lunes, 23 de enero de 2012

Papá Hollywood (II): Steven Spielberg



“Porque, por más que Lucas y Spielberg quisieran dar rienda suelta a sus complejos de Peter Pan y hacer que los hijos del boom de la natalidad regresaran a los juegos del parque, por más que respaldaran a los niños frente a los adultos, sus películas, y las de Spielberg en particular, están teñidas por el deseo de un padre ausente, por una nostalgia de la autoridad. En las familias de sus películas suele faltar el padre; los argumentos se ponen en marcha por el vacío moral y emocional que reina en el centro del hogar, un conflicto que resolverán unos sucedáneos de la figura paterna. Tanto la trilogía de La guerra de las galaxias como la de Indiana Jones terminan con un toque de armonía generacional, con la revelación de que el arrepentido Darth Vader es el padre de Luke y la reconciliación de Indy con su padre en Indiana Jones y la última cruzada. Las últimas palabras de Indy son: “¡Sí, señor!”. (…) Los mayores de treinta, los malos de la era Nixon, se convertirían en los adultos paternalistas de la era Reagan- y Reagan mismo en particular-. Lucas y Spielberg consiguieron finalmente poner patas arriba la contracultura”  
                         Peter Biskind, Moteros, tranquilos, toros salvajes. La generación que cambió Hollywood.

       Hablando de la importancia de la figura paterna en la constitución de los EE.UU., vimos en el capítulo anterior cierta mitología de los orígenes en la obra de un gran director, John Ford. El padre es una figura modélica que forja las subjetividades de sus hijos instaurando un relato en el que aquellos y su comunidad habrán de leerse. Un padre de rasgos ligeramente divinizados: su perfección, fruto de la encarnación de los ideales de su comunidad (que acostumbran a ser aquellos que salvaguardan su supervivencia y extensión por el mundo, es decir, su superioridad sobre otras comunidades), es la que mueve a sus imperfectos vástagos a seguir su ejemplo, y además en su orden todos actúan en relación a éste más que en relación a los otros individuos. En lo que sigue, trataré otro caso de cineasta con ciertas pretensiones de historiador- e ideólogo- del cine de Hollywood, pero que como veremos acostumbra precisamente a partir de la nostalgia por la presencia de este padre: Steven Spielberg. Su carrera comienza casi al tiempo que termina la de Ford (Seven women en 1966 y Amblin´ en 1968). Es otra época y la figura paterna, como trataré de mostrar en el capítulo siguiente, está sufriendo importantes mutaciones. Si Spielberg, en la época, no puede evitar reflejar esto- si bien muy sesgadamente-, con el tiempo expondrá elocuentemente su posición al respecto en varios títulos de los que aquí destacaré dos, que reflexionan sobre la crisis paterna y al tiempo, como corresponde, sobre la historia de su país: hablo de Salvar al soldado Ryan y Atrápame si puedes (parece ser que en breve habrá que añadir Lincoln, pero es de prever que no aporte nada nuevo a estas).
    Salvar al soldado Ryan es un film bélico que sigue los movimientos de un comando de infantería (no soy muy ducho en cuestiones militares, así que pido perdón si me he confundido), es decir, que se desarrolla en un contexto completamente ajeno a la vida familiar. Sin embargo, en él la presencia e importancia de la familia es enorme: la historia, como todos recordarán, parte de una crisis familiar, resultante de la muerte de los 3 hijos de una misma madre en la 2ª Guerra Mundial, y el intento de salvar al único hermano vivo de la familia, que se encuentra perdido en algún sitio de la misma guerra. Este soldado, el soldado Ryan, es huérfano de padre, y tras la muerte de sus hermanos su familia se reduce a él y su madre. Hay varias historias de madres en la película, y todas son algo traumáticas, signo de que- continuando lo dicho sobre las madres en el capítulo anterior- el mundo del que los soldados provienen se tambalea. Las madres, en el cine de Hollywood, son aquello por lo que luchamos, el hogar que queremos defender y el mundo que simbolizan, pero que perdemos mientras lo hacemos, como bien ejemplifica un soliloquio de Tom Hanks: a cada persona que mato me encuentro más lejos de mi hogar; si salvo a Ryan, tal vez me acerque algo. Es Hanks el que dirige este viaje: el mundo de las madres se tambalea, hace falta un padre para emprender la lucha que lo reconquiste para nosotros, que nos haga no olvidar que se trata de eso. Esto no es evidente hasta el tercio final de la película y en este sentido su dramaturgia es impecable: es la naturaleza de la misión la que convierte a Hanks en un padre, por eso no puede ser hasta ese final que Salvar al soldado Ryan se descubra como la historia de una filiación, de un soldado huérfano que recupera un padre, el cual, mientras muere, y muere por haberse quedado con él, le lanza una orden- una orden, eso sí, moral: “gánatelo”. Toda una herencia. Y si Spielberg es un historiador importante, es porque nos dice que esta orden es la que la propia 2ª Guerra Mundial, significada como la lucha contra el fascismo, la guerra justa, cruel pero justa, lanza a los norteamericanos, para devolver el color a esa bandera que en los años 90 se sacude descolorida en manos de un viento frío. “Gánatelo” es la norma moral que una lucha devenida legendaria lanza a todo un pueblo. Ganarse el sacrificio, el dolor, la sangre vertida por millares de personas en nombre de unos ideales. Por ello no vale el dictum fulleriano según el cual una película que muestra a un soldado reventado por una bomba no puede