Hace unos meses, escribí
en este blog sobre Con uñas y dientes,
filme de Paulino Viota, y entre otras cosas de su sorprendente final. En él, un
líder obrero, escondido durante una problemática huelga, es asesinado no por
los matones que le persiguen y de los que se oculta sino por un inesperado
asesino a sueldo que, como en una sofisticada película de espionaje, irrumpe en
la casa donde se esconde y le asesina fingiendo un suicidio. En ese caso este
hecho, este inesperado recurso a una figura tan tipificada del género de espías
y cierto thriller, permitía a Viota mostrar que en la lucha obrera los patronos
llegarían no solo al linchamiento, no solo a la violación, sino también al
asesinato, que no había nada a lo que los poderosos no estuvieran dispuestos a
llegar en su lucha contra la clase obrera, que no había límites para ellos, y
se lo permitía decir su propio momento presente, la situación de España en el
año 1977. El contexto de enorme dureza y terrorismo permitía que el cine de
género sirviese para mostrar de forma realista la situación sociopolítica: la
realidad en cierto modo se había convertido en thriller, o el thriller en
género realista (por supuesto, siempre y cuando fuera acompañado de la articulación
política adecuada, tal era la postura de Viota).
Recordé este final al ver El reino, otro ejemplo de película
española muy pegada a la situación política de su presente y que trata de dar
cuenta de ella abstrayendo los referentes explícitos en su narración (no se
nombran partidos políticos, por ejemplo). En su tercio final, el protagonista
se ve envuelto en un intento de asesinato contra su persona, culminación de un
proceso en el que su vida se torna lenta e inexorablemente en thriller político.
El reino mostraría la conversión de
una normalidad, la de la política y la corrupción, en thriller. Empiezas
comiendo langosta con los amiguetes del partido y acabas degollando al hombre
que acaba de lanzarte fuera de la carretera para evitar que hagas públicos los
documentos que desvelan una trama criminal que vertebra todo un país. La razón por
cierto no se diferencia tampoco mucho de la detonante en Con uñas y dientes: la hybris
de su protagonista. El Marcos del filme de Viota se autoerige en único líder
posible, único en el secreto de la trama criminal del patrón y capaz contra
toda razón de ganar la huelga, y el Manuel de El reino se niega a aceptar tanto que ha perdido el juego como el
trato para salir airoso que le propone su partido.
Otra similitud: los dos
protagonistas son triunfadores… hasta el momento en que empieza la película.
Marcos es un super-líder obrero que “se come a la gente” y Manuel un político en
pleno ascenso a la cumbre. Pero la película muestra su incompetencia y mala
suerte. En el caso de El reino, este
hecho configura la película entera: su construcción se basa en diversos
intentos del protagonista para conseguir lanzar su contraataque, que fallarán
uno tras otro sin remisión. Aquí, Sorogoyen matiza su relación con el thriller de
tramas y despachos: el carácter decidido (“dinámico”, se dice en los
curriculums de ahora) de Manuel, su autoconfianza y chulería, la cámara pegada
a su espalda y sus rápidos movimientos, nos hacen creer que se avecina la
puesta en marcha de una elaborada trama que permitirá al protagonista salvarse,
pero este impulso se rompe una y otra vez: nunca llega a iniciarse nada, y el
protagonista fracasará cada una de las veces. Con inteligencia, y aunque sea un
recurso a la moda, el intento más radical y arriesgado de todos es resuelto por
Sorogoyen con un largo plano-secuencia que se carga lentamente de tensión y que
aunque termine con el logro del objetivo evidencia en su desarrollo un fracaso
ya insalvable: el antiguo aspirante a la presidencia que acaba amenazando a una
chica con denunciar su farlopera fiesta nocturna e incurriendo en casi un
allanamiento de morada, con caída por las escaleras incluida, ya nunca volverá
a ser lo que fue. El posterior rostro descompuesto del único individuo que aún
le era fiel ante las dimensiones de la trama que piensa denunciar, terminará de
evidenciarlo, y allí irrumpirá el thriller: el hombre que desaparece, la
escapada por la ventana, las luces que se apagan en la carretera, el choque, el
degollamiento, los gritos de tensión.
Supongo que esto hará que muchos
se identifiquen con Manuel, el político protagonista del que la cámara apenas
se despega. Que muchos digamos que se da tal identificación. Quizás es porque
detesto la identificación y la manía y deseo de la gente por andar
identificándose con quien sea en las películas, porque detesto la pobreza de
tal mecanismo, porque no me suelo identificar con personajes de cine, pero creo
más bien que la identificación es con el procedimiento, con esa trama, esa
solución, que nunca consigue darse. Cuando un personaje da un susto a otro en
una película de terror, no nos identificamos con el asustado, sino que reaccionamos
visceralmente a un estímulo: simplemente, los dos nos asustamos. Igual sucede
aquí: Manuel quiere poner en marcha algo, y nosotros queremos que la trama
despegue, que haya trama, de hecho. La frustración de Manuel es la nuestra. Un
clásico juego con las expectativas creadas por una costumbre cinematográfica,
un hábito, una cultura.
