jueves, 27 de octubre de 2022

Tiempo de niños

Cuando me mudé a Madrid en octubre de 2002, encontré como esperaba que lo mejor de mi nueva ciudad era el cine: no solo la Filmoteca o el Círculo de Bellas Artes entre otros sino las salas comerciales donde se estrenaban prodigios como Elogio del amor o Los espigadores y la espigadora, de estreno por entonces imposible en Santander (aunque quizás las proyectara el Bonifaz), otras películas más comerciales que supongo que sí se estrenarían pero no en versión original (Mystic River o el Dark Water de Nakata me vienen a la memoria), o incluso regalos inesperados como el reestreno de nada menos que Arrebato, en los Verdi.
       Sin embargo, al año siguiente sucedió un hito. Si había entonces una obra que deseaba ver, o más diría soñaba pues parecía imposible lograrlo, era Histoire(s) du cinéma. Pues bien, resulta que en 2003 se pudo ver en… Santander. Concretamente, se proyectó enterita en la Fundación Marcelino Botín, con presentación y análisis a cargo de Paulino Viota, que además publicaba para la ocasión un libro de distribución gratuita: Jean-Luc Cinéma Godard.

De pronto, el acontecimiento cinematográfico que llevaba años ansiando, y con un extra que redoblaba su interés tenía lugar… ¡en Santander! 

Me acuerdo de esto cuando la semana pasada José Luis Torrelavega me avisa de la llegada del nuevo libro de Paulino (segundo en un año), que supongo revisa y amplía aquel de 2003, ahora en Athenaica y con el menos agraciado título de Jean-Luc Godard: 60 años insumiso. 

Pero sobre todo me acuerdo porque si hay una ciudad donde me habría gustado estar en octubre, es Santander. La razón es la muestra Puntos de Fuga, organizada por la Asociación Cineinfinito del 4 al 30. 

Brevemente: un ciclo sobre “viajes extraordinarios” con filmes mudos de Méliès y Reiniger entre otros; los dos dípticos de La tumba india, es decir el de May de 1921 y Lang del 58; un ciclo ¡sobre la Republic! con Borzage (la increíble Moonrise nada menos), Ray, Dwan o William Witney; otro sobre Edward Ludwig titulado “el gran desconocido” (y en efecto yo no le conozco); otro “sobre un arte ignorado” que sigue el rastro de los macmahonianos; otro dedicado a Paul Vecchiali, uno más a Delphine Seyrig (el más raro, pues no incluye nada dirigido por ella), otro a Stephen Dwoskin y, de remate, películas sueltas como una de Pierre Rissient o la recuperada La mamá y la puta.

Empecé a escribir esta crónica el día de la conversación con José Luis, el pasado jueves 20 de octubre (las razones para no cerrarla entonces, en unos párrafos más). Si hubiera estado en Santander, habría visto seguiditas (y en mi adorado cine Los Ángeles) Rumbo a Java de Joseph Kane, Sansón y Dalila de Cecil B. de Mille y, de cierre, Outside in de Dwoskin. ¿Para mañana qué hay? Ludwig, Duras y Rissient. 

Como decía la abadesa Carol Cleveland: la vorágine.

Algo he escrito por aquí sobre el cineclubismo en Santander, y la Filmoteca después y el ser cinéfilo en mi ciudad de los 90. Estoy demasiado lejos para juzgar el panorama tras la salida de Enrique Bolado de la Filmoteca, pero hay que agradecer al celo de personas como José Luis Torrelavega y Félix García de Villegas el que la cosa ha seguido moviéndose, y de forma harto interesante. Buena muestra es esta muestra (no voy a decir que valga la…), excelente fusión entre la cinefilia clásica representada por José Luis u Óscar Oliva, personas que pueden recitarte la vida, obra y milagros del más recóndito guionista u operador hollywoodiense, con la más omnívora de Félix, que puede hacer lo propio con el más ignorado cineasta traspapelado entre los insondables pliegues del espacio-tiempo experimental (como buena fe da el historial de proyecciones de Cineinfinito). Es una fusión maravillosa, envidiable y a fomentar. 

Pero también me acuerdo por otra razón. Si algo es imposible en Chile es ver cine en formato fotoquímico. Difícil como ya va siendo en España (y el mayor defecto de la muestra santanderina es, como siempre, la falta de soportes originales), las oportunidades para ver cine en 35mm, 16 o lo que tercie han sido escasas, de hecho han sido dos. La primera no la recuerdo pero tuvo lugar en Santiago; la segunda fue… la semana pasada. Se trata de la 26ª edición del Festival Internacional de Cine Recobrado de Valparaíso. La programación incluyó, entre otras, La madre de Pudovkin, el King Kong de Schoedsack y Cooper (¿es que hay otro?), El ángel azul, La caja de Pandora, Tess o Por siempre ámbar de Preminger (en España, Ambiciosa) entre muchas otras. Nada experimental, títulos desiguales, pero con absoluto predominio de copias en 35mm, alguna en 16, e incluso algunas películas familiares en 8mm (me queda duda si no querrán decir Super-8), algo que semeja un milagro y, como cinéfilo, una obligación. 

Sin embargo, hay una triste coincidencia: pese a la cercanía, tampoco pude ir a esto. La razón es que pasé casi la semana entera atado a mi casa, mi mesa, mi tablet y mi ordenador corrigiendo trabajos. No eran muchos, por lo que pensé que la tarea me llevaría un día, tal vez dos, pero me temo que no fue el caso. 

