viernes, 14 de mayo de 2021

La mirada paralizante

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En mi colegio, como en todos los colegios, había un matón. En todas las películas hay un matón en los colegios, pero en ninguna he visto un matón como este. Porque este, era bizco.

El hijoputa era bajo, y ancho como un mueble. Nos podía a todos. Tenía el aura añadida de aquellos que repiten desde tiempos inmemoriales. Pero su poder mayor residía en su máximo defecto. Por él sus amenazas detenían a un aula entera.

- ¡Oye, tú!

Gritaba esto con su voz grave y rotunda, plantado como pilar de granito, mirando en tu dirección. Pero aquella mirada paraba el mundo. Cada ojo miraba a un lado barriendo el espacio entero, panóptico de un solo cuerpo. Era una mirada amenazante, pero que impedía precisar el amenazado, permitiendo así que el terror se compartiera democráticamente. Todos en su radio de acción quedábamos paralizados por miedo de desairar la voz intimidatoria, pero como nadie decía nada el pavor era mayor aún, pues sin duda un acusado había, y en su ignorancia no estaba respondiendo, con el riesgo de asesinato consecuente.

Además, por supuesto, por mucho que hubiera un señalado, allí nadie había hecho nada.

- ¡A ti te hablo, payaso!

El segundo grito motivaba en nosotros, inocentes temerosos de dios, un leve, cuidadoso, sutil movimiento general, una mínima activación corporal que denotara que respondíamos a su llamada, con inquietud, pero respondíamos. Pero nadie decía esta boca es mía, por temor de ser, además de cobarde, imbécil.

Llevo décadas mirando películas, y aún me sorprendo de que a nadie se le haya ocurrido crear un matón bizco. Llevo su recuerdo como quien lleva un tesoro que me entregará el mundo, si se lo ofrezco. Pero no creo que haga películas de colegios ya, así que aquí lo entrego, para quien sea más listo.

De niño y adolescente fui cobarde en todo, incluyendo los enfrentamientos físicos. Hoy creo no serlo para esto, pero tampoco he tenido oportunidad de comprobarlo.

Un día, jugando a un videojuego en un bar, antes de mis clases de inglés a la hora de la merienda, un niño desconocido me pidió un trozo de palmera.

Aquellas palmeras eran mi felicidad de cada día: eran anchas, suaves, esponjosas, cubiertas de chocolate, y entre este y el hojaldre, una leve capa de nata.

Por supuesto, por los cojones le iba a dar palmera.

Opté por ignorarle y observar a mi colega reventar marcianos. Pero el otro insistía.

Este otro tenía un parecido alarmante al malo de Operación USA, película que me sabía de memoria, y en consecuencia intentó pegarme, cosa que hizo de manera curiosa: puso su cabeza contra mi pecho y me golpeó en el estómago a gran velocidad y a dos manos. Lo recuerdo tan bien por dos razones: primero, el modo me recordó al de James Cagney en una película que no identifico pero que diría de principios de los 30, y de niño me había llamado la atención por la ausencia del sonido de los golpes de las películas de karatecas; había algo infantil en esos golpes de Cagney, aunque ello no le hiciera menos peligroso. La segunda razón para el recuerdo: juro que no me invento que no sentí los golpes. Era como si apenas me tocara. Sentía la presión de los puños, pero no había daño alguno; en eso, nuevamente, se aproximaba a la impresión que, a mis ojos, generó un día el gran actor.

No me hacía daño pero me cortaba el camino, y la situación en sí no molaba. Me empecé a poner nervioso. Me descolgué por un brazo la mochila y blandiéndola con el otro le golpeé con ella. Aproveché su sorpresa para salir corriendo.

Mi odio a los deportes siempre fue lucido con orgullo, tanto más porque corría a una velocidad pasmosa. No me alcanzaban ni los perros. Escapé sin ningún problema.

Pero de niño, además de cobarde era tonto. Al día siguiente hice el mismo camino con una nueva palmera. Y me topé con el niño. Y por supuesto, se llevó media.

