miércoles, 28 de septiembre de 2022

Lo que pasa por la boca

Yo fui hasta bien entrada mi veintena un comedor veloz, un tragón, un histérico del buen jamar, o jalar, verbo este que tengo prohibido desde que me vine a Chile, donde refiere el acto de esnifar cocaína.
        Yo era tragador frenético, digo, hasta que en mi primer año y casa madrileña acabé harto de comer tan rápido que me tocaba pasar el resto del almuerzo viendo a mis compañeros degustar con gusto y calma lo mismo que yo acababa de devorar como si no hubiera mañana. No salía rentable devorar tan rápido las magníficas lasañas o guisos veganos que preparaban Carmen o Alejandro: terminar rápido para ver comer lento a otros generaba el desagradable efecto psicológico de hacerme sentir aún en ayunas. Empecé a cavilar entonces que mi presteza no era tanto apetito como ansiedad, y me empeñé en bajar el ritmo, cosa que conseguí con más facilidad de la esperada tras unas pocas semanas concentrado en masticar al menos 20 veces cada bocado, tal como nos decían cuando éramos niños adultos que por supuesto tampoco cumplieron nunca tan gratuito consejo. El caso es que lo recordé sospechando su pertinencia para mi problema, y así fue.
        Cuento esto a raíz del almuerzo del viernes pasado en Santiago de Chile, plaza Ñuñoa, restaurante Las Lanzas, con Iván Pinto, que devoró a un ritmo normal sus espectaculares prietas con papas hervidas, pero le tocó padecer el lento al que hice lo propio con mi magnífico lomo a lo pobre. No puede acusarse a Iván de comer con ansiedad, y en verdad tampoco a mi de ser lento, la culpa la tuvo el tamaño tan diferente de nuestros platos, y de hecho acabé envidiando el suyo precisamente por tal concepto... claro que no es raro que envidie el plato de mis compañeros de mesa: en mi reciente cumpleaños almorcé con Marcela (de segundo apellido Santander, no se lo tengan en cuenta) en el afamado Los Deportistas una excelente lengua con salsa nogada, pero envidié el costillar que pidió ella (en común eso sí tuvimos los innumerables agregados que acompañan los platos de fondo: la mejor ensalada de tomate a la chilena que haya probado más otra de lechuga con cebolla morada aún más deliciosa, palta sola, papas fritas, un arroz sencillo pero verdaderamente exquisito y habas en salsa verde); cuando almorzamos en Alejo Barrios el 18 pedí costillar pero esta vez me tocó envidiar su anticucho; semanas atrás, en el renovado Capri, al que voy exclusivamente en compañía del insigne Gustavo Celedón, pedí su excelente pollo al coñac pero de nuevo envidié el más sobrio pollo asado a secas que se pidió él. No hay remedio: padezco una enfermedad que no sé si está diagnosticada y que provisionalmente llamaré “envidia de mesa”.
        Si hablo de comida es porque acabo de terminar un libro que compré en una librería de Santiago llamada La Comuna Literaria, poco después del almuerzo con Iván (y el chocolate de postre en La Cafebrería, en el otro extremo de la plaza). Se trata de Confieso que he bebido y otras crónicas del buen comer, de Jorge Teillier, uno de esos raros poetas a los que todo el mundo parece profesar igual devoción en Chile, y del que supe cuando Verónica me regaló, por mi 40 cumpleaños si no me equivoco, la antología Los dominios perdidos, pero empecé a admirar sobre todo gracias a la magnífica película Nostalgias del Far-West, realizada en vídeo por el Colectivo del cabo Astica a finales de los 80 y a la que llegué por ser parte del mismo Sergio Navarro, realizador chileno fallecido el año pasado, creador de la Escuela de Cine de la Universidad de Valparaíso a la que llegué en 2018, y a quien conocí en el mítico bar Moneda de Oro allá por 2011, cuando me lo presentó Udo Jacobsen en la que fue la última salida nocturna de mi primera estadía chilena (y que me costó el resfriado que me acompañó durante el vuelo de regreso). Le recuerdo más que borracho hablando sobre Godard, que había pronunciado el famoso curso que daría lugar a Introducción a una verdadera historia del cine en la misma universidad canadiense donde él recayó en su exilio. Cuando volví a ver a Sergio, 7 años después, sostuvimos este breve diálogo:
        - Hola, no creo que me recuerde, nos presentó en 2011 Udo Jacobsen. 
        - ¿Y dónde fue eso?
        - En el Moneda de Oro.
        - Ah, si fue en el Moneda seguro que no me acuerdo.
        Rastreando su obra llegué al colectivo y por ahí a sus dos películas, la ya citada, e inclasificable, protagonizada por Teillier, y una muy olvidada, pero que dio nombre y razón de ser al colectivo, centrada en Manuel Astica Fuentes, “cabo” y cabecilla de la Sublevación de la Escuadra de Chile ocurrida en 1931, autor durante su encarcelamiento de la primera novela utópica chilena (¿habrá más?), llamada Thimor pero para mi, sobre todo, autor de uno de los poemas más hermosos que haya leído en este país y en mi vida entera: “Para arreglar esta mesa”, cuyo descubrimiento agradeceré siempre al gran Gonzalo Catalán. Como el título indica, en él el poeta, para arreglar una mesa que cojea, se pone a buscar un tarugo “en el polvoriento cajón de los tornillos / y los clavos mohosos y torcidos” encontrando, y por supuesto nombrando, una amplia multitud de cosas, como por ejemplo “botones y oxidados prendedores de modas ya pasadas, / viejos tenedores desdentados / el varillaje marfil de un abanico / con jirones desgarrados de sus sedas / que ocultó las sonrisas coquetas de mi abuela” y unas cuántas más salvo, por supuesto, el dichoso tarugo.
        No sé qué tiene este poema que me enamoró a primera vista. Incluso termina exponiendo una cierta “moral” de la anécdota, gesto que siempre me resulta molesto pero, en este caso, tras el irresistible breve viaje, se lo perdono todo. Viaje menor, viaje ínfimo, de rítmica vivaz y juguetona y lenguaje no solo cotidiano sino también preciso y, sobre todo, sencillo. El placer de los nombres, de la lengua, se encuentra puro en el poema de Astica Fuentes pero nunca llega a la voluptuosidad que sí encontramos en las crónicas de Teillier. Me viene a la mente, siempre vinculado a él, un poema de Neruda que descubrí por aquellos mismos días, la oda “A Don Asterio Alarcón, cronometrista de Valparaíso”, más ambiciosa sin duda, espectacular a ratos, pero de idéntica sencillez en su vocabulario:
El corazón recibe escalofríos
en las desgarradoras escaleras
de los hirsutos cerros:
allí grave miseria y negros ojos bailan en la neblina
y cuelgan las banderas
del reino en las ventanas:
las sábanas zurcidas,
las viejas camisetas,
los largos calzoncillos,
y el sol del mar saluda los emblemas
mientras la ropa blanca balancea
un pobre adiós a la marinería.
Sábanas, camisetas, calzoncillos... palabras sencillas para objetos sencillos recuperados, descubiertos por la música, la melodía, el ritmo del poema, por fortuna nunca vulgarizado por la rima, esa trituradora de presencias. Carlos León afirma que, si “la mayoría de los poetas tenían un repertorio de palabras, prestigiosas, que barajaban infinitamente” Neruda “abrió compuertas, y de pronto expresiones y términos cotidianos y hasta reprobables para el gusto de ese tiempo se incorporaron a su lenguaje y a toda la poesía”.
        De ahí, a este verso inmortal de Mauricio Redolés:
hay viejos culiaos que no creen que en un poema se pueda decir:
viejo culiao.
No creo que Neruda haya escrito “viejo culiao” en ningún poema pero podríamos decir que, según León, habría abierto la puerta a ello. ¿Será verdad esta profanización nerudiana de la poesía? Lo ignoro, pero me acuerdo de él tanto por su oda a don Asterio, que me descubrió el Memorial de Valparaíso de Alfonso Calderón, como por su oda al caldillo de congrio, tan célebre que anudaría para siempre el nombre del poeta al de este delicioso plato, que puede encontrarse en los menús tanto con el tradicional apelativo como con el de “caldillo nerudiano”.
        Como todo poeta que se precie Neruda tuvo rivales, pero el más grande de ellos fue un poeta injustamente desconocido en España, y que rivaliza con aquel como mínimo en la intensidad de su dimensión profana y culinaria: hablo por supuesto del gran Pablo de Rokha, autor de una indescriptible y legendaria Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile. Vayan aquí sus dos primeras estrofas, buenas para recitar a gritos:

