuestra mirada se une a la de Manuel desde el plano 1, pero coincido con Bordwell en que hace falta bastante más para afirmar que con ello público y personaje se unifican, se identifican). Tampoco habría nada malo en ello. La crítica materialista de los 60-70 afirmaba que la identificación con ciertos personajes nos lleva a introyectar valores ajenos (a nuestros intereses de clase), pero disiento de esta idea, al menos en su carácter tajante: también nos permite entender, comprender y con ello conocer otros mundos y razones ajenas (es un gran valor del cine de Ford, por ejemplo). Pero desde luego, sí creo que en su articulación de esta relación con su protagonista, El reino es mucho más inofensiva, impotente y carente de imaginación que Con uñas y dientes, por mucho que creo tiene su valor el retrato de las entretelas políticas en una situación como la planteada (lo que hará que la película tenga más interés retrospectivo en 10 años que ahora), pero convendremos que en el fondo poco permite El reino aprender sobre política, y ello porque, al contrario aquí que Con uñas y dientes, para Sorogoyen lo que importa es su personaje y nada más que su personaje. Si Con uñas y dientes nos permitía entender tanto el funcionamiento y conflictos de una huelga obrera como lo respectivo de una estafa empresarial, al tiempo que nos retrataba a un personaje cuyas contradicciones y errores poseían relevancia como comentario político sobre los problemas del liderazgo en los movimiento sociales, El reino no nos permite ni conocer ni entender en qué consisten y cómo funcionan ni la corrupción ni la política, y no va mucho más allá de una tópica designación del egoísmo como característica central de la primera. A Sorogoyen, como a la periodista que cierra el filme, no le interesa la corrupción sino el corrupto, claro que no le llegamos a conocer propiamente ejerciendo como lo segundo, más bien el retrato es el de un incapaz, muy echado palante pero claramente superado por las circunstancias, es decir, por los corruptos mayores. La corrupción sigue siendo eso que viene dado de principio y que es incognoscible.  

    Así pues, ¿qué interés tiene lo que importa a Sorogoyen? Este parece querer enunciarlo en su conclusión, audaz en principio por su planteamiento, al consistir en una entrevista en directo por televisión cuyas imágenes y planificación se convierten en las de la propia película, lo que implica que, para su conclusión, Sorogoyen decide reducir su capacidad operativa al mínimo (hasta el plano final). La escena cuestiona profundamente a la periodista: primero por sus acciones (o las acciones que no hace, mejor dicho), después por las palabras del político, que desvelan su corrupción específica. Al final parece que su conciencia despierta por un momento y lanza una reflexión/pregunta, mirando directamente a cámara. Y entonces aparece también lo que podríamos llamar su estupidez específica, porque lo que dice son estas dos cosas: 1/ es necesario analizar lo que sucede (y claro, quién dice que no) y 2/ ¿era usted consciente de lo que hacía? La periodista (y diríamos que Sorogoyen) quiere entender por qué alguien es corrupto, o cómo es que llega a serlo, o qué tiene en la cabeza mientras lo es: ¿es consciente de que lo que hace está mal, es criminal, etc.?
    Mi respuesta a una periodista que en una situación así reacciona con eso, sería clara: partirle la cara y decirle “¿qué mierdas importa eso?”. Su estulticia e infamia me parecen evidentes. No así las intenciones de Sorogoyen, porque durante toda la secuencia ha introducido un elemento importante, el sonido del pinganillo de la periodista, que servía para que identificáramos su trampa, pero que en su arranque final se quita de la oreja. El acto nos dice que la periodista se libera de los jefes con ese acto, pero nos dice también algo más interesante, ya que llegamos a escuchar al realizador felicitándola por ese giro que consigue callar al político peligrosamente crecido, y con ello nos da a saber que a los jefes les encanta el contenido de ese arranque.