Me llama la atención, al recordarlo, que en mi curso nunca hubo matones. El citado era un exento, tenía su curso de un solo hombre en el despacho del director, al que ahora que lo pienso se parecía físicamente.

De hecho, tengo entre mis más avergonzados recuerdos el que el más espantoso acto de violencia que conoció mi querido curso de 8º EGB, fue obra propia.

Había un tipo en clase, creo que llamado Miguel Ángel, que por alguna razón me generaba un odio profundo. Era un rencor desconocido en mi, un sentimiento del que me apercibía, pero con el que no sabía tratar. Total, a los 13 años, será por novedades.

Un mediodía antes de clase, jugábamos al fútbol, o a chulas. La chula era como el fútbol, pero sin excusas: se trataba de chutarnos el balón entre nosotros con la voluntad clara, y pura, de matar a alguien. Como dato para dar fe de mi nula agresividad, yo gustaba de ofrecerme como víctima (me remito, más arriba, a lo dicho sobre mi velocidad).

Tengo el vívido recuerdo de un breve instante de pausa, pero sin duda lo causa el aura del suceso. En él, un compañero me dice que Miguel Ángel ha tirado mi cazadora al suelo.

Miré en la dirección señalada: mi prenda estaba en efecto como arrojada al patio, y el objeto de mi odio de pie, sonriente, a su lado.

Sin pensarlo dos veces, caminé derecho hacia él, lo agarré por el cuello y le tiré a ese mismo suelo. Recogí mi abrigo, y ante el estupor de todos, le pegué una patada en la cara.

Salí inmediatamente del patio, todos petrificados, mirándome en silencio. Solo alcancé a escuchar que la acusación de mi compañero era falsa.

Me fui a la clase, a esas horas completamente vacía. No sabía qué hacer con lo que había hecho, experimentaba uno de esos momentos en lo que parece que todo es nuevo. Más tarde llegó mi víctima, y se sentó sin mirarme o decirme nada. Con otros se trató el tema, pero nunca con él.

Muchos años más tarde le identifiqué a la distancia. Éramos ambos mucho más mayores. Yo no sabía quién sería él ahora, y sentí que en esa ignorancia se dibujaba un poco la de mí mismo. Sentí el sincero deseo de abordarle y disculparme, pero supongo que todavía yo seguía siendo un cobarde. 


lunes, 3 de mayo de 2021

Oscuridad en la sala (Crónicas cinéfilas)

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Un dicho célebre afirma que si te masturbas te saldrán granos, una patente falsedad. La otra, que si te masturbas te quedarás ciego, ignominia sin paliativos esta ya.

Sin embargo, mi adolescencia no sería buen lugar para desmentirlos. Tras una larga y entrañable fase experimental, la eclosión definitiva de mi compulsión masturbatoria tuvo lugar a los 13 años y vino de la mano de unas molestas protuberancias de tamaños y colores diversos que no tardaron en sembrar mi rostro entero, iniciando una transformación a todas luces monstruosa por la que, al contrario que cierto sobrenatural libertino victoriano, mi rostro pronto se convertiría en viva imagen de mi craso e imparable emponzoñamiento moral.

Esto no fue sin embargo tan preocupante como la creciente dificultad que empezaba a tener para distinguir lo escrito en el encerado de la clase. No me costó mucho entender que los problemas no venían de la tiza que los alumnos nos lanzábamos a la cara y generaba una perenne nube en las últimas mesas, donde me sentaba. No, poco a poco me daba cuenta de que, solo si entrecerraba los ojos veía algo más claro, y más adelante entendí que si estiraba del párpado con un dedo, como si quisiera fingirme chino, la nitidez de las lecciones de la maestra aumentaba y, sobre todo, las películas de la tele y el cine, que eran al fin y al cabo lo que me importaba.