Todos ellos tratan de Partie de campagne, pero su lectura no comporta ni de lejos el inagotable placer que produce el filme de Renoir. Intentar entenderlos precisa varias lecturas, no por la complejidad de las ideas sino por el nulo conocimiento de las más básicas reglas de sintaxis, gramática, estructura argumentativa y ortografía. Si uno de los temas del curso es el (cansino) debate entre opacidad y transparencia, mis alumnos optan radical e involuntariamente por la primera: la materialidad de su lenguaje deviene obstáculo de primer nivel entre las ideas y su comprensión. Ergo, me pasé la semana entera corrigiendo, leyendo y releyendo. 

Habría mucho que hablar sobre el alumnado universitario chileno, pero se me interpone un problema: no soy chileno, y en esta materia tampoco español. Es decir, no puedo valorar en base a unos pocos cursos impartidos y mi reducido conocimiento del país, y tampoco comparar pues mi conocimiento del estudiantado español refiere una época pasada, una universidad distinta y una carrera que, encima, siempre fue mundo aparte: Filosofía. Por todo ello, no estoy en condiciones de decir nada sobre el tema distinto a que los alumnos que he tratado hasta el momento son el revés absoluto de los que conocí en mis tiempos de universitario y casi, casi, de adolescente.

Sí certifico que la mala escritura es norma, porque me la he encontrado en pre y posgrado y además la certifican varios colegas: frases literalmente incomprensibles con verbos mal conjugados, palabras fuera de lugar, preposiciones equivocadas, vocabulario erróneo, problemas de concordancia, construcción sintáctica errónea y, por supuesto, mal uso de los signos de puntuación.

¿A qué se debe esto? Alguien me contó hace tiempo que en el liceo, donde se imparte enseñanza media (que abarca cuatro cursos, de 1º a 4º), no se hacen análisis morfosintácticos. Escribo a otros amigos, que me verifican esto. Leandro, profesor, me facilita manuales de liceo. En ellos la gramática brilla por su ausencia, pese al amplio temario de literatura (al que yo llamaría "el Imperio de los Temas"). Comento este temario con Arturo, profesor universitario, y me dice que duda mucho de su cumplimiento porque en general no se lee, y tal como dije antes, esto concuerda con mi experiencia. Leandro me señala que en el liceo se ve algo de cohesión gramatical, aunque no logro localizar el tema en los libros. Cora, joven alumna de posgrado, certifica haber hecho mucho análisis morfo-sintáctico, pero solo en básica. Otra amiga menor de 30 años, Emi, recuerda ver análisis morfo-sintáctico, preposiciones o adverbios en 2º, 4º y 5º básico (básico abarca cursos de 1º a 8º). Las dos certifican su ausencia en media.

Esto desde luego explicaría mucho. La reducción al mínimo de la lectura en la infancia y de todo trato con la gramática después de los 13 años de ningún modo puede ayudar a que la gente se lance a escribir y leer porque les debe costar horrores, máxime si su universo cotidiano está en las pantallas y los mensajes de texto telegráficos. Como me señala Arturo, hoy en día la norma es la mala escritura, y la sorpresa que haya un trabajo bien escrito: ¿cómo es posible que este alumno haya conseguido escribir bien, si todo está dispuesto para impedírselo? 

El profesor se deprime leyendo los trabajos y el alumno, no sé si conscientemente, se tiene que deprimir escribiéndolos. Veo un mundo de depresión universal. Peor aún: veo un mundo donde se dice que el problema es la depresión y no el desastre pedagógico en que nos están metiendo por la inconfesada razón de que ya no hacen falta trabajadores, y mucho menos trabajadores cualificados. El futuro pide esclavos, y los esclavos nunca han necesitado leer.

Pero tengo la impresión de que, al contrario que los obreros del siglo XIX, los estudiantes de hoy no van a entender que saber leer y escribir es una tarea revolucionaria.

Mientras dejo mi mente derivar por tan positivos pensamientos caigo en la cuenta de que hay un tercer acontecimiento cinematográfico en la semana, mucho menos feliz que los otros eso sí: el cine Hoyts ha cerrado. 

El Hoyts fue el primer cine al que entré en Chile en mi viaje de 2011, creo que para ver Scream 4, cuando casi todas las proyecciones eran en versión original, situación tristemente invertida en la actualidad. El lunes yo ya había observado que no aparecían películas en su web, y la desaparición de la web misma el martes; el miércoles el cierre se hizo oficial en varios medios, así como el comunicado del cine, que certificó que el domingo 16 fue su último día de proyecciones. 

24 años de vida, dice el comunicado. El Hoyts se habría abierto en 1998 con Perdidos en el espacio, pero en realidad su historia es más larga. Pues hay cines que viven distintas encarnaciones, son como cuerpos habitados a lo largo del tiempo por distintas almas e incluso órganos y, por supuesto, estructuras óseas.

Este en concreto tuvo tres encarnaciones. Fue primero el Cine Metro, construido en 1945 y que parece deber su nombre al hecho de que solo proyectaba películas de la major homónima, inaugurándose con Escuela de sirenas, el 11 de abril al parecer. En la web Memoria Matinée, de hace más de diez años, leo que aquel día “hubo juegos de agua acordes con el tema acuático del film”, no se señala si dentro o fuera del local aunque fuera se encuentra el parque Italia así que bien pudiera haber sido allí. En uno de los comentarios, se dice que a la salida (ignoro en qué época o por cuánto tiempo) sonaba “Tierra de esperanza y gloria” de Elgar. Por supuesto tenía telón, y parece que una o ambas de sus paredes laterales lucían murales, quizá de Pedro Lobos, de quien todo ignoro. Un cine de la época en que los cines eran gigantes con personalidad propia reconocibles por los tickets de entrada, la moqueta del suelo, la decoración y tantos otros rasgos que construían su singularidad.