Hermoso como vacuno joven es el canto de las ranas guisadas de entre perdices, 

la alta manta doñiguana es más preciosa que la pierna de la señora más preciosa, lo más precioso que existe, para embarcarse en un curanto bien servido, 

el camarón del Huasco es rico, chorreando vino y sentimiento, 

como el choro de miel que se cosecha entre mujeres, entre cochayuyos de oceánica, entre laureles y vihuelas de Talcahuano por el jugo de limón otoñal de los siglos, 

o como la olorosa empanada colchagüina, que agranda de caldo la garganta y clama, de horno, floreciendo los rodeos flor de durazno.


Y, ¿qué me dicen ustedes de un costillar de chancho con ajo, picantísimo, asado en asador de maqui, en junio, a las riberas del peumo o la patagua o el boldo que resumen la atmósfera dramática del atardecer lluvioso de Quirihue o de Cauquenes, 

o de la guañaca en caldo de ganso, completamente talquino o licantenino de parentela?, 

no, la codorniz asada a la parrilla se come, lo mismo que se oye “el Martirio”, en las laderas aconcagüinas, y la lisa frita en el Maule, en el que el pejerrey salta a la paila sagrada de gozo, completamente fino de río, enriquecido en la lancha maulina, mientras las niñas Carreño, como sufriendo, le hacen empeño a “lo humano” y a “lo divino”, en la de gran antigüedad familiar vihuela. 

