jueves, 8 de septiembre de 2022

Malestar tropical

Tropical malady fue la primera película de Apichatpong Weerasethakul en estrenarse en salas comerciales españolas, el viernes 22 de septiembre de 2006 por lo visto (dos años después de su estreno mundial, siguiendo la tradición local). No tengo idea de cuánto tardé en ir a verla, pero debió ser la semana siguiente. Nunca lo olvidaré y no solo por la película, mi actual favorita del director, sino porque era mi primera cita en… 

No, espera, en nada: fue la primera cita de mi vida.

Yo tenía 28 años. Y llevaba tres sin relaciones sexuales de ningún tipo. Desde el 17 de septiembre del 2003 para ser exactos.

Diría que llamé a Silvia desde una cabina que se encontraba en la misma calle que mi psiquiatra. No era una calle extraña, pasaba por allí a menudo, pero es un detalle que no deja de tener su aquel.

Joven cinéfila gijonesa, me pareció que apelar a la noción de película-de-cineasta-asiático-que-dicen-que-es-la-ostia podría funcionar. Lo hizo.

Para mi, no había otra cita posible. Quedar para tomar algo estaba fuera de la cuestión porque, primero, yo no podía beber alcohol a causa de los antidepresivos y, segundo, eso habría sido demasiado obviamente una cita. 

Para mi, en aquel entonces, tener una cita precisaba necesariamente que todo camuflara el ser-cita de la cita. “¿Te vienes a tomar algo conmigo?” equivale a “quedar conmigo” lo que equivale a “cita”, a “me gustas”, etc., implicaciones todas ellas que mi precaria, inexistente autoestima no podía de ningún modo permitirse. “Ir al cine” en cambio no es quedar conmigo, es quedar con una película. La película deviene carabina, una del mejor tipo posible pues, al fin y al cabo, si la cita va mal, ¡al menos has visto una peli! 

Quedar para cenar no es opción que se me pasara por la cabeza siquiera. Ambos estamos en nuestros veinte y a esas edades quedas para emborracharte o ir a algún sitio. ¡No para cenar, por dios!

No, el cine es lo mejor. ¿Es que, además, sé yo hacer otra cosa? Las primeras veces que me cité a solas con la que acabaría siendo mi primera novia, Eva, fueron en el cine, aunque no pueden llamarse citas porque yo ni había concebido salir con ella. Le dije que había en el Coliseum una película que me había encantado y que se viniera, porque yo iba a volver. Cuando llegó, venía con su ex, Nacho, amigo de ambos, que la acompañaba hasta allí pero se iba ya. Sentí una extraña atmósfera y actitud por parte de ambos que no supe identificar hasta que Eva lo hizo por mí tiempo más tarde: consideraban aquello una cita. Primera noticia.

Antes de eso, habíamos coincidido en uno de los minicines Bahía, para ver Yo disparé a Andy Warhol. Pero no íbamos solos, éramos un grupo más amplio de gente, tuvimos que dividirnos porque la sala estaba llena y Eva y yo nos sentamos juntos. Mientras esperábamos a que las luces se apagasen, la conversación tomó una deriva personal y de pronto me encontré hablando de una forma desacostumbradamente franca sobre la tristeza que me generaba pensar en mi infancia. Me di cuenta de que de pronto hablaba distinto, de que mi mirada se había abstraído como dirigida más adentro que afuera y, en suma, de que nunca había hablado así con nadie. La película empezó, cortando el monólogo, pero ambos sentimos que algo extraño había pasado: por primera vez, como un animal asustado, mi tristeza había asomado la cabeza desde su cueva, sintiendo en el exterior el hasta entonces desconocido calor de la amistad. Eso, sucedió en un cine.