Manuel Peña Muñoz, en su hermoso Valparaíso, la ciudad de mis fantasmas, precisa los datos sobre el interior: tenía “platea baja y platea alta, lujosamente alfombradas. No tenía galería, como la mayoría de los cines que se dividían en tres pisos, correspondientes a las tres clases sociales bien diferenciadas. A ambos lados de la pantalla, había dos hermosas figuras estilizadas que representaban la tragedia y la comedia” (Muñoz no precisa el pintor). Habla del foyer alfombrado y el buffett atendido por una española, Paca Sánchez, amiga de su madre; señala una redecoración en los años 60 con “cortinas de color azulino que llamaban calipso”; nombra muchas películas proyectadas, y supongo que vistas (aunque es obvio que muchos de sus datos provienen de documentación): El mago de Oz, Imitación a la vida, La dama y el vagabundo, Ben-Hur 

Muñoz describe con detalle el impacto causado por esta última, donde me llama la atención la escena del calvario: “en ese momento, se desencadena una furiosa tempestad y un terremoto muy bien sincronizado con un efecto técnico bajo las butacas del cine”. William Wyler y William Castle unen sus manos en Valparaíso. Me asombra encontrar este gimmick en la proyección de un colosal como Ben-Hur; me asombra encontrarlo en un cine de Valparaíso; y me asombra doblemente porque poner a temblar un cine en un país como este es alto riesgo. Si en Matinée Joe Dante mezclaba los célebres gimmicks de Castle con el pánico nuclear de su país y su época, ¿qué no podría hacerse en uno que enseguida experimentaría el terremoto más alto desde que existen registros? (Valdivia, 1960: 9´6).

¿Tendrá esto relación con el recuerdo de un tal Francisco Herrero en la citada web, el año pasado? Francisco recuerda el espectacular sonido de la sala y da una muestra: al ver Terremoto en los 70 “cuando en la película vino el terremoto, tomé la hora (19:35), a los días después pasé por ahí a esa misma hora y cuando ocurría el terremoto, estando yo en la calle Freire, puse la mano en la puerta de salida, se sentía la vibración y el sonido”. El cine, ese cuerpo que vibra. ¿Seguiría activo el sistema de antaño? Lo dudo, pero los edificios porteños tiemblan con facilidad, quizás para protegerse de los terremotos, pero también para no olvidarlos. Quizás en efecto el simple sonido se bastaba.

En los 80 cambian alma, cuerpo, huesos: Metro pasa a llamarse Metroval, se reconfigura y su inmensa sala única se subdivide en dos. El número no lo obtengo de la web ni de ningún libro sino gracias a una fotografía que aprovecha ese tipo de casualidades que tanto favorecen las marquesinas de cines y teatros. En ella, Pinochet saluda desde su coche oficial con los títulos del cine al fondo: en la segunda sala Obsesión carnal y, en la primera… Pecados de guerra.

La fotografía, según confirman diversas fuentes de la página de Facebook donde se publicó hace tres años, es del 11 de marzo de 1990. No es un día cualquiera: Pinochet “va en la comitiva por Pedro Montt camino al Congreso para (por fin) entregar el mando a un presidente civil y democráticamente electo. Se nota porque la banda va por sobre el collar de Comandante en Jefe, signo de que debía quitársela. Un par de cuadras más adelante, a la comitiva de Pinochet lo espera la pifiadera, con lluvia de huevos y de tomates del público apostado a su paso, debiendo el chofer acelerar la marcha (incluso cayó uno de los lanceros desde su caballo) y su escolta cubrirlo por paraguas para que no se manchara...” (así lo comentó Felipe Garay Brito). Qué buen fondo es a veces un cine. Cuántas fotografías del Estallido del que la semana pasada se cumplía el aniversario tuvieron de fondo la marquesina del Hoyts, donde se proyectaba en aquel momento Joker. “Tan weón como subir el metro tras el estreno del Joker”, leí por algún lugar aquellos días que se sienten hoy tan lejos tras el trauma del Rechazo. La plaza O´Higgins seguía en reformas, por lo que el Parque Italia era comúnmente el límite de avance de las marchas, el Hoyts blindado pero con los carteles a la vista como sempiterno fondo de la aglomeración, a metros detrás de la vanguardia encapuchada frente a guanacos, zorrillos y demás fauna militarizada “en guerra contra un enemigo poderoso”. 

Era ya la tercera encarnación del hermoso edificio, que nunca cambió eso sí su piel, la fachada que algo me evoca mi añorado Coliseum, pero que al ser adquirido por Hoyts (cuarto cine de la cadena en Chile, dice el comunicado), pasó a tener cinco salas, esas salas indistinguibles de cualquier otra del mundo (aunque también con esa disposición en anfiteatro que tanto agradezco tras toda una vida como espectador de cogotes troquelados). Como en Cineplanet, el otro multicine de Valparaíso y desde ya el único, al final las entradas se compraban en el puesto de palomitas, demostrando una vez más que el pragmatismo empresarial se basta solo para las metáforas. Ya en la butaca, siempre recordaré cuántas veces tuve que levantarme a cerrar la puerta de la sala porque ningún empleado o espectador lo hacía. No recuerdo besar en su interior a nadie, aunque seguro que lo hice porque fui con Verónica al menos una vez: a ver Joker.

El Diccionario histórico-cultural de Valparaíso de Leopoldo Sáez Godoy apenas nombra el Metro. De pasada, sí señala algo leído tanto en la web como en el libro de Peña Muñoz: las matinales dominicales a las 11 de la mañana, como las que yo conocí. Sáez las sitúa en los años 50, ignoro si se extendieron más adelante: los comentarios no indican tiempo, para cada uno no hay otro que el suyo.