    Todo, menos esa voz, nos dice que a Sorogoyen le parece estupendo lo que dice la periodista. De hecho, es aquí que Sorogoyen deja de identificar su puesta en escena con la de la realización televisiva, y encuadra a la periodista de frente, y la hace mirar a cámara. Mirar a cámara es un procedimiento muy aparente pero complicado, porque ¿a quién mira? ¿A su entrevistado? ¿A nosotros? ¿A todos a la vez? ¿Nos pide Sorogoyen que reconozcamos nuestra propia corrupción? Todo esto, de muy mediocre puntería política, es coherente con el resto de la película. Así pues, todo me mueve a condenar (políticamente) a Sorogoyen, pero esa voz del pinganillo me lo impide, precisamente porque permite reconocer que nada de lo que él ha puesto en escena tiene relevancia política, y carece de sustancia en lo que a corrupción se refiere, puesto que la pregunta por la psicología del corrupto, del capitalista, del político, etc., siempre ha sido el mejor modo de cerrarse a comprender los mecanismos que lo determinan: no preguntarse por la corrupción, en suma. De hecho, aquí la periodista podría empezar a revelar una trama de corrupción espectacular y preguntar a su entrevistado por ella, analizar (como ella dice que hay que hacer) su articulación, su funcionamiento… pero prefiere preguntarse por la irrelevante conciencia del tipo. Ahora bien, ¿no es esto lo mismo que hace Sorogoyen en toda la película?

    Así, esta confusa entrada de este confuso blog solo quiere mostrar un digamos estado de tablas político entre Sorogoyen y este analista que trata de no ponerse sintomático y de no lanzarse a condenar (aparte que con la edad trato de ser lo menos condenatorio posible, algo que no resulta fácil con el equipamiento de genes santanderinos que tengo), una película que al fin y al cabo, no es un partido político ni un movimiento social. En los tiempos de Con uñas y dientes, los críticos de Contracampo habrían hecho trizas a El reino tal como en su número 2, donde se trataba el filme de Viota, se hacía con 7 días de enero de Bardem. La ausencia de la clase obrera, la búsqueda de una autoindulgencia fácil en las butacas gracias a llenar la pantalla de fascistas (aquí corruptos), etc., se encuentra también en El reino y se agrava con la naturalización de la corrupción y ese carácter incognoscible que con tan buen tino cuestionó Tom Andersen en Los Angeles plays itself y nos hace ver como abstracto y trascendente lo que es concreto, localizable, inmanente y corregible (y Andersen da buenos ejemplos de ello, porque este hombre está en todo). Pero también es verdad que Sorogoyen, con un gracioso planteamiento narrativo, emprende un retrato de interiores políticos hispanos, y con ello afronta (como también hizo Viota) un verosímil fílmico muy poco habitual y muy por hacer en nuestro cine. Igualmente, quién sabe qué puede ser político dentro de 10 o 20 años. Los mismos autores de Contracampo veían un interés en los filmes de Drove con Dibildos años después de la condena que habían lanzado contra ellas desde el colectivo Marta Hernández, y yo desde luego se lo encuentro a Los nuevos españoles, que tanto hicieron trizas (si bien en otro aspecto que el que a mi me interesa, de modo que diría que ambos tenemos razón). Ese retrato, atractivo e interesante pero tan limitado e impotente ahora, fácilmente crecerá en interés con los años, cuando la dimensión memorística va acrecentando el valor significante, simbólico etc., de los filmes.

    ¿Qué puedo sacar de terminante, pues, de cierto, el intento de analizar y pensar El reino? En el fondo, una tristeza: la de ver la corrupción retratada como un eterno invariable que nos permite consolarnos en nuestra impotencia o inactividad política (es difícil indignarse y luchar contra lo que parece inamovible y perenne, como la muerte, aunque casos hay, casos hay), aunque ciertamente esto no deja de retratar algo muy propio del sentir español al respecto; la de ver otro guión que se queda donde siempre, el retrato psicológico de un imbécil, en vez de afrontar lo que rara vez se ve, el retrato de una trama corrupta (y es que hay muchas películas sobre eso, pero muy pocas donde uno pueda entender su naturaleza y mecanismo); la de ver otra película que aparenta hablar de política o mostrar el mundo político, cuando en realidad se limita a hacer cine más o menos de género (digamos criminal) ambientado en ese universo (y pese a todos los elogios proferidos, algo parecido le pasó a Viota). Límites de la imaginación, que quizá lo sean también de imaginación política. Algo que nos hace bastante falta últimamente, aunque Sorogoyen no tiene la culpa. Tampoco nos pasemos.   

domingo, 7 de octubre de 2018

Listas, listas, listas...


