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martes, 30 de junio de 2020

Aventuras del cuerpo infinito (Ballard, Cronenberg y el virus jovial)


A Alfredo Santos y Sergio Calderón, cuyo recuerdo acompañará siempre la lectura de tantas páginas

    No abundan las adaptaciones al cine de J. G. Ballard. La ingente cantidad de relatos de la que es autor parece haber sido objeto de unas cuantas para televisión, aunque una de ellas, la única que conozco, parte de su novela más exigente: Crash!, un pequeño cortometraje de la BBC entre la ficción, el documental y lo experimental realizado en 1971 por Harley Cokeliss, y que ponía en escena algunos pasajes de La exhibición de atrocidades (objeto de una versión cinematográfica completa, pero no muy inspirada, en el año 2000). El corto sigue siendo una buena introducción a su obra, si bien el privilegio dado a su dimensión ensayística la hace mucho menos perturbadora que su referente; el formato “experimental”, pleno de tics de época, tampoco ayuda, aunque puede aportar cierto encanto, sobre todo por su simpática asociación con un narrador al más puro estilo BBC y el impagable concurso ante la cámara del propio Ballard, anticipando acaso con ello el respectivo de dos años más tarde en su siguiente novela, la legendaria Crash (sin exclamación esta vez).
    La adaptación cinematográfica más sonada a un nivel mainstream es sin duda El imperio del Sol (1987), pero convendremos que no es ni de lejos una adaptación “canónica”, y sí más bien toda una lección de cómo mantenerse fiel hasta cierto punto a la letra cambiando considerablemente el espíritu. Cierto que Spielberg no lo hizo mal del todo: durante la mitad del metraje podríamos estar hablando tranquilamente de una de sus mejores películas dramáticas, hasta que con la caída del campo de concentración a manos de los aviones aliados se impone su eterna obsesión por encadenar momentos sublimes (= oscarizables), con la consiguiente vulgaridad marca de fábrica. Eso sí, me juego el cuello a que Ballard debió amar el momento en que el joven Jim contempla perplejo y fascinado nada menos que el lejano estallido, resplandor y estela de la recién lanzada bomba atómica (la cual, recordemos, el escritor siempre defendió). El momento constituye un feliz encuentro entre dos autores opuestos: Spielberg hace su escena bonita con violines, coros y efectos especiales, mientras que la belleza la aporta el exterminio de millones de personas por el estallido de la bomba, tomado por el joven como el ascenso al cielo de la deseada sra. Victor, el deseo por la cual ya habíamos descubierto tiempo atrás al calor de un bombardeo nocturno. Diría que nunca Spielberg se arriesgó a tanto (salvo mucho más tarde, en IA, y ya nunca más).
    No hace falta decir que si buscamos la adaptación canónica (y mejor) de Ballard no la encontraremos en Spielberg (ni desde luego en Wheatley, ya que estamos) sino en David Cronenberg: hablo, por supuesto, de Crash (1996), adaptación de la novela homónima (1973), la más revolucionaria y transgresora de toda su producción junto con La exhibición de atrocidades (1969). Como es sabido, Ballard fue el mayor admirador y defensor de la película, que encontraba más radical y arriesgada que su libro, manifestación brutal de lo que en aquel anidaba todavía latente al trocar el proceso de inmersión de sus protagonistas por uno que, a su juicio, arrancaba allá donde terminaba la novela. Concretamente, dirá que en aquella trataba de “aliviar al lector de su aparente lógica pesadillesca intentando persuadirle de que el personaje del narrador –que lleva mi nombre– había sido atraído pese a él al mundo de Vaughan. En la película de Cronenberg, en cambio, los personajes aceptan desde el comienzo este universo”. Desde este punto de vista, el choque de coches funcionaría más bien como si unos catecúmenos por fin accedieran a la comunión con la carne de Cristo, el sumo sacerdote Vaughan transformado en partera tardía de un nacimiento inminente mucho antes de su llegada.
    Como si reaccionase frente a la verborreica, explicativa y casi didáctica adaptación que de El almuerzo desnudo realizara unos pocos años atrás (1991), Crash opta por el viaje al corazón de la novela, la exacerbación de sus síntomas y radicalidad mediante, entre otras cosas, la renuncia a uno de sus principales elementos: el lenguaje.
    Por aquello que cuentan, es evidente que los narradores de muchas de las obras de Ballard creen tener un pie dentro y otro fuera del mundo (el nuevo mundo) que describen. Se saben fascinados por lo que sucede y saben que juguetean con ello más de lo aconsejable, pero se creen aún habitantes de la vieja normalidad, ejercitando una distancia sin duda precaria pero todavía suficiente.
    Al contrario, por el modo en que lo cuentan, es evidente que están metidos hasta el fondo y son parte activa de lo que narran. El protagonista ballardiano se cree con una aceptable separación respecto a aquello que describe, mientras que su lenguaje nos evidencia hasta qué punto está inmerso en ello. Cree pensar lo que mira, cuando no hace sino describir lo que le rodea en tanto desde hace tiempo le constituye (es frecuente que las novelas de Ballard estén contadas en flashback, de manera que habría que haberle dicho que sus propias novelas, y entre ellas Crash antes que ninguna, también empiezan después de terminar). A esto se debe en gran medida el “a pesar de” señalado por Ballard respecto a la inmersión. Hay algo que parece “tirar” al personaje hacia el nuevo universo. Ese algo es el lenguaje.
Parte importante en esto es la tan característica fusión entre descripción y reflexión, plagada además de imágenes poéticas que radicalizan la interiorización. El narrador ballardiano siempre intenta explicarse, no trata el suyo como un orden arcano o esotérico, sino como algo comprensible e incluso razonable, siempre y cuando se acepten ciertas “desviaciones” de la norma, pues el narrador también sabe que avanza en nuevos territorios (“hacia una nueva psicología”, como reza el tercer capítulo de El mundo sumergido). Por ello describe, narra, piensa, y en ese acto hace ese mundo cada vez más suyo, se identifica más y más con él, eliminando una distancia que solo ciertas ocasionales acciones quedan ya para afirmar. Y eso sucede porque este narrador no se “explica” para convencer a nadie, para comunicarnos nada, sino por su propio goce, ejerciendo la palabra como un modo más de exploración de esa realidad (en Crash la palabra es tan sexual como los actos, algo que Cronenberg supo retratar en la presencia constante de la palabra en la vida sexual de la pareja protagonista, un uso realmente poco habitual en el cine, y en el que encontramos practicantes tan heterogéneos como Gerard Damiano o Gonzalo Garciapelayo). La metáfora ballardiana surge de asociaciones y comparaciones cuya naturaleza connota con fuerza una forma de pensamiento radicalmente desplazado respecto a nuestra normalidad. Reconocemos los términos enlazados pero no el enlace mismo, aquel por el que el narrador intenta siempre procesar, entender, recomponer lo que ve y experimenta… o mejor dicho: también reconocemos el enlace, pero no la forma en que se usa, no la forma en que une cosas que jamás hubiéramos creído vinculadas. Ballard juega al “como si…” tanto como hacían los surrealistas, pero esta vez los términos son pavorosamente reconocibles, y participan de toda una narración que dota de coherencia a sus conexiones (Ballard fue una de las personas que más y mejor supo ver la potencia surrealista, en un momento en que la obsesión general era negarla o neutralizarla).
Así, la razón juega un papel importante en la poética ballardiana. Sin duda, el protagonista de las novelas de Ballard cree que su procesamiento racional le mantiene a una distancia prudencial respecto al objeto de reflexión, pero es precisamente al contrario: es mediante ese raciocinio que penetra más y más concienzudamente en el nuevo mundo. Si eres capaz de pensar (hasta el punto de verla) la relación entre los fragmentos de vidrio de un parabrisas roto, un intervalo neuronal, la proporción entre la forma de un pubis femenino desnudo y la rampa de cemento en cierta desviación de la autopista camino de la universidad de Ciencias Sociales, es evidente que estás inmerso hasta el cuello en la nueva lógica. Que hace mucho que abandonaste ese pasado de 5 minutos atrás.
Pero también lo juega la sintaxis convencional. Ciertamente, la vinculación no siempre es racional (muchas veces sí, en todo caso), pero siempre va a ser, como mínimo, sintácticamente coherente.
Patentemente influido por el Burroughs experimental de la trilogía nova, Ballard logra en La exhibición de atrocidades una construcción global heredera de los cortes, plegados y técnicas collage del americano, la escenificación de una serie de fundidos, sobreimpresiones y yuxtaposiciones que ocasionalmente generan precarias sedimentaciones a las que es posible (pero solo hasta cierto punto) llamar “personajes” o “escenarios”, instrumentos para introducir una continuidad de patente insuficiencia, el vago recuerdo de lo que alguna vez pudo ser una construcción narrativa. Tal forma global se ve replicada en la local: sus párrafos con título y en no pocas ocasiones principios y finales muy marcados (que no conclusivos), células cuya precariedad narrativa, simbólica y reflexiva repite la de cada capítulo así como cada capítulo la de la novela, células disgregadas, dislocadas, entregadas a un proceso de disolución cuyos roces, ecos y contactos con las otras darán lugar a la, insisto, precaria narración que de sus palabras puede deducirse.