Carlos recuerda bajar con su hermana desde el cerro Monjas. Sitúa sus marchas entre los 8 y 9 años. “Bajábamos a Calle Bianchi, tomábamos el ascensor y nos íbamos caminando tomados de la mano hasta el cine, atravesando la Plaza Italia. Y después hacíamos el viaje a la inversa y llegábamos solitos a la casa.” 

Carlos añade el comentario inevitable: “Yo me pregunto si ahora los padres dejarían hacer lo mismo a sus hijos sin pensar siquiera de que algo les puede ocurrir”. 

Jorge precisa más: “Las matinales de las 11:00 AM en el Metro era una experiencia especial. Ese día muchos niños iban solos al cine, atravesando todas las calles del plan de Valpo o bajando de los cerros, de sus calles o ascensores multicolores. Se veían caminar tomados de la mano muchos niños de 8, 9 o 10 años de edad, hermanitos con sus hermanitas o amiguitos. Ese día, era el día que los padres dejaban ir solos a los niños al cine. La sala del cine se repletaba de niñitos y niñitas para disfrutar con las urracas parlanchinas, el zorrillo enamorado o Tom & Jerry. No sé de otra experiencia similar en algún otro lugar de Chile en que en una ciudad grande existiera esa costumbre de dejar ir solos a los niños a ver su matinal los domingos.”

Sentado en mi terraza, contemplo la soleada ciudad desde lo alto del cerro Cárcel mientras doy una chupada al mate, conmocionado por la imagen de los cerros del viejo Valparaíso en las felices mañanas de domingo, atravesados por riadas de niños liberados desparramándose por sus calles, escalas, pasajes y ascensores de camino hacia la gran pantalla del Metro; ese tiempo del cine convertido en tiempo de la infancia liberada de adultos, no solo cine para niños, sino niños libres. Pasaron las décadas y mis alumnos, de los que apenas me separan veinte años, son más distintos de mi que yo de aquellos niños de los años 50, aunque tampoco mis padres me hubieran dejado salir solo a tales edades. Fui la última generación que jugó en la calle, escribió cartas, se crió sin ordenadores o móviles; también, la última beneficiada por la desatención e incomprensión adulta, conditio sine qua non para la protección de la infancia, desolada hoy por unos padres que persiguen en su abusivo cuidado no otra cosa que la recuperación de aquella que no asumen haber perdido.

Me pregunto qué mundo sería aquel en que los niños manaban de los cerros sin adultos ni móviles hacia esa pantalla única, gigante, inmóvil, esa casa de todos que eran aún los cines. Se me ocurre, quizás gratuita, quizás falsamente, que esos niños de los 50 llenarían años después otras calles, acaso amplias alamedas, mucho tiempo antes de que incluso el cine mismo sentenciara que soñar ya no está permitido.

jueves, 13 de octubre de 2022

El sueño perdido

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Esta noche, de nuevo, volví a despertarme demasiado temprano.

Al principio no me di cuenta de que estaba despierto. Mi vejiga me avisó, de malas maneras.

Había soñado con mi abuela, minutos atrás, quién sabe, quizás horas. Lola se llamaba, pero es raro decir “mi abuela Lola”, o “mi abuela materna”. Mi abuela paterna era “mi abuela Nieves”, pero Lola era “mi abuela”.

En el sueño yo usaba el baño y eso le creaba un problema a mi abuela, que estaba esperando para entrar, con sufrimiento creciente. Me había colado sin querer. La situación tiene poco de onírica, mi abuela se pasaba la vida yendo al baño así que no era raro que se le colasen, sobre todo sin querer pues más bien parecía que cada vez que alguien lo usaba le daban ganas de ir a ella. Era un tema de cachondeo bien popular en mi familia.

Entre vuelta y vuelta me pregunto por qué habré soñado con mi abuela. Es instructivo ver a mi psicólogo interpretar mis sueños, aunque por lo general nunca los recuerdo y eso le tiene trastornado. 

Supongo que habrá sido por el entierro de la señora Elsa. Elsa, a la que vi por primera vez el día 10 de noviembre de 2018 en la segunda boda de Mallarí y Rubén, su hijo, y que falleció en las primeras horas de la madrugada del viernes al sábado, según me dijo Diego. Elsa, que nació en Talca y al parecer llegó a Valparaíso en tren, ese medio en el que ya no es posible llegar a Valparaíso. 

Debe ser eso. Mi abuela murió el jueves 7 de julio, creo que pasadas ya las doce. ¿Hace entonces, ya, tres meses?

Aquella mañana, tras muchos informes semanales, mi madre me avisó de que la habían llevado al hospital. 

Por la tarde yo impartía mi clase, o eso intentaba. Las clases híbridas son molestia para todos y humillación para uno: el profesor. Aquel día, particularmente. Con cada bloqueo, cada desconexión, se entumecía mi cerebro, entraba en quiebre, en barrena, varado en las arenas de la inoperancia. No soy informático, no sé qué está pasando, solo quiero dar mi clase en paz. 

La pantalla de mi móvil se enciende de pronto, en silencio. Miro. Es una llamada de wassap. Hay 6 horas de diferencia en aquel momento entre España y Chile. En Santander, es la una y media de la madrugada. Quien llama es mi madre.

Mi abuela ha muerto. 

A la salida llamo, en la calle a oscuras. Intento no llorar, dos alumnas están cerca y se supone que tomaremos algo. En cierto momento se detienen. Termino de hablar y cuelgo. Me recompongo, y me acerco. Una de ellas está llorando. 