de Rokha parece haberse comido a todo Chile, y de ello da en parte prueba una de las mejores y más divertidas crónicas incluidas en el libro de Teillier, que le tiene como protagonista. Leer cómo comía aquel hombre da hambre, pero sobre todo da vértigo. Vaya la prueba:
El poeta estaba invitado a almorzar a casa de mis padres. Ante el espanto de mi madre, decreté que debía haber un almuerzo de acuerdo a los cánones rokhianos. El aperitivo consistió en una chupilca con harina tostada recién hecha, la cual el vate acompañó –por cuenta propia– con dos cebollas crudas que devoró como pomelos. Vino después un plato de pancutras fiambres preparadas la noche anterior (“componedoras de cuerpo”) y un ganso con ajo y arvejitas nuevas. De postre, una tajada de sandía para cada comensal, y una entera para don Pablo. La comida había sido preparada en la cocina económica, y con fragante leña de ulmo, lo que contó con la entusiasta aprobación del poeta.
Nadie me negará que semejantes lecturas no dan hambre. Lo da el apetito del poeta, comunista que parece que lo único que no comió en su vida fueron guaguas, lo dan los platos pero, sobre todo, lo innegable es que lo que da hambre son las palabras. Poco amigo de leer en voz alta, mi primer encuentro con la oda rokhiana me empujó a leerla a gritos, y si en verdad no pasa un carro por mi boca cuando digo “carro”, algo parecido a la “guañaca en caldo de ganso” pasa por la mía pese a no tener idea de lo que sea eso. de Rokha y Teillier superan incluso la voluptuosidad de la comida con la del lenguaje, apoyados en la sensorialidad de unas palabras que llenan la boca con sus ches, ges, eñes y tantos fonemas articulados con una rítmica que parece contener el secreto común de esas dos cosas que hacemos con la boca: comer y hablar (a las que habría que añadir el besar, lamer y chupar, y de hecho de Rokha saltea de referencias sexuales sus excesos culinarios, como cuando dice que “en Gualleco las pancutras se parecen a las señoritas del lugar: son acinturadas y tienen los ojos dormidos, pues, cosquillosas y regalonas, quitan la carita para dejarse besar en la boca, interminablemente”, o afirma la felicidad de “quienes conocen lo que son caricias de mujer morena y lo que son rellenos de erizos de Antofagasta o charqui de guanaco de Vallenar o de Chañaral, paladeándolo y saboreándolo como a una chicuela de quince abriles”, o ese pasaje en que identifica cierto estado del jamón maduro con “una hermosa teta de monja que parece novia”, pasaje para mí evocador pues mi querido abuelo gustaba de saborearse al probar carnes ricas y tiernas pronunciando una inolvidable sentencia de 3 palabras: “teta de novicia”).
        Escuché hace varios meses a Arturo Pérez, dueño del Bésame Mucho, mi bar predilecto de Valparaíso, decir “soy rokhiano” hablándome del ñachi, que Teillier describe en su libro del siguiente modo:
Ñachi es la sangre del cordero recién degollado y se come temprano en la mañana, apenas sacrificado el inocente animal. Se sirve una vez coagulada con jugo de limón (práctica relativamente cercana); y abundantemente condimentada, especialmente con ají, de preferencia merquén, el ají que preparan los mapuches, tostándolo en una callana, y luego machacándolo hasta reducirlo a polvo, convertido en una especie de pimienta.
Esto, si la memoria no me falla, lo habían comido Arturo y su hijo, y fue a tenor de ello que me espetó su primer “soy rokhiano”. El ñachi podría o no gustarte, pero lo que no podía concebirse era no probarlo.
        Me quedé con la copla. Tiempo después, fui invitado a almorzar charchas y hocico a un restaurante del cerro Placeres, cuyo nombre he olvidado. Invitado también nuestro común amigo Braulio Rojas, Arturo me dijo que Braulio no era tan rokhiano porque había manifestado dudas respecto a comer hocico. “Eso no es rokhiano”, reafirmó en nuestro último encuentro: “ponerte un límite frente a la comida, pero sobre todo, es ponerse un límite frente a la experiencia”.
        Me encontraba ayer lunes noche en la mesa del Bésame, con Braulio y otros correligionarios, bebiendo mi primer o segundo ruso blanco. Braulio y Rodrigo Carvacho, que ya se había marchado, habían hablado de “narrativas del margen” y la conversación siguió con literatura, vino, sordidez y muchas otras cosas, comida entre ellas. Tras la afirmación de Arturo otro presente, Eduardo, afirmó de inmediato haber comido “sopa de pico” (es decir: sopa de polla), hecha “con la penca del toro”, afirmando su maestría en no negarse desde luego a “la experiencia”.
        Apetece, leyendo la epopeya rokhiana, la experiencia de cada una de esas comidas, pero su talento mayor, como el de Teillier en sus crónicas, es el de la explosión del idioma, palabras que explotan en la boca como caldos, salsas, carnes, verduras hirvientes. Un idioma hecho de varios, uno de ellos el mío, indígenas otros, un idioma al que soy recién llegado y que no deja de maravillarme tal como maravillaba la palabra “Antofagasta” a Jean Giono según contaba Raúl Ruiz, como me maravillan “Puchuncaví”, “cochayuyo” o “cahuín”, tal como me maravilla, en otro orden, esa imaginación inacabable popular que constantemente inventa imágenes, metáforas, expresiones que se me antojan no pocas veces ejemplos de la más alta poesía, como aquel anciano al que mi amigo Felipe Aburto escuchó en un bar decir: “me marcho a tomar sopa de yeso”.
        Curioso irreprimible, Felipe preguntó:
        - Disculpe, caballero, pero ¿qué es tomar sopa de yeso? 
        Entre risas del veterano, Felipe obtuvo su respuesta:
        - ¡Tomar Viagra, aweonao!

jueves, 8 de septiembre de 2022

Malestar tropical

Tropical malady fue la primera película de Apichatpong Weerasethakul en estrenarse en salas comerciales españolas, el viernes 22 de septiembre de 2006 por lo visto (dos años después de su estreno mundial, siguiendo la tradición local). No tengo idea de cuánto tardé en ir a verla, pero debió ser la semana siguiente. Nunca lo olvidaré y no solo por la película, mi actual favorita del director, sino porque era mi primera cita en… 

No, espera, en nada: fue la primera cita de mi vida.

Yo tenía 28 años. Y llevaba tres sin relaciones sexuales de ningún tipo. Desde el 17 de septiembre del 2003 para ser exactos.

Diría que llamé a Silvia desde una cabina que se encontraba en la misma calle que mi psiquiatra. No era una calle extraña, pasaba por allí a menudo, pero es un detalle que no deja de tener su aquel.

Joven cinéfila gijonesa, me pareció que apelar a la noción de película-de-cineasta-asiático-que-dicen-que-es-la-ostia podría funcionar. Lo hizo.