Un día de aquel mismo enero, ahora que lo pienso, sí que tuve una cita. Aquella mañana me había encontrado por la calle con Sara, una compañera de música muy simpática cuyo interés por mi era visible… incluso para mi mismo. No sé cómo, salió la idea de ir a ver Matilda, y allá fuimos. La proyectaban en Valle Real, de modo que hubo que ir a las afueras en autobús en un día intensamente invernal, para enterarnos una vez allí de que la habían retirado. Tuvimos que volver a Santander en otro bus lleno hasta la bandera. Paseábamos por las calles oscuras bajo la llovizna, cuando en cierto momento metió su mano en mi bolsillo, estrechando la mía. 

No dije nada, y ni sabía qué pensar. O más bien, me decía: “estoy caminando de la mano con una chica”. Era como ciencia-ficción, y me dejé hacer.

Sara me pidió salir poco después. Era la primera vez que me lo pedían, por lo que me sentí doblemente violento, y estúpido, diciéndole que no. No se me escapaba que era un crimen negarme: yo era como era, Santander era como era, y que una chica se interesase por mi, y lo manifestase, ¡y me pidiera salir! era poco menos que un milagro. Me encantaba su carácter expansivo, atrevido y resolutivo, pero el problema es que yo estaba enamorado de otra. Bien es cierto que a esa otra nunca le había dicho nada, nunca había intentado nada, de hecho me horrorizaba que se enterase. Era absurdo. Yo lo sabía. Pero amor es amor. Y Sara no me gustaba tanto como para decir adiós a aquel.

Un par de años después llegué a ir al cine con esa otra chica. Se llamaba Lucía y la película Medianoche en el jardín del bien y del mal, en el cine Los Ángeles. Pero ella ya no era un amor platónico ni de ningún tipo, tan solo una amiga, una vieja llama que ni en el pasado ardió, y aunque inevitablemente cierta vibra había en el aire, era solo mi aire y nada había que respirar. No era una cita.

Sara y yo no vimos Matilda, y por mi parte sigo igual. La peli de Eastwood no valía mucho la pena, continuando la extraña tónica por la que, coincidiendo con su ascenso a los altares de la crítica, empezó a hacer sus peores películas. 

La que vi con Eva, Dellamorte Dellamore de Michele Soavi, sí era estupenda. Y acabamos saliendo juntos y viendo cientos de películas más, diría que casi todas buenas (aunque nunca olvidaré cuando me pidió perdón por hacerme ver la segunda de Harry Potter).   

La primera cita con Alba no fue para ir al cine, pero la siguiente y definitiva sí: cortos de Jan Svankmajer, en la Filmoteca Española.

La primera cita con Ángela (aunque ella tal vez desautorice el término) es para ir a la Filmoteca de Santander: Room, un domingo por la tarde.

La segunda y definitiva cita con Lucie (léase en checo) es en mi casa, un domingo a las nueve de la noche, para ver un “bloody thriller”. 

Nunca hubo primera cita con Carmen, pero nos la pasábamos yendo al cine. Y del cine veníamos cuando todo empezó, aunque no recuerdo el título y hubo muchas cosas en medio. Sintomático, sin duda.

Rizando el rizo, Bea y yo nos conocemos en las conferencias sobre cine que junto a otros organizaba en un local de Lavapiés, y es ella quien me sugiere que dedique mi tesis a Contactos.

Me volví loco por Patricia un fin de semana viendo películas mudas de Fritz Lang en el Doré, pero nos besamos por primera vez, durante seis nocturnas horas casi ininterrumpidas, tras mi concurrida conferencia sobre cine pornográfico en el seminario citado.

Creo que queda claro.

Volviendo entonces a lo que me trajo aquí, habría que decir que lo de 2006 fue la segunda cita de mi vida, ocho años después de la primera. Pero lo cierto es que en 2006 fui yo quien llamó, y yo sí tenía interés en la chica. 

