miércoles, 8 de febrero de 2012

Leyendo sobre "El topo"


    Parece ser que a Carlos Losilla no le gusta Drive. Toca, pues, alabarle el gusto. Drive, y sobre todo su éxito, da buena muestra de que vivimos tiempos retóricos: en una película, importa más que ésta diga que hace algo que el que de verdad lo haga. O, dicho en palabras de Losilla, que esté “más pendiente de su propia representación en la pantalla que del pensamiento que se pueda desprender de ella” (Cahiers du cinéma España, nº 51, pag. 35). Drive es una película dedicada a publicitar su propia excepcionalidad respecto a las formas habituales del thriller ante las cuales busca distinguirse; para ello, sus vías son dos, ambas igualmente soeces pero distintas: la primera y más vulgar, el sempiterno recurso a la sensibilidad callada de un personaje adusto, la sensibilidad interior de una fachada pétrea, es decir, el recurso a la excepcionalidad psicológica, que redime al personaje de la violencia y, por extensión, se intenta que a la película misma; la segunda vía, sinvergüenza pero atractiva por ello mismo, es la de hacer lo mismo que el cine espectáculo, pero a la inversa: allí donde aquel pone violines ésta los quita, pero no se dedica a construir entonces su mundo y sensaciones con los sonidos ambiente, sino que silencia también estos, en lo que supone un idéntico subrayado por medios diferentes. Una de las lecciones de Drive es que el espectáculo no solo se hace con cañonazos o violines, que hay una (¿naciente?) retórica del no-espectáculo por la que el espectador puede sentir que se encuentra ante otra cosa, hecha con los materiales de aquella pero opuesta. Drive se preocupa por aparentar esta oposición, pero no constituye ninguna: su simpleza y facilidad emocional es la misma que en cualquier otro thriller, y sus manipulaciones sentimentales y subrayados mediante el manejo de la banda sonora están exactamente igual que en cualquier film espectáculo, solo que aquí el subrayado se hace sustituyendo los sonidos ambientes por una atmósfera que simula silencio y que podría entenderse como un equivalente melodramático de los susurros y bajos saturados de tantas películas de terror.
    He leído la displicencia de Losilla hacia Drive, quizá equivocadamente, en su reseña de El topo, de Tomas Alfredson, director de aquella película que recuerdo muy deudora de Shyamalan, Déjame entrar (me remito por ejemplo a la escena final de la piscina: si eso no es de un fan de Shyamalan…). La encuentro sin duda muy superior a Drive (ningún momento de aquella tiene cosas tan sencillas pero elocuentes como el amplio encuadre de la habitación de Smiley viendo la tele y su lento movimiento de cabeza a la derecha tras que suene una llamada en su puerta, y por supuesto tanto el personaje como la interpretación de Gary Oldman superan con mucho en detalle y complejidad lo de Ryan Gosling, actor por lo demás estimable), pero no tengo intención de ponerlas a la par, además tiendo a olvidar lo que me desagrada y en consecuencia Drive apenas se sostiene con alguna concreción en mi memoria. Pero no negaría que Losilla acierta al ver, al diagnosticar, un regreso a formas, estilos y argumentos del pasado, y sobre todo afirmando al respecto lo siguiente: que “la materia de la que estaba hecho aquel cine está regresando a modo de retales, como si se tratara de fogonazos de la memoria que se hacen presentes, embellecidos por su propio aislamiento, por su fragmentación”. Encuentro esta una bonita idea: el revival como sueño del pasado. Raúl Ruiz adaptaba novelas soñándolas después de leerlas, o recordándolas y soñándolas a la vez, como sucede con la obra de Federico Gana en la sublime Días de campo. Aquí se trata de un cine que parece que soñase otro del pasado, y tal vez todo revival es así- de hecho, me viene ahora Point blank, de Boorman, a la cabeza-, tal vez el revival se da cuando una época comienza a soñarse otra, asunto enrevesado porque a su vez toda época se sueña a sí misma y por eso el padre de todos los revivals y el más tendente a parir monstruos es el de los 50, o tal vez ese aspecto sueño del revival se debe a la inevitable distancia respecto a lo que se quiere repetir, al hecho de que siempre se recuerda mal y en consecuencia se reconstruye peor, que si cada época siempre tiende a imprimir únicamente su leyenda, el revival solo está dispuesto a reimprimir esta, pero lógicamente lo hará mal porque la reimpresión parte del recuerdo, que es siempre equivocado, aunque esto no quita que sus equivocaciones respecto a la leyenda a veces puedan ponerle más cerca de la verdad.