Para mi, no había otra cita posible. Quedar para tomar algo estaba fuera de la cuestión porque, primero, yo no podía beber alcohol a causa de los antidepresivos y, segundo, eso habría sido demasiado obviamente una cita. 

Para mi, en aquel entonces, tener una cita precisaba necesariamente que todo camuflara el ser-cita de la cita. “¿Te vienes a tomar algo conmigo?” equivale a “quedar conmigo” lo que equivale a “cita”, a “me gustas”, etc., implicaciones todas ellas que mi precaria, inexistente autoestima no podía de ningún modo permitirse. “Ir al cine” en cambio no es quedar conmigo, es quedar con una película. La película deviene carabina, una del mejor tipo posible pues, al fin y al cabo, si la cita va mal, ¡al menos has visto una peli! 

Quedar para cenar no es opción que se me pasara por la cabeza siquiera. Ambos estamos en nuestros veinte y a esas edades quedas para emborracharte o ir a algún sitio. ¡No para cenar, por dios!

No, el cine es lo mejor. ¿Es que, además, sé yo hacer otra cosa? Las primeras veces que me cité a solas con la que acabaría siendo mi primera novia, Eva, fueron en el cine, aunque no pueden llamarse citas porque yo ni había concebido salir con ella. Le dije que había en el Coliseum una película que me había encantado y que se viniera, porque yo iba a volver. Cuando llegó, venía con su ex, Nacho, amigo de ambos, que la acompañaba hasta allí pero se iba ya. Sentí una extraña atmósfera y actitud por parte de ambos que no supe identificar hasta que Eva lo hizo por mí tiempo más tarde: consideraban aquello una cita. Primera noticia.

Antes de eso, habíamos coincidido en uno de los minicines Bahía, para ver Yo disparé a Andy Warhol. Pero no íbamos solos, éramos un grupo más amplio de gente, tuvimos que dividirnos porque la sala estaba llena y Eva y yo nos sentamos juntos. Mientras esperábamos a que las luces se apagasen, la conversación tomó una deriva personal y de pronto me encontré hablando de una forma desacostumbradamente franca sobre la tristeza que me generaba pensar en mi infancia. Me di cuenta de que de pronto hablaba distinto, de que mi mirada se había abstraído como dirigida más adentro que afuera y, en suma, de que nunca había hablado así con nadie. La película empezó, cortando el monólogo, pero ambos sentimos que algo extraño había pasado: por primera vez, como un animal asustado, mi tristeza había asomado la cabeza desde su cueva, sintiendo en el exterior el hasta entonces desconocido calor de la amistad. Eso, sucedió en un cine.

Un día de aquel mismo enero, ahora que lo pienso, sí que tuve una cita. Aquella mañana me había encontrado por la calle con Sara, una compañera de música muy simpática cuyo interés por mi era visible… incluso para mi mismo. No sé cómo, salió la idea de ir a ver Matilda, y allá fuimos. La proyectaban en Valle Real, de modo que hubo que ir a las afueras en autobús en un día intensamente invernal, para enterarnos una vez allí de que la habían retirado. Tuvimos que volver a Santander en otro bus lleno hasta la bandera. Paseábamos por las calles oscuras bajo la llovizna, cuando en cierto momento metió su mano en mi bolsillo, estrechando la mía. 

No dije nada, y ni sabía qué pensar. O más bien, me decía: “estoy caminando de la mano con una chica”. Era como ciencia-ficción, y me dejé hacer.

Sara me pidió salir poco después. Era la primera vez que me lo pedían, por lo que me sentí doblemente violento, y estúpido, diciéndole que no. No se me escapaba que era un crimen negarme: yo era como era, Santander era como era, y que una chica se interesase por mi, y lo manifestase, ¡y me pidiera salir! era poco menos que un milagro. Me encantaba su carácter expansivo, atrevido y resolutivo, pero el problema es que yo estaba enamorado de otra. Bien es cierto que a esa otra nunca le había dicho nada, nunca había intentado nada, de hecho me horrorizaba que se enterase. Era absurdo. Yo lo sabía. Pero amor es amor. Y Sara no me gustaba tanto como para decir adiós a aquel.

Un par de años después llegué a ir al cine con esa otra chica. Se llamaba Lucía y la película Medianoche en el jardín del bien y del mal, en el cine Los Ángeles. Pero ella ya no era un amor platónico ni de ningún tipo, tan solo una amiga, una vieja llama que ni en el pasado ardió, y aunque inevitablemente cierta vibra había en el aire, era solo mi aire y nada había que respirar. No era una cita.

Sara y yo no vimos Matilda, y por mi parte sigo igual. La peli de Eastwood no valía mucho la pena, continuando la extraña tónica por la que, coincidiendo con su ascenso a los altares de la crítica, empezó a hacer sus peores películas. 

La que vi con Eva, Dellamorte Dellamore de Michele Soavi, sí era estupenda. Y acabamos saliendo juntos y viendo cientos de películas más, diría que casi todas buenas (aunque nunca olvidaré cuando me pidió perdón por hacerme ver la segunda de Harry Potter).   

La primera cita con Alba no fue para ir al cine, pero la siguiente y definitiva sí: cortos de Jan Svankmajer, en la Filmoteca Española.

La primera cita con Ángela (aunque ella tal vez desautorice el término) es para ir a la Filmoteca de Santander: Room, un domingo por la tarde.

La segunda y definitiva cita con Lucie (léase en checo) es en mi casa, un domingo a las nueve de la noche, para ver un “bloody thriller”. 

Nunca hubo primera cita con Carmen, pero nos la pasábamos yendo al cine. Y del cine veníamos cuando todo empezó, aunque no recuerdo el título y hubo muchas cosas en medio. Sintomático, sin duda.