    Hace unos meses, en Facebook, José Luis Torrelavega me nominó a participar en una de esas habituales cadenas dedicada en este caso a exponer mis 10 películas favoritas, o consideradas mejores de la historia, o algo así. Como Facebook es la única cárcel del mundo donde los prisioneros están fuera de las rejas, y como me da mucha pena ver tantos blogs abandonados por la entrega de sus autores/as a escribir en un medio que solo permite la lectura a sus afiliados, comparto aquí, con las pertinentes correcciones, lo que salió de allí.
    Quien me conoce sabe que soy malo para las listas, así que en principio debiera haber evitado aceptar el envite de José Luis, pero por lo que fuera decidí meterme en ello. Siempre que he intentado hacer una lista de “las 10 mejores películas de la historia” he fracasado en el intento y la tensión me ha dejado, además, exhausto. Por ello, en este caso me relajé y para conseguir 10 títulos sin demasiados remordimientos, decidí combinar criterios distintos: películas capitales en mi vida (criterio autobiográfico), capitales sin más (criterio estético/histórico) y simplemente muy, muy queridas (criterio amatorio). No había que hacer comentarios pero por supuesto yo me compliqué la cosa lanzándome a ellos. Como se verá, empiezo suave pero luego me caliento (y luego me arrepiento de haberme calentado). El resultado fue el que sigue:

1: Phantom of the Paradise, Brian de Palma, 1974. Durante media adolescencia fue mi película favorita, y a día de hoy me sigue pareciendo la mejor de su director. También la considero la mejor rock opera ever, ya sea en película o en disco, es decir que también hay aquí otro tipo que tocó el cielo: Paul Williams. Bueno, y mis adorados William Finley y Jessica Harper... Me callo mejor...

2: 2001. Odisea del espacio, Stanley Kubrick, 1968. Diría que el mejor Kubrick es Dr. Strangelove, pero ahí al lado anda 2001, que escojo aquí tanto por mi gusto por la ciencia-ficción como por las películas lentas y largas como por el hecho de que verla (en algún momento entre los 11 y los 13 años) marcó un antes y un después en mi vida, por razones que serían muy largas y lastimosas de exponer aquí…

3: El bueno, el feo y el malo, Sergio Leone, 1966. Entre esta y Once upon a time in the west me es imposible elegir, ambas son centrales en mi infancia más remota, son las primeras películas de las que tengo recuerdo, y las revisiones posteriores nunca me han decepcionado. Si elijo esta es porque tengo recuerdos de ella que se remontan a los 3-4 años, y la imagen de Eli Wallach atravesando un cristal en su presentación se me quedó tan grabada que yo creo que fue aquel un personaje que en algo debió influir en mi desarrollo o involución posterior. Después, los espagueti western en vídeo y los westerns clásicos en la televisión fueron capitales, y así hasta hoy. Una buena formación, no lo duden. 

4: Fort Apache, John Ford, 1948. Siento ser tópico aquí, pero en una lista de 10 películas grandes no puede faltar John Ford. Escoger una es complicado, por supuesto. El orgullo me pide ser original, pero esta es la película que me viene a la cabeza constantemente y no vamos a luchar contra esos impulsos a estas alturas. Fort Apache muestra a Ford en absoluta plenitud y con toda su retorcida complejidad. Como pongo esta podría poner My darling Clementine, Dos cabalgan juntos, Gideon´s day, Tobacco road, Rio Grande, The long gray line o The wings of eagles, pero siempre he tenido la impresión de que esta película resume a Ford entero, su talento como cineasta, como cronista de la historia de su país, como amante del detalle y el secreto.