    Hasta aquí, la continuidad con Burroughs es manifiesta, pues Ballard habría hallado un modo de introducir cierto conato de continuidad en la desarticulación de la racionalidad y el lenguaje del americano, manteniendo similares efectos. Sin embargo, lo que Ballard habrá de explotar con inusitada potencia será no solo la enumeración tan propia de las Atrocidades, sino sobre todo la frase de sintaxis coherente y asociaciones sorprendentes que alcanza allí un punto álgido de su desarrollo (en puridad, ya se la encuentra en El mundo sumergido, e incluso ocasionalmente en El viento de ninguna parte) y desarrollará a pleno pulmón en la posterior Crash. La frase ballardiana logrará vincular en una misma continuidad las heterogeneidades que Burroughs necesitaba cortes, suturas y mutilaciones de todo tipo para aproximar. La tijera de Burroughs es visible, y así debe ser dado el objetivo de destruir el pensamiento racional, violentar el lenguaje articulado para acceder a los universos que la necesidad del enlace gramatical y la sintaxis coherente hacían imposibles. Burroughs había experimentado el lenguaje como un obstáculo tal, que la liberación figurativa y narrativa de Naked Lunch no le había bastado: la frase era también un enemigo. Como con los surrealistas, hay en Burroughs una oposición entre el pensamiento racional y la forma lingüística por un lado, y la irracionalidad y el libre flujo del deseo por el otro, en el que Ballard no cree. Pues esos universos desarticulados, que el corte vincula podríamos decir mediante magnetismo (el corte aproxima pero no liga, creando algo que me parece apropiado calificar como “espacio magnético”, que por cierto considero muy característico del cine), van a ser poderosamente rearticulados por la frase y, posteriormente, la narración ballardianas, reconfigurados en un continuo coherente, gramatical y lógicamente consistente. En las frases de Ballard, los labios vaginales de una mujer y el líquido de frenos de un automóvil norteamericano no necesitan para unirse de ningún corte, de ningún collage. Su unidad surge natural por la fuerza tanto de una percepción que unifica lo orgánico y lo inorgánico, lo natural y lo tecnológico (y que transgrede en consecuencia las barreras entre lo vivo y lo muerto: hay quienes encuentran cierto misticismo en Crash), como de una racionalidad sin miedo a las vinculaciones antaño delirantes (más adelante, Preciado se apoyará en esta frase, esta conquista ballardiana, para su personal filosofía-Sci-fi: Testo yonqui tiene una deuda mucho mayor con Crash que con Teoría King-kong). Ballard supone un mazazo contundente a la tradición irracionalista que cree viajar a otros mundos cuando en el fondo no lo hacen sino a los estratos más profundos del existente; al devolverle a este campo la sintaxis, la estructura sujeto-verbo-predicado, Ballard imposibilita el mirar a otro lado tanto del racionalista que discrimina campos “ilógicos” como del irracionalista que postula una imaginación independiente al campo social que habita, es decir: independiente a sus restricciones y censura. Ballard se da cuenta muy tempranamente de que no hay oposición entre eros y civilización, que la civilización siempre es una forma específica de vehicular un eros (…y subrayo, por supuesto, “vehicular”), que no hay civilización que no construya una forma específica de placer y de displacer y, sobre todo, una relación necesaria entre ambos: no se constituye una civilización, una sociedad, un mundo, hasta que sus coerciones específicas no generan algún grado de satisfacción a sus habitantes. Hasta que el dolor que nos procura no nos da algo de gusto.
Burroughs abrió el campo como nadie. Mostró la dimensión política que los surrealistas intuyeron sin encontrar el modo de hacerla funcionar (normal: querían salvar el mundo, mientras que Burroughs y Ballard nunca tuvieron miedo de destruirlo). Pero nunca la articuló porque la desarticulación le importaba en el fondo más que el campo. Pienso que su proyecto era otro, y su re-conquista de la continuidad se hará de otros modos, en otras direcciones. La re-articulación es clave sin embargo en Ballard (siquiera sea porque el camino que va de 1964 a 1973 es biográficamente el de un duelo). La construcción global de las Atrocidades, su comprensión de la novela como un campo de relaciones precedente a personajes y narración, su uso tan sadeano de la enumeración (las Jornadas son el más profundo antecedente de las Atrocidades), es un primer paso en la construcción de una voz narrativa que a continuación necesitará someterse a la linealidad de un argumento para alcanzar su plenitud (utilizo este término solo en tanto será con Crash que Ballard conquiste la voz que será ya la propia durante el resto de su carrera; en otros sentidos, por supuesto, las Atrocidades pueden considerarse tan o tanto más plenas). En Crash, Ballard logrará crear personajes coherentes que no dejan con ello de ser resultado de un collage de imágenes, objetos y obsesiones, y un mundo a cuya materia plegarse: en la adaptación a la “literatura convencional” Ballard encuentra la vía para sincronizarse con el “futuro” que busca dar a ver, una articulación libidinal inédita, insospechada pero en el fondo por todos conocida, una psicología nueva, un nuevo hombre gestado al calor de una tecnología benévola que permite, en su cobijo, la gestación de nuevas perversiones estructurantes a su vez de una nueva realidad (¿es el capitalismo, por cierto, una perversión sexual? El neoliberalismo seguro que sí). La continuidad lineal de la autopista, de la carretera, se conviene con (corre a la par que) la de la narración lineal, y permite al escritor desarrollar la de la frase extendiéndola a una dramaturgia completa en cuyo desarrollo los automóviles, el sexo, el asfalto, Elizabeth Taylor, el cemento, el semen, la gasolina y tantas cosas más son fusionados en una misma, única e imparable necesidad.
Los escenarios de la exhibición, la consulta médica o el despacho académico, los catálogos y las conferencias, permitían que los solapamientos figurativos, las sobreimpresiones, fundidos, etc., hicieran realidad la fusión de universos heterogéneos en un escenario unificador. Son los espacios los que generan una fusión que hasta cierto punto basta al escritor con describir. La carretera y el choque de coches permiten en cambio que la fusión no sea solo de imágenes sino de las más diversas materias orgánicas e inorgánicas, que sea real, material, vital, peligrosa y además móvil, procesual… narrativa. La estructura de la frase se puede extender al párrafo y del párrafo al libro, investir personajes y escenarios persistentes. Uniendo la ambición de sus frases a la linealidad de un argumento y un narrador único, alguien que hace del espacio y el pensamiento, de la mirada y la escritura, un único movimiento, Ballard logra concentrar su intensidad, hacer que en lo literario se sienta la marca del espacio/universo descrito, y además elevar a la novela por encima del síntoma, aquello a lo que nadie se entregó con tanta pasión como él en las Atrocidades. Si Ballard puede afirmar una dimensión política en Crash y obras posteriores, es a mi juicio por esta conquista de la narración desde las posiciones previamente aseguradas en la descripción intensiva de las interioridades del síntoma. La unión entre observación, reflexión y narración efectuada por el narrador ballardiano permite el doble pie que reintroduce la posibilidad del diagnóstico (y que ya no es aquel, ilusorio, que creía poseer el protagonista). Pero un diagnóstico que nunca elimina lo perturbador de la enfermedad: daliniano en esto hasta la médula, Ballard no cree que el buen diagnóstico sea el que cure sino, bien al contrario, el que mejor ayuda a explorar, vivir y ser vivido por la enfermedad (lo que se dice un buen enfermo).
    En su adaptación, Cronenberg apuesta por el silencio. Cierto que se habla, pero mucho menos de lo normal en sus otras películas (basta ver las cuatro anteriores, donde todo es verbalizado), y sobre todo en comparación con la importancia del lenguaje en la novela. Aunque sí nos encontramos episódicamente intentos de pensar lo que sucede, o compartirlo, esto suele corresponder a diálogos fruto de encuentros primerizos (entre Ballard y Remington, por ejemplo) o, más sofisticadamente, en un juego bastante autoconsciente del cineasta con su audiencia, en el planteamiento de pistas falsas o ideas crípticas propio de Vaughan (aunque sí hay un momento en que este se explica de forma clara; uno solo). El caso más importante, sin duda, es el de los diálogos entre Ballard y su esposa, donde se concentra más intensamente el lenguaje explícito de la novela, su sensualidad, su función libidinal y creadora. Hay lenguaje, por tanto, pero en una forma excepcionalmente reducida: no se habla en la escena nuclear del lavado de coches, por ejemplo, y la posterior es la primera vez en que no hay palabras entre el matrimonio en su intimidad: en cierto modo, las palabras se ven sustituidas por las marcas de las manos de Vaughan en el cuerpo de Catherine.
No hace falta que Cronenberg lo diga, es evidente que su película traduce el lenguaje a textura, reencontrando la voz de la novela en el silencio de la más estricta materialidad fílmica, en la cuidada construcción de una música visual hecha de resonancias, ecos, ritmos y armonías entre los diversos objetos, escenarios, tiempos y materias que recorren la superficie de la imagen. Crash-film funciona como un vaciado de lo más importante para la conquista ballardiana, las palabras, eliminando la ilusoria distancia del narrador pues el triunfo de la inmersión se ha trasladado al travelling de Cronenberg y a su fusión en el continuo del plano (y por supuesto el montaje entre los mismos) de piel y metal, texturas, volúmenes y formas que no se funden mediante efectos especiales sino por la fuerza de la forma cinematográfica. La gravedad del cambio Ballard la vio de inmediato: si él debió con palabras crear procesos, mundos y percepciones, mediante su puesta en escena Cronenberg unió todo en una sola y pura percepción, la fusión última, prístina y perfecta entre paisaje exterior e interior, reflexión y descripción. El proceso a mostrar ya no es el de la inmersión, sino que, sumergidos ya desde el principio, todo el filme es el futuro mismo trabajando. Si uno pudiera pensar que la adaptación de Crash era imposible por lo introspectivo de su lenguaje, Cronenberg supo ver que, al contrario, nada como el cine para mostrar su lección más radical: que la interioridad de los personajes no es que esté constituida por, investida por, determinada por, su exterior (coches, autopistas, metal, cemento…), sino que ambos son lo mismo.