Rizando el rizo, Bea y yo nos conocemos en las conferencias sobre cine que junto a otros organizaba en un local de Lavapiés, y es ella quien me sugiere que dedique mi tesis a Contactos.

Me volví loco por Patricia un fin de semana viendo películas mudas de Fritz Lang en el Doré, pero nos besamos por primera vez, durante seis nocturnas horas casi ininterrumpidas, tras mi concurrida conferencia sobre cine pornográfico en el seminario citado.

Creo que queda claro.

Volviendo entonces a lo que me trajo aquí, habría que decir que lo de 2006 fue la segunda cita de mi vida, ocho años después de la primera. Pero lo cierto es que en 2006 fui yo quien llamó, y yo sí tenía interés en la chica. 

Pero, ¿lo tenía? Silvia era fascinantemente blanca casi hasta lo incoloro y sus ojos, que siempre me parecieron negros pero ella declara “marrones con un punto verde”, destacaban sobre aquella superficie refulgente con su mirada siempre inquisitiva y atenta, renuente a soltar aquello que atrapaba hasta no extraer de ello lo buscado. Así, si te preguntaba algo había que responder; si cuestionaba algo, había que buscar bien los argumentos; era una estudiante de filosofía neta, no aceptaba respuestas ad hoc; era contundente en sus certezas pero también en sus dudas, lo que la hacía aceradamente sincera. Yo percibía en su mirada hacia mi un plus de curiosidad que no me era nuevo, pero sí indistinguible de la de quien mira a un tonto con una gorra de cuadros, sentimiento que aunque no es necesariamente malo difícilmente lleva a que se acaben sentando en tu cara.  

Sí, sí, tenía interés, pero yo ya no sabía qué era el interés. Amor y deseo eran sueños de un cuerpo que ya no me pertenecía, que nunca más volví a sentir mío, actores de un espectáculo que decía ser mi vida pero con el que no lograba identificarme y con el que en verdad nada quería más que terminar. A mi modo de ver, en las puertas del infierno no está escrito lo que leyó Dante, sino otra cosa: “The show must go on”. 

Tomo el teléfono, llamo a Silvia y le hablo de esta película que han estrenado y de la que no sé nada salvo el alto prestigio de su director. Ella acepta.  

Supongo que vamos el día del espectador porque somos pobres como perros, pero no estoy seguro. 

Por supuesto, ninguno de los dos ha visto algo así en su vida. 

Ver hoy Tropical malady es otra cosa. Hay momentos que parecen hasta convencionales, su forma es evidente y su estructura terreno conocido. Sigue siendo sorpredente pero entonces era algo nunca visto, al menos para nosotros. 

Parecía filmada de cualquier manera, en cualquier calle con cualquier actor. Todos parecían no profesionales. Uno sonreía como salido de una película de Pasolini, con una dentadura memorable. El hablar tailandés (o quizás es el hablar tailandés de las películas de Weerasethakul) no se parecía al japonés, al chino, al coreano. Como su propia escritura, parecía carecer de acentos fuertes, estridencias, sonidos o inflexiones llamativas, como murmullo constante, fluido y algo monótono, de un río de calmada fluencia. Weerasethakul era igual pero, cuando no, tampoco estaba claro qué hacer: qué hacer con el travelling musical del comienzo, con la historia del río y el oro, la incursión en la cueva, etc. 

Sentado en mi butaca trato de resolver lo que veo, sin conseguirlo. Parece haber algo entre ellos, de eso no hay duda, pero todo es tan elíptico, tan indirecto, que no puede decirse que la peli vaya de eso. Ni siquiera puede decirse de las secuencias donde la cuestión se trata explícitamente. Weerasethakul además no está obsesionado por los travellings, la cámara en mano o los planos fijos, aunque predomina lo segundo pero sin dimensión naturalista o documental alguna. La cámara acompaña y parece no preferir nada. Se mueve como de forma casual, ligera, mantenida en una indeterminación constante. Hay forma, pero no sabría decir cuál. Hay estilo, pero nunca vi un estilo así. Hay personajes, pero no sabría decir apenas nada de ellos. No hay historia pero tampoco parece que pueda haberla, que lo que vemos sea fragmento de algo mayor (como en Lynch), rodeo, juego o confusión (Resnais), y tantas otras posibilidades. El cineasta no parece preocupado por tener una personalidad fuerte, por que se le vea en sus decisiones concretas de puesta en escena. Que me aspen, ¡pero no soy capaz ni de ver la puesta en escena! 

Es una suerte de articulación mínima, pienso entonces, intentando resolver el lío en el que estoy metido. En aquellos años me obsesionaba esta cuestión: ¿qué es lo mínimo para que una imagen se torne ficción o narración? Es como si Weerasethakul mirara una calle y solo una frase, una atención mínimamente decantada hacia una de las figuras en ella incluida, convirtiera la imagen en ficción. El autobús del principio es buen ejemplo: la cara de la chica bonita la destaca en el contexto; luego lo hace su mirada; esa mirada crea entonces un segundo campo, que pasamos a ver, donde re-encontramos a alguien a quien vimos en la secuencia anterior (aunque dudo que le reconociera). 