5: Madregilda, Francisco Regueiro, 1993. Igualmente, en una lista de 10 películas grandes tampoco puede faltar una película española. ¿Por qué? Porque, si no ponemos nosotros una, nadie lo hará. En mi prólogo al libro Paulino Viota. El orden del laberinto, expreso cómo hacer historia, crítica o teoría cinematográfica en castellano es hacerlo en el silencio, porque los centros culturales son anglosajones y franceses, y nada fuera de allá será considerado a no ser que pertenezca a centros de poder económicos (Alemania, Japón, China) o le toque momento de fama motivado generalmente por simple turno. Nada de lo que digamos importa en los cálculos generales de nuestras materias. Hablamos solo para nosotros.
    Así pues, Madregilda. ¿Por qué? No la considero ni la mejor película hecha en España ni la mejor de Regueiro (ahí hay varias para elegir: Padre nuestro, Duerme, duerme mi amor… es triste que la más famosa sea la única mala, Carta de amor de un asesino), pero a este sí le tengo por el más importante cineasta español, por su puro arte en la puesta en escena (sus elipsis, sus sinécdoques, su arte para no imponer las metáforas sino configurar un mundo completo estructurado mediante ellas) pero, también, porque ha sido el único en trabajar a fondo la idea de que, en este país, todos somos hijos de Franco, en diagnosticar ese pecado original que una dictadura instaura siempre en un país, o cuando menos en el nuestro. Es el cineasta que mejor ha sabido dirigir su luz hacia nuestra noche ("nuestra música", por recordar el memorable dictum de Godard en el filme del mismo nombre), nuestra oscuridad, sin la cual una aproximación crítica es siempre (y así lo demuestran las obras de Picazo, Saura, Camus y tantos otros) autoindulgente, e incompleta en último término.
     Es una pena que Madregilda fuese su última película, pero realmente es un justo y coherente punto final: dirigirse al protagonista larvado de toda su obra, el Origen con mayúsculas de todo su mundo, un mundo de padres terribles, criminales pero también cobardes, emperadores caídos incluso en el momento de su triunfo, que es aquí también el de la cinefilia, sempiternamente obsesionada por el lugar paterno (baste leer a Daney, exponiendo el subconsciente de toda una tradición cinéfila en la primera parte de Perseverancia, o a Erice en cualquier lugar), y dirigirse al fin hacia una mujer, esa Gilda que ganó la Guerra Civil y que al son nada menos que de "Suspiros de España” (Regueiro es malo para la música, pero usando este pasodoble toca siempre el cielo) emerge de entre los muertos para hacer que los hijos se vuelvan contra sus padres. Nada, por supuesto, cambiará: la pugna entre madres, padres e hijos es una perdida desde el principio, por emponzoñamiento esencial de los términos. Regueiro es el gran poeta del infierno español, y quizás el único capaz de mirarlo a los ojos hasta el final.

6: Memories within Miss Aggie, Gerard Damiano, 1974. Por idénticas razones, en una lista como esta tampoco puede faltar una película pornográfica. Hace años a muchos se les llenaba la boca tildando de "cine invisible" a películas que no se estrenaban en salas comerciales pero recorrían festivales del mundo entero, eran reseñadas por todas las revistas de prestigio y hasta ganaban Palmas de Oro en Cannes. No hay cine que merezca más el título que el pornográfico, ese que nadie ve (al menos, entero) pero del que todos hablan (y hablan, por supuesto, estupideces, casi sin excepción). Me tentaba escoger Face dance de Stagliano,  ejemplo de película que cambia el mundo sin que nadie la conozca, pero nada iguala ni el amor que le tengo a Damiano ni, sobre todo, la grandeza de la más terrible de todas sus películas y el mejor filme pornográfico que he visto. Damiano hizo las clásicas películas porno felices, pero también supo ahondar en los horrores de la soledad y el sexo como yo diría que nadie ha hecho, extraer los afectos propios del contacto entre dos cuerpos, pero también de su separación, o de un cuerpo solo que anhela otro. Hizo películas terroríficas como esta, que pude ver en pantalla grande hace muchos años, una experiencia escalofriante e inolvidable, obra suprema de un cineasta imprescindible sin el cual toda historia del cine está incompleta.