Y así, Cronenberg logró su película más arquitectónica, más escultural y quizá por ello la más llena de movimiento y, curiosamente, de exteriores, esos que en su obra casi siempre parecen interiores. Hay una psicología ya activa que el accidente concreta y destila casi como si de un salto evolutivo se tratase, paso que precisará darse asimismo en su esposa. Un salto en todo caso casi redundante, un proceso mínimo, muy distinto a los del Bill Lee de Naked Lunch, o el Brundle(fly) de La mosca. No tanto un proceso como movimientos dentro de un campo. Narrar es moverse en ese universo, mirar, escuchar su movimiento.
Sin embargo, Cronenberg es el cineasta por excelencia del proceso por  excelencia: la enfermedad. Y algo de ello queda en su Crash: se ve en la reacción de la doctora Remington cuando el vídeo de choques se detiene y sobre todo en la mirada de respuesta de Gabrielle, así como en la insistencia en el “proceso” de Catherine, que en el fondo, como salta a la vista, está tan entregada como los demás al nuevo universo, si no más. Le falta el choque, sí, pero es una creyente entregada. El cineasta pareciera no querer admitir que Catherine esté tan metida como en el fondo está: pese a lo que diga Ballard, Cronenberg no es tan “optimista” como él, y algunas lágrimas por el viejo mundo se imponen en su visión. Aunque quizás (quizás) haríamos mal viendo un prurito moral en la citada escena, que pudiera tan solo ser consecuencia de la inevitable tendencia del cineasta a convertirlo todo en una forma de enfermedad… y claro, el enfermo inevitablemente va a lamentar en cierto grado estarlo. Pero la peculiaridad de Cronenberg es que al mismo tiempo (y no tanto en un mismo movimiento, pero casi) va a abrazar la enfermedad; abrazar, por así decir, su felicidad.
Al hablar de enfermedades, contagios o incluso pandemias (ejem) es inevitable pensar en Cronenberg, por la simple razón de que nadie como él ha sabido defenderlas: meterse en su interior, entenderlas como transformación del cuerpo, un paso al frente de la materia viva que nos constituye… y sobre todo, mostrar esto considerando el punto de vista del proceso, incluso el de su agente. Las enfermedades cronenbergianas adquieren frecuentemente los inquietantes contornos de un ser vivo, lo que no puede decirse que falte a la verdad. El Jan Hartog de The brood, por ejemplo, describía su cáncer del sistema linfático en los términos de una revolución contra el cuerpo a manos de una de sus partes, la enfermedad como una declaración de independencia de elementos hasta entonces reducidos a una cómoda e inadvertida funcionalidad orgánica. Si vivimos edificados sobre dos unicidades, la del cuerpo y la de la conciencia, la enfermedad puede romper con facilidad la primera (de repente tu riñón o tus pulmones dejan de ser tus amigos) y, en algunos casos, incluso la segunda, como sucederá al inolvidable Seth Brundle, que al final de La mosca afirmará ser un insecto que soñó ser un hombre (vale que en el final-final pide la muerte, pero convendremos que no es lo mismo fusionarse con una mosca que con una cápsula de teletransporte). En esta película, una de las más contundentes a este respecto, Brundle no solo sufre sino que reflexiona en todo momento sobre el proceso que experimenta, consiguiendo dar a ver la singularidad de un proceso, mirar (y admirar) sin juicio una metamorfosis, la conversión de un cuerpo en otro, de una conciencia en otra. Sin obviar los sufrimientos que comporta, pero tampoco lo apasionante del acontecimiento. De hecho, pareciera que todos los procesos centrales del cine de Cronenberg son subsumibles bajo el modelo de la enfermedad, toda vez que esta se presenta como el paso a la existencia de aquello cuya vida ni considerábamos, el encuentro con una otredad insospechada de tal potencia que va a exigir una recomposición radical por parte del cuerpo confrontado: el nuestro.
Por esta comprensión de la enfermedad como encuentro conflictivo entre dos seres vivos (pero ojo, conflicto que surge principalmente por la reacción de uno de ellos), pero sobre todo entre dos cuerpos, por la naturaleza material, carnal, del proceso, toda enfermedad va a parecer siempre venérea. Sin necesidad incluso de entrar en las dimensiones explícitamente sexuales de filmes como Videodrome o La mosca, su labor exhaustiva, la manera en que compromete el cuerpo en todos sus niveles, en que se manifiesta como algo vivo, real, un agente en verdad activo en una lucha cuerpo a cuerpo que genera hartos riesgos pero asimismo ciertos placeres, y cuya labor siempre es vista en un alto grado como fascinante (el entusiasmo y pasión de Brundle en este sentido son paradigmáticos), la evocación del contagio, y más concretamente del sexual, parece inevitable. Cronenberg se niega a ver lo que nos contagia, lo que nos afecta, incluso lo que nos mata, como simplemente negativo, y como mínimo siempre lo va a considerar apasionante.
    Acaso el mejor ejemplo lo ofrezca una de sus primeras y más esenciales películas, que por añadidura resulta ser, curiosamente, una involuntaria adaptación ballardiana. Cuando pensamos en pandemias, la película cronenbergiana de referencia es, evidentemente, Rabia. En ella, la víctima femenina de un accidente de moto (nada más y nada menos que Marilyn Chambers) es tratada con una técnica experimental en una clínica dermatológica que le lleva a generar un órgano nuevo situado debajo del sobaco consistente en una especie de vagina de la que emerge una suerte de pene afilado que bebe la sangre de sus víctimas al tiempo que les inocula una contagiosa rabia que derivará en devastadora pandemia canadiense (lo he puesto en una sola frase adrede). Rabia es una película excelente, además de la primera entre las suyas dotada de cierta sensibilidad melodramática (su clave es la articulación paralela del drama colectivo y el individual, donde de manera inusual es el primero causa del segundo), pero su pandemia, pese al insólito origen, presenta una clásica y nada ambigua violencia, se manifiesta como una fuerza puramente destructiva, y en ese aspecto hay que reconocer que su fuerza raya algo por debajo de otros filmes pandémicos de la época, como The crazies, de George A. Romero, o su antecedente más obvio, La noche de los muertos vivientes.
A mi juicio, la referencia obligada sería más bien su película anterior, Shivers, de 1975, el año de la publicación de Rascacielos, una de las novelas más importantes de Ballard (objeto de una mediocre adaptación reciente a cargo de Ben Wheatley), con la que ocupa gran familiaridad. En ambas, el interior de un gran edificio, más modesto en la película pero con idéntica vocación autosuficiente, se ve sacudido por una escalada de comportamientos transgresores (como poco) por parte de sus habitantes. En Ballard por supuesto el continente es la clave, mientras en el canadiense la motivación será más propia de la ciencia-ficción en variante terrorífica, unos parásitos creados por una especie de científico loco dedicado a la investigación en afrodisíacos (su propósito expreso debe sonarnos: “exterminar todo pensamiento racional”) y que, pese a su más que desagradable aspecto, transmiten a sus anfitriones un incremento salvaje de la libido, una absoluta desaparición de todo tipo de restricción, convirtiendo la relación sexual (en su acepción más expansiva) en medida de toda relación social. Las diferencias entre clases sociales no juegan el papel clave que ostentan en la novela, pero no por ello puede decirse que Cronenberg no acote socialmente su universo, formado por miembros de una clase media tirando a alta que permite por un lado una cierta posibilidad de identificación para los espectadores (el protagonista además es médico), pero por el otro una mayor conciencia de las normas sociales, que favorecerá la violencia del quiebre posterior. Además, la propuesta también bloquea lecturas ingenuas y superficiales (la lectura digamos “jipi”, que connotaría positivamente sin más matices la “liberación” libidinal) haciendo que la pasión de los contagiados no excluya la violencia: en la persecución de sus pasiones, pueden violar y matar; su liberación incluye (como sucede al virus activo) el no reconocimiento de la voluntad ajena. Como en Ballard, no se trata de una oposición simple entre eros y civilización, entre libido y represión, orden y liberación.
Igualmente, esa citada despreocupación por la voluntad ajena no puede considerarse falta de conciencia. Si bien la gravedad de los asesinatos es indudable, ¿quién puede negar que acaso en el ánimo invasivo de los “enfermos” no esté el contagiar de algo que se considera enteramente benigno, algo cuya supuesta nocividad no es tan fácil de defender como lo era la neutralización emocional de los Body snatchers de Siegel, por ejemplo? Al fin y al cabo, el protagonista, último “superviviente” por supuesto, es contagiado por su joven y bella amante mediante un beso, y el síntoma del contagio será… responderlo. En este sentido, quizás nada sea tan perturbador en Shivers como su final, donde vemos a los “locos” en calma, conduciendo sus coches al exterior, fuera del edificio, sin nada que permita distinguirlos, en aspecto o conducta, de la gente “normal”. Lo perturbador no es ya que extenderán el contagio, sino el descubrimiento de que son capaces de normalidad, y por lo tanto de táctica (esa apariencia les facilitará extender el contagio), y con ello de racionalidad. No son, como los zombis o locos de Romero, seres enteramente desbocados, no están follando o matando todo el rato, son capaces al contrario de calmarse por un momento, vestirse correctamente, subirse a un coche, conducirlo mediante movimientos coordinados y salir a ver mundo, aunque sea para expandirse. No son, pues, seres puramente irracionales, tampoco la dualidad racional/irracional juega aquí. De hecho, hay que recordar que a los personajes de Cronenberg, como a su autor, les suele gustar explicarse, y aunque Shivers sea una película poco prolija en este sentido (quizás por eso algunos la evocaron a raíz de Crash) ofrece un célebre momento de explicación, de “fundamento” por así decir de la enfermedad, el famoso parlamento que la enfermera-amante recita al médico y con el que nos damos cuenta de que ha sido contagiada (es decir, y esto es importante: descubrimos que está contagiada por lo que dice antes de por lo que hace):

