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jueves, 7 de noviembre de 2019

Alargadas sombras de la noche


   ¿Estaba Oliver Stone, con The Doors, rodando una precuela de Apocalypse Now? El filme de Coppola arranca con “The end” y Stone afirmaba que en efecto los Doors eran una de las bandas que sonaban habitualmente por la radio en Vietnam. El soldado Stone también habría encontrado en la célebre canción la banda sonora perfecta de la guerra que Coppola más tarde quiso mostrar: oscura, violenta, desesperada pero fascinante, de un atractivo casi sexual. Hay algo en Apocalypse Now de los poemas de aquel Apollinaire enamorado del esplendor de la Primera Guerra Mundial, una voluntad enorme de mostrar no solo por qué es tan horrible la guerra, sino cómo en ese mismo horror radica hasta qué punto puede ser amada e investir el alma de tantos hombres.
    A su modo, si tenemos en cuenta esto, y sin necesidad de recurrir a la escena en que introduce referencias explícitas a la guerra o los asesinatos de Luther King y Robert Kennedy, podríamos decir que en The Doors Stone hace una película sobre Vietnam, siempre y cuando matizáramos que sobre el Vietnam (en off) de Apocalypse Now. Para empezar, podría pensarse que su estilo alucinado, que tan habitual se hará después pero que arranca aquí, emula el igualmente alucinado mal trip del filme de Coppola. Como aquel, Stone opta por una inmersión plena en la siempre drogada consciencia del protagonista, puesta en escena mediante artificiosas y brillantes coreografías de cámaras flotantes y de todo tipo, transformaciones lumínicas constantes que extienden la iluminación de los conciertos a virtualmente casi todo espacio, y un tono deliberadamente acorde de la interpretación, realmente en otro mundo, de Val Kilmer. Asimismo (y lo anterior se debe a ello), Stone ostenta una clarísima voluntad mitológica: The Doors no puede verse como un biopic al uso sino como una reconstrucción de tintes legendarios de un periodo histórico donde se confrontaron los aspectos más oscuros y luminosos de la sociedad norteamericana. De ahí las que fácilmente deben ser las mejores escenas de concierto de la historia del cine, que Stone filma como fiestas (celebraciones dionisíacas, muchos han dicho y con razón) donde la excitación sexual y la violencia se funden, donde la violencia y el amor son una misma cosa. Yendo mucho más lejos que las vinculaciones un tanto rupestres entre rock y fascismo propuestas por Tommy o The Wall, Stone consigue realmente representar el sentimiento de efervescencia colectiva en torno a un líder torturado que convierte el movimiento de la paz y el amor en uno dirigido por la celebración de las potencias liberadoras de la muerte y la autodestrucción. Stone filma el atractivo, virtualmente infinito (virtualmente: en la realidad, y Stone no lo oculta, los límites los marca el cuerpo), del “desorden de los sentidos” y el jugueteo con la muerte. Frente al habitual relato sobre la deriva oscura del hippismo, su decadencia, Charles Manson, etc., Stone ofrece uno donde la oscuridad está presente desde el principio. El mundo es una fiesta y la fiesta es la guerra. Los conciertos de los Doors filmados por Stone son ya Vietnam. La música permite que Morrison se folle de verdad a su madre sobre el escenario y el hecho golpee a todos como si fueran todas sus madres las víctimas. Pero el acontecimiento horrible es celebrado. Se baila con la muerte, los muertos, los crímenes, y todos juntos celebramos nuestra vida en medio de la destrucción. No soy experto en Stone, pero diría que nunca hizo nada mejor que The Doors.
    La sombra de Apocalypse Now es alargada, como la de en general el cine estadounidense de los 70, cada vez más la década sustitutiva de la de los 50 en el ideal del Hollywood actual, sea mainstream o no. Culminación de aquel “nuevo cine” devenido en nuevo canon, o cuando menos de aquel relevo generacional, el filme de Coppola es, junto a Taxi Driver, el mejor ejemplo del interés de aquella época por explorar la capacidad de los mecanismos de identificación para vincularnos con los universos más oscuros, la centralidad del héroe consustancial al cine de su cultura para explorar su dimensión más siniestra, e igualmente la mejor evidencia de que eso no necesariamente implica un espíritu crítico, al menos en cierto sentido (no coloco a esas películas tan alto como Biskind, pero desde luego tampoco tan bajo como sus críticos contemporáneos de Contracampo, que fueron tan miopes al respecto como sus antecesores de Nuestro Cine respecto al Hollywood “clásico”, y por idénticas razones). Coppola no hace una película antibélica y ni siquiera anti-Vietnam, sino algo más complejo, un viaje oscuro, un viaje por el lado bestia de la vida y las oscuridades del alma. Apocalypse Now es un viaje al infierno y no un discurso contra el mismo, antes bien podríamos entender que busca una comprensión que precisa la inmersión en el mismo. A mi juicio esto no es un demérito. Del cine, como de la vida, somos nosotros los que debemos extraer las lecciones, y Coppola no niega precisamente piezas para facilitar la operación. Pero es forzoso constatarlo: el viaje de Willard implica tanto el horror como la fascinación por el mismo. Si alguien ama Vietnam y la guerra, es posible que Apocalypse Now sea su película. Eso sí, también si la odia.
    Es bien sabido que James Gray adora el filme de Coppola, y finalmente se ha servido de él en Ad Astra, para la que Apocalypse Now constituye un evidente esqueleto referencial (y sí, antes está Conrad, pero no es con literatos que Gray se mide). Si Gray es otro enamorado del viaje oscuro de Willard al corazón de las tinieblas, su propuesta ofrece en cambio un típico arco redentorista que sirve de renovado ejemplo de la velocísima pérdida de mordiente de este autor hasta hace no poco brillante. Los cineastas, decía Paulino Viota, tratan el cine de otros como vampiros, beben de él sin necesariamente considerar el sentido de sus soluciones formales, narrativas, etc. Lo que ha hecho Gray con Apocalypse Now es un buen ejemplo de cómo tomar un molde, de origen bien reconocible, y alterarlo hasta convertirlo en el casi exacto contrario del referente. Ciertamente, Ad Astra ofrece la monstruosidad paterna como poseedora de la semilla que permitirá la final liberación del protagonista, pero mediante un viaje de cariz estrictamente interior e individual, pese a que sea la suerte de la civilización entera lo que se juega, y además el retorno al padre no posee ambigüedad alguna: es necesario para salvarse no solo a uno, sino al mundo mismo. Bien está lo que bien acaba, supongo, pero con esto sucede que, muy retorcidamente, nunca el retorno al padre fuera tan necesario en el cine de Gray (pese a las lecturas miopes, los retornos anteriores eran sumamente trágicos) y así su cine acabe siendo, al fin, lo que sus críticos decían equivocadamente que era, pasando la tentación familiar de condena evitable a casi necesidad. Como sucede con el Eastwood post-Million Dollar Baby, la redención del héroe oscuro, el padre terrible (Gran Torino), no es sino el retorno de su necesidad, es decir de su inevitable acompañante: la debilidad congénita de todos nosotros, hijos, necesitados de ese referente que nos diseñe el camino. Willard se mira en el horror de Kurtz, se sabe uno con él, y lo mata; McBride hijo se derrumba al saber del horror de su padre, de su héroe, que es quien se da a sí mismo la muerte. Coppola no necesita mostrarnos la génesis de Kurtz porque en cierto modo la muestra en el viaje de Willard, y excede la mera instancia individual. El autismo de McBride hijo es suyo solo y de su historia familiar, dominada por un héroe caído que por el camino se evidencia monstruo. Esta caída es un trauma que debe ser curado. Su suicidio lo permite, y gracias a él es que uno puede mantener la novia. En Gray, y nunca se vio más claro, no hay mayor imposibilidad que la de matar al padre. En Ad Astra esto dejó de ser trágico, y Gray se integra en el grupo de los cineastas de autoayuda que parece ser tanto necesitamos.