7: El dinero, Robert Bresson, 1983. El descubrimiento de Bresson, en 2002 en la casi recién estrenada nueva sala de la Filmoteca de Santander (y al mismo tiempo, por cierto, que realizaba mis primeros cortometrajes), es una de esas cosas que marcan la vida de cualquiera, porque, y creo que no me equivoco en esto, pocos cineastas marcan como este. Bresson es casi una enfermedad de la que uno no sale igual que estaba, al menos yo no lo hice. De todas las suyas considero esta la mejor, culminación de esa etapa en la que introduce el color y sobre todo logra eliminar la música de su cine y, con ello, a Dios y todo sentimiento de trascendencia, que siempre afeó un poquito lo anterior, aunque aviso para que no nos confundamos que otra que podría ir aquí tranquilamente es El proceso de Juana de Arco, una de esas películas a las que rezar antes de acostarse. El dinero es uno de los filmes más terribles y crueles jamás filmados, me parece simplemente perfecto y tristemente supone el final de una manera de entender la puesta en escena que, aunque tenga sus herederos (mi favorito: Kaurismäki), es una voz que nunca más se dejará sentir, y eso a veces me da mucha pena. No tener a Bresson cantándonos las cuarenta, en tanto personas y en tanto cineastas, es triste. Aunque verdad que el tipo era tan gruñón y tan preciso que todo lo que dijo desde su primera película se escucha todavía hoy, alto y claro. Viva Bresson. 

8: Tres vidas y una sola muerte, Raúl Ruiz, 1995. También en la Filmoteca de Santander, cuando estaba en la sala Pereda del Palacio de Festivales eso sí, descubrí a Raúl Ruiz, con esta película que cambió no pocas cosas en su carrera, y que sigue siendo la que más quiero, aunque quizá, como obra cumbre, escogería Cofralandes, Días de campo, Mémoire des apparences, Diálogo de exiliados… en fin, no faltan. Lloré casi cuando murió Ruiz, y realmente me duele que no esté. No puedo decir mucho: no hay cineasta más difícil que él y esta es una película única en mi vida, en tanto me parece genial pero, después de verla no sé cuántas decenas de veces, estoy seguro de no haber alcanzado su centro, su sentido, posiblemente porque tiene muchos, aparentemente hilvanados por un eje engañoso que en el fondo no ayuda a resolver mucho. Quiero con ello decir que podemos quedarnos con esa "sola muerte" del/los protagonista/s, pero con ello no resolveremos mil problemas que plantea el filme, tanto de lo que muestra como del modo singularísimo en que lo hace. Ningún cineasta evita el cierre como Ruiz, ninguno renovó la narración (ese arte invisible) como él, ninguno es tan emocionante, tan divertido, tan sugerente. Creo que no somos todavía conscientes de lo gigante que es Ruiz. El intento de reducirlo vendrá mediante el de convertirlo a él en personaje y a sus ensayos en eje de lectura de los filmes, pero esa reducción fracasará cada vez que se enfrente a estos de manera exhaustiva, la misión clave en este momento.
    En fin: veo esta película casi todos los años desde que se estrenó, y aún me maravilla, me sorprende, me fascina, me emociona, me intriga, me obsesiona. No me pasa con muchas.

9: Oki´s movie, Hong Sang-soo, 2010. No me es tan difícil escoger una película de Hong Sang-soo porque me encantan sus estructuras y hay sobre todo dos que son para enmarcarlas: esta y Nobody´s daughter Haewon. Oki´s movie llega a tal nivel de abstracción que quintaesencia este cine donde todo puede transformarse y ser impugnado por el rincón más inesperado, y donde acaba prevaleciendo un clima de vulnerabilidad, de necesidad de verdad en las palabras y los cuerpos, de miedo y miseria, y un gusto por el detalle, la delicadeza y el lirismo que me hace pensar en Ford y que se diría esconde en los planos generales más apasionantes del cine actual, con unos actores y actrices que a veces cuesta creerse de lo sobrenaturalmente buenos que son (mis favoritos, además, están todos aquí).