“Anoche tuve un sueño muy perturbador. En él me encontraba haciendo el amor con un extraño, pero me resultaba difícil, ¿sabes? Porque está viejo y moribundo, huele mal y le encuentro repulsivo. Pero entonces me dice que todo es erótico. Que todo es sexual, ¿entiendes? Me dice que incluso la carne vieja es carne erótica. Que la enfermedad es el amor entre dos tipos de criaturas extrañas la una a la otra. Que incluso morir es un acto erótico. Que hablar es sexual. Que respirar es sexual. Que incluso la existencia física es sexual. Y yo le creo. Y hacemos el amor maravillosamente”.

Cronenberg dirá que su intención en Shivers no era otra que mostrar la enfermedad desde el punto de vista del virus. Un acontecimiento comprensiblemente feliz. Para el virus, el contagio es vida. Es su cuerpo cobrando vida en el encuentro con otro. Es la creación de un nuevo cuerpo por el contacto de dos. Es un proceso sexual, del cual nuestra carne es protagonista. Doble visión cronenbergiana: ver el horror de quien se contagia, pero ver la felicidad de la enfermedad trabajando. No obliterar el ángulo humano, pero no dejar que lo domine todo.
Se diría así que Cronenberg encuentra en el cuerpo, en la materia misma, el horror cósmico que propugnaba Lovecraft. Un horror biológico, como a veces se dice. Si para Lovecraft aquel suponía confrontar al ser humano a la amenaza del infinito, unas inmensidades para las cuales todo nuestro mundo, nuestra historia y civilizaciones eran menos que nada, Cronenberg encuentra esta indiferencia absoluta en el propio cuerpo, la materia carnal que nos constituye pero para la que nuestra conciencia es mero accidente, uno que puede ser además alterado, transformado y hasta eliminado con la mayor facilidad, mediante procesos que no son siquiera conscientes de nuestra existencia. El horror de lo cósmico no se encuentra en las criaturas que acechan en sus espacios infinitos, sino en lo absoluto de su indiferencia ante todo lo que para nosotros es todo, la indiferencia del infinito. Pero lo cierto es que tampoco somos nada para un virus, una bacteria, un parásito, solamente un mero vehículo de su promiscua voluptuosidad. La gripe, el SIDA, la sífilis, el COVID-19, la candidiasis, el cáncer… son tan cósmicamente indiferentes a nuestra civilización y conciencia como Nyarlathotep o Yog-Sothot… de hecho, sabemos todos bien hasta qué punto eran la materia y el cuerpo, propio y ajeno, lo que más horrorizaba a Lovecraft, y cómo trataba de sublimarlo mediante el tranquilizador recurso a esas profundidades cósmicas en el fondo tan reconocibles y poco perturbadoras (también civilizaciones, también legalidades… En las montañas de la locura es sobre todo un libro de historia).
Qué magnífica antropomorfización no deja entonces de ser la que emprende Shivers. Hasta qué punto no deja de mostrar la ambivalencia entre horror y fascinación, pues eso que nos destruye tal como éramos es visto como feliz, como triunfo del eros al que, en tanto ausente de conciencia, es igualmente ajeno. Hasta qué punto no deja de mostrarnos ese inexorable movimiento del protagonista ballardiano que camina irremisible hacia lo que le devora mientras reflexiona sobre ello y expone sus peligros, sin dejar por ello, más bien lográndolo, de hundirse más profundamente en el nuevo cuerpo, la nueva carne. Hasta qué punto no deja de mostrar cómo el propio displacer, la propia desaparición, deviene absoluto júbilo, de mostrar el profundo hambre de apocalipsis que anida en las capas más profundas del cultivo de lo fantástico, un deseo larvado de desaparición, de hundimiento en la inexistencia. La felicidad del virus es en el fondo la del individuo y la sociedad que sueñan su destrucción: el apocalipsis, fin último de toda fantasía, pero quién sabe si inicio indispensable de toda vida.
Al mismo tiempo, cómo no preguntarse sobre el sentido del “horror biológico”. Pues, ¿es en verdad en el cuerpo donde subyace el horror? ¿Es el cuerpo su fuente? Cronenberg, se diría, asocia vida y enfermedad, vida y muerte, y de ahí a que la vida mata, el aire mata, el hombre es un ser para la muerte y demás, hay un paso. Paso trivial que no da, al reconocer la alegría de la enfermedad, la felicidad del contagio, la aventura del cuerpo que cambia. Autor metafórico hasta la médula (aunque a mi me resulta más interesante en lo literal, es decir, entendiendo que La mosca no trata sobre la vejez sino sobre un tipo que se transforma en mosca), Cronenberg encuentra una enorme potencia en la reflexión sobre la enfermedad y la perturbación, esto es: en el contagio por lo otro y la conversión en otro, en la ruptura de todo aquello que consideramos nos configura, la identidad, la integridad de nuestros mundos y costumbres. Son así sus películas “psicológicas” (Dead ringers, Naked Lunch o M. Butterfly, por ejemplo) las que esclarecen más bien a la conciencia como origen del horror, tanto por sus ilusiones de unicidad e independencia como por su poder para crear su propia realidad. El cine de Cronenberg muestra que no hay mayor poder que el de la conciencia… hasta que aparece un bicho lo suficientemente fuerte para perturbar su orden. Nunca son la carne, ni la mujer, ni el otro los que acarrean los horrores de su cine, sino una reacción moral e identitaria que teme esa perturbación, que teme la transgresión y el cambio, y que se deja por ello regular por la rabia, el miedo o los códigos sociales. Es en la respuesta, no en el cuerpo, donde está el problema. Si la televisión puede ser la retina del ojo de la mente no es (solo) por un superpoder de la televisión, sino porque siempre vamos a estar conformados por mucho más que nuestro cuerpo (y no digamos nuestra mente), siempre vamos a ser un compuesto de materias y cuerpos diversos, nunca vamos a ser solo uno, nunca vamos a poder evitar esa enfermedad que es el más allá del sueño que somos.
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Para descargar el pdf: aquí. Un detallado y documentadísimo análisis del Crash! de Cokeliss a cargo de Simon Sellars, incluyendo link a la película, puede leerse en la imprescindible web Ballardian. Las declaraciones de J. G. Ballard sobre Cronenberg pueden encontrarse en el n° 504 de Cahiers du Cinéma, junto a una excelente entrevista con el cineasta (agradezco a José Luis Torrelavega el proporcionarme estos y otros materiales, de tanta utilidad, así como a Enrique Zapata). Pueden encontrarse declaraciones de Ballard a favor de la bomba atómica en varios lugares, pero en estos momentos solo logro recordar Guía del usuario para el nuevo milenio, donde también creo que habla sobre la película de Spielberg, si bien acaso a ese respecto lo mejor sea leer el capítulo respectivo de la memorable La bondad de las mujeres. He citado de memoria algunas declaraciones procedentes de Cronenberg por Cronenberg, libro de conversaciones con Chris Rodley que fue editado, eones ha y a desmesurado precio (que pagué de todas maneras), por Akal. Sobre la relación entre literatura y forma cinematográfica, recomiendo los audiocomentarios a Naked Lunch y Crash (sobre todo esta segunda, en la primera no sé qué pasó que se tira la mitad callado y no dice ni adiós). Las ideas de Lovecraft sobre el horror cósmico se expresan en el célebre El horror sobrenatural en la literatura, del que hay edición reciente en Valdemar. 

martes, 15 de mayo de 2018

Thomas Ligotti: una introducción (3 de 3)