    Imposibilitados los nuevos (y viejos: Siegel o Fleischer son más centrales para la década de lo que se suele recordar) cineastas de los 70 para cuestionar una centralidad heroica que estaba en sus genes narrativos y sociales, la deriva oscura del héroe (marcadísima sin duda por el ejemplo del Ethan Edwards de The searchers, la sombra más alargada de todas) acabó suponiendo no la puesta en cuestión de una sociedad y una historia sino la aceptación del padre terrible y la entrega finalmente encantada a sus excesos, desmanes y, en último término, crímenes, posibilitantes de ficciones más excesivas, libres y desatadas, ejemplares del ejercicio de una libertad (liberal) entendida como “capacidad de moverse sin encontrar resistencia”. El resultado es que pocas sociedades en la historia habrán mostrado de forma más desacomplejada y en cierto modo sincera sus aspectos más miserables. Bien es cierto que grandes películas salieron de este molde, pero pareciera que quienes querían volver al perdido sentido de lo revulsivo encontraron que el modo de hacerlo era, quizás, pasarle el protagonismo a los villanos. De nuevo, pocos lo vieron tan bien como Stone con Natural Born Killers, la película a la que, estilo aparte, en el fondo más se parece Joker, el más reciente y contundente ejemplo de la enfermiza obsesión de Hollywood por los 70.
    Como sucede con Travis Bickle (pero también con el Jim Morrison de Oliver Stone), en el desastre personal y la locura de Arthur Fleck late la de toda una sociedad. Como en aquellos casos, el elemento mínimo (el individuo) hace de continente e incluso causa del máximo (la sociedad). Son los privilegios del héroe: todo el fondo está contenido en la figura. Pero debe notarse que en Apocalypse Now la figura no es Willard. Willard está sumido y dominado por el infierno, y camina hacia la Figura propiamente dicha, el hombre que en sí expresa, aglutina, origina y culmina el horror: Kurtz. Y lo mata (cuanto más la pienso, más me parece que esta película estuviera escrita por J. G. Ballard). Apocalypse Now o Taxi Driver se cuentan entre los mejores ejemplos del momento crítico del trato de los cineastas de los 70 con el modelo fondo/figura (héroe que contiene al fondo) propio de su cultura. Son modelos, también, del camino que no se siguió (la política USA no lo puso fácil, cuando menos). Y desde luego, tampoco lo sigue Joker.
    Los 90 se miraron mucho en el espejo del asesino, pero aquella era la década del final de la Historia, y actualmente, si hay algo que está claro que no ha terminado, es precisamente la Historia. Todos al fin recordamos que hay algo en el vacío bajo los ojos del asesino. La revuelta social, la rebelión, el tumulto, etc., vuelven a ser tema con el nuevo siglo. Philips decide vincular el tema del psicópata y la revolución, de la enfermedad mental y el neoliberalismo, y por ello su operación es la de desvillanizar al villano (cuyo parecido con el Joker enemigo de Batman es cuando más anecdótica), un pobre hombre empoderado por el odio, que ya sabemos que empodera un montón, y mirar desde ahí a ese rincón de rabia que anida en todos los sometidos y que en ocasiones sale a flote. Jordi Costa dice que para Phillips los “indignados” serían payasos, pero olvida que las razones de la revuelta caótica, la enésima explosión de violencia orgiástica del cine hollywoodiense, son precisadas de manera nada abstracta (y dando la vuelta al paradigma de multimillonario-amigo-del-pueblo tan propio del cine de superhéroes), lo que permite diagnósticos menos burdos. La revolución y la orgía de destrucción muchas veces se confunden, tristemente supongo, y la derecha nunca deja de recordárnoslo con aviesas intenciones (aunque magníficos resultados a veces, ahí está La inglesa y el duque). La supuesta trivialización de Philips en el fondo presenta cierta lucidez (acaso reaccionaria, puede ser) que el presente momento histórico bien ejemplifica. La siniestrísima V de Vendetta acaba inspirando valiosos movimientos populares, y personalmente no me cabe duda que el propio Joker habrá animado a algún que otro chileno a sumarse a los disturbios que a día de hoy siguen felizmente desestabilizando a Chile, el país donde se parió el neoliberalismo (parto contra natura do los haya) y donde escribí este texto, algunas de sus líneas bajo estado de emergencia y toque de queda, declarados cuando el presidente Sebastián Piñera decidió que Chile estaba en guerra.
    Un meme particularmente inspirado señalaba lo mal pensado de subir el precio del metro justo después del estreno de Joker. Ciertamente, el filme de Philips es pobre y tópico, no tiene ni imaginación ni talento más allá de destellos puntuales, y convierte la revuelta, el clamor popular, en un síntoma contenido por el dolor de un solo individuo, un síntoma o una enfermedad más que el resultado de una toma de conciencia, una reducción de la lucha contra el capitalismo o el neoliberalismo a puro y duro odio de clase o incluso excusa para la celebración orgiástica y desorden de los sentidos que encendía al Morrison de Stone. Y sin embargo, y dejando aparte si no es el odio legítimo y si no es la rabia componente esencial de la revolución, si no es lo que define y permite la existencia de la revuelta, ¿no nos demuestran los manifestantes chilenos maquillados de payaso que no hay modo de saber la relevancia política de una película, puesto que esta solo la puede decidir el contexto? ¿No muestra esto la diferencia neta entre la dimensión ideológica y política de un filme, entre aquello (lo ideológico) que puede establecerse atendiendo solo a la materialidad textual y eso otro (lo político) que depende de cómo el universo político y social decide relacionarse con la obra, y donde poco o nada importa lo que esta tenga que decir? Nuevo e inesperado ejemplo de la dimensión política del arte: aquella que, ciega al arte y a la obra, decide sobre ella y su relevancia por motivaciones absolutamente externas. O dicho de otro modo: una película solo es política cuando la política quiere que lo sea.
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La referencia a Paulino Viota es a “El vampiro y el criptólogo” (1986), que abre la antología que saldrá publicada en enero del próximo año, bajo el título La herencia del cine. Escritos escogidos. Una reflexión de Gray sobre Apocalypse Now titulada "This is the end", puede leerse en https://www.rollingstone.com/movies/movie-news/this-is-the-end-james-gray-on-apocalypse-now-48807/La cita sobre la libertad liberal es de José Luis Moreno Pestaña, y está extraída de un post de su Facebook publicado el 17 de octubre del presente año. La crítica de Joker por Jordi Costa fue publicada en El País y se puede leer en https://elpais.com/cultura/2019/10/08/actualidad/1570525032_119764.html