ser pro-bélica: puede que no ayude a que un indeciso se aliste, lo cual no es poco, pero los cuerpos reventados solo dicen la brutalidad de la guerra, no su injusticia. Spielberg muestra una guerra cruel (que es incluso más que decir brutal, adviértase que Fuller nunca se atrevió que yo recuerde a mostrar a soldados matando a sangre fría con la naturalidad que lo muestra Spielberg, y sin embargo éste, pese a sí hacerlo, sigue defendiendo la necesidad de la guerra que muestra, y se entiende que pueda hacerlo, en tanto tales imágenes solo muestran la injusticia de esas acciones, no la de las causas que han llevado a su posibilidad), pero la entiende justa: la crueldad solo habrá de redimirse con el cultivo de los ideales por cuya defensa se luchó. Recordemos que no es Ryan solo el que visita la tumba del hombre que lo salvó, sino toda su familia, la que tuvo gracias al sacrificio de Hanks, y es a ésta (en fin, no a esta, pero sí a su mujer, en representación: nunca deja de sorprender la creciente imposibilidad norteamericana para hacer hablar a una colectividad, por reducida que sea) a quien pregunta si al final fue digno, si se lo ganó. Es coherente con una orden paterna de esta escala: no es un individuo el que ha de responder, sino toda una comunidad. Impecablemente lo ejemplifican el comienzo y final de la película: comienza con la bandera, después el hombre y su familia, las tumbas, de ahí a la guerra y la historia del vínculo filial, de la herencia/deuda, que una vez establecida permite en el final volver al hijo, la familia y, pasando por la tumba, volver a la bandera. El principio es una pregunta hecha a la película; el final otra, ahora al público. El padre es entonces el que se mantiene entero en tiempos duros, mantiene encendida la llama del hogar cuando es imposible estar más lejos de él, quien nunca olvida por qué luchamos, aunque se encuentre lejos de ello o su camino le ponga incluso en contra, es el que nunca olvida lo que está en el comienzo y debe estar en el final, el que llegado el momento se sacrifica por ello y nos dice que seamos dignos de ese sacrificio por el cual, en cierto sentido, nos da la vida por segunda vez.
    Atrápame si puedes, la película dedicada a los años 60, década fundamental en la mitología estadounidense, década de rebeldía, revueltas y revoluciones, toma como eje desde el principio nuevamente un problema de filiación, una crisis del orden paterno, una muestra de que EE.UU. no se lo está “ganando”. Como siempre, el modo de la derecha norteamericana bienpensante de decir que se está faltando a los valores, es mostrar que se está primando la norma del beneficio económico en detrimento de aquellos. Aquí, ésta produce un padre que instaura en el hijo la norma del engaño, la de hacer lo que sea preciso para conseguir el éxito, el logro de lo que te propones (el principal ejemplo del arrojo del padre es, precisamente, la conquista de la madre, narrada por aquel como quien cuenta una batalla, y no es mala idea pues el encuentro con la mujer tuvo lugar en un permiso durante la guerra). El encarnado por Christopher Walken es por tanto un padre en absoluto modélico, un mal padre, pues no encarna los ideales adecuados: no es en el beneficio económico o la satisfacción de los deseos inmediatos que una familia debe sustentarse, pues es un suelo poco firme, como ejemplifica el fracaso del padre, con el cual la familia se desestabiliza (ejemplo de hasta qué punto el suelo era poco firme es que la madre se aleja del padre en cuanto este comienza a perder dinero), se acaba rompiendo, y el hijo huye. Entre las múltiples salidas, criminales o no, por las que hubiera podido optar este, se elige la del fingimiento, la que incide en el falseamiento de la identidad, que habrá de devenir pérdida: el joven se convierte en un feliz fingidor, disfrutando de un continuo baile de máscaras, sin identidad fija, sin responsabilidad alguna hacia la comunidad que le dio la vida, estafador, preocupado solo por la satisfacción inmediata. La ligereza de la película, la diversión ante las estafas del protagonista, de sus ingeniosos engaños, su talento para la burla, es el medio por el que Spielberg retrata la alegría y encanto que comúnmente se identifican con esa década, pero enseguida nos mostrará que el baile de máscaras es pérdida de identidad, la diversión irresponsabilidad, y que por extensión la gran fiesta de los 60 se edificaba sobre una profunda crisis de identidad nacional-familiar. Una crisis de creencias y valores, como suele decirse, y que la película afirma insostenible: progresivamente, el hijo pierde cada vez más el sentido de la realidad y comienza a creerse sus propias mentiras, hasta el punto de llegar incluso a intentar crear su propia familia, máximo sacrilegio que supone pretender que lo falso se reproduzca, instituir un falso principio, edificar una identidad desde su falta… el máximo pecado en el universo de Spielberg (y de los EE.UU. y del psicoanálisis, si me apuran). Cada vez más lejos de ese hogar que en el fondo no deja de buscar (cfr. la insistencia en ayudar a su padre a que reconquiste a su madre), el momento cumbre de la decadencia del protagonista tendrá lugar, sintomáticamente, fuera de su país, completamente desenraizado: en Europa, concretamente en ese doble de los EE.UU. al otro lado del Atlántico que no deja de ser Francia. El camino lleva directamente a la autodestrucción, el fin del sueño, y la muerte del padre biológico- que no supo ser un adecuado padre simbólico- llega con la captura y el fin de la década, 1969.