No sé qué dice de mi inteligencia en la época, pero tuvieron que ser mis padres quienes se dieron cuenta de que había algún problema. Un oculista anciano y encantador, que saludaba siempre a mi sonrojada madre besándola la mano y la ventana a cuyas espaldas dejaba ver la enorme fachada de mi cine favorito de la ciudad, el Coliseum, me comunicó la temida nueva: estaba miope perdido, y debía usar gafas. Terminaba el verano, yo acababa de cumplir 14 años y estaba a punto de entrar al instituto, abandonando a mis queridísimos compañeros de colegio, amantes del heavy metal, de sacarse el miembro al aire libre y romper puertas a cabezazos, es decir, de seguir enarbolando la vida como un juego. Un paraíso. Empezaban tiempos duros, irreversibles como la decadencia de mi vista. Podría decirse que ponerse gafas era una parte más del pistoletazo de salida de los traumas por venir, pero lo cierto es que ponérmelas por primera vez fue el mayor éxtasis vivido en mi vida, y lo digo mesurando mi tendencia a exagerar. Un gran momento.

Me entregaron las gafas, si el Imdb no me engaña, un 26 de septiembre de 1992. Si es el Imdb quien me da la fecha, es porque recuerdo que fue un sábado por la mañana, y sobre todo por la última película que vi en un cine sin ellas: fue el día anterior, viernes, cuando acudí al cine Los Ángeles, para ver en primera sesión la película Sin perdón, que como todos sabemos sería el hito del momento. Me gustó mucho, como a tantos, pero no hace falta que diga que no es la mejor película para ver con miopía, por mucho que la pantalla sea grande. Lo que sí hace falta contar, es lo que sucedió antes de que entráramos a la sala.

Acudí a ver la película, si la memoria no me engaña, con mi partenaire habitual, Antonio Flores (sí) y otra persona de identidad esta sí nublada por la distancia, pero de presencia más inusual, ya que Flores y yo íbamos todas las semanas pero solo ocasionalmente alguien se nos sumaba.

Situémonos. La ciudad es Santander y el cine, como dije, Los Ángeles, una hermosa sala con las mejores butacas imaginables (rojas, mullidas, grandes) situada varios metros después de iniciada una cuesta: según se subía, por la acera derecha, lo primero que aparecía en la pared eran los carteles de estreno, después la ventanita de la taquilla, y luego la entrada, un espacio rectangular abierto a la calle, no muy amplio y delimitado por puertas de cristales pintados, situada la de entrada en el extremo izquierda. Finalmente, dos mostradores exhibían las imágenes de los estrenos próximos.

Yo subía a la cabeza de mis compañeros y pasé de largo la taquilla, aún cerrada, para soñar ante las películas futuras. Pero enseguida interrumpió mi camino la aparición por el rabillo de un ojo, de una oscura figura encajonada en el extremo derecha de la entrada (la única que nunca se usaba). Lo que vi al detenerme, con mi ausente precisión de miope, era lo que parecía ser un señor de edad imprecisa, maduro sin duda alguna, vuelto hacia el citado extremo, y sosteniendo con su mano derecha algo extraño que sobresalía, en línea horizontal, del espacio que correspondía a su entrepierna.

Recuerdo detenerme ante el enigmático hallazgo, más que nada por voluntad de descifrarlo. Reitero mi miopía flagrante, y subrayo que la escena no debió durar más de unos escasos segundos, pero creo que llegué a entender que sí, que eso era un tipo con la polla fuera. Pero por un lado no lo veía bien, por otro yo aún soy un crío y lo que veo desafía todo lo conocido hasta ahora (incluso pese a haberme criado en la sexualmente obsesa España de los 80), costándome comprender qué hacía un tipo sacándosela en ese rincón: ¿sería un exhibicionista amante de las puertas? No solo no veía sino que no entendía, y por ello veía menos.

En todo caso, quisiera llamar la atención no sobre el tipo sino sobre la escena completa: no solo el individuo con el miembro fuera sino el adolescente frente a él, mirando hacia el órgano con ojos entrecerrados, que a saber cómo aquel interpretaría.

Mi hipótesis es que lo consideró como una muestra de interés genuino por mi parte, porque los minutos siguientes se dedicó a perseguirme, con disimulo pero insistencia.