Se produce entonces un juego de miradas convencional, pero se rompe por la irrupción del otro hombre (también visto, y seguro que tampoco reconocido) y nada se vuelve a saber de la chica. A estas dos figuras sí se las sigue, pero ni el diálogo basta para crear nada, ni los gestos, ni la sucesión de escenas. ¿Qué clase de desarrollo es este? El descubrimiento de la nota de amor por la madre no parece generar tensión alguna, pese a la mentira de su destinatario, ni genera conflictos o consecuencias posteriores cualesquiera. La interpretación de los actores impide una lectura psicológica, sea clara u oscura. Uno se pone el traje de militar del otro para buscar trabajo, pero no sé cómo interpretar ese acto ni se vuelve a hablar del tema. Para rematar, de repente aparece una señora y hay una escena muy muy extraña en una cueva, seguida por otra yo diría que más rara aún con otra señora más. Después paseo, aerobic, un diálogo inaudible…

Es 2006. Yo ya he visto cine abstracto, películas de Brakhage, Harry Smith, Jonas Mekas, por supuesto Kiarostami... Ningún problema. Pero no sé qué hacer con esto. Weerasethakul no busca siquiera que la cosa sea bonita. No parece interesarle la belleza, al menos de momento. En el arte se trata casi siempre de crear una cierta excepcionalidad, aunque eso empezaba a cambiar. En la primera parte de Tropical malady no se trata desde luego de eso. 

Yo tenía una idea para empezar una película:

Vemos una calle cualquiera. Siempre visualizaba la esquina de la calle paralela a la mía, al lado de mi frutería habitual, pero da igual. 

Plano fijo de ese rincón. Pasa gente de cuando en cuando. Hasta aquí, es como un documental en el sentido más estricto: la cámara registra, documenta un fragmento de tiempo, un pedazo de espacio.

Un tipo, que en principio nada destaca, de pronto se detiene en medio del cuadro. Queda dando la espalda a cámara.

Solo con esto, una ficción nace. Un fuera de campo, una pregunta. 

Nunca pude pasar de esta nadería. Pero me encantaba soñar, balancearme en ese plano. Quería hacer una película que avanzara manteniendo cada imagen en ese nivel de articulación mínima. La ficción, una suerte de campo magnético.

Weerasethakul, pienso, está haciendo algo así. ¿No? De alguna manera tendré que entender estas imágenes y sucesos tan ligeros, indefinidos, vaporosos, que se me deslizan entre los dedos. Cosas pasan, pero afirmándose lo mínimo posible. Los objetos, las figuras, los acontecimientos se localizan, pero no están tratados ni como figuras ni como acontecimientos, además de que estos últimos devienen excéntricos hasta lo indescifrable sin que ningún gesto, formal o diegético, avise, destaque, sugiera, explique... ¿Qué está pasando aquí?

Hasta que de pronto, uno de ellos vuelve de orinar. Es de noche. El otro toma una de sus manos y la huele. Para que no haya confusiones, el personaje señala que no se lavó (creo que es el primer gesto de la película destinado al espectador). El olfateo es exhaustivo, la nariz se restriega contra la piel como nunca se ha visto en una pantalla, como si el olor fuera una sustancia que el olfato pudiera extraer (tienta decir “devorar”) hasta el último átomo de la epidermis. En ese contacto próximo el sexo se hace presente en su materialidad más profunda, íntima y secreta, al fin y al cabo no es solo el aroma del sexo sino de la orina lo convocado, no solo algo que identificamos como sucio sino que procede del interior del cuerpo (nunca olvido esa frase impresionante de Corazón salvaje: “¡escucharás un sonido profundo saliendo del interior de Bobby Perú!”). La mano estuvo en contacto con el sexo, pero no en una acción sexual. Es la presencia del olor de la orina la que convierte a este momento en una impresionante escena de amor, el deseo que lo adora todo, incluyendo las esferas más invisibles de lo más menospreciado del cosmos de la carne. 

Me paralizo. Nos tiene tan poco habituado el cine al uso del olfato, y su vinculación a lo erótico es tan frecuentemente por la vía de lo grotesco, tan fácil de invocar aquí… Mi capacidad olfativa es también tan limitada que la tengo casi exclusivamente identificada con el sexo, circunstancias de tan alta proximidad que me hacen identificar los órganos de nariz y boca, olfato, gusto y tacto una sola y misma forma de unión con el cuerpo deseado.

El agasajado sonríe con su dentadura inimitable. La cámara sostiene su sonrisa durante largos segundos, hasta que de pronto la boca se cierra. Desaparecida la armadura de los dientes una mirada nace, un otro, un enigma mayor. ¿Hay algo más serio que el deseo? En un plano más general corta la acción de su compañero, pero para responderla: toma la mano que antes tomó la suya y la huele y la lame, igualmente a fondo, exhaustivamente. El retorno al primer plano nos permite ver la lengua y el leve brillo de la saliva sobre la piel. Cuando retornamos al general, se detiene y vuelve a sonreír, y se siente el regreso de esa armadura con un algo de reto ahora, de rearme, de provocación levemente maligna. Y en efecto, el tipo se da la vuelta y se marcha, contemplado con algo de confusión por el otro, lo vemos marchar hacia la oscuridad, penetrar en ella hasta desaparecer por completo, y nada vuelve a ser igual.

En la segunda mitad de la película, el huido vaga desnudo por el bosque mientras el otro, un militar, lo persigue, aunque no está tan claro quién da caza a quién. El bosque es tan protagonista como los hombres pero es nítida en este caso la relación fondo/figura. Me siento más cómodo en este universo, aunque no desaparece la inquietud general, porque al fin y al cabo no entiendo a qué carajo viene esto. Aunque el militar lo ha sido desde el comienzo, la película es visiblemente otra. Entiendo que todo ha cambiado a la mitad, como en Vertigo pero a lo loco. Aprecio el atrevimiento, pero no entiendo. Entiendo la inversión, claro. Pero tampoco es que sepa qué hacer con ella. Dos películas en una. 