Pero sí, quizás Sorogoyen
quiere que nos identifiquemos con Manuel, más allá de la identificación,
mecánica e inevitable, entre los puntos de vista materiales (nuestra mirada se
une a la de Manuel desde el plano 1, pero coincido con Bordwell en que hace
falta bastante más para afirmar que con ello público y personaje se unifican,
se identifican). Tampoco habría nada malo en ello. La crítica materialista de
los 60-70 afirmaba que la identificación con ciertos personajes nos lleva a
introyectar valores ajenos (a nuestros intereses de clase), pero disiento de
esta idea, al menos en su carácter tajante: también nos permite entender,
comprender y con ello conocer otros mundos y razones ajenas (es un gran valor
del cine de Ford, por ejemplo). Pero desde luego, sí creo que en su articulación
de esta relación con su protagonista, El
reino es mucho más inofensiva, impotente y carente de imaginación que Con uñas y dientes, por mucho que creo
tiene su valor el retrato de las entretelas políticas en una situación como la
planteada (lo que hará que la película tenga más interés retrospectivo en 10
años que ahora), pero convendremos que en el fondo poco permite El reino aprender sobre política, y ello
porque, al contrario aquí que Con uñas y
dientes, para Sorogoyen lo que importa es su personaje y nada más que su
personaje. Si Con uñas y dientes nos
permitía entender tanto el funcionamiento y conflictos de una huelga obrera
como lo respectivo de una estafa empresarial, al tiempo que nos retrataba a un
personaje cuyas contradicciones y errores poseían relevancia como comentario
político sobre los problemas del liderazgo en los movimiento sociales, El reino no nos permite ni conocer ni
entender en qué consisten y cómo funcionan ni la corrupción ni la política, y
no va mucho más allá de una tópica designación del egoísmo como característica
central de la primera. A Sorogoyen, como a la periodista que cierra el filme,
no le interesa la corrupción sino el corrupto, claro que no le llegamos a
conocer propiamente ejerciendo como lo segundo, más bien el retrato es el de un
incapaz, muy echado palante pero claramente superado por las circunstancias, es
decir, por los corruptos mayores. La corrupción sigue siendo eso que viene dado
de principio y que es incognoscible.
Así pues, ¿qué interés
tiene lo que importa a Sorogoyen? Este parece querer enunciarlo en su
conclusión, audaz en principio por su planteamiento, al consistir en una
entrevista en directo por televisión cuyas imágenes y planificación se
convierten en las de la propia película, lo que implica que, para su
conclusión, Sorogoyen decide reducir su capacidad operativa al mínimo (hasta el
plano final). La escena cuestiona profundamente a la periodista: primero por
sus acciones (o las acciones que no hace, mejor dicho), después por las
palabras del político, que desvelan su corrupción específica. Al final parece
que su conciencia despierta por un momento y lanza una reflexión/pregunta,
mirando directamente a cámara. Y entonces aparece también lo que podríamos
llamar su estupidez específica, porque lo que dice son estas dos cosas: 1/ es
necesario analizar lo que sucede (y claro, quién dice que no) y 2/ ¿era usted
consciente de lo que hacía? La periodista (y diríamos que Sorogoyen) quiere
entender por qué alguien es corrupto, o cómo es que llega a serlo, o qué tiene
en la cabeza mientras lo es: ¿es consciente de que lo que hace está mal, es
criminal, etc.?
Mi respuesta a una
periodista que en una situación así reacciona con eso, sería clara: partirle la
cara y decirle “¿qué mierdas importa eso?”. Su estulticia e infamia me parecen
evidentes. No así las intenciones de Sorogoyen, porque durante toda la
secuencia ha introducido un elemento importante, el sonido del pinganillo de la
periodista, que servía para que identificáramos su trampa, pero que en su arranque
final se quita de la oreja. El acto nos dice que la periodista se libera de los
jefes con ese acto, pero nos dice también algo más interesante, ya que llegamos
a escuchar al realizador felicitándola por ese giro que consigue callar al
político peligrosamente crecido, y con ello nos da a saber que a los jefes les
encanta el contenido de ese arranque.