Mis amigos no habían visto nada: tan pronto descubrí al tipo y le escruté con cara de chino mientras blandía en secreto su sable oscuro, se dio la vuelta y nadie más lo advirtió, o eso pienso o en eso quedó, porque desde luego nada dije yo del tema. Recuerdo este momento: como la taquilla aún estaba cerrada, nos sentamos los tres a esperar la apertura en la barandilla frente a ella. Yo estaba en un lateral. Charlábamos tranquilamente, cuando noté que el señor se ponía a mi lado. Lo sentí rozándome. Era una mancha que me seguía, con intenciones tan borrosas para mí como su imagen. Ni siquiera me atrevía a mirarle. ¿La seguiría teniendo fuera? Me levanté, sin decir nada a los demás, y me puse al otro lado.

Por supuesto, se repitió la misma operación. Allá donde iba él me seguía y yo, discretamente, me retiraba.

La taquilla acabó abriendo, y entramos al cine. Me inquietaba que se repitiera la jugada en la sala, yo ni siquiera sabía si había entrado o no, pero no volví a saber de él. Me sentía confuso, no solo era acosado sino que además estaba ciego y era algo nuevo, inédito, que mi mente procesaba con dificultad. Me ha llevado muchos años aprender a procesar las novedades. A los 14, aún estaba en pañales.

Exactamente un año más tarde, tengo otra experiencia. El lugar es ahora los multicines Bahía, y hago tiempo para ver Huevos de oro. Soy ahora un flamante repetidor de curso, mis padres al fin me dejan ir al cine solo, y Antonio Flores se ha retirado de la cinefilia en favor del estudio de la obra teórica de Blas Piñar. Lo importante es que mantengo la manía de ir al cine lo más pronto posible. Así, con la entrada ya en la mano me siento en las escaleras ante la entrada, haciendo tiempo.

Un tipo se sienta junto a mi. Por supuesto ya tengo gafas pero ahora la miope es mi memoria, no recuerdo su cara. Al hombre le llama la atención un chico tan joven, solo, en el cine. A mi me agrada que a alguien le llame la atención mi precocidad cinéfila, lo único de mi mismo que me genera algo de orgullo, porque la capacidad de hacerme seis pajas en un día la intuyo ausente de singularidad.

Hablamos de cine. La semana anterior yo había visto Intruso, de Vicente Aranda, y recuerdo conversar sobre ella. Destacadamente, recuerdo tratar dos temas: su dimensión sexual (sobre la que soy incapaz de precisar qué dijimos, pero seguro que la tratamos) y lo extraña que me había resultado la manera en que los personajes hablaban, cuestión sobre la que el hombre me preguntó sin saber yo explicarme mejor, aunque lo intenté; simplemente, hablaban raro (y es verdad: la volví a ver hace unos años y los diálogos suenan escritos, aunque fui incapaz de decidir si eso era un defecto).

No hay nada de extraño en la escena. Siempre me llevé bien con la gente mayor, cuanto más mayores mejor. Fue una conversación agradable e inusual con un adulto desconocido, y además no abundaban los amantes del cine a mi alrededor, o al menos no del que yo prefería. Posiblemente, el momento en que aquel tipo me preguntó a qué me refería con que los diálogos de la película sonaban raros, fuera la segunda vez en mi vida que tuve que explicarme ante alguien que, por serme totalmente ajeno, me impelía a producir una respuesta que no podía esconderse bajo los comunes tics de las discusiones con los amigos (que en tanto santanderinos, además, eran virulentas).

Lo raro empezó en el interior del cine. El tipo y yo nos despedimos, entré a la sala y vi la película, no tan singular como lo que sucedía a mis espaldas. En aquella época yo me sentaba en la tercera fila dando al pasillo, luego casi toda la sala quedaba fuera de mi vista. El paisaje sonoro de una sala cinematográfica es tan reducido que las diferencias se registran enseguida; así, era habitual que de vez en cuando se escuchara movimiento de butacas por levantarse alguien para ir al baño, pero esta vez el número de desplazamientos era excesivo a no dudarlo, y hasta el punto de resultar molesto, sobre todo para un cinéfilo maniático (holi). Escasa siempre la asistencia a aquellas horas, se escuchaban butacas demasiado a menudo para la cantidad de espectadores que había, y el sonido procedía de distintos lugares de la sala, luego no era posible pensar que se tratara de una persona que, por lo que fuera, tuviera que ir tropecientas veces al baño, sobre todo porque, lo que no se escuchaba, era la puerta. Así pues, algo raro pasaba, y cualquiera fuera la explicación no la entendía: si una persona cambiaba todo el rato de asiento, era raro; si lo hacían varios, más todavía.