domingo, 19 de mayo de 2013

La familia que mata unida


    Recuerdo nítidamente a José Luis Guarner, en Días de Cine, defendiendo Demolition Man, para mi escándalo (de entonces: hoy le doy la razón), y terminando con un aviso para navegantes, que es el que propiamente se mantiene vivo en mi mente: que aprovechásemos la película, porque se avecinaba una ola de insufrible cine familiar.
    No puede decirse que Guarner fuese profético, porque esa ola ya estaba en marcha, pero sí acertado en ver que el género de acción que dominó el cine-espectáculo de los 80 tocaba a muerto, que la época de los padres duros cambiaba por la de las familias felices. Se avecinaba la peculiar impostura demócrata (del partido demócrata, quiero decir, lo que aquí vendría a ser el PSOE: recordemos que EE.UU. viene de un largo dominio republicano que terminará momentáneamente en 1993, año de la producción de Demolition Man, con la victoria de Bill Clinton), donde todos unidos y felices nos debatimos con nuestros pequeños problemas, esos que como mucho ponen a prueba nuestra honestidad, o donde, caso de haber lucha, es del tipo de la que nos une a todos en un frente común, el de la defensa de los inalienables derechos humanos ganados por nuestras queridas democracias y estados de derecho. Los años 80 habían estado dominados por los padres (metafóricos sobre todo, pero no siempre) en el cine de acción, y por los adolescentes en la comedia. En los 90, esta última entra en una durísima decadencia, invadida o por niños (recordemos Solo en casa) o por personas maduras y familias. El cine de acción, a su vez, primero se vuelve irónico (El último boy scout y El último gran héroe, con su sintomática recurrencia de “el último”), e incluso, en efecto, familiar (Terminator 2, o incluso la saga de Arma letal, la más importante para mi en la historia del cine de acción) y después es sustituida por el retorno del cine de catástrofe (recordemos el revival de los 70 en todos los órdenes que se vivió en los 90) y el espectáculo como género en sí mismo, aunque muy a menudo caracterizado como ciencia-ficción: Parque Jurásico, Independence Day, Twister y tantas otras. Guarner ve algo evidente, y es que el cine de acción tal como era en los 80, tal como se producía en los USA republicanos, se acababa. Demolition Man ya trata la década pasada como un enternecedor recuerdo de un pasado lejanísimo, ese tipo de pasado que nos sonroja ligeramente y nos produce risitas cómplices. La idea que una vez expuso Leopoldo Mª Panero según la cual todo género alcanza su perfección en el momento de su muerte, pareciera realizarse aquí (haciendo, como siempre, la conveniente poda a que tanto acostumbro), con estas tres películas, que parecen exhalar el último hálito de lucha en una batalla por el momento perdida. Demolition Man hace sus bromas con el viejo cine, pero sobre todo “actualiza” el futuro a la medida de aquel pasado. El último gran héroe, a pesar de que aparente querer dejar al espectáculo de acción y sus inverosimilitudes en la pantalla, contrapuesto a la siempre más desagradable realidad, muestra un cierto ánimo de querer que ésta se parezca a esa soñada ficción perfecta, donde los muertos solo le importan a otro y el que lo merece sale indemne (quizás algo magullado), es decir, que su reconocimiento de la ficcionalidad, del espectáculo, está más cerca de su reivindicación que de su análisis, cuestionamiento o, por supuesto, crítica. El último boy scout es por otro lado un perfecto ejemplo de fin de época: la hipertrofia de todos los caracteres de los protagonistas, su dureza, su indiferencia por lo que sucede, su cualidad casi super-heroica, su paródico empleo de tacos, insultos y demás, convierte a los protagonistas en tipos declarados, donde ya no se trata de seguir una historia a través de los ojos de un género determinado, sino que lo que se observa es a un género poniéndose en escena a sí mismo, y haciéndolo además como un canto a sus gestas.
    Todos son signos de algo que se acaba. Schwarzenegger regresa a la película que le hizo famoso, pero ahora como robot benigno que se convierte, en cierto modo, en padre de familia, padre ahora bondadoso que, lejos de perder su humanidad en la lucha siempre necesaria, la gana. Al mismo tiempo, Spielberg decide utilizar una isla llena de dinosaurios para convencer a Sam Neill de que los niños molan. Un final, un principio. Síntesis ejemplar del nuevo periodo: Independence Day muestra a USA como una gran familia unida en contra del enemigo exterior. Ya no hay terribles padres solitarios que nos defienden contra la amenaza: ahora la comunidad se defiende a la vez, unida (por supuesto, siempre con alguien capaz dirigiendo).
    Guarner fue profético, en el fondo, porque Demolition Man lo era. Su visión del cine de los 80 parece hecha 10 años después. O 20. O en realidad no, digamos mejor 10, porque 20 años después es ahora, en la plena recuperación de aquel cine, tan peculiar que incluye a los propios actores, a pesar de sus arrugas y sus cirugías. No parece que en esta ocasión el nuevo reinado demócrata haya marcado nada, y no creo que sea algo que lamentar: o es que desde el principio no influía, o es que Obama en realidad no ha marcado tanto como Clinton, o es que las diferencias entre republicanos y demócratas cada vez son menores, o parecen menores, o nadie sabe verlas, o nunca las hubo y ya ha quedado claro (me inclino parcialmente por lo primero, con matices de lo segundo, o yo qué sé). La recuperación del cine de acción ochentero empezó bajo reinado de Bush hijo y continúa de igual modo bajo el de Obama. Pero ahora, prodigios de la síntesis, es retomado en el punto que se quedó: el de la autoironía no crítica, pero tan poco crítica que hace a la de los 90 casi revolucionaria, el juego consciente con las propias reglas, y a la vez la mirada autoindulgente, sentimental, una con la misma base de aquella que contemplaba la soledad de los padres terribles, pero ahora con violines (o con guitarras o pianos solitarios, que viene a ser lo mismo). Ejemplo: la escena de Stallone y Rourke en The expendables, los dos viejos asesinos lamentándose de la pérdida de sus almas en el duro y sacrificado camino. Pero además el grupo de mercenarios de The expendables es un ejemplo de familia, incluyendo un hijo problemático y drogadicto que al final vuelve al redil. The expendables es una película familiar bajo la forma de cine de acción. Como ya lo era Arma letal 4, final de la saga pionera en esta transformación (y la mejor, me atrevo a decir, uno de los escasos ejemplos de un cine de Hollywood donde se puede ver a un grupo de actores pasándolo bien juntos, inventando juntos, incluso a costa de restarle credibilidad a todo el conjunto dramático), cuya última secuela es ya cine familiar a pleno rendimiento. Pero en The expendables la familia está marcada no ya por el argumento, sino por el hecho de que todos los actores pertenecen a una misma comunidad: la de los actores de cine de acción. Así Statham es el claro sucesor de la generación de los Stallone, Lundgren, Willis (Li podría serlo también, pero debe ser que es asiático). Así no hace falta explicar cómo es que Lundgren no murió en la primera parte y basta sacarlo tomándose unas cervezas con sus colegas: Lundgren no muere, y punto. Y en la 2ª parte vemos que ni Willis era tan malo ni Scwarzenegger tan capullo, y cómo al final todos se ayudan. Autoconciencia y familia.
    (un pregunta a modo de paréntesis: todo esto, ¿no lo era ya Peckinpah?)
    Ayer vi A good day to die hard, 5ª entrega de La jungla de cristal. Un buen ejemplo de cómo el cine de acción y el familiar han unido sus caminos. El padre justiciero busca al hijo, al que sospecha metido en temas criminales, descubriendo que, bien al contrario (jjj), trabaja de espía para la CIA. Juntos matarán a los malos y estrecharán lazos por la pura labor de matarlos juntos. El padre levanta al hijo, el hijo actualiza al padre. Perfecto ejemplo de fusión, A good day to die hard da el paso que media entre la camaradería y la relación familiar. Y, como siempre, este paso nos fuerza a redescubrirlo atrás: en Mentiras arriesgadas, por ejemplo, donde los protagonistas eran marido y mujer. Pero la recuerdo mal, me temo, y me inclino de todos modos a pensar que lo de ahora presenta rasgos de tendencia, de escuela. La familia es el gran tema del cine americano, así que no es extraño que los ejemplos abunden en todos los períodos. Pero hablamos del retorno de un género muy concreto, el cine de los padres terribles. Que han vuelto, y ahora pelean mano a mano con sus hijos. Que ya no están solos, que son ahora apoyados por sus familias, o parte de ellas.
    De todos modos, hay algo mucho más grave en A good day to die hard: que los chistes de Bruce Willis se reduzcan a repetir una y otra vez que está de vacaciones, y a enunciar diversas variantes de “let´s kill some motherfuckers”. Una película puede ser reaccionaria, pero lo que no puede es ser así de zopenca. Tengamos los principios claros. 

