martes, 29 de noviembre de 2022

Mañana de difuntos

Los ascensores están viejos. Se caen a pedazos.

Vamos a visitarlos antes que sea tarde.


Joaquín Edwards Bello, en 1961

(descargar en pdf)

A veces aparecen buenas razones para acostarse temprano en sábado e incluso, quién lo diría, para madrugar un domingo. La última tuvo lugar el pasado 30 de octubre: la ruta por los ascensores La Cruz y Las Cañas convocada por las Juntas de Vecinos 19 y 152 del cerro La Cruz y el Club Deportivo Crucianos, con el apoyo de ASCENVAL (Asociación de Usuarios de Ascensores de Valparaíso).

El recorrido comenzaba en la estación baja del ascensor La Cruz, en Avenida Francia 935, subía hasta Avenida Alemania y de ahí llegaba hasta la estación alta del ascensor Las Cañas, donde procedía a descender por la celebérrima “escala de la muerte” hasta la baja, sita en Luis Cousiño 121 si no fuera porque ya no existe. Además, contó con la participación de diversas personas ligadas a los dos cerros implicados, como el último operador de la estación baja, don Gabriel Collarte, que entre otras cosas señaló un dato que personalmente desconocía, como es el de que dos años antes del cierre se había instalado un motor nuevo. Si bien la ruta pretendía también denunciar los treinta años de abandono del ascensor, don Gabriel situó su cese de actividades en 1989. Samuel León Cáceres, en su libro Valparaíso sobre rieles lo hace por su parte en 1990, añadiendo que se ofreció en venta en 1992. El documento que Mauricio Hernández, presidente de la Junta 19 y el Club Deportivo, leyó al inicio de la ruta señala el 30 de octubre de 1992 como el día en que la empresa de electricidad, Chilectra, cortó el suministro por deudas. 

Tras distintas presentaciones, discursos y testimonios Francisco Navia, miembro de ASCENVAL y guía principal de la ruta junto a Mauricio, presenta la siguiente etapa: 

– Ahora lo que les vamos a hacer vivir es lo que la gente tuvo que empezar a hacer cuando se cerró el ascensor: irse por la escalera. 

El grupo, nutrido, variado y amigable, emprendió el ascenso por la escala Batán. “Las callejuelas que suben y bajan están más cerca de la realidad chilena que las calles Condell y Esmeralda”, sentenciaba Edwards Bello. No ha conocido Valparaíso quien no haya subido escalas (o subido, a secas). Solo bajarlas no vale. Solo escalas bonitas pintadas con teclas de piano, arcoiris o frasecitas pijipis, tampoco. Batán está llena de grafitis y rayados, basura, mierda de perro y otros aderezos por el estilo que constituyen el pan de cada día del porteño medio, bajo, y hasta alto si es que hay alguno. Ella y muchas otras suben en zigzag como en una película de Kiarostami pero sin minimalismo ni árbol en lo alto, todo lo más un peladero, una casa resquebrajada, calzones tendidos, perros malencarados. Al ser amado se le ama a la mañana sin maquillaje, legañoso y malhumorado, o no se le ama; con las ciudades es lo mismo.

Mauricio y Laura Paredes, dirigente de la Junta 152 que al parecer corresponde a la zona baja del cerro, nos explican que el peladero que flanquea la escala y donde aún se observan precariamente los rieles del ascensor, estaba antes ocupada por conventillos, hoy desaparecidos. Indago días después y encuentro no conventillos sino el “cité Batán”, aunque algunos hablan de “cité Ferrari” porque según dicen la dueña se llamaba Ángela Ferrari. Sin más datos de momento. Por las fotos me inclino a pensar que en efecto es cité y no conventillo, aunque tengo pendiente investigar el tema como es debido. Hoy, como dije, el terreno está desierto después de que, por lo visto, un incendio arrasara la construcción a finales de los 90. Según nos dicen nuestros anfitriones el terreno sigue siendo privado, como el del propio ascensor, con algunas tomas en marcha según señala Laura. 

La siguiente parada fue para mí particularmente evocadora: se trata del pasaje Almendro, al que no volvía desde que lo descubrí cazando planos para mi película Valparaíso, 2011. Aunque son varios los ascensores que permiten caminar bajo sus rieles (como el Lecheros o el Villaseca), aquí hay incluso que agacharse para poder pasar, es posible sentarse o ponerse de pie entre ellos. Hace tanto que no veo mi película que había incluso olvidado el pasaje, fecundo por la posibilidad que ofrecía de grabar en medio de los rieles, observar el metal de cerca y sobre todo lo que más me interesaba entonces: la vida del ascensor muerto, su conversión en basural, las plantas retomando el territorio, afirmando su poder sobre el abandonado prodigio mecánico. La vegetación ha crecido desde entonces entre cactus, geranios y campanillas (las flores no son mi fuerte, aviso), y de paso ocultan la basura que entonces reinaba; hoy el lugar aparenta ser mejor tratado. 