    Si Thomas Ligotti piensa, con Schopenhauer, que “entre los bastidores de la vida existe algo pernicioso que convierte nuestro mundo en una pesadilla”, así la atmósfera propia del horror sobrenatural será creada por “cualquier cosa que sugiera una situación ominosa más allá de la que perciben nuestros sentidos y pueden comprender plenamente nuestras mentes” (CcEh, 227). En la visión de Ligotti, el buen cuento de horror sobrenatural siempre deja algo sin explicar, y esto en tanto lo ominoso siempre obedece a algo más esencial, algo que no se deja ver, figurar, hacer figura, ser concreto, nombre o rostro y cuerpo por muy imposibles que sean. Para Ligotti, es simple: si puedes explicarlo, no es sobrenatural. Aunque se trate de una historia de fantasmas, vampiros, monstruos, lo que sea, debe haber un horror que no se deja limitar a ello. La obra de Radcliffe, o El corazón de las tinieblas de Conrad no incluyen elementos sobrenaturales, y sin embargo Ligotti los incluye en el género debido a su atmósfera, que sí lo es, por las razones señaladas. Más allá del “enigma que jamás se desvela” (N, 26) subyace una realidad que nos excede, nos supera, inabarcable y por supuesto enemiga: lo poco que accedemos a vislumbrar nos contempla con ojos diabólicos. De hecho, si las obras de Radcliffe o Conrad sirven tan bien de ejemplo en La conspiración contra la especie humana es porque, al no contar historias sobrenaturales, muestran mejor aún el pavor ante la inmensidad de los bosques, los ríos, ante una naturaleza experimentada como misteriosa, impenetrable, amenazadora y perversa.  
    La elipsis inevitablemente deviene figura principal del relato de horror, llevado en Ligotti, incluso más aún que en Lovecraft, a extremos de total abstracción, precisamente los que permiten la alucinante recopilación de breves viñetas que componen la tercera parte de Noctuario, el ya citado “Cuaderno de la noche”, donde algunos de los textos se dirían reflexiones perturbadas de individuos desconocidos en una situación que nunca llegaremos a esclarecer ni en sus más nimios detalles. Pero la elipsis, como en Kafka, también es el medio ideal para mostrar hasta qué punto ignoramos las manos que dirigen nuestro destino: nunca conocemos al gestor de la ciudad, o llegamos a penetrar en los secretos presumiblemente terribles de la Quine Organization, presencia importante en la segunda parte de Teatro Grottesco. El fuera de campo, como diríamos en cine, es vasto e inabarcable, y excede a la conciencia humana en el sentido de que ni la naturaleza misma puede conocerlo, pues ella también es, al fin y al cabo, víctima (por supuesto la Quine Organization está dentro de la naturaleza, pero a esto hay que hacer dos matices: en “Nuestro supervisor provisional” las peculiares cualidades del tal supervisor pueden concitarnos graves sospechas, y además, ¿hasta qué punto no funciona la Quine Organization o los sistemas burocráticos o fabriles como metáforas a su vez, tal como antes hacían los monstruos, del universo que Ligotti quiere mostrarnos? El capitalismo, en este sentido, como las pesadillas, es la catástrofe en la vida que nos hace visible la catástrofe que es la vida). 
    Esta importancia de lo no mostrado es tan coherente y tan singular, que tiene peculiares consecuencias. La conclusión de “El prodigio de los sueños” puede permitir mostrarlo: allí, por un lado, descubierto por parte del espantado protagonista el olvido por él mismo convocado que le impedía entender los misteriosos signos que a su alrededor se disponían, comprende que va a morir inmediatamente. Ligotti refiere “las pisadas de hombre y bestia” que se escuchan al otro lado de la puerta de la biblioteca, pero también de “algo horrible e informe” que comienza “a arrastrarse emergiendo de las brumas, atravesando paredes y ventanas como si estas también estuvieran hechas de simple niebla”. Por un lado, Ligotti sugiere una mezcla de hombre y bestia que convoca una idea de muerte física brutal pero que no se describe en detalle (por ejemplo, qué bestia); por otro, un horror informe y casi abstracto. ¿Quién mata a Emerson (curioso apellido del protagonista): el hombre-bestia o el horror informe del que ignoramos toda descripción? Uno se escucha al otro lado de la puerta; el otro, de las ventanas. Ligotti no dice el lugar de entrada y ni siquiera dedica una frase al momento de la misma, que solo descubrimos por las palabras de Emerson. Finalmente, una única frase del narrador: “Y el dios, como un esclavo obediente, descendió sobre su víctima”. Con el término “dios” Ligotti expresa la magnificencia del ser que viene a matar a Emerson, pero sobre todo evita explicitar su procedencia y forma material. La ambigüedad es notable y en último término sirve para afianzar la única certeza: el espantoso dolor de la muerte del hombre, sus gritos fundidos con el griterío de los cisnes. Ligotti no solo lo ha dejado casi todo fuera sino que ha doblado al ser que destruye a Emerson creando así no solo enigma sino confusión. El horror se precipita inevitablemente pero su forma es inasible, no porque la descripción sea imposible, como en cierto Lovecraft, sino porque no se emprende siquiera. 
    Más aún, la singularidad de Ligotti procede de que generalmente no se muestra más porque lo que hay no es algo que haya que ver, precisamente. Al final de “El prodigio de los sueños” no hay nada importante que ver sino que entender, un mecanismo funesto de autocondena y olvido finalmente cumplido.  En el fondo, hay relatos de Ligotti que lo explican todo: “El Tsalal”, “Demente velada de expiación” (pese a su audaz y enigmático final), “La sombra, la oscuridad”. La reflexión y discursividad son centrales en la obra de Ligotti porque su horror, insisto, es ontológico: más que verlo, hay que entenderlo. Todo lo que veamos es mera metáfora de una verdad terrible, esencial, que no se deja resumir en forma alguna. En el arte de la sugerencia y la elipsis de Ligotti se juega en el fondo la comprensión del mundo en tanto mascarada del dolor como única certeza. El brutal final de “El Tsalal”, por ejemplo, es tanto más extremo por cuanto, al dejar Ligotti inexplorado el ritual canibalístico que lo concluye, no deja de manifestar con ello la irrelevancia en último término de tales dolores frente a las monumentales dimensiones de la catástrofe que siempre se avecina en sus relatos. 
    Dado que entre las cosas que podemos entender están el carácter maligno de la existencia, el sufrimiento como su principal cualidad y su absoluto sinsentido, sobremanera este tercer aspecto permite a Ligotti ir más lejos que nadie en el tensar la cuerda de sus atmósferas y sucesos permitiéndose entre otras cosas un notable sentido del humor. Muchas veces este procede de la descripción de sus paisajes humanos (donde destaco, como mis personales favoritos, el de la oficina de “Mi defensa de una acción punitiva” y los hilarantes artistas presentes en los relatos de la tercera parte de Teatro Grottesco), pero en otras, como “Atracción de feria y otros relatos” (un magnífico ejemplo por cierto de la capacidad de Ligotti para teorizar sobre su propia práctica) o “La marioneta payaso”, el humor surge del ridículo consustancial a dos cosas: nuestra vida, y las supuestas manifestaciones de lo siniestro, lo arcano, lo esotérico, etc. Toda revelación es patética en Ligotti, envuelta en no otra cosa que trivialidad. La suntuosidad y trascendentalidad de lo esotérico le produce visible desdén, tal como expresa nítidamente en “El orden de la ilusión”, sintético y espectacular cierre de Noctuario donde no hay mayor dolor que la imposibilidad humana de dar un sentido a lo que carece manifiestamente de ello sin que adopte la forma de parodia. Las muñecas rotas son más reveladoras que pentáculos, crucifijos y otros símbolos, y los escasos rituales son dejados en un riguroso y piadoso fueracampo del que solo extraemos lo esencial.