viernes, 9 de marzo de 2012

Papá Hollywood (III): Clint Eastwood

    Clint Eastwood ocupa un lugar extraño en la historia del cine americano: su carrera como cineasta comienza al tiempo que la de muchos de los directores del llamado New Hollywood, pero nunca fue incluida en el grupo, supongo que en parte por la ausencia de unos resultados importantes en taquilla así como por la modestia de sus propuestas, pero también por el hecho de que Eastwood principalmente era actor, y además uno bien famoso y vinculado a ese Hollywood de otra época representado por veteranos como Don Siegel. Si bien en esto ciertamente no se aleja de Bogdanovich, nunca debe olvidarse además a Harry el sucio, el personaje que ha marcado para siempre su carrera con esa aura fascistoide que tanto le ha costado quitarse de encima, y del que supuestamente el New Hollywood carecía. La ambigüedad de este personaje, este mito que le acompaña, se suma a la de una obra que puede decirse moderna pero que claramente se radica con profundidad en los cimientos del Hollywood clásico y sus mitos más poderosos; pocas veces una dedicatoria ha sido más elocuente que la que finalizaba Sin perdón: Leone y Siegel eran dos renovadores y a la par continuadores de los géneros que cultivaban, dos autores en verdad más cercanos que lejanos a las ideologías a que el western o el thriller se adscribían usualmente. El avance- y en esto están por supuesto bien cercanos a Peckinpah- se da siempre sobre la base de un irrenunciable conservadurismo como mínimo iconográfico: la necesaria formación de figuras que destaquen frente a sus horizontes, la insoslayable creación de excepcionalidad. Añádanle cinismo, ironía, realismo, crudeza, inverosimilitud… cualquiera de esos elementos que sin duda crearon un nuevo aire, pero el género siempre pervive, continúa, en su hambre de generar nuevos mitos, nuevas fábulas sobre la creación de una civilización, la lucha del hombre contra el medio, para la construcción- casual o no- de algo de lo que en ocasiones habrán de quedar excluidos. De hecho, ese hombre entre la civilización y la barbarie que aparecía en varios westerns y al que Ford acabó dando una de sus primeras grandes personificaciones en la figura del tortuoso Ethan Edwards de The searchers, no solo pervive en estos cineastas, cuya principal variación es sugerir- casi afirmar en ciertas ocasiones- que no hay tal distinción entre ambos órdenes y que, en consecuencia, no hay un estar dentro o fuera sino que ese dentro, esa placidez del hogar o en realidad no la vive nadie o quien lo hace lo logra solo a costa de tener a los asesinos fuera, protegiéndole, sino que, como sugiere todo lo que acabo de decir, ahondan aún más en él, lo profundizan, le dan carta de naturaleza y, finalmente, le hacen imprescindible. Harry el sucio no es una película fascista, sino la mejor radiografía del pensamiento que allanó el camino al triunfo conservador de los futuros años, una inmejorable puesta en escena del modo en que América (concedámosles por un momento el injusto uso del nombre con que se sueñan) comenzó a ver sus ciudades justo como los viejos pioneros miraban los vastos terrenos habitados por tribus “bárbaras”, lo que derivó en el empleo de las mismas soluciones que entonces. Si el western acabó desapareciendo en favor del thriller fue porque toda la mitología de aquel pasó a este, modernizando sus términos; la ideología del western no tenía nada que ver con los indios, meros comparsas (incluso en esto hechos a un lado) de la idea central: hay una distinción entre civilización y barbarie, y la primera solo puede imponerse eliminando a la segunda, si bien para ello debe hacerse bárbara en cierto grado ella misma. En suma, la defensa del uso de la violencia en orden a la formación de una comunidad. El thriller traslada esa misma estructura a la ciudad, a las calles que habitamos, enseña a verlas como un nuevo afuera amenazante, distrito apache necesitado de nuevas figuras pacificadoras, civilizatorias, si bien existe un problema que no es pequeño: el western podía imaginar un futuro mejor (nuestro presente), mientras que el thriller no puede imaginar otro futuro que el mismo presente con la falta de dos o tres criminales. Nunca tanto como en esta era del thriller la familia o la pareja han sido símbolos absolutos de la comunidad, y ello se debe a que ya no hay pueblo, barrio, colectividad: están solo la casa y su afuera, y en las casas hay familias o parejas. El nuevo padre, consecuentemente, la nueva figura límite, suele vivir solo, y si está acompañado este interior que habita será enormemente convulso: no puede ser menos, pues la barbarie le habita en no poca medida. Los nuevos directores pues, al llevar a cabo su crítica a la civilización en base a la barbarie que le es inherente, no hicieron lo propio con uno de los presupuestos fundamentales de su género y, si me apuran, de su cultura: la necesidad de la excepción, de la figura, del individuo que se destaca frente a su entorno, con lo cual, en tal contexto, no pudo por menos que surgir el triunfo definitivo de ese nuevo padre brutal, asesino pero justificado, tal vez culpable e incluso odiado por su comunidad, tal vez despreciable pero en el fondo, al final es obvio, responsable de la supervivencia de su mundo. Como ya hemos visto, el padre no es necesariamente aquel que acompaña los movimientos de sus hijos, puede mover en tanto modelo; aquí se da una variación, ya no es exactamente un modelo directo, pero sí es el que está dispuesto a salirse de una comunidad para asegurar su supervivencia, el que es capaz de sacrificar su vida para defender a los suyos. Es el protector, el vigilante, el soldado, el policía, el asesino, el justiciero… Los caminos de la justicia se vuelven inescrutables, ahora que el afuera de la violencia solo puede defenderse mediante la violencia. El padre lleva a los hijos en coche y puede que atropelle o tirotee a 30 por el camino, pero al final, gracias a ello, logrará dejar a sus hijos en el colegio.
    La obra de Eastwood no tiene la ambición de la de muchos directores del New Hollywood, aunque su alcance va creciendo progresivamente y a partir de los 90 y su consagración con Sin perdón aparece puntualmente con algunas de las películas realmente más ambiciosas del último Hollywood. Siempre interesado por la paternidad como todo director estadounidense mínimamente ambicioso (al igual que en Europa el equivalente ha de tratar siempre, en realidad, de su propia civilización y tradición como mínimo cultural), el tema se vuelve central en su obra a partir justamente de su consagración y escenifica en su trato una suerte de crisis del orden paterno. En cierto modo, poniendo en escena esta, Eastwood hace lo propio con su alejamiento del mito de Harry el sucio, como si quisiese romper definitivamente con la década de los Rambos y Norris (como numerosos chistes evidencian hoy día, este es un personaje de pleno derecho), extraños padres de una década agresiva de la cual solo Eastwood y Spielberg consiguieron salir indemnes, restablecidos como paladines de una nueva restauración que exigía comenzar por el rechazo de la violencia, de la era del thriller. Al contrario que en Spielberg, con Eastwood esto no resultó inmediatamente en el intento de buscar una nueva figura paterna, un nuevo ideal, sino en emprender un peculiar viaje por la crisis de ese orden. Se inaugura en Eastwood plenamente una cierta poética de la ruina paterna, y sin dejar de tener en cuenta lo que ha sido el padre en el cine estadounidense, esto es, sin olvidar las consecuencias comunitarias de esta crisis.
    En Sin perdón viajamos al pasado, al género muerto, y nos encontramos a dos bandidos reformados: uno es ahora un padre de familia viudo, el otro sheriff de un pequeño pueblo que maneja con mano de hierro. A nivel “mitológico”, el referente fundamental cuando se piensa en el bandido reformado en sheriff es Wyatt Earp, pero hay que advertir que uno de los escasos datos que se nos proporcionan de este sheriff es que es un mal constructor: construye su propia casa él solo pero es mal carpintero, hay paredes torcidas, goteras. Y no soporta que se lo digan. La película acabará con el padre de familia reasumiendo por última vez su rol de asesino despiadado, para matar a este sheriff… poco después de haber reconocido que en el mundo no hay nada más terrible que matar a un hombre. Es curioso que en el momento del estreno de esta película lo que más se subrayase fuese esta frase de Eastwood y sus lágrimas en la misma escena; para todos era como si estuviese purgando los crímenes cometidos bajo la leyenda de Harry el sucio, lo cual fue aplaudido en aquellos tiempos protagonizados por la primera Guerra del Golfo. Pero a mi juicio la cosa es más retorcida: todos entendíamos que en la escena final Eastwood hacía justicia aun bajo la forma de venganza- hacía un servicio a una comunidad al librarla de ese padre terrible, ese pésimo constructor, cruel y mal gobernante-, y que lo hacía en contra de sus sentimientos y convicciones, es decir, bajo el precio de un íntimo dolor, de una acaso insuperable culpa. De este modo, después de la emoción al ver a Eastwood lloroso ante sus crímenes, asistíamos felices a la catarsis violenta de siempre. Pero no lo hacíamos, nosotros mismos, como siempre: nos sentíamos autorizados a justificar esta explosión de violencia, porque el héroe ya no se sentía satisfecho por ella. He ahí la vía por la que Hollywood admitió finalmente la densidad psicológica en sus nuevos héroes: el truco para matar y no sentirnos mal por ello, o no sentir que nos encontrábamos ante un espectáculo bajo y denigrante, era hacer que los asesinos se sintiesen mal por matar. Salvar al soldado Ryan sería la continuación, prueba de algodón y triunfo definitivo de la estrategia, porque ya ni siquiera está presente el nihilismo- ni la excelencia- del film de Eastwood: gracias a la conciencia, a la culpa, podemos ahora ver brutalidades a un nivel mayor, inusitado; las lágrimas de sus protagonistas redimen ahora las salvajadas.
