En Young Mr. Lincoln se nos presenta el supuesto primer caso de Abraham Lincoln como abogado. Dos jóvenes hermanos son acusados del asesinato de un hombre, muerto de un disparo en una pelea con aquellos. Su madre ha sido testigo del hecho, pero se niega a decir quién de los dos fue el asesino, sin duda porque eso sería como entregar a la muerte a uno de sus hijos. En cierto momento de la película, en la noche entre la primera sesión del juicio y la segunda, el juez le propone a Lincoln, una vez delatado uno de los jóvenes por un testigo (que luego averiguaremos es falso), que declare culpable a aquel, prometiéndole que a cambio será indulgente con el otro. Por tanto, se le propone hacer una elección. Él elige no elegir, esto es: elige la familia.
Obviamente, lo que Ford y su guionista tenían en mente no era otra cosa que la guerra de Secesión que tendría lugar años más tarde, en la década de los sesenta, bajo la presidencia de Lincoln. En el film que sobre el presidente más legendario de los EE.UU. realizara D. W. Griffith nueve años antes del de Ford, Lincoln, para justificar su marcha a la guerra, no dice otra cosa que “debemos salvar la Unión”. No da más explicaciones. En 1939 Ford, como siempre, siendo más silencioso será más elocuente, y la unión del estado se verá figurada como la de una familia, ese lugar donde no rige la pragmática de condenar a uno para salvar a otro porque se debe amor a ambos: una madre no puede decidir entre sus dos hijos. Para Lincoln, aún no siendo padre de ellos- pero sí sintiéndose muy cercano, como les explica en esa visita de donde saldrá con el almanaque que casualmente le permitirá resolver el caso-, sucede lo mismo, se niega a sacrificar a uno y apuesta empecinadamente por los dos, arriesgándose con ello a la catastrófica ejecución de ambos. Ford utiliza la familia como metáfora del estado, de la posterior negativa a una división que acarreaba el riesgo de una destrucción completa, como se puede ver en el film de Griffith: salvar la unión. No se podía sacrificar uno de los términos de la unión, el único modo en que podía admitirse la destrucción de esta, era peleando por ella: por la unión, no por los estados. La familia puede verse destruida, pero su unidad, el amor y protección mutua entre sus miembros, no habría sido traicionada. EE.UU., la familia, solo pueden seguir adelante con la cabeza alta, si no traicionan aquello que las constituye como tal, que no es sus miembros sino aquellos ideales que estructuran la relación entre ellos.
Como es sabido, si hablamos de Abraham Lincoln lo hacemos no exactamente de uno de los padres de la patria, de EE.UU., pero sí del primero que, al menos así reza la mitología (y no de otra cosa voy a hablar yo pues de padres trata el asunto, es decir, de esa figura providencial que el psicoanálisis encontró para que la burguesía occidental pudiese introyectar por una nueva vía en su nueva y flamante sociedad a ese dios que ya había muerto en la lucha contra las fundamentaciones que los anteriores regímenes económicos y sociales empleaban para su mantenimiento), impidió su desunión, su destrucción, en nombre de unos principios determinados, unos en los que supuestamente radicaba la esencia de la unión. Desde entonces, por ello y más aún por haber sido asesinado a raíz de ello, Lincoln es un auténtico padre simbólico del estado norteamericano, una encarnación de sus ideales, por así decirlo, y como tal se le suele invocar en el cine de Hollywood. El nombre de la ley misma, no tanto de su letra, y esto le interesaba mucho a Ford, como de su espíritu, su alma. El espíritu de la ley. No olvidemos que en la película Lincoln siempre acierta por casualidad, es de una torpeza casi absoluta pero esta siempre le lleva al lugar adecuado, como si la propia dramaturgia de la película fuese la que le premiara por la pureza de sus ideales, o su destino estuviese escrito en cada uno de sus actos. Para Ford estaba claro: se trataba de mostrar que incluso de joven, la grandeza de Lincoln ya debía estar presente de algún modo. Esta, Ford y su guionista no la sitúan en su inteligencia, su prudencia… en nada consciente; es más bien como un hálito que hace justas y adecuadas todas sus acciones, aunque la más total inconsciencia las vista.