Me doy cuenta ahora de hasta qué punto llevo tiempo en Chile: cuando vi que quien llamaba era mi madre, dije en voz alta, para mí: “puta la weá”.

El sacerdote que habla de la señora Elsa me hace creer que la conoce, pero luego sabré que no. Me confirma en la idea de que un sacerdote nunca conoce a sus muertos, es imposible decir tantas chorradas tanto tiempo enterrando a alguien querido.

Facundo y yo comulgamos, y ni se me pasa por la cabeza que él no está bautizado y se dispone a incurrir en pecado mortal. Se olvidan tantas cosas. Olvidé leer pentagramas, qué decir cuando recibes la ostia. Ni caigo en decir “amén”.

Saboreo la ostia y su agradable sabor de viejos años (sin vino, me temo, como ya era entonces norma). Mientras Facundo dice que le encantó, descubro que me han dado dos. Como Cristo en la leyenda, divido el pan, y lo comparto. 

La señora Elsa era creyente, asumo. Yo soy ateo, pero comulgaré por ella. 

La señora Elsa vivía más abajo, en la casa de mis sueños, en la esquina ante el paseo Atkinson. Tantas veces que la había admirado y un día, de repente, entré. Guardo ante todo un recuerdo: la señora Elsa sentada en una mesita en el mirador de su casa, el mar de la bahía y el sol de la tarde tras ella. Me invadió la admiración, la emoción, y una cierta envidia.

Se ilumina imperceptible pero inexorable el envés de mis párpados. Extiendo el edredón un poco más sobre mi rostro. Pienso si ponerme el antifaz, no, mejor no: el antifaz malcría en este mundo sin persianas.

Me duele la muerte de los ancianos más que la de los niños. Mucho más. Asisto devotamente al entierro de esta mujer con la que apenas compartí dos o tres conversaciones breves extraviadas luego por su memoria, esta mujer de la que conservo una imagen que, ante su féretro abierto (pero a distancia: pienso que solo a quien lo quiso en vida le corresponde ver el rostro de un muerto), le prometo que atesoraré para siempre. Consuelo mayor o menor para mi en ciertos momentos, será sobre todo una imagen que la guardará de alguna manera, la conservará modestamente en la mente de alguien que admiró su existencia en ese instante preciso y la apreció sin conocerla, por los meros años vividos, por las arrugas, por la experiencia. Se valora tanto amar conociendo, y con justicia; pero es hermoso cuando sientes algo por alguien sin saber nada de él; es hermoso que te quieran por lo que eres para alguien durante un único segundo de tu existencia, sin querer, quizás incluso a tus expensas, incluso a tu pesar; convertirte en una imagen, ser embalsamado en una mente ajena, disparado a una vertical de la que nunca sabrás.

¿Estoy dormido? Creo que no: mi pie se mueve con el canto de un pájaro. ¿Qué pájaro? 

Acompaño a Rubén y Mallarí en la caravana, y me avergüenzo por sentirme contento de acompañar a personas tan queridas en tan triste momento, aunque me veo más bien testigo de lo bien que se acompañan ellos. Seguimos al coche fúnebre subiendo y bajando quebradas a ritmo de cortejo, un camino que conozco bien, cerros que ya he recorrido a otro paso, con otro sentir: es mi primer funeral en Chile, en el puerto; es una lentitud distinta a la del paseo, como un desplazamiento sin cuerpo, una suerte de travelling fantasmal, etéreo, que como en todo velorio o exequias aproxima a los vivos a la nueva vida de los muertos. 

Pasamos por el rincón donde la micro me pasó un día de largo, por donde me desvié hace poco para explorar una incitante calle desconocida, por el Chalé Picante donde tantas micros tomé, la cuesta tantas veces subida y bajada, la casa donde vivió Diego, y viví yo, y vivió años después Verónica y nos amamos los dos juntos bajo el sol del mediodía y los aullidos de los perros, el encantador café donde la semana pasada degusté una excelente tarta de queso servida por un mesero que sabía que George Sanders trabajó en Chile, la tienda donde me reencontré a Carolina Villagrán, al fin sin máscaras y con sonrisas amplias, la gasolinera donde por fin descubrí cómo debía filmar una manifestación. 

Poco a poco me doy cuenta de que no me duermo. Es demasiado agradable estar en la cama como para perderse tanto placer durmiendo. El dormir es enemigo de la cama, bien mirado. 

Pero pasado un rato es evidente el problema, y evidente su reiteración estas últimas semanas. 

La noche anterior dormí once horas. Pero trasnoché las dos anteriores. En una, incluso gocé de un pullmay que mi estómago aún recuerda, y se habló del rechazo (o Rechazo), sobre el que intento hacer una crónica. Pienso un rato en el tema, y en la máxima de Moreno Pestaña: escribir implica siempre hacer un pacto con nuestra ignorancia; creo que también en sexo, pero por suerte escasamente. Pienso incluso en Julio Pérez Perucha, de quien ayer en Facebook alguien prometía unas memorias; una antología tampoco estaría mal.

Rubén habla y reconstruye la ruta que hicieron hace un tiempo él y Facundo, su hijo: “21 de mayo, ahí empezó el recorrido. Bajar, subir por el Cordillera, bajar por el san Agustín, subir por el Peral, bajar por el Reina Victoria, subir por el Espíritu Santo, caminar, bajar, tomar un trole, avenida Argentina, ascensor Polanco, y de ahí cruzar Polanco hasta Barón por los cerros, por puras quebradas”. Yo lo hice tal cual pero al revés, el 21 de diciembre, dos días después de que Boric resultara presidente. Quería hacer, para empezar mis crónicas, la ruta de los ascensores vivos, al revés que en 2011. 