Al final, el soberbio árbol luminoso, la mirada del tigre, la pintura…  

Y la película termina y salimos del cine. Aún es de día en Martín de los Heros.

Silvia y yo nos miramos desconcertados. Pero ella no lo está tanto: no le ha gustado un carajo. Todo era un desbarajuste informe, rodado sin ton ni son, una tomadura de pelo. 

Su rechazo, que en parte he compartido, tiene la virtud de despertar en mi el aprecio de su segunda mitad, minimalista y lentísimo cuento fantástico ideal para un amante no solo del género (y no solo de Depredador) sino también de la abstracción y la lentitud, pero lo que empiezo a comentar, tímidamente, sin gran convicción pues estoy más que perdido, es mi intento de entender la primera parte en tanto ejercicio de articulación mínima: ¿qué es lo mínimo que se puede hacer para que un puñado de imágenes se conviertan en película? ¿No se trata de postular un magma informe, en esa urbe llena de figuras y estímulos, para desde ahí ir generando una ficción apenas perceptible con el mínimo de operaciones posibles…

No avanzo mucho más: Silvia me mira como si estuviera intentando justificar a un violador de menores. 

Salimos a Plaza de España y la acompaño a su parada de metro en Noviciado. Nos despedimos y vuelvo a casa. 

Al entrar, Eva me pregunta de inmediato.

- ¿Ya estás aquí?

- Sí.

- ¿Pero qué habéis hecho?

- Bueno, fuimos a ver la película.

(Puede ser que aquí Eva hiciera un breve silencio). 

- ¿Y no os tomasteis nada después?

- No.

(Aquí, seguro que sí lo hubo).

- Tú eres tonto.


jueves, 1 de septiembre de 2022

Balance



Furia española (Francesc Betriu, 1975)
The stranger (Orson Welles, 1946)
Mi tío (Jacques Tati, 1958)
Chichi ariki / Érase un padre (Yasujiro Ozu, 1942) 
Playtime (J. Tati, 1967)
Francis Ford Coppola ́s Dracula (1992)
Orquesta Club Virginia (Manuel Iborra, 1992)
The french dispatch (Wes Anderson, 2021)
Tenet (Christopher Nolan, 2020)
Inception (C. Nolan, 2010)
El botón de nácar (Patricio Guzmán, 2015)
Eadweard Muybridge, Zoopraxographer (Thom Andersen, 1974)
Sous un ciel changeant (Jean-Claude Rousseau, 2013)
Un autre jour (J.-C. Rousseau, 2014)
Chansons d'amour (J.-C. Rousseau, 2016)
Dernier soupir (J.-C. Rousseau, 2011)
Arrière saison (J.-C. Rousseau, 2016)
Faux départ (J.-C. Rousseau, 2006)
Tropical malady (Apichatpong Weerasethakul, 2004)
Madrid (P. Guzmán, 2002)
A letter to uncle Boonmee (A. Weerasethakul, 2009)
They all laughed (Peter Bogdanovich, 1981)
Noises off... (P. Bogdanovich, 1992)
Cemetery of splendour (A. Weerasethakul, 2015)
Passion (J.-C. Rousseau, 2015)
Last train from Gun Hill (John Sturges, 1959)
Passion fish (John Sayles, 1992)
Laughing gas (Charles Chaplin, 1914)
Toda-ke no kyōdai / Hermanos y hermanas de la familia Toda (Y. Ozu, 1941) 
Comedians in cars getting coffee (Jerry Seinfeld, 2012-2019)
Cheyenne autumn (John Ford, 1964)
Patty Hearst (Paul Schrader, 1988)
La ville des pirates (Raúl Ruiz, 1983)
Alma quebrada (Gonzalo García Pelayo, 2022)
Point de fuite (R. Ruiz, 1984)
An evening with Kevin Smith (J. M. Kenny, 2002)
À Valparaíso (Joris Ivens, 1963)
The rounders (Ch. Chaplin, Roscoe Arbuckle, 1914)
Outrage (Takeshi Kitano, 2010)
Synecdoche, New York (Charlie Kaufman, 2008)
Bienvenido, Mr. Marshall (Luis García Berlanga, 1953)
Souvenirs de Madrid (Jacques Duron, 2009)
Explosion of a motor car (Cecil M. Hepworth, 1900)
The big swallow (James Williamson, 1900)
Breaking bad (Vince Gilligan, 2008-2013)
Mary Jane's mishap (George Albert Smith, 1903)
The great train robbery (Edwin S. Porter, 1903)
Plácido (L. Ga Berlanga, 1961)
El verdugo (L. Ga Berlanga, 1963)
Patrimonio nacional (L. Ga Berlanga, 1981) 
The country doctor (D. W. Griffith, 1909) 
Suspense (Lois Weber, Phillips Smalley, 1913) 
Intolerancia (D. W. Griffith, 1916)
La escopeta nacional (L. Ga Berlanga, 1977)
Broken blossoms (D. W. Griffith, 1919)
A study in choreography for camera (Maya Deren, 1945)
Todos a la cárcel (L. Ga Berlanga, 1993)
El acorazado Potemkin (S. M. Eisenstein, 1925)
Novio a la vista (L. Ga Berlanga, 1954)
Fièvre (Louis Delluc, 1921)
Dr. Mabuse, der Spieler (Fritz Lang, 1922)
Los jueves, milagro (L. Ga Berlanga, 1957)
M (F. Lang, 1931)
Crimes of the future (David Cronenberg, 2022)
Toy Story 2 (John Lasseter, Ash Brannon, Lee Unkrich, 1999)
Nosferatu (F. W. Murnau, 1922)
Je, tu, il, elle (Chantal Akerman, 1974)
The 'human' factor (Edward Dmytryk, 1975)
L ́oeil qui ment (R. Ruiz, 1992)
The best years of our lives (William Wyler, 1946)
Toy story 3 (Lee Unkrich, 2010)
Millennium Mambo (Hou Hsiao-Hsien, 2001)
El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929)
La mujer que escapó (Hong Sang-soo, 2019)
Toute une nuit (Ch. Akerman, 1982)
Introduction (Hong, 2020)
Drag me to hell (Sam Raimi, 2009)
La lune à un mètre (Georges Méliès, 1898)
Trois vies et une seule mort (R. Ruiz, 1996)
Memories within Miss Aggie (Gerard Damiano, 1974)
L ́argent (Robert Bresson, 1983)
2046 (Wong Kar-wai, 2004)
Phantom of The Paradise (Brian de Palma, 1974)
Zu: Warriors from the Magic Mountain (Tsui Hark, 1983)
Jaws (Steven Spielberg, 1975)
Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958)
Keep in touch (J.-C. Rousseau, 1987)
Venise n'existe pas (J.-C. Rousseau, 1984)
Amelia Lopes O'Neill (Valeria Sarmiento, 1990)
Les antiquités de Rome (J.-C. Rousseau, 1989)
Ma Yong Zhen / The boxer from Shantung (Chang Cheh & Pao Hsueh-li, 1972) 
Lan tou He / Dirty Ho (Lau Kar-leung, 1979)