    Lo que define a los westerns crepusculares, sean los de Eastwood, Siegel o King, no es la vejez de los protagonistas, sino un diagnóstico pesimista acerca de la dificultad o imposibilidad de salir de un círculo de violencia que, una vez inaugurado, nos encierra a todos. Pero en King o Siegel este círculo encierra solo al protagonista, la comunidad es ajena a él y esto porque ha conseguido librarse de aquel orden en el que aquellos eran reyes. En el Siegel urbano, el de Harry el sucio o Madigan, ya no es así, por eso su obra es tan preclara sobre el relevo entre el western y el thriller. En Sin perdón esa civilización pacífica es un off final, un viaje a no se sabe dónde de William Munny y sus hijos, en suma: una imaginación, un sueño, una esperanza. Como si Eastwood, con ese final/epílogo, escenificase no otra cosa que la imposibilidad de representar- y acaso de existir- de esa comunidad ajena al círculo de sangre, pero también el deseo de que sea posible: se debe notar que, frente a los otros westerns crepusculares, en Sin perdón el protagonista no muere.
    En realidad, siendo bien amigo de los sueños, el cine estadounidense nunca se ha hecho muchas ilusiones respecto a la violencia. La imposibilidad de liberarse de ella de otro modo que no sea mediante finales claramente inverosímiles y estereotipados (es decir, mediante la mera ilusión, soñando y no realizando o resolviendo) es evidente a cualquiera, de modo que tal imposibilidad acaso pudiera tipificarse como esencial a este cine. La violencia vehicula Mystic River, una de las pocas películas de las últimas décadas que en vez de hacer el viaje comunidad-individuo realiza el inverso, y donde el asesinato injustificado- y en el contexto de la película esto quiere decir equivocado- de Tim Robbins equivale al retorno de Sean Penn a la criminalidad y, con ello, su conversión en un posible padre de su comunidad, casi al modo de El Padrino, como explicitan las palabras que le dirige su mujer cuando intenta sacarle de la crisis que le supone el descubrir que ha matado injustamente a su amigo. Curiosa ecuación aquí, interesante de comparar con la de Sin perdón: la culpa ante el crimen desata el dolor del asesino y este es reconvertido efectivamente en una atención al cuidado de la comunidad; pero este cuidado se da en tanto el asesino asuma su carácter de tal y se convierta en un criminal organizado, capaz de dar el cuidado debido a su comunidad. El nihilismo aún ambiguo de Sin perdón aquí se desata. Podríamos ver al sheriff de Sin perdón de forma similar al Henry Fonda de Fort Apache: un mal constructor, un mal padre. El sheriff, incapaz de construir un hogar y garante de la paz de su comunidad solo a condición de instaurar el miedo hacia su persona, el otro un egoísta que llega a poner en riesgo la existencia de su propia comunidad llevándola absurdamente a la guerra, y que de hecho llevará a la muerte a casi todo su regimiento. Hace dos capítulos, señalé que el padre fordiano funciona como el dios aristotélico: mueve por amor, el amor a la perfección con que encarna los ideales de su comunidad. El Fonda de Fort Apache y el Hackman de Sin perdón no mueven sino por miedo, en cierto modo lo suyo se asemeja a un régimen fascista; en EE.UU. hay una enorme querencia por el individuo, pero este, si quiere ser modelo, si quiere ser padre, ha de encarnar los ideales de su comunidad. Recordemos el gran momento del Nixon de Oliver Stone: Nixon mira el retrato de Kennedy y dice “te miran y ven cómo quieren ser; me miran, y ven lo que son”. Pocas veces el cine estadounidense fue tan lúcido respecto a su civilización. Mystic river es coherente con este dictum: el crimen crea comunidad. No es ya que haga falta un justiciero, un fuera de la ley para garantizar esta, es que puede ser que haga falta directamente un criminal. El cine estadounidense aquí tal vez empieza a dejar de mirarse en los espejos de siempre y comienza a admitir a Maquiavelo o Spinoza, pero lo cierto es que Mystic River es una rara avis, admitiendo la posible crueldad de la figura paterna, revelando esa criminalidad fundante de comunidad, esa barbarie en el origen de la civilización.
    Pero Mystic river culmina un proceso del cine de Eastwood, que empezando por Sin perdón no consigue ver de una forma positiva la lógica paterna que siempre mantuvo el cine de su mundo. Esta visión tiene su punto culminante en Un mundo perfecto, la película de Eastwood sobre la década de los 60, y que al igual que Atrápame si puedes trata un problema  de filiación, si bien en plural. En Un mundo perfecto hay una sobredosis de padres: los malos padres del niño, los malos padres del criminal, el sheriff que encierra al joven para alejarle del entorno familiar criminal pero con ello solo consigue hacerle caer del todo en la criminalidad, el mal padre del chico negro al final de la película y, en medio de todo, Kennedy, a nivel mitológico un ejemplo de buen padre- y a cuyo fracasado guardaespaldas Eastwood había interpretado tan solo un año antes-, cuyo asesinato está a punto de tener lugar durante el transcurso de la película. Al igual que en el western previo, Eastwood se concede a sí mismo la frase clave de la película: “Yo ya no sé nada”. Porque antes sí creía saberlo; en los 50, sabía. Metió a Kevin Costner en la cárcel por alejarlo de sus malos padres y una atmósfera que le llevaba claramente a la criminalidad, pero no funcionó como esperaba y Costner acabó igualmente criminal. Pero la película muestra a este como el único buen padre que aparece en todo su metraje, condenado a la muerte por una retorcida concatenación de acontecimientos que solo evidencian una enferma red de paternidades siniestras, abusivas, irresponsables, que en cierto modo se manifiestan también en la tendencia de Costner a la violencia. Y Kennedy (“lo que quieren ver”), a punto de morir, ya efectivamente muerto para nosotros. Y el viejo héroe no entiende, no sabe ya qué pensar o qué hacer, se ve casi abandonado a la contemplación pasiva de un desastre que le sobrepasa. No hay exactamente una crítica a la figura paterna, pero desde luego sí una problematización fuerte, una puesta en cuestión, como si no hubiera modo de ser un buen padre, como si la lógica paterna sumiese siempre a los hijos en la confusión, porque es una lógica rectora que no puede prever los destinos de aquellos, y como si la mudez pareciera ser a veces la única salida del cine hollywoodiense a esto.
    Los siguientes años del cine de Eastwood, tal vez los peores de su carrera, presentan una abundancia de padres fallidos, presidente de los EE.UU. incluido, pero ninguno llega al nivel del de Million dollar baby, esa historia que cuenta un viejo boxeador para restablecer a un padre rechazado ante los ojos de su ausente hija, y en la que el padre atormentado, abandonado a todas luces con razón, recupera algo parecido a una paternidad en la relación con una joven y entregada boxeadora (y, ¿recuerdan aquello de que los padres luchan por lo que representan las madres?: a la chica, como descubrimos en un momento clave, él la llama “mi sangre, mi tierra”), pero por esos azares de la vida no consigue restablecerse como un auténtico buen padre sino en el momento en el que accede a la petición más dolorosa de su nueva hija: darla muerte. Million dollar baby culmina esa poética del padre dolorido, confuso, perdido, en el cine de Eastwood, que en su aspecto político había alcanzado su momento más alto en la inmediatamente previa Mystic river.
    Sin embargo esto quedó atrás, y hoy Eastwood recorre paisajes bien distintos. Se ha subrayado mucho el cuestionamiento del viejo estereotipo de Harry el sucio en la aplaudida Gran Torino (y vale respecto al estereotipo, pero creo que no estaría mal decir que el Harry Callahan de por lo menos Harry el sucio e Impacto súbito era un personaje bastante más complejo que el de esta película) pero ¿no es más importante, más central en el film, la recuperación, sin cuestionamiento alguno, de la figura paterna, que al igual que el Hanks de Salvar al soldado Ryan, es un padre ejemplar que se sacrifica para que el hijo pueda vivir su vida? Aquí ciertamente el protagonista no solo condena la violencia sino que busca el modo de resolver la situación sin recurrir a ella, aunque esto implique su inmolación, y supongo que eso se entiende como la definitiva superación de Harry el sucio. Pero no se contempla, al contrario que en Un mundo perfecto, que no se sale de la violencia como solución, la debilidad del plan de Eastwood, de su sacrificio del cual el hijo ha de ser digno y, desde luego, su poca visión de futuro. Yo incluso siempre pienso que la solución de Eastwood es la más traumática posible, aunque acaso el coche, el Gran Torino, sea su peculiar medio para decirnos que de trauma nada, porque con ese cochazo es imposible. Hasta la violencia, de la que, nuevamente, no se puede salir es redimida sin embargo a través del sacrificio, pues no se mata, pero se es matado. La lógica del padre, tal como se da en este marco, no deja de ser siempre en suma la necesidad de un líder, una figura que encuentre la solución adecuada a un problema y la ejecute por sí mismo, que permita salvar los muebles aunque la casa esté ya en llamas. Tal vez por ello la siguiente película presenta a un padre que nos devuelve a los tiempos de Lincoln: en Invictus, Mandela se niega a la violencia, y toda la película se convierte en la descripción de cómo construir una comunidad sin el recurso a ésta. Mandela no quiere verse obligado a una guerra para salvar la “unión”, y es así que Aristóteles regresa, aunque esta vez el de la Poética, ese libro en el que tan bien prefiguró la función actual de los deportes. Me atrevo a sugerir que el slogan de Invictus debiera ser el que utilizó Godard en su última película: “Las ideas nos separan. Los sueños nos unen”. Como siempre, la apuesta no es por una imaginación que busque nuevas formas para una liberación común, sino por una ensoñación que contemple el futuro únicamente bajo la ciega y paralizadora forma de la esperanza. Y que sea a su vez puesto en escena por un padre benévolo, ideal, que genere en nosotros el amor suficiente como para seguirle al fin del mundo. Sin tener en cuenta, claro está, que el mundo nunca acaba y las historias se repiten, ya sea en una versión peor, ya como parodia.  Por si no lo notaron, uno de los momentos más significativos que Zack Snider decidió dejar fuera de su versión de Watchmen es la despedida del dr. Manhattan, en la que le dice al satisfecho Ozymandias: “Nada acaba, Adrian. Nada acaba nunca”. 