Desde hace un rato los pájaros cantan. Hay uno cercano que lleva largos minutos con notas picadas, al mismo implacable ritmo. Mi pie derecho salta con cada una. La luz ya gotea por mis pestañas y como rocío de la mañana empapa mis ojos renuentes. 

Bajaron en el Barón y Facundo se quejó de lo lento. Pero es la lentitud lo hermoso del ascensor, ver las fachadas y escaleras, aromos y tantas flores y plantas cuyos nombres ignoro desfilar con solemnidad ante las ventanillas, la ciudad reconfigurando sus líneas y proporciones, cada ascensor un lento y majestuoso travelling. Ivens mostró la ciudad contenida en esos recorridos, Aldo Francia se las arregló para comprimirla en un único ascenso desolador, vuelto de espaldas al mar y aún al cielo oscuro, vuelto hacia la rampa, los pilares, los llantos y ladridos, la maquinaria que dirige al inexorable destino, la muerte. 

Tengo sueños de vigilia, o esas cosas que no se sabe qué son o dónde están. Alguien me pregunta por Jorge Teillier. Le hablo dificultosamente de la pureza de la imagen reencontrada en palabras. “De nuevo vida y muerte se confunden / como en el patio de la casa / la entrada de las carretas / con el ruido del balde en el pozo”. Pienso en el fotolog que tuve hace años. Me gustaría releerlo; ya no existe, pero conservo los textos y las fotografías. Fantaseo con un libro auto-editado. 

De ahí a Sábado noche. 

De ahí al poema que escribí tras la muerte de mi abuela, donde no aparece mi abuela. 

Mi estómago empieza a rugir, olvidado del pullmay ya lejano.

Ladra de pronto la perra de abajo, y el día oficialmente comienza. Cuando se calla, decenas de ladridos se dejan oír a lo lejos, el verdadero canto de los verdaderos pájaros de Valparaíso. 

¿Para qué persistir? No volverá el sueño. Escribamos esto. 

miércoles, 5 de octubre de 2022

Enfermo en tierra extraña

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Nada nos hace sentir tan lejos del hogar como enfermar en tierra extraña. Los que en nuestra infancia pudimos disfrutar de un techo protector y una madre amantísima sentimos la falta de ambos, tanto más cuanto los sabemos aún vivos, deseosos de arroparnos, acariciar nuestra sufrida frente y saturarnos de sopas y jarabes por mucho que hayamos superado ya los 40, pues para sus ojos aún no pasamos de los 10. Quizás tengan razón.

Para quienes no tuvieron eso, o lo perdieron, supongo sea aún peor.

¿Pero existe quien lo tuvo? ¿No lo perdimos incluso quienes supuestamente sí? Cuando el año pasado enfermé en Santander mis padres y yo habitábamos casas distintas, pero eso es lo de menos; cuando mi madre me traía sopa o medicinas ella estaba pero yo no tanto: ya no somos niños y es agradable que tu madre te cuide, pero al mismo tiempo es un poco raro, un poco inadecuado. Casa, madre, incluso médico familiar siguen siendo los mismos pero tú eres otro, y tanto más otro cuanto mismo el resto. Y así acabas preguntándote si el nombre de la enfermedad no será el tuyo.   

Nada hace sentir el exilio como enfermar en tierra extraña. Y esto, aun cuando la palabra sea inexacta, como es mi caso, pues identificamos el exilio con la marcha del hogar por causas políticas y no de otro tipo, aunque la RAE sí permite otros motivos, si bien señalando el político como el más habitual. 

Ciertamente, hay quien habla de exilio económico. En Praga conocí a no pocos que vivían allá por la estricta imposibilidad de vivir de lo suyo en su país. Como bien sabemos, antes del exilio republicano fueron millares los españoles que abandonaron el país por razones económicas, marchándose a “hacer las américas”. Ya en dictadura, célebre es la fama de Alemania como destino deseado de muchos (allá quería ir el protagonista de El verdugo, y ya saben en qué acabó por no hacerlo), mis abuelos maternos trabajaron en Suiza y mis padres se conocieron allí. A partir de 2008, pariente este cercano ahora sí de todos nosotros, el “éxodo” económico español se puso en marcha de nuevo. La palabra “éxodo”, leída en numerosos lugares, me parece envenenada por sus buenas intenciones: busca gravedad, pero sus dimensiones míticas más bien otorgan una dimensión falsa, e incluso equívoca, al hecho. Decir “éxodo” evita decir “exilio” y evidenciar que muchos se han ido no por gusto sino por necesidad, amén que las razones son económicas, lo más político que existe. Además, el famoso éxodo egipcio fue una liberación; yo, en cambio, nunca me sentí esclavo liberado guiando turistas en Praga o volando 14 horas hacia un país al que ya había perdido interés en regresar.

Claro que mi caso es un poco distinto. No puedo decir que haya luchado siquiera mínimamente por “ganarme la vida” en España. El mío es un exilio por inútil. Nunca he querido viajar, nunca he parado de viajar. A todos mis conocidos les encanta viajar, o eso dicen: más bien les encanta ser turistas, mientras que a mí me tocó ser el más nómada de todos ellos. ¿He hecho algo por evitarlo? Mi impresión es que no, y no hay nadie que tenga los datos para contradecirme.