    Hay otro factor adicional: la estupidez consustancial a toda humanidad. Pero fundamentalmente, se trata en Ligotti de entender que toda ambición es ridícula, que toda esperanza es vana. Por ello, nada más cómico en su obra que los artistas, y por ello, como descubre el protagonista, entre los poderes del Teatro Grottesco (en el relato del mismo nombre) está el de poner fin a la actividad artística de sus miembros. No hay nada que hacer en el mundo de Ligotti, toda acción está abocada al fracaso o la irrelevancia en el mejor de los casos, y así la lucha es frecuentemente divertida, resulta ridícula y se hunde en el sinsentido contra el que lucha, razón por la cual el protagonista de “El orden de la ilusión”, firme creyente en el hecho de que no hay más revelación que la parodia de la misma, se encuentra con el patetismo y ridículo de su incapacidad para evitar la resignificación de todo aquello que toca, siendo finalmente la capacidad de significar la que deviene dolor (el dolor del signo): la parodia duele, su contrario también, y así no hay lugar para la lucha y el protagonista se deja hacer, se convierte en santón y vive el resto de sus días en el reino de la amargura y la mascarada.
    Las manifestaciones sobrenaturales devienen igualmente risibles, y ahí es difícil igualar la originalidad y riesgo del autor. Me permitiré explicarlo así: creo que no seremos pocos los que, viendo una película o leyendo una historia de terror, no hemos pensado: “¡vaya tontería!”. Muchas veces el terror raya el absurdo, nos resulta ridículo con sus fantasmas jugando al despiste, los psicópatas acechando cansinos durante horas, los zombis extenuantemente lentos… todos podemos pensar en muchos ejemplos. Ligotti consigue el más difícil todavía: los hechos que narran sus historias resultan generalmente absurdos, suelen ser risibles, y sin embargo es esto lo que los convierte en terroríficos. Porque el horror no necesita dar miedo, una de las grandes lecciones de su obra. Si en Seres extraños, la desconocida y extraordinaria película de Takashi Shimizu, el conmovedor personaje interpretado por Shinya Tsukamoto acababa descubriendo que el camino hacia el conocimiento sería iluminado por el terror, pues no se tiene miedo porque se ve sino que es el estar aterrorizado lo que permite ver, el terror el que permite una apertura perceptiva que nos hace permeables y conscientes de nuevas realidades, podríamos decir que a Ligotti este descubrimiento ni le va ni le viene.
    Porque lo importante es que es el horror el que nos mira a nosotros, queramos o no. El nos ve, nos domina, más aún: estamos hechos de horror. Dar miedo es una debilidad que los humanos trasladamos a un reino al que nada importamos, por ello es importante la escasa preocupación de Ligotti por aterrorizar a sus lectores. Constituyendo el ser mismo en toda su extensión, lo risible es la muestra de un horror dueño y señor de la existencia, que no tiene necesidad de manifestar su poder sobre nosotros aterrorizándonos. Lo que muestra “La marioneta payaso” es ridículo, puede dar risa (de hecho hay un gag con un yoyó de un atrevimiento difícil de creer): esa despreocupación es el mayor signo de su omnipotencia, de su poder infinito. Es el reino de lo grotesco: la transformación a la par risible y espantosa de la realidad, risible por terrible, terrible por risible. El hombre cuyo guiño suena como el diafragma de una cámara sonríe, y esa sonrisa es el signo de un espanto inasible y siempre triunfante.
    Tales dimensiones del espanto definen bien la dimensión de lo que Lovecraft denominaba “horror cósmico”. Los personajes de Ligotti extreman sin duda las cualidades de los protagonistas de las obras de Lovecraft o su también admirado Poe, pero el horror ahora es demasiado para que ser humano alguno lo soporte. La locura, el desmayo, la muerte, son pocas para Ligotti, que en Teatro Grottesco, como ya se dijo, describe una humanidad realmente en las últimas, histérica, cobarde, ruin, reducida a la sombra decadente de lo que una vez fue un sueño ilusorio. Es esto lo que permite a Ligotti llegar en ocasiones a prescindir prácticamente de la figura del protagonista, o ponerla en duda, o llevarla a diversos usos extraños, como los de varios relatos del citado “Cuaderno de la noche”, voces de no se sabe quién, o reducir a sus personajes a meros sujetos sufrientes de situaciones incomprensibles (“Las voces de los huesos”), aunque en ello puede entrar en sintonía con la corriente del horror moderno que incide sobre todo en los horrores de la psique o la fragmentación de la identidad y la conciencia, como en “Las ferias de gasolinera”, “El bungalow” y tantos otros. Más lejos irá en dos relatos singulares: en la conclusión de “Severini” las voces de protagonista y antagonista se funden alucinatoriamente en una sorprendente y enigmática lección de experimentación literaria donde las barreras espaciales, temporales y mentales desaparecen y la palabra parece devenir campo autónomo repentinamente consciente de sus poderes para trascender toda realidad descrita y mostrar toda conciencia como efecto, sedimento reconstruible y reconfigurable a capricho de poderes siempre ocultos.
    Pero a mi juicio la culminación de los poderes como autor literario de Ligotti se sintetizan en su mejor relato y, para un servidor, el que quizás sea el mejor relato de horror jamás escrito: “La Torre Roja”. Aquí, Ligotti no se cruza con el habitual Kafka sino si acaso con Roussel, en una historia que no es más que la descripción, alucinada y fascinada, de una misteriosa fábrica (otra vez) quizás abandonada, sin puertas ni ventanas, y sus sorprendentes líneas de producción. En la descripción detallada y detenida del lugar, en otro prodigioso uso de las sugerencias, las sospechas y los rumores, se acaba decantando una voz narradora que acabamos conociendo como un mero efecto de aquello que describe… y que nunca ha visto y quizá nadie haya visto nunca pero de lo que todos hablan y nunca nadie deja de hablar, reducida toda existencia humana a la especulación sobre los misterios de la fábrica misteriosa. El narrador es efecto de lo narrado y no vive más que para narrar: reducido a su voz, a su terror, Ligotti nos muestra como pocas veces se ha visto la desnudez absoluta de una humanidad reducida al simple pavor, en el fondo el resultado no ya solo de la Torre Roja sino de la propia literatura, la necesidad de que alguien hable y describa. A veces la literatura, el arte, tiene esos poderes: permitirnos creer que estamos destruyendo el mundo, o afirmándolo tal como en realidad es: el infierno que bastará pasar la página para ver reconfigurado, siempre renacido y único. Con la única esperanza de que algún día advenga la última página, tras la cual no basten ya las metáforas para disimular el dolor y nos decidamos a dejarnos de historias y destruir por fin, de la única manera en verdad posible, el mundo. 