    El diagnóstico es claro: a los 60 no se les niega la alegría, la jovialidad, no en vano Atrápame si puedes es una de las obras más vitales e ingeniosas de Spielberg. Sin embargo, esta alegría, este juego irresponsable, ha de parar, pues nace de una comunidad perdida, en decadencia, y amenaza con perpetuarla, crear nuevas comunidades que profundicen en la falsedad, la ausencia de principios e identidad: sin padres, sin madres, sin hijos.
    Spielberg, un hombre constructivo que plantea problemas pero nunca deja de dar soluciones, introduce entonces al buen padre, encarnado de nuevo por Tom Hanks, el agente del FBI que persigue y captura a diCaprio. Hanks es mostrado a lo largo de la película como un individuo estricto hasta pasarse, un excelente profesional de moral intachable. Su larga, incansable persecución le lleva a ser el único que finalmente puede entender al hombre que busca, hasta que finalmente, en un magnífico giro final, devenga responsable de convertirle a su vez en agente del FBI, en base a las mismas dotes que le llevaron antes al delito. El criminal aprovecha sus capacidades para capturar a otros criminales, y en vez de huir del estado, trabaja para él. Así, logra insertarse en un nuevo orden paterno (siempre literal, Spielberg hace que Hanks se convierta en el tutor legal de diCaprio, porque el juez permite su salida de la cárcel solo con la condición de que Hanks lo tome bajo su custodia: la nueva filiación no solo se sanciona simbólica, sino legalmente); este le permite así lograr una identidad nueva, más firme, con la cual a su vez se insertará satisfactoriamente en su comunidad de modo que, en vez de transgredirla, se convertirá en su protector. Ahora bien, si ustedes me preguntan por qué digo que esta identidad es más firme, solo podré responder: porque no es perseguida. De perseguido pasa a perseguidor, y al ayudar a una comunidad a capturar a los que la burlan se ve apoyado por ella. Las madres de Ford y Spielberg arropan a sus hijos, los apoyan, los protegen; los padres son los que, aun amándolos, les exigen una retribución: de la comunidad que les protege, ellos han de ser protectores; e incluso aunque ésta no les proteja, funcione mal, inadecuadamente: es el individuo el que ha de dar cuentas ante la institución, nunca al revés.
    En suma, la década de la crisis política, representativa, moral, ideológica, de todo un sistema, es convertida en una crisis familiar. No es precisamente algo que haya inventado Spielberg: es la gran mistificación inaugurada por el psicoanálisis, y que Deleuze y Guattari denunciaban en El Anti-Edipo: la conversión de toda rebelión, revolución, crisis o crítica, en un problema familiar. Si el orden ya no se funda en Dios sino en el padre, toda lucha social será lucha contra el orden familiar instituido, esto es, un problema personal, como mucho de malos padres o, más habitualmente, de malos hijos. Ahora bien, esto no deja de ser inherente al cine estadounidense, al que le cuesta sobremanera imaginar una forma de rebelión que no sea paterno-filial o de jóvenes contra viejos. Rebelde sin causa lo ejemplifica bien al situar en el centro de la rebeldía de sus tres protagonistas un problema con los padres, y todo el New Hollywood tendía a presentar una lucha entre el orden de los jóvenes y el de los mayores, lo que es nuevo y lo que es viejo. Cómo no, Paul Verhoeven, en la inagotable Starship troopers, mostró de qué estaba empedrado este camino: rebelándose contra el autoritarismo de sus padres, el protagonista se alista en el ejército de un estado totalitario. Pocas veces una película retrató tan bien el callejón sin salida que es la ideología del cine hollywoodiense.


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