Enfrente, al otro lado de la avenida Francia, se divisa majestuoso el ascensor Monjas, la más recta de las líneas rectas de Valparaíso. Paseando once años atrás a la sombra de sus meandros, escalas y rieles fue que advertí por primera vez el ascensor La Cruz, tan inesperado como que no aparecía en los mapas. En parte, por eso le tengo un cariño especial: era el ascensor que yo descubría a mis conocidos porteños, que sin excepción nada sabían de él; era el ascensor que descubrí yo solito, regalo de la ciudad a mis paseos cerriles en escapada del plan claustrofóbico y deprimente, de mi intuición de las películas en ellos escondidas, de mi certeza de que solo en ellos se encontraba la ciudad digna de su nombre (que adoro más por la longitud y el arranque en V que por noción tan vulgar como la de “paraíso”, y más aún por cómo la A de la primera sílaba le roba casi la acentuación a la I).

Sesión de fotos para cuando el destino cruel me devuelva al Tinder, y continuamos. En la escala Esparta, que nos lleva al siguiente pasaje, Francisco reivindica la importancia de mantener las escalas. Parece obvio en una ciudad vertical, pero hay muchas en pésimo e incluso peligroso estado, aunque no es el caso de esta, visiblemente cuidada. En realidad son dos escalas paralelas con vegetación al centro, al fondo del cual se ha montado un pequeño invernadero. No lo duden: si fuera de los cerros turísticos ven una calle, escala, parque u otros en buen estado, es fácil que se deba a los vecinos. 

En el pasaje Ascensor, que se me despistó en 2011 y no conocí hasta que el propio Mauricio me lo descubrió meses atrás, se vuelve a pasar bajo los rieles, esta vez más altos, y tiene una buena vista del carro en la estación superior. Su condición había empeorado, una de sus puertas se balanceaba movida por el viento y no me extrañará escuchar de su caída uno de estos días. Así están las cosas. 

En este punto, a los pies del ascensor avejentado tras treinta años de abandono, las paredes de la casa agrietadas (alguien dice que por el terremoto, supongo que el de 2010), nos habla Humberto Miranda, que evaluó los ascensores en 2008, previamente a la compra que de varios hizo el estado en 2012, dejando este fuera. De hecho, La Cruz ni siquiera es monumento nacional como lo son catorce de los aún existentes, aunque algunos de ellos están tan abandonados como este o incluso no conservan ninguno de sus componentes originales, como sucede con algunos de los “restaurados”, tal el Espíritu Santo, doloroso ejemplo de atentado patrimonial de primer orden a la vista de todos y con permiso y aplauso oficial. 

La intervención de Miranda señala varios puntos de interés. Primero, que estamos ante patrimonio industrial, pero patrimonio industrial vivo, es decir “que todavía cumple la función para la cual fue creado” (evidentemente no la está cumpliendo; la idea es que podría, pero no le dejan). Es un tipo de patrimonio escaso del que sin embargo hay más de un ejemplo en Chile y en el propio Valparaíso, como los trolebuses. 

Seguidamente, que este tipo de patrimonio vale más si está en condición original. Refiriéndose al ascensor que nos ocupa, señala que el suyo es un equipo perfectamente recuperable y, si está en las condiciones del 2008 y no ha habido vandalizaciones (frecuentes por la presencia de cobre en los equipos), es posible que el motor aún funcione y el ascensor sea perfectamente recuperable. 

¿Cómo debiera ser esa recuperación? Miranda plantea una lección fundamental, a grabar en mármol: “La eficiencia a veces choca con el valor patrimonial”. Pone como ejemplo el funicular del Parque Metropolitano de Santiago, del que es jefe de mantención; su sistema, «tanto la parte mecánica como eléctrica es original. (…) Y el sistema eléctrico es súper poco eficiente, porque lo que hace, en simple, el conductor cuando acelera y desacelera es “quemar” energía eléctrica en un banco de resistencia. Entonces, en vez de mandarle la energía al motor, la quema, la bota. Con eso, logra regular la velocidad del motor. Hoy día, si estamos hablando en un estándar moderno, lo que sería un edificio de los años 50 donde hay que cambiar los ascensores, se saca todo, se pone un sistema con un variador de frecuencia y logramos una eficiencia mucho mayor, el coste de energía eléctrica puede bajar un 60, un 80%. Con estos sistemas, conviene. Pero en el funicular de Santiago, donde el sistema es original, donde estamos frente a un monumento histórico nacional, no podemos hacer eso. Se conserva el sistema, asumimos el costo que significa mover el funicular con la pérdida de eficiencia pero conservamos el valor patrimonial, porque es escaso, tenemos que conservarlo». Y sin embargo, nos dice Miranda, “siempre nos enfrentamos a un criterio impuesto desde afuera que nos decía que hay que automatizar esto. (…) Es algo que en este caso no debiera de hacerse. Sería una lesera cambiar todo acá”.