lunes, 23 de enero de 2012

Papá Hollywood (II): Steven Spielberg



“Porque, por más que Lucas y Spielberg quisieran dar rienda suelta a sus complejos de Peter Pan y hacer que los hijos del boom de la natalidad regresaran a los juegos del parque, por más que respaldaran a los niños frente a los adultos, sus películas, y las de Spielberg en particular, están teñidas por el deseo de un padre ausente, por una nostalgia de la autoridad. En las familias de sus películas suele faltar el padre; los argumentos se ponen en marcha por el vacío moral y emocional que reina en el centro del hogar, un conflicto que resolverán unos sucedáneos de la figura paterna. Tanto la trilogía de La guerra de las galaxias como la de Indiana Jones terminan con un toque de armonía generacional, con la revelación de que el arrepentido Darth Vader es el padre de Luke y la reconciliación de Indy con su padre en Indiana Jones y la última cruzada. Las últimas palabras de Indy son: “¡Sí, señor!”. (…) Los mayores de treinta, los malos de la era Nixon, se convertirían en los adultos paternalistas de la era Reagan- y Reagan mismo en particular-. Lucas y Spielberg consiguieron finalmente poner patas arriba la contracultura”  
                         Peter Biskind, Moteros, tranquilos, toros salvajes. La generación que cambió Hollywood.

       Hablando de la importancia de la figura paterna en la constitución de los EE.UU., vimos en el capítulo anterior cierta mitología de los orígenes en la obra de un gran director, John Ford. El padre es una figura modélica que forja las subjetividades de sus hijos instaurando un relato en el que aquellos y su comunidad habrán de leerse. Un padre de rasgos ligeramente divinizados: su perfección, fruto de la encarnación de los ideales de su comunidad (que acostumbran a ser aquellos que salvaguardan su supervivencia y extensión por el mundo, es decir, su superioridad sobre otras comunidades), es la que mueve a sus imperfectos vástagos a seguir su ejemplo, y además en su orden todos actúan en relación a éste más que en relación a los otros individuos. En lo que sigue, trataré otro caso de cineasta con ciertas pretensiones de historiador- e ideólogo- del cine de Hollywood, pero que como veremos acostumbra precisamente a partir de la nostalgia por la presencia de este padre: Steven Spielberg. Su carrera comienza casi al tiempo que termina la de Ford (Seven women en 1966 y Amblin´ en 1968). Es otra época y la figura paterna, como trataré de mostrar en el capítulo siguiente, está sufriendo importantes mutaciones. Si Spielberg, en la época, no puede evitar reflejar esto- si bien muy sesgadamente-, con el tiempo expondrá elocuentemente su posición al respecto en varios títulos de los que aquí destacaré dos, que reflexionan sobre la crisis paterna y al tiempo, como corresponde, sobre la historia de su país: hablo de Salvar al soldado Ryan y Atrápame si puedes (parece ser que en breve habrá que añadir Lincoln, pero es de prever que no aporte nada nuevo a estas).
    Salvar al soldado Ryan es un film bélico que sigue los movimientos de un comando de infantería (no soy muy ducho en cuestiones militares, así que pido perdón si me he confundido), es decir, que se desarrolla en un contexto completamente ajeno a la vida familiar. Sin embargo, en él la presencia e importancia de la familia es enorme: la historia, como todos recordarán, parte de una crisis familiar, resultante de la muerte de los 3 hijos de una misma madre en la 2ª Guerra Mundial, y el intento de salvar al único hermano vivo de la familia, que se encuentra perdido en algún sitio de la misma guerra. Este soldado, el soldado Ryan, es huérfano de padre, y tras la muerte de sus hermanos su familia se reduce a él y su madre. Hay varias historias de madres en la película, y todas son algo traumáticas, signo de que- continuando lo dicho sobre las madres en el capítulo anterior- el mundo del que los soldados provienen se tambalea. Las madres, en el cine de Hollywood, son aquello por lo que luchamos, el hogar que queremos defender y el mundo que simbolizan, pero que perdemos mientras lo hacemos, como bien ejemplifica un soliloquio de Tom Hanks: a cada persona que mato me encuentro más lejos de mi hogar; si salvo a Ryan, tal vez me acerque algo. Es Hanks el que dirige este viaje: el mundo de las madres se tambalea, hace falta un padre para emprender la lucha que lo reconquiste para nosotros, que nos haga no olvidar que se trata de eso. Esto no es evidente hasta el tercio final de la película y en este sentido su dramaturgia es impecable: es la naturaleza de la misión la que convierte a Hanks en un padre, por eso no puede ser hasta ese final que Salvar al soldado Ryan se descubra como la historia de una filiación, de un soldado huérfano que recupera un padre, el cual, mientras muere, y muere por haberse quedado con él, le lanza una orden- una orden, eso sí, moral: “gánatelo”. Toda una herencia. Y si Spielberg es un historiador importante, es porque nos dice que esta orden es la que la propia 2ª Guerra Mundial, significada como la lucha contra el fascismo, la guerra justa, cruel pero justa, lanza a los norteamericanos, para devolver el color a esa bandera que en los años 90 se sacude descolorida en manos de un viento frío. “Gánatelo” es la norma moral que una lucha devenida legendaria lanza a todo un pueblo. Ganarse el sacrificio, el dolor, la sangre vertida por millares de personas en nombre de unos ideales. Por ello no vale el dictum fulleriano según el cual una película que muestra a un soldado reventado por una bomba no puede ser pro-bélica: puede que no ayude a que un indeciso se aliste, lo cual no es poco, pero los cuerpos reventados solo dicen la brutalidad de la guerra, no su injusticia. Spielberg muestra una guerra cruel (que es incluso más que decir brutal, adviértase que Fuller nunca se atrevió que yo recuerde a mostrar a soldados matando a sangre fría con la naturalidad que lo muestra Spielberg, y sin embargo éste, pese a sí hacerlo, sigue defendiendo la necesidad de la guerra que muestra, y se entiende que pueda hacerlo, en tanto tales imágenes solo muestran la injusticia de esas acciones, no la de las causas que han llevado a su posibilidad), pero la entiende justa: la crueldad solo habrá de redimirse con el cultivo de los ideales por cuya defensa se luchó. Recordemos que no es Ryan solo el que visita la tumba del hombre que lo salvó, sino toda su familia, la que tuvo gracias al sacrificio de Hanks, y es a ésta (en fin, no a esta, pero sí a su mujer, en representación: nunca deja de sorprender la creciente imposibilidad norteamericana para hacer hablar a una colectividad, por reducida que sea) a quien pregunta si al final fue digno, si se lo ganó. Es coherente con una orden paterna de esta escala: no es un individuo el que ha de responder, sino toda una comunidad. Impecablemente lo ejemplifican el comienzo y final de la película: comienza con la bandera, después el hombre y su familia, las tumbas, de ahí a la guerra y la historia del vínculo filial, de la herencia/deuda, que una vez establecida permite en el final volver al hijo, la familia y, pasando por la tumba, volver a la bandera. El principio es una pregunta hecha a la película; el final otra, ahora al público. El padre es entonces el que se mantiene entero en tiempos duros, mantiene encendida la llama del hogar cuando es imposible estar más lejos de él, quien nunca olvida por qué luchamos, aunque se encuentre lejos de ello o su camino le ponga incluso en contra, es el que nunca olvida lo que está en el comienzo y debe estar en el final, el que llegado el momento se sacrifica por ello y nos dice que seamos dignos de ese sacrificio por el cual, en cierto sentido, nos da la vida por segunda vez.