miércoles, 9 de mayo de 2018

Thomas Ligotti: una introducción (2 de 3)


2: Donde no habita el olvido

    Recapitulemos. Ligotti hace literatura con mensaje: la existencia es sufrimiento, dolor, maldad. Mejor es la inexistencia. Todo La conspiración contra la especie humana está dedicado a la defensa de esta tesis: “para los pesimistas la vida es algo que no debería ser, lo que significa que lo que creen que debería ser es la ausencia de vida, la nada, el no ser, el vacío de lo increado” (CcEh, 61). Seguir cronológicamente la obra de Ligotti es asistir a la decantación progresiva de un mundo literario acorde con este pensamiento, donde la cordura existe apenas y la entropía parece haber tomado posesión de un mundo que no recuerda siquiera haber sido ajeno algún día al desastre. Aquí, la criatura lovecraftiana, los Primordiales, los seres que dominaban la naturaleza, se han hecho ellos mismos naturaleza. Su ser viscoso, tentacular, su realidad trémula y en último término incognoscible para nuestra conciencia impotente, es ahora la sustancia misma de toda materia, y aún de toda alma, pensamiento, etc. El edificio de “La escuela nocturna” se vuelve oleaginoso, líquido, y el cine de “Glamour” parece todo él, espectadores incluidos, un trenzado de cabellos viejos como un mar infinito de telarañas, dos realidades que parecen haber sido devoradas y regurgitadas dando lugar a nuevos espacios con nuevas reglas. El protagonista de “El Tsalal” genera transformaciones imposibles y desvela una realidad vulnerable en su misma configuración material. No es algo otro, Lo Otro, que amenaza; es la realidad misma, que accede a y desvela su naturaleza insoportable. Cada dimensión de la existencia se vuelve dudosa y así el ser tentacular e incognoscible lovecraftiano es ahora la realidad tentacular e incognoscible ligottiana. La pesadilla no se inicia en esta o aquella ciudad, en este o aquel pueblo, raza, subterráneo, etc. El protagonista ligottiano no descubre a ser o seres algunos terribles, pertenecientes a algún universo espantoso o rincón del mismo: descubre la verdad del universo mismo y aún de todo otro universo posible pues, insisto, el problema no es ya el universo sino la existencia, y por ello no hay más escapatoria que la muerte. ¿Posibilidad de iluminación? La encontramos en relatos como “Demente velada de expiación” o, sobre todo, “La sombra, la oscuridad”, conclusión de Teatro Grottesco, una suerte de iluminación budista: conciencia de la existencia como sufrimiento y anulación del ego a favor de la “negrura”.
    Nuestra mente no es una excepción: somos peleles con temblores donde debiera haber cerebros. Títeres sumidos en estructuras y tramas que no entendemos, lo que, curiosamente, convierte a Teatro Grottesco en ese libro donde Lovecraft y Kafka se encuentran y dan la mano, con algo vagamente parecido a la amistad. Como señalé en la entrada anterior, Kafka es un autor cercano al género de horror (o a la “ficción de lo extraño”, como más precisamente la denomina Ligotti en su prólogo a Noctuario), porque comparte con él un mismo universo, donde el ser humano es un títere sometido a los vaivenes y caprichos posiblemente sin sentido (no hay, en todo caso, posibilidad de experimentarlo de otro modo) de una maquinaria incomprensible que en todo nos supera. Si Machen había logrado vincular este universo a las grandes urbes de finales del siglo XIX (como puede verse en algunas de sus mejores obras, como el relato “La luz interior” o la novela Los tres impostores), Kafka lo hace con esa burocracia moderna que, en cierto modo, nace a la literatura con él, y que reaparece en algunos de los relatos más desopilantes de Teatro Grottesco (ejemplo: uno de los momentos más ejemplar y típicamente terroríficos de todo el libro sucede cuando un obrero fabril telefonea al supervisor de su fábrica para renunciar a su trabajo). Resulta tentador así postular a Ligotti como el autor de literatura de terror más inequívocamente ligado al capitalismo triunfante de nuestra época, el único sistema económico que ha conseguido ocupar la totalidad del planeta (y por favor, que nadie me venga diciendo que hay excepciones, intento hablar en serio). Su postura en ese sentido no es en absoluto ambigua: pocas veces se ha mostrado el horror inherente a tal sistema que en relatos como “Mi defensa de una acción punitiva” o “Nuestro supervisor provisional” (donde por cierto se niega a subestimar el papel de las fábricas, al contrario de ciertos marxismos occidentales de las últimas décadas). Pero me refiero sobre todo a la capacidad de concebir un horror que todo lo deglute y que acaba constituyendo, propiamente, todo lo que es. Lovecraft aún podía pensar en espacios inaccesibles para los miembros de su comunidad, para ese mundo al que era ajeno pero que sabía, en el fondo, el suyo. Ya no hay rincones inexplorados apenas y Ligotti llega a la conclusión lógica, pero mucho más elaborada y mucho menos fácil que la opción pluridimensional tan en boga actualmente, de derivar el horror al fondo de las cosas, de desarbolar conciencia, espacio, tiempo y materia (igualmente parece intentarlo Alan Moore, con sus no obstante mediocres narraciones lovecraftianas; más éxito tuvieron Michael de Luca y John Carpenter con la imprescindible In the mouth of madness). Más aún, la absoluta e inimaginable potencia y expansión del capitalismo ha hecho realidad, por primera vez en la historia de la especie humana, la existencia de un absoluto sin exterioridad, un sistema que no permite rincones ajenos a su poder. Recordemos que antes del capitalismo no existía literatura de terror salvo, si acaso, en la forma de cuentos populares, de objeto y mecanismos bien distintos. Antes, el absoluto lo ocupaba Dios o, para ciertos gnósticos caros a Lovecraft y Ligotti, el diablo. El capitalismo ha permitido, por primera vez, hacer realidad material la existencia de un absoluto y un universo cerrado. A mi juicio, esto hace posible el radical paso adelante ligottiano y su encuentro con las realidades del capitalismo contemporáneo.
    Este paso supone, además, que el horror se hace cotidiano. Y colectivo. Los relatos de Teatro Grottesco podrían tener lugar tras los finales de algunos relatos lovecraftianos, de tal modo que en “Nuestro supervisor provisional” la labor nombrada en el título es desempeñada por nada menos que una criatura lovecraftiana, un ser diríase vaporoso, o una sombra capaz de hacerse material, apenas vislumbrado a través de los cristales viselados de su despacho. Ante ello hay reacciones de horror, o mejor dicho de inquietud: el horror sería perder el trabajo. Más aún, el escenario realmente terrorífico que describe el relato está constituido por el extraño modo en que los obreros evolucionan a partir de ese momento hasta un estado de práctica esclavitud, sin afuera del trabajo, en una involución a condiciones laborales propias del siglo XIX que a todos debiera sonarnos mucho. Si Ligotti puede permitirse colocar a una criatura lovecraftiana como supervisor provisional de una fábrica es porque el horror, extendido a la totalidad de la realidad misma, llega a convertir a lo sobrenatural en trivial. Lo sobrenatural y el horror son la cotidianeidad del mundo ligottiano. Sus personajes están horrorizados o perplejos. Nadie se desmaya, porque hablamos de universos donde hay carros gigantes que recorren las calles recogiendo a los suicidas tal como caen los frutos de los árboles o donde un tipo desconocido, que nadie ha visto pero que carece del más mínimo conocimiento ortográfico, es capaz de convertir una ciudad entera en un extraño parque de atracciones en virtud de un poder que nadie sabe cómo se obtiene o quién otorga. Si el ruidismo nos enseña que no hay silencio y que todo sonido surge del sonido, Ligotti nos enseña que lo sobrenatural no es algo que aparezca (y mucho menos rompiéndolo) en un contexto natural y que el horror no es eso que irrumpe en nuestra plácida normalidad. Si lo sobrenatural “es la sensación de lo que no debería ser” (CcEh, 259), lo sobrenatural es todo lo que existe, porque existe, porque lo que debería ser es la inexistencia y no cabe por tanto otro sentimiento que el del horror allá donde hay vida. Hay horror porque, si hay algo, no puede haber otra cosa, es lo que existe como mínimo.
    Empezando en Noctuario y definitivamente en Teatro Grottesco, el mundo está en derrumbe, o mejor dicho: el mundo es aquello que es en derrumbe. En el primer relato de Teatro Grottesco, “Pureza”, la descripción que el protagonista nos hace de su universo familiar es delirante a más no poder, pero cuando sale de su casa descubrimos que el exterior está peor aún si cabe. Ese universo de casas derruidas, calles vacías, reuniones de gente en hoteles abandonados de barriadas semi-demolidas se hace constante, y su paisaje humano estará cortado a la medida: gente histérica, asustada, ruin y mezquina, invariablemente mediocre, derrotada y sin esperanza mayor que la de, si acaso, someter a sus semejantes.
    Esto lleva a otro rasgo llamativo: la experiencia colectiva del horror. Ciertamente no poseo un conocimiento exhaustivo del género, pero hasta donde llego tal suele estar centrado en experiencias individuales, de unos escasos personajes o de comunidades cerradas, dejando “afuera” al conjunto de la sociedad (sin duda hay excepciones, pienso por ejemplo en las películas Kairo y Retribution de Kiyoshi Kurosawa, o no pocos manga del gran Junji Ito). En Ligotti ciudades enteras pueden estar implicadas en un argumento, como sucede en “En una ciudad extranjera, en una tierra extranjera” o, en menor medida, la alucinada conclusión de “Las ferias de gasolinera”, e incluso ser el agente mismo del horror, como la temible “ciudad impostora” de “Nuevos rostros en la ciudad”, en Noctuario. En el relato que abre “En una ciudad…” podría no estar pasando nada, pero la estupidez, histerismo y miseria de sus habitantes se basta para construir horrores en cada momento. La importancia en Ligotti del rumor, los chismes, los intercambios orales de sus poblaciones decadentes (pero “normales”, comunes) muestra un hábitat donde no hay solo horror, no hay solo sufrimiento, sino también maldad y, sobre todo, sinsentido y estulticia. Raros son los personajes inteligentes. El ser humano ligottiano es una marioneta dominada total o casi totalmente por pasiones, manías, obsesiones, enfermedades (preferentemente estomacales: Ligotti, además de ansiedad crónica y anhedonia, padece síndrome de colon irritable), o por traumas, fuerzas, situaciones ante las que nada pueden hacer. El estado esencial del humano ligottiano es el padecimiento, la incapacidad de obrar, de hacer lo que sea y, si hacen algo, hacerlo generalmente mal. Uno de los resúmenes más divertidos de esto lo ofrece Ligotti en el impagable primer párrafo de “La marioneta payaso”:
Siempre había tenido la impresión de que mi existencia, simple y llanamente, consistía en el más atroz de los sinsentidos. Desde que tengo uso de razón, cada incidente y anhelo de mi vida sólo ha servido para perpetrar un episodio tras otro del más manifiesto sinsentido, todos ellos atrozmente absurdos. Desde cualquier perspectiva –íntimamente cercana, infinitamente remota, o cualquier punto intermedio–, parecía que todo fuera siempre un mero accidente insólito que ocurría a una velocidad dolorosamente lenta. En ocasiones, me he quedado sin aliento por el caos impecable, el sinsentido absolutamente perfecto de algún espectáculo que tenía lugar fuera de mí mismo, o en mi interior. Imágenes de formas y líneas retorcidas brotan en mi mente. Garabatos de un epiléptico mentalmente trastornado, me he repetido con frecuencia a mí mismo. Si pudiera hacer alguna salvedad a esta situación atrozmente disparatada que he descrito –y no haré ninguna–, esta sola excepción incluiría aquellas visitas que experimentaba muy de vez en cuando a lo largo de mi existencia y, en especial, una visita en concreto que tuvo lugar en la farmacia del señor Vizniak.
    Por supuesto, hemos de llamar la atención sobre ese “y no haré ninguna”, que casi se basta por sí solo para resumir la singularidad ligottiana. Lo que se nos va a contar es algo extraordinario, pero para su protagonista es un absurdo, un sinsentido más de su desarticulada existencia. Evidentemente, es distinto a otros sinsentidos de su vida, pero no tanto como para que merezca ser considerado algo excepcional. Una vez más: en Ligotti lo sobrenatural es trivial, porque es la norma. Si acaso, la situación que nos será relatada se diferencia por mor del suceso que ocurrirá a su término, pero en el fondo lo que allí se hace manifiesto poco aporta a la existencia reducida a la casi nada de su protagonista. Si acaso, lo que a nosotros nos muestra el relato en su conclusión es el fundamento último del pesimismo ligottiano: no el absurdo, sino el determinismo: que no somos en ningún sentido dueños de nuestras vidas, sino meros sujetos pasivos de las mismas, que nuestro destino es ajeno a nosotros, y tiene siempre la peor de las intenciones… que, aclaro, no es la muerte, sino la vida, pues en Ligotti, al contrario de Unamuno, lo trágico de la vida no es la certeza de la muerte, sino que la muerte siempre tarda demasiado en llegar. 