Hacer esto, mantener el sistema original, implica mantener asimismo otro tipo de patrimonio: el intangible, es decir: el maquinista, que no es otra cosa “que la relación del ascensor con su comunidad”. Dicho y hecho: al segundo de pronunciar Humberto esta frase Ramón, vecino nacido en el pasaje hace 72 años y que acaba de salir de su casa impelido por el preocupante movimiento de su valla, nos habla de la vida en él, aunque avisando que dado que es “marino antiguo”, “uno no está en la vida misma” (cito la frase por encontrarla irresistible). Nos recuerda que la estación alta se quemó dos veces (yo tenía constancia de solo una, cuando en 1921 la original, de madera, quedó devastada junto a varios conventillos y una escuela; al parecer la segunda fue el 23 de noviembre de 1962); nos recuerda algo ya señalado anteriormente por Mauricio y Francisco: la vida de la zona, el comercio vinculado al ascensor, elemento clave en su importancia; la amistad con el maquinista de la estación alta, Jorge Covarrubias (cuya familia vivía en la cité Batán, según supe después); que en esa estación se encontraba el único teléfono de la zona; cómo su padre, fundador del Sindicato de Vigilantes de Valparaíso (es decir, los serenos, aunque nos cuenta que llevaban pistola), subía en el primer ascensor, a las 7 de la mañana, con el pan para el desayuno comprado en la panadería Francia; “y aquí pololeábamos, veíamos las nubes y todo ese tipo de cosas”. Que nombre lo de ver las nubes me resulta una vez más irresistible. 

Tantos turistas imbéciles que tuve que llevar en Praga a ver “la calle más estrecha del mundo”. No era calle sino callejón, un pasaje con escalera, y en todo caso el tramo del pasaje Ascensor que sube a la estación superior es mucho más estrecho. Eso sí, yo me lo perdí por retrasarme hablando con el vecino y subí por otro lado, encontrándome que todos entraban no a la estación, habitada hoy por la nieta del ascensorista Covarrubias, sino a la casa aledaña, que comparte tejado con la otra, desde el que es posible ver el carro desde arriba. Cuánto hubiera agradecido este ángulo en 2011; en aquel entonces pude grabar el techo del ascensor Florida, pero no con esta proximidad, que me permite casi tocarlo. 

Llegados a la avenida Alemania pude recorrer un trecho de la misma que aún no había transitado, desde la que enseguida pude divisar por primera vez la legendaria “escala de la muerte”. En 2011 yo no tenía noticia de la existencia del ascensor Las Cañas; tampoco él constaba en los mapas y por ello no llegué a incluirlo en mi película. La Cruz era visible desde Monjas, pero el cerro Las Cañas es según Edwards Bello, cuyo Memorias de Valparaíso leía esos días, el más aislado de la ciudad; solo explorando la zona hubiera podido encontrarlo. Como con tantos otros, pero más gravemente en este caso, los años previos habían sido bien relevantes en su historia, que es lo mismo que decir su catástrofe.

Hoy en día, la estación superior del ascensor Las Cañas es una cáscara vacía, o mejor dicho, rellenada con un basural del que sobresalen majestuosos e impotentes los huesos de su antiguo habitante: los fierros donde durante tantas décadas se detuvieron los vagones. Ante esta caja metafísica (si me permiten la siutiquería) nos habla Pedro Bravo, “amante de los fierros” según su encantadora esposa, también participante en la ruta y que fue quien revisó y tipeó en 1985 la memoria de su esposo, dedicada al ascensor y su recuperación. 

Construido (me tienta decir “nacido”) en 1925, funcionó hasta 1980 cuando, según el administrador, el ascensor atendía una media de mil personas diarias. Como nos señala alguien de la zona, no es solo el cerro Las Cañas sino también el vecino El Litre el que se beneficiaba de este medio de transporte, pues ambos son de difícil acceso, además de tradicionalmente pobres. El 24 de junio, debido según la memoria de Bravo a la mala mantención, se rompió el eje de uno de los tambores enrolladores; al parecer el freno de emergencia falló y el cable principal no soportó el peso, por lo que uno de los carros cayó desde treinta metros de altura destruyendo la estación, dejando tres heridos y poniendo fin a su funcionamiento (el otro carro cayó desde setenta metros pero vacío, milagro habitual en los accidentes de los ascensores porteños). 