Pero, ¿lo tenía? Silvia era fascinantemente blanca casi hasta lo incoloro y sus ojos, que siempre me parecieron negros pero ella declara “marrones con un punto verde”, destacaban sobre aquella superficie refulgente con su mirada siempre inquisitiva y atenta, renuente a soltar aquello que atrapaba hasta no extraer de ello lo buscado. Así, si te preguntaba algo había que responder; si cuestionaba algo, había que buscar bien los argumentos; era una estudiante de filosofía neta, no aceptaba respuestas ad hoc; era contundente en sus certezas pero también en sus dudas, lo que la hacía aceradamente sincera. Yo percibía en su mirada hacia mi un plus de curiosidad que no me era nuevo, pero sí indistinguible de la de quien mira a un tonto con una gorra de cuadros, sentimiento que aunque no es necesariamente malo difícilmente lleva a que se acaben sentando en tu cara.  

Sí, sí, tenía interés, pero yo ya no sabía qué era el interés. Amor y deseo eran sueños de un cuerpo que ya no me pertenecía, que nunca más volví a sentir mío, actores de un espectáculo que decía ser mi vida pero con el que no lograba identificarme y con el que en verdad nada quería más que terminar. A mi modo de ver, en las puertas del infierno no está escrito lo que leyó Dante, sino otra cosa: “The show must go on”. 

Tomo el teléfono, llamo a Silvia y le hablo de esta película que han estrenado y de la que no sé nada salvo el alto prestigio de su director. Ella acepta.  

Supongo que vamos el día del espectador porque somos pobres como perros, pero no estoy seguro. 

Por supuesto, ninguno de los dos ha visto algo así en su vida. 

Ver hoy Tropical malady es otra cosa. Hay momentos que parecen hasta convencionales, su forma es evidente y su estructura terreno conocido. Sigue siendo sorpredente pero entonces era algo nunca visto, al menos para nosotros. 

Parecía filmada de cualquier manera, en cualquier calle con cualquier actor. Todos parecían no profesionales. Uno sonreía como salido de una película de Pasolini, con una dentadura memorable. El hablar tailandés (o quizás es el hablar tailandés de las películas de Weerasethakul) no se parecía al japonés, al chino, al coreano. Como su propia escritura, parecía carecer de acentos fuertes, estridencias, sonidos o inflexiones llamativas, como murmullo constante, fluido y algo monótono, de un río de calmada fluencia. Weerasethakul era igual pero, cuando no, tampoco estaba claro qué hacer: qué hacer con el travelling musical del comienzo, con la historia del río y el oro, la incursión en la cueva, etc. 

Sentado en mi butaca trato de resolver lo que veo, sin conseguirlo. Parece haber algo entre ellos, de eso no hay duda, pero todo es tan elíptico, tan indirecto, que no puede decirse que la peli vaya de eso. Ni siquiera puede decirse de las secuencias donde la cuestión se trata explícitamente. Weerasethakul además no está obsesionado por los travellings, la cámara en mano o los planos fijos, aunque predomina lo segundo pero sin dimensión naturalista o documental alguna. La cámara acompaña y parece no preferir nada. Se mueve como de forma casual, ligera, mantenida en una indeterminación constante. Hay forma, pero no sabría decir cuál. Hay estilo, pero nunca vi un estilo así. Hay personajes, pero no sabría decir apenas nada de ellos. No hay historia pero tampoco parece que pueda haberla, que lo que vemos sea fragmento de algo mayor (como en Lynch), rodeo, juego o confusión (Resnais), y tantas otras posibilidades. El cineasta no parece preocupado por tener una personalidad fuerte, por que se le vea en sus decisiones concretas de puesta en escena. Que me aspen, ¡pero no soy capaz ni de ver la puesta en escena! 

Es una suerte de articulación mínima, pienso entonces, intentando resolver el lío en el que estoy metido. En aquellos años me obsesionaba esta cuestión: ¿qué es lo mínimo para que una imagen se torne ficción o narración? Es como si Weerasethakul mirara una calle y solo una frase, una atención mínimamente decantada hacia una de las figuras en ella incluida, convirtiera la imagen en ficción. El autobús del principio es buen ejemplo: la cara de la chica bonita la destaca en el contexto; luego lo hace su mirada; esa mirada crea entonces un segundo campo, que pasamos a ver, donde re-encontramos a alguien a quien vimos en la secuencia anterior (aunque dudo que le reconociera). 