10. Dog Star Man, Stan Brakhage, 1961-1964. De todas las aquí listadas, si hay una que mereciera ser tildada de MEJOR PELÍCULA DE LA HISTORIA DEL CINE, es esta. Primero, porque es la única que solo se puede ver en cine. La he visto varias veces pero solo una de verdad, en la sala 2 del cine Doré, hace ya demasiado tiempo. El resto, en televisiones y pantallas de ordenador, acabaron con toda evidencia como repasos informativos, recordatorios de cómo esta o aquella imagen se sentían en una pantalla grande, con la luz filtrada a través de ese celuloide trabajado de todas las maneras concebibles. Así que poco puedo decir, y además no tengo tiempo, había que acabar esta lista y se me escapa el autobús. Eso sí, añadiré 10 más, porque esto no se puede quedar así. Ya veremos.

    En efecto, como era previsible, la tensión que me generó escoger 10 películas entre todas las que admiro, amo o considero geniales, me obligó a añadir 10 títulos más, aunque el juego (y la tensión) acabó matándome (y aburriéndome) y solo llegué a añadir 8. En esta ocasión el criterio debía ser el de escoger películas que de verdad pudieran ser consideradas, sin ambages, obras maestras absolutas y, si poseían además una importancia histórica decisiva, mejor que mejor. Salió lo que sigue:

11: Henry Geldzahler, Andy Warhol, 1964. Warhol fue un cineasta gigantesco y único y esta, cuando la vi en pantalla grande en La Casa Encendida, me pareció la cumbre: más de 90 minutos del hombre que da título a la película, sentado en el sofá de la Factory, posando ante la cámara. Como siempre en el Warhol mudo, a 16fps. Contra la descripción que hacía Callie Angel (no he leído la de Pagán), la película no muestra una medida postura que se deshace bajo el peso del largo tiempo de rodaje, sino una que se deshace y recompone constantemente, gracias al talento juguetón de Geldzahler, que en efecto pierde la postura y el aplomo con el tiempo, pero de repente reconvierte con gracia en nuevas y estilosas poses las casuales posiciones en que acaba, mediante un leve gesto o, muy a menudo, una mirada a cámara. Gran arte asimismo en el manejo del puro, el mejor yo diría que se haya fumado nunca ante una pantalla. De cuando en cuando algún/a cineasta redescubre el tiempo. De todos ellos, Warhol fue el más grande y, yo diría, el más trascendental. 

12: Je tu il elle, Chantal Akerman, 1974. Akerman lo dio todo aquí e hizo una película perfecta, modélica en su articulación de las relaciones entre un cuerpo y un pequeño espacio, de dos cuerpos en una mesa de restaurante (me tienta decir que el plano en que la chica y el camionero beben cerveza a velocidades radicalmente diferentes es el mejor de la película), en mostrar la curiosidad de un mundo por otro (Akerman filmándose mirar al hombre mientras se afeita, o mientras conduce y hace sus confesiones), en mostrar el reencuentro de dos amantes, los distintos momentos de una relación sexual, en crear un personaje del que no nos separamos y que nunca conseguimos conocer (pero que me cae enormemente simpático). Es una película que siempre me hace sentir asomarme a algo muy distinto, pese a que sea tan reconocible en tantos momentos. Me falta por ver casi todo de Akerman, pero solo por esta y News from home merece sitio en el panteón.

