a Dani, en eterno agradecimiento
1: ...a través de los ojos del Tsalal
El género de terror, no pocas
veces, es alivio del terror, no el pozo oscuro sino su sistema de drenaje. Convoca
el pavor en nosotros, o cuando menos en sus protagonistas, solo para
apaciguarlo después (y en muchas películas, si acaso, lanzarnos un insultante
guiño final). Crea un malestar, o una amenaza más o menos terrible que
finalmente es eliminada, siendo el resultado una purificación, un núcleo humano
de uno o varios miembros mejorados tras la experiencia. Aunque sepamos que hay
horrores en el mundo, sabemos ya que podemos afrontarlos y vencerlos. Salimos
reforzados, y hasta más sanos, en cuerpo y alma. Lo que no te mata te hace más
fuerte.
Es muy otra la liga en que
juega Thomas Ligotti. El más antiguo de los tres volúmenes de relatos que de él
han sido publicados a día de hoy en castellano, Grimscribe. Vida y obras (1991), muestra a un inequívoco heredero
de Lovecraft, con su universo de horror preternatural, su “suspensión o
transgresión maligna y particular de esas leyes fijas de la naturaleza que son
nuestra única salvaguardia frente a los ataques del caos y de los demonios de
los espacios insondables” (tal como explicaba aquel en El horror en la literatura) y sus individuos morbosos obsesionados
por aquello que indefectiblemente les llevará al encuentro de los aspectos más
oscuros y siniestros de la existencia. Aunque algunos de sus relatos, como “La
escuela nocturna” o “Glamour”, nos introducen en universos altamente extraños,
realidades alteradas de las que no pareciera haber vuelta atrás
(sintomáticamente, los dos conforman la tercera parte del libro, titulada “La
voz del soñador”), podríamos decir que hay salida a esos horrores que Ligotti,
y Lovecraft antes que él, nos descubrían: no entrar, no mirar, no caminar hacia
la oscuridad. Aunque la paz equivalga a la ignorancia, es paz. Aunque los
horrores mostrados nos digan que nada importamos en los cálculos eternos de la
existencia, podemos no sufrir por ello, si no nos enteramos o incluso, echando
mano de sangre fría, cinismo et al., no
nos importa. Hay, pues, un afuera. ¿Que la humanidad desaparecerá y se hundirá
en el olvido algún día? Puedo decidir que eso no me afecte, o puedo decidir no
adentrarme en las tumbas, cavernas, poblados, calles, ciudades, etc., que
Lovecraft, y ahora Ligotti, diseñan. Pese a todo, hay un afuera.
Tímidamente, el
extraordinario Noctuario (1994) comienza
a afianzar un nihilismo radical apreciable en la creación de universos extraños
percibidos no obstante con total normalidad por sus protagonistas (destacadamente
en “El extraño diseño del maestro Rignolo”) o situaciones de las que no existe
escapatoria alguna (“Demente velada de expiación”, en cierto modo un desarrollo
lógico de las catástrofes colectivas expuestas en “Los místicos de Muellenburg”
o “La sombra en el fondo del mundo”, del volumen anterior), y solo un relato
tiene lugar en la más común normalidad, incluso entendida esta en un sentido
genérico (“Conversaciones en una lengua muerta”, el más convencional pero, por
eso mismo, el que más nítidamente permite ver el talento y personalidad como
escritor de Ligotti, su gusto por el cuidado de la estructura, su preciso uso
de la elipsis, su elegante y maligno sentido del humor). El libro no en vano
culmina en una memorable tercera parte, “Cuaderno de la noche”, formada por
brevísimos relatos de entre 2 y 4 páginas que, si bien no únicos en la historia
del género (su origen podría encontrarse en algunos equivalentes de Lovecraft
como “Nyarlathotep”, “Azathot” o “Lo que trae la Luna”), muestran de manera
extremadamente concentrada y sintética, en un maridaje perfecto entre
narración, ensayo y poesía en prosa, el triunfo absoluto de un universo compuesto
por el horror mismo como única materia y una existencia entendida como
catástrofe, sinsentido y malignidad absolutas de las que no hay otra escapatoria
que, claro está, la inexistencia.
Hasta donde nos permite
saber la obra disponible en castellano de Ligotti, este desarrollo culminará en
todo su esplendor en una obra cumbre, del autor y del género: Teatro Grottesco (2006). En los relatos
de esta colección, no hay afuera alguno. Si acaso, hay grados de horror, grados
de desastre, pero de ninguna manera un exterior a un horror que es el de la
existencia misma.