lunes, 30 de abril de 2018

Thomas Ligotti: una introducción (1 de 3)


a Dani, en eterno agradecimiento
1: ...a través de los ojos del Tsalal

   El género de terror, no pocas veces, es alivio del terror, no el pozo oscuro sino su sistema de drenaje. Convoca el pavor en nosotros, o cuando menos en sus protagonistas, solo para apaciguarlo después (y en muchas películas, si acaso, lanzarnos un insultante guiño final). Crea un malestar, o una amenaza más o menos terrible que finalmente es eliminada, siendo el resultado una purificación, un núcleo humano de uno o varios miembros mejorados tras la experiencia. Aunque sepamos que hay horrores en el mundo, sabemos ya que podemos afrontarlos y vencerlos. Salimos reforzados, y hasta más sanos, en cuerpo y alma. Lo que no te mata te hace más fuerte.
    Es muy otra la liga en que juega Thomas Ligotti. El más antiguo de los tres volúmenes de relatos que de él han sido publicados a día de hoy en castellano, Grimscribe. Vida y obras (1991), muestra a un inequívoco heredero de Lovecraft, con su universo de horror preternatural, su “suspensión o transgresión maligna y particular de esas leyes fijas de la naturaleza que son nuestra única salvaguardia frente a los ataques del caos y de los demonios de los espacios insondables” (tal como explicaba aquel en El horror en la literatura) y sus individuos morbosos obsesionados por aquello que indefectiblemente les llevará al encuentro de los aspectos más oscuros y siniestros de la existencia. Aunque algunos de sus relatos, como “La escuela nocturna” o “Glamour”, nos introducen en universos altamente extraños, realidades alteradas de las que no pareciera haber vuelta atrás (sintomáticamente, los dos conforman la tercera parte del libro, titulada “La voz del soñador”), podríamos decir que hay salida a esos horrores que Ligotti, y Lovecraft antes que él, nos descubrían: no entrar, no mirar, no caminar hacia la oscuridad. Aunque la paz equivalga a la ignorancia, es paz. Aunque los horrores mostrados nos digan que nada importamos en los cálculos eternos de la existencia, podemos no sufrir por ello, si no nos enteramos o incluso, echando mano de sangre fría, cinismo et al., no nos importa. Hay, pues, un afuera. ¿Que la humanidad desaparecerá y se hundirá en el olvido algún día? Puedo decidir que eso no me afecte, o puedo decidir no adentrarme en las tumbas, cavernas, poblados, calles, ciudades, etc., que Lovecraft, y ahora Ligotti, diseñan. Pese a todo, hay un afuera.
    Tímidamente, el extraordinario Noctuario (1994) comienza a afianzar un nihilismo radical apreciable en la creación de universos extraños percibidos no obstante con total normalidad por sus protagonistas (destacadamente en “El extraño diseño del maestro Rignolo”) o situaciones de las que no existe escapatoria alguna (“Demente velada de expiación”, en cierto modo un desarrollo lógico de las catástrofes colectivas expuestas en “Los místicos de Muellenburg” o “La sombra en el fondo del mundo”, del volumen anterior), y solo un relato tiene lugar en la más común normalidad, incluso entendida esta en un sentido genérico (“Conversaciones en una lengua muerta”, el más convencional pero, por eso mismo, el que más nítidamente permite ver el talento y personalidad como escritor de Ligotti, su gusto por el cuidado de la estructura, su preciso uso de la elipsis, su elegante y maligno sentido del humor). El libro no en vano culmina en una memorable tercera parte, “Cuaderno de la noche”, formada por brevísimos relatos de entre 2 y 4 páginas que, si bien no únicos en la historia del género (su origen podría encontrarse en algunos equivalentes de Lovecraft como “Nyarlathotep”, “Azathot” o “Lo que trae la Luna”), muestran de manera extremadamente concentrada y sintética, en un maridaje perfecto entre narración, ensayo y poesía en prosa, el triunfo absoluto de un universo compuesto por el horror mismo como única materia y una existencia entendida como catástrofe, sinsentido y malignidad absolutas de las que no hay otra escapatoria que, claro está, la inexistencia.   
    Hasta donde nos permite saber la obra disponible en castellano de Ligotti, este desarrollo culminará en todo su esplendor en una obra cumbre, del autor y del género: Teatro Grottesco (2006). En los relatos de esta colección, no hay afuera alguno. Si acaso, hay grados de horror, grados de desastre, pero de ninguna manera un exterior a un horror que es el de la existencia misma.
    Con razón hay quien ha hablado en Ligotti de “horror ontológico”. Cuando en los relatos de Lovecraft se elogia (todo lo que puede llegar a elogiarse algo en Lovecraft, claro está) la ignorancia, como en la célebre apertura de “La llamada de Ctulhu” que precisamente Ligotti cita en su ensayo La conspiración contra la especie humana (2010), esa ignorancia es histórica y, si acaso, espacial: ignoramos lo que hubo antes, lo que habrá después, y lo que hay en este momento en otros, en ciertos sitios. Cierto es, y Ligotti aporta pruebas de ello en su ensayo, que para Lovecraft esto era el signo de una conciencia pesimista, próxima al gnosticismo, acerca de la existencia (lo que Cirlot, hablando del mismo autor, definía como “enfermedad gnóstica”: “las ideas de omnipresencia del Mal, de necesidad de evasión y el sentimiento de radical extranjería en la tierra”). Pero este horror fue por él expresado de forma metafórica, convertido en seres y hechos concretos, traspasado a una historia y espacio concretos. Lovecraft sería así un notable ejemplo de la naturaleza paradójica que Ligotti encuentra en el horror sobrenatural: “al transformar los suplicios naturales en sobrenaturales encontramos la fuerza para afirmar y negar simultáneamente su horror, para saborearlos y sufrirlos al mismo tiempo” (CcEh, p. 119).
    No es que la obra de Ligotti sea ajena a este carácter paradójico, consustancial al género como él mismo afirma, pero lo metafórico se reduce casi al mínimo, a favor de “un mundo esencialmente compuesto de tonos grises sobre un fondo de negrura” (TG, 156), una abstracción que en ocasiones se expresa mejor a través de largas disquisiciones introspectivas (“El bungalow”) o la más directa reflexión teórica (“La sombra, la oscuridad”). Si en “La última fiesta de Arlequín”, relato inicial de Grimscribe dedicado a Lovecraft y manifiestamente inspirado en “La sombra sobre Innsmouth”, la decadente y misteriosa ciudad de Mirocaw se encuentra en unos EEUU normales y corrientes, y es el protagonista el que abandona su normalidad universitaria para adentrarse por voluntad propia en ese nuevo espacio enigmático y siniestro, en los relatos de Teatro Grottesco no existe normalidad alguna: todo está poseído por o, mejor dicho, es una pura pesadilla, esencialmente constituida como un sinsentido maligno, de tal modo que no hay lugar ni ser alguno ajeno a la destrucción, la decadencia, la locura, la maldad o la miseria y, en consecuencia, no son pocos los personajes que marchan a otros lugares solo para encontrar el mismo sinsentido (“El gestor de la ciudad”, “La marioneta payaso”…).
    Ligotti es uno de esos autores para los cuales el horror no se define tanto por una tipología, unos escenarios, un tipo de acontecimientos concretos y una respuesta específica del lector (aunque no cabe duda de que los tiene muy en cuenta para articularlos a su muy particular manera), cuanto por un contenido específico, algo que decir y mostrar. Para Ligotti el horror, fundamentalmente, es ese género que nos muestra que somos títeres perennemente zarandeados por fuerzas que nos superan; el horror es una estructura, un engranaje, una máquina imposible de entender más allá del hecho de que ella nos maneja en todo momento y que sus intenciones no son en absoluto benignas (por eso, en virtud de estos contenidos o engranajes, el horror puede relacionarse sin conflicto con otros géneros, como por ejemplo la comedia, muy presente en Ligotti así como en otro autor próximo al género: Kafka). La gran literatura de horror, desesperadamente determinista, no nos dice otra cosa. Puede haber ambivalencias, pero son inexistentes en Ligotti.
    Tomemos un relato de Noctuario, “El ángel de la señora Rinaldi”. Si observamos cierto Machen (Un fragmento de vida, “Un chico listo”), el horror allí es fruto de la mirada reprimida por la normalidad limitante y destructiva que todos habitamos, nuestra incapacidad aprendida para ver más allá y atrevernos a atravesar los límites artificialmente construidos alrededor de nuestras sociedades enfermas, mientras que en Ligotti todo estado que nos inunda de oscuridad, de “negrura”, permite no otra cosa que el acceso a la verdad, y así el protagonista, un niño aterrorizado por insoportables pesadillas que le privan del sueño y las energías que procura el descanso, observa no obstante los beneficios de tal tortura: “la terrible opulencia del sueño, un mundo rico y henchido alimentado de la extenuación de la carne. El mundo, de hecho, tal como es. En comparación, cualquier otra esfera me parecía una ausencia, como mucho un lapso en el fértil cementerio de la vida” (N, 87). En parte, es esto lo que, una vez “curado” por la señora Rinaldi y su “ángel”, acaba llevando al niño a permitir el retorno de las pesadillas, a dejarlas invadirle de nuevo. La oscuridad, la negrura, se busca porque en ella está la verdad de nuestra existencia, no hay otro conocimiento posible. Por supuesto, para la señora Rinaldi los sueños nos alejan de la verdad, pero el conjunto de relatos del autor, así como su citado ensayo y el mismísimo prólogo de Noctuario [“La pesadilla sirve principalmente para impartir una mayor conciencia de lo que significa estar despierto” (N, 25)], nos muestran inequívocamente la posición del mismo, coincidente con la del protagonista.
    Pero podría objetarse a lo dicho que al fin y al cabo se trata de pesadillas, los “sueños malos”, como podríamos llamarlos. El papel de los sueños en la literatura de terror fue trabajado a conciencia por H. P. Lovecraft en numerosos relatos. En su obra, si bien los sueños abren a veces las puertas a espantosos seres y descubrimientos, más frecuentemente suponen la única escapatoria posible a una vida que es terrible y no puede ser de otro modo. En “El ángel de la señora Rinaldi”, sin embargo, el problema no reside en las pesadillas sino en los sueños mismos, que son definidos como “parásitos… gusanos de la mente y el alma que se alimentan de la mente y el alma como los gusanos ordinarios se alimentan de la carne”, tal como la señora Rinaldi explica al niño: “al alimentarse de la mente y el alma también devoran el cuerpo, lo cual a su vez afecta de nuevo a la mente y el alma, y así hasta causar la muerte”. Los sueños (no las pesadillas, que serían más bien las que nos permiten vislumbrar el verdadero rostro del sueño) “se apoderan de tu mundo y lo consumen. Desgastan tu rostro y los rostros de las cosas que conoces: usan las cosas que son tuyas a su propia manera”. Los sueños transforman, deforman, nos muestran la profunda falta de firmeza de todo lo que es [igualmente, en el relato siguiente, “El Tsalal”, por los sueños accede primeramente el niño a su esencia “impía”, como diríamos lovecraftianamente, y a ese Tsalal o Bestia que todo puede alterarlo, “el gran corrector de lo visible y lo invisible, lo conocido y lo desconocido”, para el que “todas las cosas que vemos y conocemos no son más que vasijas vacías en las que la bestia derramará una nueva tintura y así cambiará el aspecto de la tierra, alterando las propias sombras, otorgando un extraño color a nuestros días y nuestras noches, convirtiendo el día en noche, de forma que soñamos mientras estamos despiertos y jamás podremos volver a dormir" (N, 110-111)], y además son parásitos que nos devoran y consumen hasta la muerte, “nos arrebatan el tiempo que hubiera podido otorgarnos la inmortalidad. Nos corrompen de todas las maneras posibles, abduciéndonos de las filas de los ángeles de las que hubiéramos podido formar parte, puros y sosegados y eternos” (N, 90-91).
    Se puede ver así cómo Ligotti es un autor tan radical en su depuración del género que es capaz de convertir a Lovecraft en un jipi bienintencionado (por supuesto exagero): si en el ermitaño de Providence los sueños son la última esperanza, en Ligotti son parásitos que nos devoran, nos torturan, y si suponen alguna esperanza es solo en el sentido de que limitan nuestros años de vida y, por tanto, si no fuera por ellos seríamos inmortales y en consecuencia eternamente desgraciados.
    Existe otra vía de esperanza en Lovecraft, amarga pero efectiva: el olvido, la inconsciencia. La evolución de Ligotti le lleva a negarla también, aunque ya en el temprano Grimscribe, en “El prodigio de los sueños”, el olvido es el simple mecanismo de auto-protección que un pobre hombre despliega para no ser consciente de la terrible condena que él mismo convocó para sí, la espantosa muerte que él mismo diseñó.
    La culminación en todo caso se encuentra en ese Teatro Grottesco donde nadie puede escapar a un horror que constituye la cotidianeidad y el espacio mismo que todos habitamos. Lo veremos la semana que viene.
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    La primera traducción de Thomas Ligotti al castellano fue La fábrica de pesadillas, un volumen que recogía relatos de sus tres primeros libros y que no he leído, editado la década pasada por La Factoría de Ideas. Actualmente, las cuatro obras aquí citadas del autor están editadas por Valdemar. Esperemos que lleguen más.
    Por su parte, el luminoso Un fragmento de vida, de Arthur Machen, está editado por Siruela. "Un chico listo" puede leerse en la antología de relatos más amplia hasta el momento del autor, El gran dios Pan y otros relatos de terror, editada por Valdemar, a cuyos editores imploro de rodillas traduzcan más a este autor, mi personal predilecto del género y el menos traducido. Una edición como la de narrativa completa de Lovecraft (en cuyo volumen primero puede leerse "La llamada de Cthulu", también aquí referido) no estaría mal. 
    La cita de El horror en la literatura de Lovecraft procede de la edición de bolsillo en Alianza, p. 11, y la de Cirlot de "El pensamiento de Lovecraft", incluido en la antología de artículos Confidencias literarias, Huerga y Fierro, p. 131.
    El documento para descarga en pdf que habitualmente suelo incluir en el encabezado de cada entrada, será publicado cuando concluya la serie, con las tres entregas que la forman.