    Atrápame si puedes, la película dedicada a los años 60, década fundamental en la mitología estadounidense, década de rebeldía, revueltas y revoluciones, toma como eje desde el principio nuevamente un problema de filiación, una crisis del orden paterno, una muestra de que EE.UU. no se lo está “ganando”. Como siempre, el modo de la derecha norteamericana bienpensante de decir que se está faltando a los valores, es mostrar que se está primando la norma del beneficio económico en detrimento de aquellos. Aquí, ésta produce un padre que instaura en el hijo la norma del engaño, la de hacer lo que sea preciso para conseguir el éxito, el logro de lo que te propones (el principal ejemplo del arrojo del padre es, precisamente, la conquista de la madre, narrada por aquel como quien cuenta una batalla, y no es mala idea pues el encuentro con la mujer tuvo lugar en un permiso durante la guerra). El encarnado por Christopher Walken es por tanto un padre en absoluto modélico, un mal padre, pues no encarna los ideales adecuados: no es en el beneficio económico o la satisfacción de los deseos inmediatos que una familia debe sustentarse, pues es un suelo poco firme, como ejemplifica el fracaso del padre, con el cual la familia se desestabiliza (ejemplo de hasta qué punto el suelo era poco firme es que la madre se aleja del padre en cuanto este comienza a perder dinero), se acaba rompiendo, y el hijo huye. Entre las múltiples salidas, criminales o no, por las que hubiera podido optar este, se elige la del fingimiento, la que incide en el falseamiento de la identidad, que habrá de devenir pérdida: el joven se convierte en un feliz fingidor, disfrutando de un continuo baile de máscaras, sin identidad fija, sin responsabilidad alguna hacia la comunidad que le dio la vida, estafador, preocupado solo por la satisfacción inmediata. La ligereza de la película, la diversión ante las estafas del protagonista, de sus ingeniosos engaños, su talento para la burla, es el medio por el que Spielberg retrata la alegría y encanto que comúnmente se identifican con esa década, pero enseguida nos mostrará que el baile de máscaras es pérdida de identidad, la diversión irresponsabilidad, y que por extensión la gran fiesta de los 60 se edificaba sobre una profunda crisis de identidad nacional-familiar. Una crisis de creencias y valores, como suele decirse, y que la película afirma insostenible: progresivamente, el hijo pierde cada vez más el sentido de la realidad y comienza a creerse sus propias mentiras, hasta el punto de llegar incluso a intentar crear su propia familia, máximo sacrilegio que supone pretender que lo falso se reproduzca, instituir un falso principio, edificar una identidad desde su falta… el máximo pecado en el universo de Spielberg (y de los EE.UU. y del psicoanálisis, si me apuran). Cada vez más lejos de ese hogar que en el fondo no deja de buscar (cfr. la insistencia en ayudar a su padre a que reconquiste a su madre), el momento cumbre de la decadencia del protagonista tendrá lugar, sintomáticamente, fuera de su país, completamente desenraizado: en Europa, concretamente en ese doble de los EE.UU. al otro lado del Atlántico que no deja de ser Francia. El camino lleva directamente a la autodestrucción, el fin del sueño, y la muerte del padre biológico- que no supo ser un adecuado padre simbólico- llega con la captura y el fin de la década, 1969.
    El diagnóstico es claro: a los 60 no se les niega la alegría, la jovialidad, no en vano Atrápame si puedes es una de las obras más vitales e ingeniosas de Spielberg. Sin embargo, esta alegría, este juego irresponsable, ha de parar, pues nace de una comunidad perdida, en decadencia, y amenaza con perpetuarla, crear nuevas comunidades que profundicen en la falsedad, la ausencia de principios e identidad: sin padres, sin madres, sin hijos.
    Spielberg, un hombre constructivo que plantea problemas pero nunca deja de dar soluciones, introduce entonces al buen padre, encarnado de nuevo por Tom Hanks, el agente del FBI que persigue y captura a diCaprio. Hanks es mostrado a lo largo de la película como un individuo estricto hasta pasarse, un excelente profesional de moral intachable. Su larga, incansable persecución le lleva a ser el único que finalmente puede entender al hombre que busca, hasta que finalmente, en un magnífico giro final, devenga responsable de convertirle a su vez en agente del FBI, en base a las mismas dotes que le llevaron antes al delito. El criminal aprovecha sus capacidades para capturar a otros criminales, y en vez de huir del estado, trabaja para él. Así, logra insertarse en un nuevo orden paterno (siempre literal, Spielberg hace que Hanks se convierta en el tutor legal de diCaprio, porque el juez permite su salida de la cárcel solo con la condición de que Hanks lo tome bajo su custodia: la nueva filiación no solo se sanciona simbólica, sino legalmente); este le permite así lograr una identidad nueva, más firme, con la cual a su vez se insertará satisfactoriamente en su comunidad de modo que, en vez de transgredirla, se convertirá en su protector. Ahora bien, si ustedes me preguntan por qué digo que esta identidad es más firme, solo podré responder: porque no es perseguida. De perseguido pasa a perseguidor, y al ayudar a una comunidad a capturar a los que la burlan se ve apoyado por ella. Las madres de Ford y Spielberg arropan a sus hijos, los apoyan, los protegen; los padres son los que, aun amándolos, les exigen una retribución: de la comunidad que les protege, ellos han de ser protectores; e incluso aunque ésta no les proteja, funcione mal, inadecuadamente: es el individuo el que ha de dar cuentas ante la institución, nunca al revés.
    En suma, la década de la crisis política, representativa, moral, ideológica, de todo un sistema, es convertida en una crisis familiar. No es precisamente algo que haya inventado Spielberg: es la gran mistificación inaugurada por el psicoanálisis, y que Deleuze y Guattari denunciaban en El Anti-Edipo: la conversión de toda rebelión, revolución, crisis o crítica, en un problema familiar. Si el orden ya no se funda en Dios sino en el padre, toda lucha social será lucha contra el orden familiar instituido, esto es, un problema personal, como mucho de malos padres o, más habitualmente, de malos hijos. Ahora bien, esto no deja de ser inherente al cine estadounidense, al que le cuesta sobremanera imaginar una forma de rebelión que no sea paterno-filial o de jóvenes contra viejos. Rebelde sin causa lo ejemplifica bien al situar en el centro de la rebeldía de sus tres protagonistas un problema con los padres, y todo el New Hollywood tendía a presentar una lucha entre el orden de los jóvenes y el de los mayores, lo que es nuevo y lo que es viejo. Cómo no, Paul Verhoeven, en la inagotable Starship troopers, mostró de qué estaba empedrado este camino: rebelándose contra el autoritarismo de sus padres, el protagonista se alista en el ejército de un estado totalitario. Pocas veces una película retrató tan bien el callejón sin salida que es la ideología del cine hollywoodiense.