Todo, menos esa voz, nos
dice que a Sorogoyen le parece estupendo lo que dice la periodista. De hecho, es
aquí que Sorogoyen deja de identificar su puesta en escena con la de la realización
televisiva, y encuadra a la periodista de frente, y la hace mirar a cámara.
Mirar a cámara es un procedimiento muy aparente pero complicado, porque ¿a quién
mira? ¿A su entrevistado? ¿A nosotros? ¿A todos a la vez? ¿Nos pide Sorogoyen
que reconozcamos nuestra propia corrupción? Todo esto, de muy mediocre puntería
política, es coherente con el resto de la película. Así pues, todo me mueve a
condenar (políticamente) a Sorogoyen, pero esa voz del pinganillo me lo impide,
precisamente porque permite reconocer que nada de lo que él ha puesto en escena
tiene relevancia política, y carece de sustancia en lo que a corrupción se refiere,
puesto que la pregunta por la psicología del corrupto, del capitalista, del
político, etc., siempre ha sido el mejor modo de cerrarse a comprender los
mecanismos que lo determinan: no preguntarse por la corrupción, en suma. De
hecho, aquí la periodista podría empezar a revelar una trama de corrupción
espectacular y preguntar a su entrevistado por ella, analizar (como ella dice
que hay que hacer) su articulación, su funcionamiento… pero prefiere
preguntarse por la irrelevante conciencia del tipo. Ahora bien, ¿no es esto lo
mismo que hace Sorogoyen en toda la película?
Así, esta confusa entrada
de este confuso blog solo quiere mostrar un digamos estado de tablas político
entre Sorogoyen y este analista que trata de no ponerse sintomático y de no
lanzarse a condenar (aparte que con la edad trato de ser lo menos condenatorio
posible, algo que no resulta fácil con el equipamiento de genes santanderinos
que tengo), una película que al fin y al cabo, no es un partido político ni un
movimiento social. En los tiempos de Con
uñas y dientes, los críticos de Contracampo habrían hecho trizas a El reino tal como en su número 2, donde
se trataba el filme de Viota, se hacía con 7
días de enero de Bardem. La ausencia de la clase obrera, la búsqueda de una
autoindulgencia fácil en las butacas gracias a llenar la pantalla de fascistas
(aquí corruptos), etc., se encuentra también en El reino y se agrava con la naturalización de la corrupción y ese
carácter incognoscible que con tan buen tino cuestionó Tom Andersen en Los Angeles plays itself y nos hace ver
como abstracto y trascendente lo que es concreto, localizable, inmanente y
corregible (y Andersen da buenos ejemplos de ello, porque este hombre está en
todo). Pero también es verdad que Sorogoyen, con un gracioso planteamiento
narrativo, emprende un retrato de interiores políticos hispanos, y con ello
afronta (como también hizo Viota) un verosímil fílmico muy poco habitual y muy
por hacer en nuestro cine. Igualmente, quién sabe qué puede ser político dentro
de 10 o 20 años. Los mismos autores de Contracampo veían un interés en los
filmes de Drove con Dibildos años después de la condena que habían lanzado
contra ellas desde el colectivo Marta Hernández, y yo desde luego se lo
encuentro a Los nuevos españoles, que
tanto hicieron trizas (si bien en otro aspecto que el que a mi me interesa, de
modo que diría que ambos tenemos razón). Ese retrato, atractivo e interesante
pero tan limitado e impotente ahora, fácilmente crecerá en interés con los
años, cuando la dimensión memorística va acrecentando el valor significante,
simbólico etc., de los filmes.
¿Qué puedo sacar de
terminante, pues, de cierto, el intento de analizar y pensar El reino? En el fondo, una tristeza: la
de ver la corrupción retratada como un eterno invariable que nos permite
consolarnos en nuestra impotencia o inactividad política (es difícil indignarse
y luchar contra lo que parece inamovible y perenne, como la muerte, aunque
casos hay, casos hay), aunque ciertamente esto no deja de retratar algo muy
propio del sentir español al respecto; la de ver otro guión que se queda donde
siempre, el retrato psicológico de un imbécil, en vez de afrontar lo que rara
vez se ve, el retrato de una trama corrupta (y es que hay muchas películas
sobre eso, pero muy pocas donde uno pueda entender su naturaleza y mecanismo); la
de ver otra película que aparenta hablar de política o mostrar el mundo
político, cuando en realidad se limita a hacer cine más o menos de género (digamos
criminal) ambientado en ese universo (y pese a todos los elogios proferidos,
algo parecido le pasó a Viota). Límites de la imaginación, que quizá lo sean
también de imaginación política. Algo que nos hace bastante falta últimamente,
aunque Sorogoyen no tiene la culpa. Tampoco nos pasemos.
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