Con razón hay quien ha
hablado en Ligotti de “horror ontológico”. Cuando en los relatos de Lovecraft
se elogia (todo lo que puede llegar a elogiarse algo en Lovecraft, claro está)
la ignorancia, como en la célebre apertura de “La llamada de Ctulhu” que
precisamente Ligotti cita en su ensayo La
conspiración contra la especie humana (2010), esa ignorancia es histórica
y, si acaso, espacial: ignoramos lo que hubo antes, lo que habrá después, y lo
que hay en este momento en otros, en ciertos sitios. Cierto es, y Ligotti
aporta pruebas de ello en su ensayo, que para Lovecraft esto era el signo de
una conciencia pesimista, próxima al gnosticismo, acerca de la existencia (lo
que Cirlot, hablando del mismo autor, definía como “enfermedad gnóstica”: “las
ideas de omnipresencia del Mal, de necesidad de evasión y el sentimiento de radical extranjería en la tierra”). Pero
este horror fue por él expresado de forma metafórica, convertido en seres y
hechos concretos, traspasado a una historia y espacio concretos. Lovecraft
sería así un notable ejemplo de la naturaleza paradójica que Ligotti encuentra
en el horror sobrenatural: “al transformar los suplicios naturales en
sobrenaturales encontramos la fuerza para afirmar y negar simultáneamente su
horror, para saborearlos y sufrirlos al mismo tiempo” (CcEh, p. 119).
No es que la obra de
Ligotti sea ajena a este carácter paradójico, consustancial al género como él
mismo afirma, pero lo metafórico se reduce casi al mínimo, a favor de “un mundo
esencialmente compuesto de tonos grises sobre un fondo de negrura” (TG, 156),
una abstracción que en ocasiones se expresa mejor a través de largas
disquisiciones introspectivas (“El bungalow”) o la más directa reflexión teórica
(“La sombra, la oscuridad”). Si en “La última fiesta de Arlequín”, relato
inicial de Grimscribe dedicado a
Lovecraft y manifiestamente inspirado en “La sombra sobre Innsmouth”, la
decadente y misteriosa ciudad de Mirocaw se encuentra en unos EEUU normales y
corrientes, y es el protagonista el que abandona su normalidad universitaria para
adentrarse por voluntad propia en ese nuevo espacio enigmático y siniestro, en
los relatos de Teatro Grottesco no
existe normalidad alguna: todo está poseído por o, mejor dicho, es una pura
pesadilla, esencialmente constituida como un sinsentido maligno, de tal modo
que no hay lugar ni ser alguno ajeno a la destrucción, la decadencia, la
locura, la maldad o la miseria y, en consecuencia, no son pocos los personajes
que marchan a otros lugares solo para encontrar el mismo sinsentido (“El gestor
de la ciudad”, “La marioneta payaso”…).
Ligotti es uno de esos
autores para los cuales el horror no se define tanto por una tipología, unos
escenarios, un tipo de acontecimientos concretos y una respuesta específica del
lector (aunque no cabe duda de que los tiene muy en cuenta para
articularlos a su muy particular manera), cuanto por un contenido específico,
algo que decir y mostrar. Para Ligotti el horror, fundamentalmente, es ese
género que nos muestra que somos títeres perennemente zarandeados por fuerzas
que nos superan; el horror es una estructura, un engranaje, una máquina imposible de entender
más allá del hecho de que ella nos maneja en todo momento y que sus intenciones
no son en absoluto benignas (por eso, en virtud de estos contenidos o engranajes, el horror
puede relacionarse sin conflicto con otros géneros, como por ejemplo la comedia,
muy presente en Ligotti así como en otro autor próximo al género: Kafka). La
gran literatura de horror, desesperadamente determinista, no nos dice otra cosa.
Puede haber ambivalencias, pero son inexistentes en Ligotti.
Tomemos un relato de Noctuario, “El ángel de la señora
Rinaldi”. Si observamos cierto Machen (Un
fragmento de vida, “Un chico listo”), el horror allí es fruto de la mirada
reprimida por la normalidad limitante y destructiva que todos habitamos,
nuestra incapacidad aprendida para ver más allá y atrevernos a atravesar los
límites artificialmente construidos alrededor de nuestras sociedades enfermas,
mientras que en Ligotti todo estado que nos inunda de oscuridad, de “negrura”,
permite no otra cosa que el acceso a la verdad, y así el protagonista, un niño aterrorizado
por insoportables pesadillas que le privan del sueño y las energías que procura
el descanso, observa no obstante los beneficios de tal tortura: “la terrible
opulencia del sueño, un mundo rico y henchido alimentado de la extenuación de
la carne. El mundo, de hecho, tal como es.
En comparación, cualquier otra esfera me parecía una ausencia, como mucho un
lapso en el fértil cementerio de la vida” (N, 87). En parte, es esto lo que,
una vez “curado” por la señora Rinaldi y su “ángel”, acaba llevando al niño a permitir
el retorno de las pesadillas, a dejarlas invadirle de nuevo. La oscuridad, la
negrura, se busca porque en ella está la verdad de nuestra existencia, no hay
otro conocimiento posible. Por supuesto, para la señora Rinaldi los sueños nos
alejan de la verdad, pero el conjunto de relatos del autor, así como su citado
ensayo y el mismísimo prólogo de Noctuario
[“La pesadilla sirve principalmente para impartir una mayor conciencia de lo que
significa estar despierto” (N, 25)], nos muestran inequívocamente la posición
del mismo, coincidente con la del protagonista.