lunes, 16 de enero de 2012

Papá Hollywood (I): John Ford

    En Young Mr. Lincoln se nos presenta el supuesto primer caso de Abraham Lincoln como abogado. Dos jóvenes hermanos son acusados del asesinato de un hombre, muerto de un disparo en una pelea con aquellos. Su madre ha sido testigo del hecho, pero se niega a decir quién de los dos fue el asesino, sin duda porque eso sería como entregar a la muerte a uno de sus hijos. En cierto momento de la película, en la noche entre la primera sesión del juicio y la segunda, el juez le propone a Lincoln, una vez delatado uno de los jóvenes por un testigo (que luego averiguaremos es falso), que declare culpable a aquel, prometiéndole que a cambio será indulgente con el otro. Por tanto, se le propone hacer una elección. Él elige no elegir, esto es: elige la familia.
    Obviamente, lo que Ford y su guionista tenían en mente no era otra cosa que la guerra de Secesión que tendría lugar años más tarde, en la década de los sesenta, bajo la presidencia de Lincoln. En el film que sobre el presidente más legendario de los EE.UU. realizara D. W. Griffith nueve años antes del de Ford, Lincoln, para justificar su marcha a la guerra, no dice otra cosa que “debemos salvar la Unión”. No da más explicaciones. En 1939 Ford, como siempre, siendo más silencioso será más elocuente, y la unión del estado se verá figurada como la de una familia, ese lugar donde no rige la pragmática de condenar a uno para salvar a otro porque se debe amor a ambos: una madre no puede decidir entre sus dos hijos. Para Lincoln, aún no siendo padre de ellos- pero sí sintiéndose muy cercano, como les explica en esa visita de donde saldrá con el almanaque que casualmente le permitirá resolver el caso-, sucede lo mismo, se niega a sacrificar a uno y apuesta empecinadamente por los dos, arriesgándose con ello a la catastrófica ejecución de ambos. Ford utiliza la familia como metáfora del estado, de la posterior negativa a una división que acarreaba el riesgo de una destrucción completa, como se puede ver en el film de Griffith: salvar la unión. No se podía sacrificar uno de los términos de la unión, el único modo en que podía admitirse la destrucción de esta, era peleando por ella: por la unión, no por los estados. La familia puede verse destruida, pero su unidad, el amor y protección mutua entre sus miembros, no habría sido traicionada. EE.UU., la familia, solo pueden seguir adelante con la cabeza alta, si no traicionan aquello que las constituye como tal, que no es sus miembros sino aquellos ideales que estructuran la relación entre ellos. 
    Como es sabido, si hablamos de Abraham Lincoln lo hacemos no exactamente de uno de los padres de la patria, de EE.UU., pero sí del primero que, al menos así reza la mitología (y no de otra cosa voy a hablar yo pues de padres trata el asunto, es decir, de esa figura providencial que el psicoanálisis encontró para que la burguesía occidental pudiese introyectar por una nueva vía en su nueva y flamante sociedad a ese dios que ya había muerto en la lucha contra las fundamentaciones que los anteriores regímenes económicos y sociales empleaban para su mantenimiento), impidió su desunión, su destrucción, en nombre de unos principios determinados, unos en los que supuestamente radicaba la esencia de la unión. Desde entonces, por ello y más aún por haber sido asesinado a raíz de ello, Lincoln es un auténtico padre simbólico del estado norteamericano, una encarnación de sus ideales, por así decirlo, y como tal se le suele invocar en el cine de Hollywood. El nombre de la ley misma, no tanto de su letra, y esto le interesaba mucho a Ford, como de su espíritu, su alma. El espíritu de la ley. No olvidemos que en la película Lincoln siempre acierta por casualidad, es de una torpeza casi absoluta pero esta siempre le lleva al lugar adecuado, como si la propia dramaturgia de la película fuese la que le premiara por la pureza de sus ideales, o su destino estuviese escrito en cada uno de sus actos. Para Ford estaba claro: se trataba de mostrar que incluso de joven, la grandeza de Lincoln ya debía estar presente de algún modo. Esta, Ford y su guionista no la sitúan en su inteligencia, su prudencia… en nada consciente; es más bien como un hálito que hace justas y adecuadas todas sus acciones, aunque la más total inconsciencia las vista.
    Tenga razón Luisa Muraro o no al pedir la reinstauración de un orden simbólico materno, o al pretender a este esencial a la existencia humana, es forzoso reconocer que culturalmente existe un orden simbólico del padre, y que el psicoanálisis y el cine han sido sus dos principales publicistas en un siglo, el pasado, que podemos decir ha sido el suyo, el siglo del padre. Yo quisiera hablar de esto, sin entrar en el psicoanálisis porque es un territorio que me queda grande, pero sí en cine porque, aunque sea más amplio todavía, es el mío. De momento lo haré en tres entregas, cada una sobre un director si no bueno, sí relevante, y que iré publicando aquí mismo en las siguientes semanas en la medida de lo posible.
    Cuando Ford aún mantenía parte del prestigio que poco a poco se le iba negando, realizó Río Grande, el tercero de sus filmes sobre la caballería de los EE.UU. en tiempos de la conquista del Oeste, pero igualmente una película sobre la familia. John Wayne es teniente del ejército, y su hijo, que ha suspendido en West Point, llega como recluta a sus órdenes. El trato entre los dos es estrictamente profesional y se evitan las muestras de familiaridad, pero a pesar de ello Wayne sigue con sigilo y secreto- esa palabra mágica del cine fordiano- la trayectoria del hijo, que es a su vez notablemente influido por el modelo que constituye el padre. Este es un gran teniente, un gran soldado, un gran servidor de su patria, y es no por tratar a su hijo con cariño sino por respetar la integridad de las normas que defiende, y que encarna, que se convierte en un gran padre, porque cuanto más firme a estas se mantiene, más sirve de modelo a su hijo, con más amor le mira este, con más entereza intenta llegar a su altura. No se trata, pues de cómo tratar a un hijo, de un “cómo ser un buen padre”. El amor y cuidado de la madre es necesario, pero con el padre se trata de otra cosa. Aquí tenemos una magnífica visión de lo que un padre es en el cine de Hollywood, por lo menos en el “clásico”: el demiurgo aristotélico. ¿Cómo mueve al mundo el dios de Aristóteles? Debido al amor que su perfección produce en lo imperfecto; su perfección inmóvil es amada por el mundo de lo mudable, y ese amor mueve hacia él. El mundo se mueve por amor a lo inmóvil. El padre ha de ser una figura inmóvil, firme en sus ideales, en sus principios, en su comportamiento; no un Yo, sino un Super-Yo, es decir, no un sujeto sino la norma que lo conforma; el padre ha de ser, ante todo, un ejemplo, un símbolo modelizante. Debe hacer lo que debe hacer en orden a instaurar una ley, un relato en el corazón de sus hijos que forje su subjetividad, los ejes de la dramaturgia con que estos habrán de leerse y actuar en el futuro.
    En el cine americano, esta labor se extiende a la formación de la comunidad misma, de la cual el héroe es padre por extensión: conquista las tierras salvajes y crea en estas una comunidad que se distingue de aquellas tribales propias del territorio. Es por ello que, al final de Fort Apache, el mezquino protagonista, responsable de comenzar una guerra y llevar negligentemente a sus hombres a la muerte, es convertido en una leyenda sostenida y publicitada por aquellos que sufrieron sus abusos y que, en cierto modo, le odiaron en vida. Lo apoyan porque esa leyenda se ha hecho constitutiva de comunidad. Preguntado al respecto por Peter Bogdanovich, Ford contestaba que, cuando la leyenda se convierte en realidad, hay que imprimirla porque es buena para el país. “Hemos tenido a mucha gente que se decía eran grandes héroes, y se sabe perfectamente que no lo fueron. Pero al país le conviene tener héroes que admirar”. Palabras bien reconocibles en el actual cine de superhéroes, por ejemplo. Solo la leyenda puede constituir una comunidad, y esa es la palabra del padre en el cine de Hollywood: la que instaura una leyenda, un relato en el cual todos nos leemos. Pues el padre, como la amada en el amor cortés, es un relato, casi podríamos decir: un lenguaje, por el que a partir de entonces hablamos y nos comunicamos. La diferencia es que el lenguaje de la amada en el amor cortés- que funda la que no en vano se conoce como “pareja infernal”- no funda comunidad, mientras que el del padre sí: esculpe subjetividades, narra los cuentos en que aquellas habrán de leerse. Pero al tiempo ha de notarse que este poder se debe a que el padre forma parte de una cadena que une su voz, su nombre, a una línea de filiación que permite que la leyenda radique en la realidad- por ejemplo, el exterminio de los nativos americanos a manos del mundo burgués que busca extenderse-, la sancione y perpetúe. Y por esto la importancia de las mujeres y muy particularmente las madres en el cine americano: son las valedoras de la filiación, de la continuidad de la especie, de la comunidad, de las tradiciones. Es una madre quien recibe a Ethan en The searchers, tras surgir del umbral de su hogar, y es la hija de esa mujer la que devuelve a otra familia y otro umbral (que no traspasa, pero hablaremos de ello en el tercer capítulo de esta serie). Ethan hace de eslabón que rehace una cadena quebrada, restaura una línea de filiación rota. En Río Grande, Wayne no solo recupera a su hijo sino también a su mujer (que se convierte definitivamente en madre al repetir en la escena final de la película la posición y gestos de las otras madres en la escena inicial de film), de modo que en el final de la película no solo tenemos una misión militar cumplida sino el logro de la reunificación de una familia. Y es una mujer, la primera a la que ama Lincoln, la que anima a este a emprender el camino de las leyes y quien en realidad decide el destino que éste habrá de seguir, como muestra la soberbia escena del palo al lado del río (“tal vez lo empujé un poco hacia tu lado”): es una mujer la que pone en marcha el movimiento de Lincoln hacia su destino legendario. La mujer, aunque sobre todo la madre, es el hogar (en el caso de Lincoln, más rico todavía, ese hogar son sus convicciones, que ella representaba y animaba) y el hogar es lo que buscamos. El padre fordiano se apoya en un firme suelo de convicciones, tradiciones y rituales. Si la leyenda que constituye el miserable Henry Fonda de Fort Apache merece ser mantenida es porque ha afianzado el papel del ejército en la lucha por la conquista y con ello la identidad de una comunidad en riesgo de sentirse superada por el más allá de sus fronteras.
    Pero, ¿qué otra cosa es una comunidad, o un sujeto, sino una narración, un relato sustentado por dos ejes, que Spinoza nombró en el siglo XVI: el miedo y la esperanza? La defensa de la ley del padre, de la necesidad de la determinación del padre simbólico, por parte del cine y del psicoanálisis, se apoya en el miedo a la pérdida de toda auto-identidad, y la esperanza de que esa ley nos unirá a un mundo que esta misma caracteriza como caótico y terrible- nos unirá a él, pues, como sus dueños. Sin embargo, el padre nos obliga a no hacer cuerpo con otros, sino a hacer comunidad, esto es, instaurar una serie de rituales que unan identidades y conviertan la ley en lo común y no lo común en ley. El orden simbólico paterno es un orden divino: cada uno, cada yo, se constituye en relación con dios, y así encuentra justa la organización que éste ha dispuesto para todos, y llega a creerse que es la constitución que él mismo quiere, pues la ley del padre rige la formación de su deseo y su relación con el goce.

    En el capítulo siguiente: Spielberg.