13: Octubre, S. M. Eisenstein, 1928. Falta mucho cine mudo en mi lista. Como mínimo faltan Keaton, Chaplin, Lubitsch, Murnau, Lang, Richter… Pero qué le vamos a hacer. De Keaton y Chaplin soy incapaz de escoger una. De Eisenstein me resulta fácil: El acorazado Potemkin y Octubre abrieron caminos muy difíciles de seguir y su perfección y dificultad dejan mudos. Prefiero Octubre porque aquí la invención es más radical y es una película que sigue retando a mucho cine-ensayo y filme político posterior. Si se busca unión entre cine y pensamiento no me parece que haya que rebuscar mucho, pero esta se hallará entre los casos más logrados.
    Eisenstein, también, fue el mejor pensador que tuvo el cine. Que no se hayan editado todos sus escritos y que los que haya en castellano no sean, salvo en un solo e inencontrable caso, traducciones del ruso, es una pura vergüenza. No tiene nada que ver con el tema, pero si facebook no sirve para quejarse ante nadie, ¿para qué si no?

14: Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958. Otra clásica. Ahora que se supone que es la mejor película de la historia del cine, a algunos nos empezará a dar lata hablar de Vertigo, tal como hay quien te dice que Ciudadano Kane no es tan buena, pero esta es una de las películas de mi vida desde el día 1, y además tuve la suerte de que en los 90 en Santander pude verla tropecientas mil veces en pantalla de cine. A mi Hitchcock no siempre me gusta, pero en esta dio de pleno. Su primera mitad está detrás de buena parte de la obsesión por los paseos urbanos del cine posterior y su misterio, su amor mórbido, el aura fantástica, son poderosísimos. Su giro argumental, además, le hace alcanzar la grandeza, al ampliar la historia no solo a la fascinación del hombre torturado sino al sufrimiento de esa mujer que, criminal y enamorada, se ve metida en una de las historias de amor más retorcidas jamás contadas. James Stewart, quizás mi actor favorito del mundo mundial, también alcanzó aquí su cumbre, otro punto a favor.

15. Alemania, año cero, Roberto Rossellini, 1948. Esta es otra de esas películas que se ven con la sensación de que lo empiezan todo, de que algo nuevo se abre en ella. Un nuevo cine del espacio, del cuerpo, de la relación entre ambos, y de ambos con la historia (y más concretamente, yo diría con la guerra: Rossellini encontró un modo de pensar la guerra acudiendo a las heridas abiertas dejadas a su paso). Si creyera en la existencia del cine moderno, yo diría que empieza aquí, pero no: es el cine de siempre, pegando un estirón.

16: Shoah, Claude Lanzmann, 1985. Hablando de cine del espacio, o cine del lugar, Shoah ocupa una posición clave y es desde su estreno un "game changer", como se dice ahora, de los que realmente transforman todo a su paso. En este sentido, el tema no importa tanto como la estrategia que encontró Lanzmann para aunar presencia, ausencia, memoria, investigación, imagen, testimonio, y sortear ese fetichismo tanto de este último como del lugar, que haría estragos desde entonces. Pero no me parece que podamos culpar a Lanzmann de eso, y al respecto me remito a la magnífica entrevista que concedió a Cahiers du Cinéma con motivo del estreno. Uno de los mejores documentales jamás filmados, sin más. De los que se hacen pajas con las memorias del holocausto podemos hablar otro día.

17: Plácido, Luis García Berlanga, 1961. Reitero lo dicho sobre el cine español en la parte primera de la lista (he tenido que mirar para recordar cuál puse, ¡esto no es serio!). Primero, para mí Berlanga es el mejor cineasta español junto con Regueiro. Punto. (A partir de aquí ya no sé quién seguiría, pero estos dos son claros). Aunque siempre se cita El verdugo, detesto tanto el célebre picado de la ejecución, que queda automáticamente eliminada (antes pondría otras como Novio a la vista o La escopeta nacional), pero aunque tampoco me agrada mucho el picado final con villancico, Plácido me parece su obra maestra, y aunque ya Ferreri estaba destacando en ello (véase El cochecito), el manejo de grandes grupos de gente en desplazamiento con múltiples líneas de diálogo y un considerable caos sonoro alcanza aquí una cumbre mundial. En todo caso es este un arte que parece propio de países latinos. Lo que también me hace pensar en que faltan aquí comedias italianas. Lanzo pues un accésit a la última de ellas que me maravilló: ¿qué impide decir que E´ primavera, de Renato Castellani, es una obra maestra del cine, y que solo prejuicios surgidos por el imperialismo cultural (que no es solo norteamericano, sino francés, nunca lo olvidemos) nos hacen sentir exagerado el ponerla por encima de comedias de Hawks, Wilder, Sturges e tanti e altri?