Se produce entonces un juego de miradas convencional, pero se rompe por la irrupción del otro hombre (también visto, y seguro que tampoco reconocido) y nada se vuelve a saber de la chica. A estas dos figuras sí se las sigue, pero ni el diálogo basta para crear nada, ni los gestos, ni la sucesión de escenas. ¿Qué clase de desarrollo es este? El descubrimiento de la nota de amor por la madre no parece generar tensión alguna, pese a la mentira de su destinatario, ni genera conflictos o consecuencias posteriores cualesquiera. La interpretación de los actores impide una lectura psicológica, sea clara u oscura. Uno se pone el traje de militar del otro para buscar trabajo, pero no sé cómo interpretar ese acto ni se vuelve a hablar del tema. Para rematar, de repente aparece una señora y hay una escena muy muy extraña en una cueva, seguida por otra yo diría que más rara aún con otra señora más. Después paseo, aerobic, un diálogo inaudible…

Es 2006. Yo ya he visto cine abstracto, películas de Brakhage, Harry Smith, Jonas Mekas, por supuesto Kiarostami... Ningún problema. Pero no sé qué hacer con esto. Weerasethakul no busca siquiera que la cosa sea bonita. No parece interesarle la belleza, al menos de momento. En el arte se trata casi siempre de crear una cierta excepcionalidad, aunque eso empezaba a cambiar. En la primera parte de Tropical malady no se trata desde luego de eso. 

Yo tenía una idea para empezar una película:

Vemos una calle cualquiera. Siempre visualizaba la esquina de la calle paralela a la mía, al lado de mi frutería habitual, pero da igual. 

Plano fijo de ese rincón. Pasa gente de cuando en cuando. Hasta aquí, es como un documental en el sentido más estricto: la cámara registra, documenta un fragmento de tiempo, un pedazo de espacio.

Un tipo, que en principio nada destaca, de pronto se detiene en medio del cuadro. Queda dando la espalda a cámara.

Solo con esto, una ficción nace. Un fuera de campo, una pregunta. 

Nunca pude pasar de esta nadería. Pero me encantaba soñar, balancearme en ese plano. Quería hacer una película que avanzara manteniendo cada imagen en ese nivel de articulación mínima. La ficción, una suerte de campo magnético.

Weerasethakul, pienso, está haciendo algo así. ¿No? De alguna manera tendré que entender estas imágenes y sucesos tan ligeros, indefinidos, vaporosos, que se me deslizan entre los dedos. Cosas pasan, pero afirmándose lo mínimo posible. Los objetos, las figuras, los acontecimientos se localizan, pero no están tratados ni como figuras ni como acontecimientos, además de que estos últimos devienen excéntricos hasta lo indescifrable sin que ningún gesto, formal o diegético, avise, destaque, sugiera, explique... ¿Qué está pasando aquí?

Hasta que de pronto, uno de ellos vuelve de orinar. Es de noche. El otro toma una de sus manos y la huele. Para que no haya confusiones, el personaje señala que no se lavó (creo que es el primer gesto de la película destinado al espectador). El olfateo es exhaustivo, la nariz se restriega contra la piel como nunca se ha visto en una pantalla, como si el olor fuera una sustancia que el olfato pudiera extraer (tienta decir “devorar”) hasta el último átomo de la epidermis. En ese contacto próximo el sexo se hace presente en su materialidad más profunda, íntima y secreta, al fin y al cabo no es solo el aroma del sexo sino de la orina lo convocado, no solo algo que identificamos como sucio sino que procede del interior del cuerpo (nunca olvido esa frase impresionante de Corazón salvaje: “¡escucharás un sonido profundo saliendo del interior de Bobby Perú!”). La mano estuvo en contacto con el sexo, pero no en una acción sexual. Es la presencia del olor de la orina la que convierte a este momento en una impresionante escena de amor, el deseo que lo adora todo, incluyendo las esferas más invisibles de lo más menospreciado del cosmos de la carne. 