Iron Maiden- The book of souls
Them Crooked Vultures- Them Crooked Vultures 
Melvins- The maggot
Melvins- Death
Ministry- The land of rape and honey
Nick Cave & Warren Ellis- Carnage
Nick Cave & The Bad Seeds- Skeleton Tree
David Krakauer- Pruflas
Danii Minogue- Neon nights
Nick Cave & The Bad Seeds- Push the sky away
Supertramp- Breakfast in America
Scorn- Loggi Barogghi
Scorn- zAndEr
Pixies- Doolittle
Overkill- The years of decay
Mick Harris- HedNod Seven
Method of Defiance- Nahariama
Ardecore- Ardecore
Lull- Time box
Lull- Moments
Lull- Dreamt about dreaming
Tankard- Chemical Invasion
Possessed- Beyond the gates
Melvins- Eggnog
Melvins- Lysol
Melvins- Lord of the flies
Judas Priest- Sin after sin
Eugene Chadbourne- Horror, part three: X the Man With the X-Ray Eyes
Fret- Over depth
Bill Frisell, Kermit Driscoll, Joey Baron- Live
Anthony Braxton- Sextet (Philadelphia) 2005
Amyl and the Sniffers- Comfort to me
Meshuggah- Pitch Black
John Zorn- Magick
Electric Masada- At the mountains of madness
Meshuggah- Catch thirtythree
Scorn- Anamnesis: Rarities 1994-1997
Scorn- Imaginaria award ep
Scorn- Whine
John Zorn- Duras : Duchamp
John Zorn- Redbird
John Zorn- Filmworks VIII: 1997
Santana- Lotus
Primus- The desaturating seven
Fret- Fret
Shellac- The end of radio
Iron Maiden- Fear of the dark
John Zorn- Six litanies for Heliogabalus
John Zorn- The crucible
King Crimson- Larks ́ tongues in aspic
Derek Bailey- Domestic jungle
Acid Mothers Temple & The Melting Paraiso U.F.O. - Demi-Demoniac Daemoog 
King Crimson- In the court of the Crimson King
Paul McCartney- Band on the run
Desechables- Golpe tras golpe
Godflesh- The Earache Peel Sessions
Han Bennink & Misha Mengelberg - Coincidents II
Lull- Journey through underworlds
Paul Williams- Phantom of The Paradise
Led Zeppelin- IV
John Zorn Masada- Tet
Suicidal Tendencies- Free Your Soul... and Save My Mind 
Monrella- Process 1+2

Jesús Pardo- Autorretrato sin retoques (Anagrama, 1996) 
Pere Gimferrer- El agente provocador (Península, 1998) 
Jesús Pardo- Memorias de memoria (Anagrama, 2001) 
Vicente Molina Foix- El cine estilográfico (Anagrama, 1993) 
Carlos León- Obras completas (Alfaguara, 2004)
Henri Langlois- Memorias de un cinéfilo (El cuenco de plata, 2016)
Manuel Peña Muñoz- Valparaíso, la ciudad de mis fantasmas (RIL, 2004)
Paulino Viota- Simetrías: los 5 actos en las películas de John Ford (Athenaica, 2022)
Luc Moullet- "The blind owl" (Rouge #2, http://www.rouge.com.au/2/blind.html, 2004) 
Carlos León- Algunos días... (Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1977)
Alfonso Calderón, Marilis Schlotfeldt- Memorial de Valparaíso (RIL, 2001)
Carlos León- Sobrino único (Editorial Universitaria, 1954)
Quintín- Los años irreverentes. Volumen 1 (ASL, 2020)
Noël Burch- Itinerarios (Certamen Internacional del Cine Documental y Cortometraje / Caja de Ahorros Vizcaína, 1985)
Noël Burch- El tragaluz del infinito (Cátedra, 2006)
Francisco Algarín Navarro & Carlos Saldaña- La luz reflejada a través de las cosas. Conversaciones con Jean-Claude Rousseau (Lumière, 2021)
Gonzalo y Danila Ilabaca- Dónde está el mar. Antología póstuma de Valparaíso (Narrativa Punto Aparte, 2022)
Gonzalo Ilabaca- Valparaíso Roland Bar (Narrativa Punto Aparte, 2014)
Carlos León- Hombres de palabra (Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1979)