Pero podría objetarse a lo
dicho que al fin y al cabo se trata de pesadillas, los “sueños malos”, como
podríamos llamarlos. El papel de los sueños en la literatura de terror fue trabajado
a conciencia por H. P. Lovecraft en numerosos relatos. En su obra, si bien los
sueños abren a veces las puertas a espantosos seres y descubrimientos, más
frecuentemente suponen la única escapatoria posible a una vida que es terrible
y no puede ser de otro modo. En “El ángel de la señora Rinaldi”, sin embargo, el
problema no reside en las pesadillas sino en los sueños mismos, que son
definidos como “parásitos… gusanos de la mente y el alma que se alimentan de la
mente y el alma como los gusanos ordinarios se alimentan de la carne”, tal como
la señora Rinaldi explica al niño: “al alimentarse de la mente y el alma también
devoran el cuerpo, lo cual a su vez afecta de nuevo a la mente y el alma, y así
hasta causar la muerte”. Los sueños (no las pesadillas, que serían más bien las
que nos permiten vislumbrar el verdadero rostro del sueño) “se apoderan de tu
mundo y lo consumen. Desgastan tu rostro y los rostros de las cosas que
conoces: usan las cosas que son tuyas a su propia manera”. Los sueños
transforman, deforman, nos muestran la profunda falta de firmeza de todo lo que
es [igualmente, en el relato siguiente, “El Tsalal”, por los sueños accede
primeramente el niño a su esencia “impía”, como diríamos lovecraftianamente, y
a ese Tsalal o Bestia que todo puede alterarlo, “el gran corrector de lo
visible y lo invisible, lo conocido y lo desconocido”, para el que “todas las
cosas que vemos y conocemos no son más que vasijas vacías en las que la bestia
derramará una nueva tintura y así cambiará el aspecto de la tierra, alterando
las propias sombras, otorgando un extraño color a nuestros días y nuestras
noches, convirtiendo el día en noche,
de forma que soñamos mientras estamos despiertos y jamás podremos volver a
dormir" (N, 110-111)], y además son parásitos que nos devoran y
consumen hasta la muerte, “nos arrebatan el tiempo que hubiera podido
otorgarnos la inmortalidad. Nos corrompen de
todas las maneras posibles, abduciéndonos de las filas de los ángeles de
las que hubiéramos podido formar parte, puros y sosegados y eternos” (N, 90-91).
Se puede ver así cómo
Ligotti es un autor tan radical en su depuración del género que es capaz de
convertir a Lovecraft en un jipi bienintencionado (por supuesto exagero): si en
el ermitaño de Providence los sueños son la última esperanza, en Ligotti son
parásitos que nos devoran, nos torturan, y si suponen alguna esperanza es solo
en el sentido de que limitan nuestros años de vida y, por tanto, si no fuera
por ellos seríamos inmortales y en consecuencia eternamente desgraciados.
Existe otra vía de
esperanza en Lovecraft, amarga pero efectiva: el olvido, la inconsciencia. La
evolución de Ligotti le lleva a negarla también, aunque ya en el temprano Grimscribe, en “El prodigio de los
sueños”, el olvido es el simple mecanismo de auto-protección que un pobre
hombre despliega para no ser consciente de la terrible condena que él mismo
convocó para sí, la espantosa muerte que él mismo diseñó.
La culminación en todo caso
se encuentra en ese Teatro Grottesco
donde nadie puede escapar a un horror que constituye la cotidianeidad y el
espacio mismo que todos habitamos. Lo veremos la semana que viene.
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La primera traducción de Thomas Ligotti al castellano fue La fábrica de pesadillas, un volumen que recogía relatos de sus tres primeros libros y que no he leído, editado la década pasada por La Factoría de Ideas. Actualmente, las cuatro obras aquí citadas del autor están editadas por Valdemar. Esperemos que lleguen más.
Por su parte, el luminoso Un fragmento de vida, de Arthur Machen, está editado por Siruela. "Un chico listo" puede leerse en la antología de relatos más amplia hasta el momento del autor, El gran dios Pan y otros relatos de terror, editada por Valdemar, a cuyos editores imploro de rodillas traduzcan más a este autor, mi personal predilecto del género y el menos traducido. Una edición como la de narrativa completa de Lovecraft (en cuyo volumen primero puede leerse "La llamada de Cthulu", también aquí referido) no estaría mal.
La cita de El horror en la literatura de Lovecraft procede de la edición de bolsillo en Alianza, p. 11, y la de Cirlot de "El pensamiento de Lovecraft", incluido en la antología de artículos Confidencias literarias, Huerga y Fierro, p. 131.
El documento para descarga en pdf que habitualmente suelo incluir en el encabezado de cada entrada, será publicado cuando concluya la serie, con las tres entregas que la forman.
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