18: Histoire(s) du cinema, Jean-Luc Godard, 1988-1998. Es obvio lo difícil que resulta escoger un Godard, pero diría que este es como el resumen de todos, y su obra tal vez más esencial y depurada, más entregada a ese arte del contacto y la transmutación que tan bien nos supo hacer ver Paulino Viota en un inolvidable curso en que nos limitamos (¡y cuánta falta hace limitarse a eso!) a mirar cada capítulo, describirlo, esclarecer las referencias y pensar su sentido inmediato, con el vuelo justo para que nos diera tiempo a terminar la serie entera. Bien mirado, mis películas 19 y 20 debieran ser este curso y el otro que Paulino dedicó a Rio Grande de Ford. Así también puedo dar por finalizado este juego absurdo que me tiene ya chato. Salud.

    Hasta aquí llegué. Me quedaron dos películas por incluir, que iban a ser Playtime de Tati y Gertrud de Dreyer. Pero ya estaba harto y en el fondo dudaba si incluirlas. Juntando y corrigiendo todo, me doy cuenta de que me olvidé de una imprescindible en todos mis intentos de lista, la gran Objetivo 40° de Javier Aguirre, sobre la que ya escribí hace tiempo en este blog. Pero también de otra que se me hace criminal no nombrar, así que no me quedo sin incluirla:
19: Angel, Ernst Lubitsch, 1937. Cumbre absoluta de Lubitsch para quien esto escribe, Angel es un modelo de depuración, concreción y abstracción. Sus fueracampos, sus elipsis, sus divisiones espaciales, miradas y gestos… Es su película más estilizada, y una de esas que te hacen sentir el cómo atravesar una puerta determinada puede cambiar una vida entera. Es también un canto al amor hecho por una persona inteligente. Nada de todo esto es habitual.  Y encima, si uno mira bien, se da cuenta de que Marlene Dietrich es responsable indirecta del estallido de la Segunda Guerra Mundial. ¿Quién da más?

    En secreto, pensando estas listas, pensaba una definitiva. Las 10 de verdad. Y esta vez conseguí hacer una. 10 obras maestras absolutas:

Memories within Miss Aggie, Gerard Damiano, 1974.
Fort Apache, John Ford, 1948
El dinero, Robert Bresson, 1983
Dog Star Man, Stan Brakhage, 1961-1964
Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958
Je tu il elle, Chantal Akerman, 1974
Octubre, S. M. Eisenstein, 1928
Plácido, Luis García Berlanga, 1961
Henry Geldzahler, Andy Warhol, 1964
Angel, Ernst Lubitsch, 1937

    ¿Las 10 mejores películas de la historia del cine? Difícilmente. Hay 3 casos de discriminación positiva: considero obligatorio incluir, en toda lista de películas, una española (dado que soy español; si eres filipino, debieras incluir una filipina, etc.), una de una mujer y una pornográfica. Las tres que incluyo son obras maestras, pero sin este criterio no estoy seguro de que estuviesen aquí. Igualmente, no me creo una lista sin Eric Rohmer, sin Chaplin, sin Ozu, sin Cofralandes… La importancia histórica de Octubre me hace dudar si me parece tan grande por sus propios méritos (sobre los que no albergo la menor duda), y El dinero de pronto me parece una presencia demasiado extraña, aunque para mi es la cumbre del que quizás sea el mejor cineasta de todos los tiempos. Me da vergüenza que apenas haya cine anterior a los 40 y que todas las películas sean europeas o americanas. Me da vergüenza, en el fondo, no saber tanto de cine como creo. Hacer listas es un puto infierno.