Lo que sigue es posiblemente el caso más flagrante de un atentado contra el patrimonio propio por parte de la propia Municipalidad, aunque no hubiera sido nombrado aún como tal… pero es que ahí está la cuestión. En 1998, trece ascensores fueron declarados Monumento Nacional. En 2008, la Cámara de Diputados aprobó solicitar a la Presidencia que se añadieran a la lista otros tres: Las Cañas, La Cruz y el Hospital o van Buren. Fue este último quien obtuvo la calificación en 2010. En noticia del Martutino de septiembre de 2011 se señala que “respecto a los dos ascensores restantes, el Consejo Monumento optó por esperar si hubiese señales claras por parte de las autoridades respecto a la voluntad de recuperar los otros dos ascensores, Las Cañas y La Cruz”.

La señal de las autoridades fue demoler completamente la estación superior. Bravo nos dice que la Municipalidad le dio al cuidador, que vivía en el piso alto de los dos de que constaba el inmueble, una casa en Playa Ancha, y la maquinaria, con sus dos motores, no duró ni un mes. La noticia certifica que “lo único que sabemos con claridad es que la jefa de la Oficina de Gestión Patrimonio, Sra. Paulina Kaplan no cuenta con un registro de estas piezas y que no tiene idea que se demolió el inmueble y que tampoco sabe algo acerca del destino final de las piezas originales que se encontraban en la Estación Superior”. Bravo recuerda haber llevado tiempo atrás los trinquetes de la inferior al ascensorista para evitar su desaparición; no sobrevivieron a la desaparición respectiva de su segunda casa.

Dos metros de basura, nos dice Bravo yo diría que nada exageradamente, ocupan la estación hoy. Contemplo colchones, butacas, edredones, bolsas, mesas, cubos, botellas, cajas, ropas de todo tipo, botellas de Coca-Cola, Bilz o Watts, una nevera, latas de Escudo y Budweiser, tripas variadas de a saber qué electrodomésticos e incluso cajas de CD. Las paredes, pilares y rieles sobreviven como enésima prueba de lo que fue y no pudo seguir siendo, su abandono envuelto en el amoroso abrazo de la basura y las margaritas. Frente a la estación observo curioso el nombre de dos calles: Aristóteles y Demóstenes. Ramón, un vecino que llegó a la zona con 3 años y con 73 vive en la que fue casa de su madre, recuerda que antes eran empedradas, que tras el incendio (asumo que el de 2014) se pavimentó todo hasta arriba, que por allá llegaron muchos trabajadores del norte expulsados por la crisis del salitre, que el ascensor era “vital” por los malos y escasos accesos, que la micro no llegó hasta los 60 y paraba ante la estación, centro neurálgico de la zona, con alta vida comercial por todo lo dicho. Lo que puedo añadir es que en 2014 no solo se pavimentó: a raíz del incendio Michelle Bachelet anunció un Plan de Recuperación de los Ascensores de Valparaíso, que implicaba la construcción de un nuevo ascensor Las Cañas. Nunca se supo.

Nos queda ya solamente la mítica escala de la muerte, “excelente práctica para subir a las pirámides del sol y de la luna de Teotihuacán, (…) no recomendable para glaucomatosos, hipertensos ni adoradores de Baco, anónimos o públicos”, como decía Sáez Godoy, pero por eso es que nosotros la bajamos. 318 peldaños como tenía yo anotado, o 366 como le contaba Edwards Bello en 1961, los bajo en un suspiro charlando con algunos miembros participantes de la ruta, como Cristian, joven periodista del cerro Mariposas que más arriba cantó a capella  “Ascensores” de Payo Grondona (cuyo nombre ignoraba), y observando la tierra y la maleza que poco a poco entierra los rieles, la basura que continúa acumulándose pero poco a poco va disminuyendo, acaso amedrentada por la bella y enorme chimenea del antiguo crematorio de basuras del fondo de la quebrada, al lado de lo que antes fue estación baja, donde termina nuestro tour. 

Discursos de cierre, resumen de agravios sin solución, palabras de esperanza y ánimo, y anotación en mi caso de teléfonos para futuras entrevistas. La emoción nunca falta cuando transito un trecho nuevo de esta ciudad que nunca acaba. No me traje gorra, no me puse protector solar y no me he quemado por poco. El calor ha sido rotundo y maravilloso, pero por el plan ahora corre a sus anchas un aire frío y agresivo. Me espera una tarde de películas de terror y soledad que, hoy, será gozosa.