Tenga razón Luisa Muraro o no al pedir la reinstauración de un orden simbólico materno, o al pretender a este esencial a la existencia humana, es forzoso reconocer que culturalmente existe un orden simbólico del padre, y que el psicoanálisis y el cine han sido sus dos principales publicistas en un siglo, el pasado, que podemos decir ha sido el suyo, el siglo del padre. Yo quisiera hablar de esto, sin entrar en el psicoanálisis porque es un territorio que me queda grande, pero sí en cine porque, aunque sea más amplio todavía, es el mío. De momento lo haré en tres entregas, cada una sobre un director si no bueno, sí relevante, y que iré publicando aquí mismo en las siguientes semanas en la medida de lo posible.
Cuando Ford aún mantenía parte del prestigio que poco a poco se le iba negando, realizó Río Grande, el tercero de sus filmes sobre la caballería de los EE.UU. en tiempos de la conquista del Oeste, pero igualmente una película sobre la familia. John Wayne es teniente del ejército, y su hijo, que ha suspendido en West Point, llega como recluta a sus órdenes. El trato entre los dos es estrictamente profesional y se evitan las muestras de familiaridad, pero a pesar de ello Wayne sigue con sigilo y secreto- esa palabra mágica del cine fordiano- la trayectoria del hijo, que es a su vez notablemente influido por el modelo que constituye el padre. Este es un gran teniente, un gran soldado, un gran servidor de su patria, y es no por tratar a su hijo con cariño sino por respetar la integridad de las normas que defiende, y que encarna, que se convierte en un gran padre, porque cuanto más firme a estas se mantiene, más sirve de modelo a su hijo, con más amor le mira este, con más entereza intenta llegar a su altura. No se trata, pues de cómo tratar a un hijo, de un “cómo ser un buen padre”. El amor y cuidado de la madre es necesario, pero con el padre se trata de otra cosa. Aquí tenemos una magnífica visión de lo que un padre es en el cine de Hollywood, por lo menos en el “clásico”: el demiurgo aristotélico. ¿Cómo mueve al mundo el dios de Aristóteles? Debido al amor que su perfección produce en lo imperfecto; su perfección inmóvil es amada por el mundo de lo mudable, y ese amor mueve hacia él. El mundo se mueve por amor a lo inmóvil. El padre ha de ser una figura inmóvil, firme en sus ideales, en sus principios, en su comportamiento; no un Yo, sino un Super-Yo, es decir, no un sujeto sino la norma que lo conforma; el padre ha de ser, ante todo, un ejemplo, un símbolo modelizante. Debe hacer lo que debe hacer en orden a instaurar una ley, un relato en el corazón de sus hijos que forje su subjetividad, los ejes de la dramaturgia con que estos habrán de leerse y actuar en el futuro.

Pero, ¿qué otra cosa es una comunidad, o un sujeto, sino una narración, un relato sustentado por dos ejes, que Spinoza nombró en el siglo XVI: el miedo y la esperanza? La defensa de la ley del padre, de la necesidad de la determinación del padre simbólico, por parte del cine y del psicoanálisis, se apoya en el miedo a la pérdida de toda auto-identidad, y la esperanza de que esa ley nos unirá a un mundo que esta misma caracteriza como caótico y terrible- nos unirá a él, pues, como sus dueños. Sin embargo, el padre nos obliga a no hacer cuerpo con otros, sino a hacer comunidad, esto es, instaurar una serie de rituales que unan identidades y conviertan la ley en lo común y no lo común en ley. El orden simbólico paterno es un orden divino: cada uno, cada yo, se constituye en relación con dios, y así encuentra justa la organización que éste ha dispuesto para todos, y llega a creerse que es la constitución que él mismo quiere, pues la ley del padre rige la formación de su deseo y su relación con el goce.
En el capítulo siguiente: Spielberg.
1 comentario:
Rubén, este escrito, al igual que un plano de Rossellini, es hermoso porque es justo. Comparto tan certera visión del cine de Ford, así como de su ideología politícamente correcta, en el sentido etimológico de la expresión, y no en esa metáfora cutre que ha tenido tanto éxito que ha terminado por convertirse en un, al parecer, inevitable lugar común. Larga vida a la Unión, y que Dios bendiga a John Ford.
Pd. una matización: en Río Grande el personaje de John Wayne es Coronel del heroico ejército de nuestros grandes, magníficos y gloriosos Estados Unidos (W.C Fields dixit)
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