Me paralizo. Nos tiene tan poco habituado el cine al uso del olfato, y su vinculación a lo erótico es tan frecuentemente por la vía de lo grotesco, tan fácil de invocar aquí… Mi capacidad olfativa es también tan limitada que la tengo casi exclusivamente identificada con el sexo, circunstancias de tan alta proximidad que me hacen identificar los órganos de nariz y boca, olfato, gusto y tacto una sola y misma forma de unión con el cuerpo deseado.

El agasajado sonríe con su dentadura inimitable. La cámara sostiene su sonrisa durante largos segundos, hasta que de pronto la boca se cierra. Desaparecida la armadura de los dientes una mirada nace, un otro, un enigma mayor. ¿Hay algo más serio que el deseo? En un plano más general corta la acción de su compañero, pero para responderla: toma la mano que antes tomó la suya y la huele y la lame, igualmente a fondo, exhaustivamente. El retorno al primer plano nos permite ver la lengua y el leve brillo de la saliva sobre la piel. Cuando retornamos al general, se detiene y vuelve a sonreír, y se siente el regreso de esa armadura con un algo de reto ahora, de rearme, de provocación levemente maligna. Y en efecto, el tipo se da la vuelta y se marcha, contemplado con algo de confusión por el otro, lo vemos marchar hacia la oscuridad, penetrar en ella hasta desaparecer por completo, y nada vuelve a ser igual.

En la segunda mitad de la película, el huido vaga desnudo por el bosque mientras el otro, un militar, lo persigue, aunque no está tan claro quién da caza a quién. El bosque es tan protagonista como los hombres pero es nítida en este caso la relación fondo/figura. Me siento más cómodo en este universo, aunque no desaparece la inquietud general, porque al fin y al cabo no entiendo a qué carajo viene esto. Aunque el militar lo ha sido desde el comienzo, la película es visiblemente otra. Entiendo que todo ha cambiado a la mitad, como en Vertigo pero a lo loco. Aprecio el atrevimiento, pero no entiendo. Entiendo la inversión, claro. Pero tampoco es que sepa qué hacer con ella. Dos películas en una. 

Al final, el soberbio árbol luminoso, la mirada del tigre, la pintura…  

Y la película termina y salimos del cine. Aún es de día en Martín de los Heros.

Silvia y yo nos miramos desconcertados. Pero ella no lo está tanto: no le ha gustado un carajo. Todo era un desbarajuste informe, rodado sin ton ni son, una tomadura de pelo. 

Su rechazo, que en parte he compartido, tiene la virtud de despertar en mi el aprecio de su segunda mitad, minimalista y lentísimo cuento fantástico ideal para un amante no solo del género (y no solo de Depredador) sino también de la abstracción y la lentitud, pero lo que empiezo a comentar, tímidamente, sin gran convicción pues estoy más que perdido, es mi intento de entender la primera parte en tanto ejercicio de articulación mínima: ¿qué es lo mínimo que se puede hacer para que un puñado de imágenes se conviertan en película? ¿No se trata de postular un magma informe, en esa urbe llena de figuras y estímulos, para desde ahí ir generando una ficción apenas perceptible con el mínimo de operaciones posibles…

No avanzo mucho más: Silvia me mira como si estuviera intentando justificar a un violador de menores. 

Salimos a Plaza de España y la acompaño a su parada de metro en Noviciado. Nos despedimos y vuelvo a casa. 

Al entrar, Eva me pregunta de inmediato.

- ¿Ya estás aquí?

- Sí.

- ¿Pero qué habéis hecho?

- Bueno, fuimos a ver la película.

(Puede ser que aquí Eva hiciera un breve silencio). 

- ¿Y no os tomasteis nada después?

- No.

(Aquí, seguro que sí lo hubo).

- Tú eres tonto.


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