Por lo tanto, yo me he sentido y siento exiliado por razones muy inferiores a las razonables. ¿Cuánto más terrible, pues, será enfermar en tierra extraña para el expulsado por una dictadura? ¿O por la imposibilidad de conseguir una plaza universitaria, un trabajo de barrendero, una ganancia suficiente por las tierras que amaría cultivar? 

Yo me he sentido exiliado por mucho menos que eso. En Madrid me sentí exiliado de Santander, en Praga de Madrid, en Valparaíso de Madrid y Santander. Moverse, viajar en tren, coche, autobús, es agradable por supuesto (en avión menos, debido al fascismo aeroportuario), pero el cambio de territorio siempre ha tenido en mí efectos graves de los que me lleva semanas o incluso meses (en algún caso, años) restablecerme. Viajar me supone una gran pérdida de tiempo por el necesario para recuperar la normalidad, incluso mental. Esto se aplica ya a mis primeros viajes breves a Madrid, se aplicó a mi traslado definitivo en 2002, y por supuesto a la marcha a ciudades como Praga o Valparaíso. Cada cambio genera una escisión, una cicatriz que pronto pasa de accidental a tan propia como el color de ojos o aquellas que surcan, distinguiéndolas y hasta significándolas, las caras de nuestros villanos favoritos. Viví lo suficiente en Madrid para que la cesura se resolviera (aparte que entre Madrid y Santander, en fin, no hay color), pero cuando la distancia es de un continente y un océano, cuando son casi 14 horas de viaje (más las que toque en el aeropuerto) y un millón de pesos los que te separan, la falla es insalvable. 

Apuro una definición distinta del exilio obtenida más por la consecuencia que por la causa: es cuando no se concibe el retorno. Cuando el resultado es una condición escindida que no siente posible ya volver a la previa. Cuando no concibes el retorno, aún retornando. Me consta cuántos exiliados se han sentido así: al volver a su hogar el hogar no estaba, ellos tampoco, dos faltas se encontraban en la falta de un encuentro. No quiero ni imaginarme el dolor de no poder verdaderamente volver, por prohibición, riesgo de muerte, etc., lo que afortunadamente no es mi caso. Pero cuando he leído sobre ello siempre me he sentido muy identificado. 

Qué le voy a hacer.   

La enfermedad no empeora el exilio sino que lo expresa de forma depurada, concentrada cuando menos. Como la pérdida de la amada, a decir de Juan-Eduardo Cirlot, expresa la carencia constitutiva del alma humana, la enfermedad hace lo propio pues, una vez dejada atrás la infancia, en el fondo siempre se enferma en tierra extraña. En la cama de tu novia, en la de tu nueva casa, en la de un hospital; cuando tu cuerpo se te vuelve ajeno todo se vuelve ajeno salvo aquel espacio en que aprendiste a conocerlo, a usarlo y padecerlo, a vivir en suma, y que por supuesto ya no existe porque solo existe en el pasado. Si la metáfora se hace real, si la exageración de la frase anterior se materializa, y enfermas como yo en mi casa de Valparaíso, a 14 horas y un millón de pesos de distancia de mi maravillosa biblioteca, mis CDs, DVDs y VHS, de mi madre que siempre se siente culpable por no haberme dicho un “te quiero” más en la despedida telefónica, el exilio es absoluto, esencial, insuperable: estamos solos, lejos, tan lejos que no sabemos ni de qué pues la lejanía borró aun el sueño mismo de lo cercano. 

Enfermedad y exilio están para mi ineludiblemente unidos. Pues por fuerza tuve que irme a Madrid, a Praga y a Valparaíso, y siempre en todos esos casos enfermé de una forma u otra, física o mental. Y después, puntualmente, enfermaba una y otra vez y cada vez me sentía igualmente abandonado, solo ante las inclemencias de un destino injusto, es decir, solo ante mi propia infantil incapacidad de valerme por mi mismo en la vida.

Valparaíso, por ejemplo. En 2011 vine enfermo y me fui enfermo. En febrero llegué resfriado, pero se pasó enseguida. Poco después, el resfrío volvió redoblado. Con fiebre, mareos y hasta dolor de oídos, este último una novedad en mi vida. No salía de la cama, era incapaz de leer o ver películas, me pasaba los días durmiendo o contemplando el baile de las sombras del aromo del patio sobre la madera de mi cuarto (hasta que un día el viento tumbó el árbol). Perdido en una casa de madera en medio de un cerro desconocido con dos personas encantadoras pero también desconocidas, un día me metí en la cama, y casi no salí en un mes. Cuando me sentía mejorar salí una noche, pero al día siguiente fue lo mismo. Un infierno. Tiempo después Diego me confesó que alguna vez se había arrodillado ante mi puerta rezando: “que no se muera aquí”. Su madre lo había hecho, en esa misma pieza, tres meses antes.

Por alguna razón mis queridos acompañantes no sabían de médicos. Decidí llamar a la universidad que me acogía, simplemente por ver si alguien me podía recomendar uno. Alucinado escuché que tenían su propio servicio médico y podía utilizarlo gratuitamente. 

La primera visita fue un viernes, si mal no me equivoco. Un tipo me recetó gotas para los oídos y no sé qué más. Miré al cielo esperanzado por primera vez en semanas. Pero no hubo caso, pasó el fin de semana y estaba aún peor. Entonces volví.

Esta vez vi a una persona distinta. Respondía al maravilloso nombre de: doctora Jinky Bloch. El nombre de dibujo animado era consonante con la persona: la figura de la doctora Bloch se me ha borrado pero conservo la impresión de vívidos colores, rojos y amarillos sobre todo, además de un carácter jovial y sonriente. Era una persona encantadora, simpática, adorable de inmediato. 