Más aún: el sonido, según avanzaba la película, se aproximaba cada vez más a mi fila. Creo recordar que en cierto momento un hombre llegó a sentarse en la segunda, si bien en el lado contrario al mío, el derecho. Más tarde se levantó y se perdió nuevamente de mi vista.

Estábamos ya en las últimas escenas de la película, cuando una figura masculina se acerca a mi fila y pide paso. Tras la sorpresa, educado me aparto y el tipo pasa, sentándose creo que dos o tres butacas a mi lado.

Si se preguntan si era el mismo con quien hablé en la entrada, creo que no pude identificarlo, pero la verdad es que no lo recuerdo.

No quito vista de la pantalla, no solo porque a eso he venido, sino porque me siento demasiado inquieto para mirar de qué va ese tipo que, pasada hora y media, no solo cambia de fila sino que posiblemente lo ha hecho más veces y, encima, ha elegido la mía, cosa que me molesta porque me gusta no tener a nadie al lado, pero también porque somos muy pocos en la sala y no anda falto precisamente de sitio.

Reflexiono, pues, mientras asisto al decadente cierre de la película de Bigas Luna: en una sala casi vacía, ¿por qué iba alguien a sentarse en mi fila? ¿y qué ha pasado detrás de mí todo este rato, por qué tanto movimiento y cambio? Entiendo que este traslado no es inocente, pero más allá de eso no entiendo nada. El hombre no se mueve, ve la película sin más. ¿Qué podría hacer, me pregunto? No lo sé. No sé nada. Pero me siento muy incómodo, más inquieto a cada momento.

A mis 15 añitos soy un cinéfilo de libro: me siento en la tercera fila y veo los créditos hasta el final. Pero esta vez, cuando la película acaba, salgo disparado sin mirar al hombre ni esperar su reacción. Es la primera vez en mi vida de cinéfilo consciente que no me quedo a ver los títulos. No sé qué ha pasado y ni siquiera si ha pasado algo, no lo entiendo pero no me gusta. Intruso y Huevos de oro siempre estarán ligadas para mi a ese momento.

Intermedio: muchísimos años más tarde, demorándome por estos recuerdos entrañables, caeré en la cuenta de una escena infantil que siempre guardé con aprecio.

En mi infancia, en edad imprecisable, iba con mi familia a la primera playa del Sardinero, a la que se desciende digamos que dos pisos desde lo que podríamos llamar los altos del Sardinero. Allí me recuerdo solo, ignoro por qué, tal vez subí para buscar un helado. Desde el mirador puedo ver a mi familia, y allí se acerca a mi un hombre maduro (aunque a mi edad todos lo son, de manera que igual pudo tener 20 que 40 años), cubano de La Habana según él mismo me dijo, que empieza a entablar conversación conmigo de forma amigable y encantadora. Nos pusimos a charlar, creo que él me habló de su tierra y yo de a saber qué cosas, de forma cordial y tranquila. Creo que me preguntó si estaba allí solo y yo le dije que no, señalando a mi madre y otros parientes a la vista, con quienes nos saludamos. El caso es que al rato comentó que, como extranjero, una cosa que le llamaba la atención eran los términos sexuales, por ejemplo, las formas de nombrar al pene. Por supuesto yo ya me sabía unas cuántas, y como mi modelo vital era Gustavo, el reportero más dicharachero de Barrio Sésamo, enseguida nos pusimos a repasar los distintos apelativos que nos venían a la memoria, principalmente a mi, ya que era el español y él, el visitante.

Fue una conversación divertida y original, que disfruté hasta el punto de encontrar memorable. Más tarde el hombre se fue, nos despedimos hasta siempre, y volví con mi familia. Solo hace un tiempo me di cuenta de que ese no era el tipo de conversación que se sostiene con un niño desconocido. Sin embargo aquel hombre me cayó muy bien, era simpático y divertido, y durante mucho tiempo le recordé como quien evoca a un buen amigo, inventando incluso la letra de una canción sobre él. Dondequiera que esté, le mando un saludo.