Las gotas recetadas por el doctor anterior habían sido contraproducentes. Fuera gotas. También me había preguntado si yo era alérgico y le había respondido que no. Reiteré mi respuesta. La doctora Bloch me recetó un antialérgico. 

- Pero de verdad que no lo soy- le dije-. Me hicieron pruebas y todo.

- Rubén, ¡aquí hay bichos nuevos!

Bendita sea siempre. Aquella fue mi curación definitiva. Ese antialérgico me acompañó durante el resto de mi estancia, que ya solo sería insalubre en términos emocionales. Ahora bien, tan pronto se acabó el medicamento enfermé de nuevo; era mi última semana en Valparaíso, y mi viaje de regreso fue tal el de llegada.

Enfermedad y viaje van de la mano para mi. Todas mis amistades lo saben y se cachondean en consecuencia. Estómago, garganta o nariz me atormentarán; en una ocasión incluso lo hizo mi muñeca izquierda. Hay algo extremadamente antinatural en el cambio de territorio, de mundo, de universo. Algo antinatural en comer cocido montañés y la semana siguiente pastel de choclo; en tomarse un Jack Daniels con Julius Richard en el mirador de Mataleñas y días después una cerveza con Thor y Gonzalo en el Cervezocracia; algo que no está bien en pasar de los colectivos porteños al metro madrileño, del suelo firme al trémulo, de la Qué Leo a Gil, de Cristina a François, de Verónica a Ángela.  

Por supuesto se hace, se vive. Pero a veces, uno enferma. Acuden entonces los amigos, con suerte las parejas. Pero no siempre están a mano. No siempre son tan amigos, o tan buenos amigos. Y sobre todo, quienes te ayudan en esos casos no te ayudan sin más, sino que te ayudan en tu soledad esencial, tu destierro, tu evidente falta de pertenencia. Su ayuda evidencia tu doble enfermedad, doble problema, doble invalidez. Evidencian tu ser enfermo en tierra extraña. Todo amigo, toda novia, toda amante, adquiere un cariz de ONG en esos momentos. Y es duro ser asistido por una ONG. Entiendes que hay algo más grave, que tu menor problema es la gripe, el covid o lo que sea que tengas. Que te atienden por algo que nunca te abandonará.     

Es agradable escuchar a las amigas que se ofrecen a traerte cosas a casa cuando estás enfermo. Hablo de amigas porque ha sido habitual en mi caso que se trate de parejas o amantes más que de hombres. La ayuda en este caso tiene un doble aspecto: por un lado, cobra un cariz maternal; por el otro, dado que la enfermedad en mi caso dispara la libido en vez de disminuirla, la voluntariosa y a veces incluso inocente enfermera se marcha dejándome más enfermo que cuando llegó. La suma de ambos aspectos otorga a la visita un cariz vagamente incestuoso, como cuando El Zurdo cantaba “y tú pareces mi hija incestuosa” en la inmortal “Enfermera de noche”, claro que él pintaba a su enfermera más joven que las mías, o a sí mismo más mayor (no lo era). Recibir medicinas, fruta fresca y felaciones tiene algo encantador sin duda, mas también perturbador. ¿O me pongo demasiado hawksiano?

O quizás lo perturbador sea la evidencia de cómo los labios ajenos quiebran la soledad satisfecha. Nunca tan solos como en la enfermedad, nunca tan propios por tanto. Ha habido veces en que no me he atrevido a rechazar el amparo de una persona por temor a desairarla, cuando yo lo que en verdad quería era vivir a solas mi decadencia, hundirme en las sábanas emponzoñadas de sudor enfermo y enfermizo, multiplicar el aire contaminado disfrutando con voluptuosidad esas vacaciones del exterior, de las calles, de la gente y de la vida. Ha habido veces en que he querido a la enfermedad sobre el amor, he preferido abrazar mi soledad sin aceptar a nadie más en esas bodas sub-umbra. Hay veces en que he llorado la ayuda, porque solo quería que me dejaran caer.  

Hablando de caídas, subiendo la altura y rebajando el tono: en Valparaíso estar enfermo tiene un extra preocupante cuando uno vive como yo por encima de la cota 100, es decir la avenida Alemania, al final de una calle notablemente escarpada, por lo que salir a la farmacia o la panadería de al lado, con debilidad física o no, no es opción. Estar enfermo en un cerro porteño es, digámoslo rápido, una putada. Estás exiliado de la ciudad misma, por cuanto pocos son los cerros autosuficientes y en el mío además no existe la cercanía entre vecinos que he conocido en otros. Se agudiza la dualidad entre la ciudad-plan y la ciudad-cerro, la precariedad de la vida vertical.

Hay que decir en todo caso a los lectores preocupados que en esta ocasión el exilio se ha sentido poco: la enfermedad me pilló con la nevera razonablemente surtida y, al no tener fiebre, me pude dedicar a leer como un salvaje: me acompañaron, solo en un caso no gozosamente, Quintín, Joaquín Edwards Bello, Jorge Teillier y Tito Mundt. Alguna oferta de ayuda fue amablemente declinada y otra aceptada con júbilo. Pero aclaro en todo caso que esta vez me limité a recibir medicinas y frutas. Nada más

¿Quizás de ahí mi melancolía? No. En el fondo es una melancolía vagamente fingida, remedo de otras, pasadas enfermedades, que se vinculan en el tiempo a intervalos no muy largos dándome la impresión de que podría recorrer, contar mi vida saltando de una a otra como rocas de río. El único periodo casi completamente sano de mi vida fue el de la pandemia, en el que la enfermedad era el río mismo. Estas cosas deben querer decir algo.