Final: han pasado muchos, muchos años, tantos como para situarnos en Madrid, en febrero de 2009, cuando la Filmoteca dedica un ciclo parcial a Alain Robbe-Grillet, con motivo de su muerte, y atravieso los primeros meses de mi reciente soltería con dignidad, por ser generosos, digamos que escasa. Veo todo con invariable admiración, y en esta ocasión mi objeto de interés es L ́Eden et après, proyectada en la diminuta sala 2 el domingo 15, a las ocho.

La sala está abarrotada, a mi izquierda sentado un señor anciano. Empezada ya la película, en cierto momento siento que su mano izquierda me roza la rodilla. No le doy mayor importancia, las butacas de la sala son diminutas, así que me aparto un poco. Pero enseguida el roce retorna. Echo un vistazo y compruebo que la mano del señor cuelga fuera del brazo de la butaca, coincidiendo con la posición de mi pierna. Nada raro, pues, así que me aparto un poco más.

Enseguida, vuelvo a sentir la mano.

No es solo que las butacas sean pequeñas y que la de mi derecha esté ocupada por una persona que parece llevar encima el equivalente a quince abrigos, sino que además el espacio entre filas es mínimo, lo que hace que las piernas me entren a duras penas y que, por tanto, por mucho que me mueva las posibilidades sean escasas. Pero no puedo dejar de pensar que no lo son tanto como para que no haya modo de librarse del toque de la puta mano.

Cuando se hace evidente que no hay manera apenas de librarse, y empiezo a angustiarme por tener que pasar toda la película (y qué película) con una mano desconocida en la rodilla, me pregunto si la cosa será adrede. La Filmoteca es un sitio curioso porque las víctimas de abuso sexual o, dicho con más atención al contexto, “objetos de tocamientos experimentales”, hasta donde llega mi noticia siempre son hombres que al principio se molestan, luego se niegan, y finalmente acaban tomándose un vino con el tocador de señores y traficando películas piratas. Yo no me he visto en el trance, pero sospecho estar en él al fin. El trascendental momento ha llegado.

Lo que me termina de distraer de la película, y desesperar, es que en verdad no puedo decir que la mano del anciano esté tocando mi rodilla. ¿O sí? ¿Me están tocando, o estamos solo ante un roce accidental? Desde luego no me están haciendo lo que Brialy a la pobre Clara, pero es demasiado extraño que ponga donde ponga la pierna, de un modo u otro la mano aparezca.

Me muevo a un lado: mano; me muevo al otro: mano; bajo más la pierna: mano. En algún momento miro al viejo de reojo, pero no percibo nada extraño, parece más concentrado en la película que yo. Mierda, si agarrara mi rodilla sabría de verdad que algo pasa, pero la incertidumbre me mata. ¿Me están tocando, o no? ¿El viejo está verde o senil? Si elevo la pierna y fuerzo el contacto, la mano no se retira. ¿No estará dormido? Me es imposible decirlo. ¡Además, he venido a ver una película, no a dirimir si me toca un viejo!

Ante Robbe-Grillet, y en un repentino acceso de lucidez que cabría calificar de beatífico, tomé súbitamente la decisión más digna: decidí que mi cuerpo no era un templo, y me entregué tranquilo. Puse la pierna donde quise y hasta en algún momento facilité el acceso. Ante el misterio, opté por el viejo verde y dejarle disfrutarlo, pensando que acaso yo mismo en algunas décadas sería como aquel anciano, visitante habitual de los escasos cines supervivientes, con solo ya la pierna casual de algún estoico cinéfilo para recordarme lo que algún día fue el disfrute de otro cuerpo.

Aún hoy recuerdo la jornada con regocijo y cierto orgullo. Gocé mi entrega más que de la película, solo con la vaga e inquieta intuición de que el futuro no me regalaría jóvenes tan benévolos.

Nada más que contar a este respecto.