    Pero hay que entender que Losilla pretendería que esta época presenta una forma de revival consciente de esto, que resulta algo como un ejercicio de reminiscencias, de trozos de un pasado, unas vivencias, unas imágenes o rasgos de imágenes, singularidades que emergen encarnándose en nuevos continuos hechos a su vez de viejas historias, de viajes que también nos suenan a todos. En fin, Drive o El topo como sueños que traen en pedazos, en retales, instantes de un pasado del cine, de unos géneros determinados, de tal modo que semejan sueños de aquellos, “fogonazos de memoria”. No me suena del todo para Drive, de la que acaso aceptaría decir aquello de que a veces la historia se repite en forma de parodia, pero sí para El topo, que si motiva esa reflexión por parte de Losilla puede ser por esa construcción que hace que la película parezca tan vivida como recordada por sus personajes (algo que me parece también intentan Eastwood y su guionista con J. Edgar, muy cercana en su estructuración a Bird) y, en consecuencia, tan soñada. El topo encara su enrevesado argumento asumiendo los enigmas y recurriendo a la fragmentación, al troceado de escenas escuetas pero muy definidas en busca de una elocuencia que sea traducible en términos de información narrativa o psicológica concreta, y que no siempre están igualmente logradas. La película no tiene miedo de dejar cosas en el aire, pero porque tiene muy claro cuáles son los datos imprescindibles para no perder nunca el hilo del desarrollo, de modo que es posible seguir el recorrido de lo fundamental de la investigación si se mantiene uno atento, y por supuesto de la evolución de su personaje protagonista. Sin que el aspecto emocional de la investigación ocupe el primer plano en la película (y sea además expuesto sin los silenciosos cañonazos de Drive), este es sin duda lo trazado con mayor detalle escena a escena, de modo que la investigación que sí está en primer plano acaba resultando una suerte de avatar o vehículo de un movimiento emocional (y profesional), de un saldo de cuentas, y por ello lo personal y público, el recuerdo y el presente, se unen indeleblemente en una pesquisa que es interior y exterior a la vez, y por ello puede llegar a dar un aire de ensueño, o incluso de pesadilla de la hora del té.
    Pero lo que me llevó a pensar también El topo es en una diferencia suya respecto a lo último de David Fincher. Por lo que recuerdo, aunque su visión me queda algo lejana, Zodiac era una película también sobria, en ocasiones algo retórica como Drive (el aumento del volumen de la música en el primer asesinato), y que exponía con detalle una investigación, no precisamente al modo austero y telegráfico de El topo, pero en la que se podía seguir el progreso mental de los investigadores, la búsqueda, pesquisas, inferencias mentales, argumentaciones, etc. Sin embargo, lo que me llama la atención de Los hombres que no amaban a las mujeres es la ausencia de investigación, paradójica en principio en una película dedicada a glosar una. Si Lisbeth Salander es una gran investigadora lo sabemos por los resultados, pero si Sherlock Holmes, Hercules Poirot o, por qué no, Jessica Fletcher lo son, lo sabemos por los resultados y por la observación de su trabajo. En el film de Fincher, el trabajo existe, pero lo que se ve afirmado es nuestra incapacidad para comprenderlo. Mikael Blomkvist le encarga a Salander una investigación, esta acepta, comienza a teclear en un ordenador, hace unos viajes y vuelve poco después con el descubrimiento claro de un psicópata asesino de mujeres. En medio, planos veloces, flashes, retazos mínimos de una investigación. El proceso mental de la protagonista se nos ve hurtado a favor de un breve videoclip que busca la admiración ante los soberbios poderes de un ser casi sobrenatural. La admiración por el investigador ya no está mediada o motivada por el conocimiento, sino por lo lejos que estamos de comprender lo que hace. Salander es tratada en cierto sentido como un superhéroe, alguien que admiramos porque posee unos poderes que no están a nuestro alcance, y yo no descartaría el papel real del éxito del cine de superhéroes en esto: ellos son un modelo no solo por su cultivo del bien, sino por su clara superioridad inalcanzable. Las dotes deductivas de Sherlock Holmes nos podrían parecer imposibles, pero estaban dotadas de un inequívoco aire familiar pues no estaban fundamentadas sino en el uso brillantísimo de una facultad que todos poseemos: la razón. Tampoco es que me haya hinchado a leer críticas de la película, pero sí me ha sorprendido no leer referencias a que en Los hombres que no amaban a las mujeres no se consigue saber cómo los investigadores llegan a sus conclusiones, y que por lo tanto nos pasamos buena parte de la película ajenos a la investigación que constituye su centro argumental. Si siguiésemos hablando de sueños, podríamos decir tal vez que las resoluciones de esta película son sueños de la tecnología, que Salander es un chamán que entra en comunión con lo electrónico y navega cual héroe gibsoniano por el ciberespacio hallando en él el árbol de la sabiduría y probando su fruto… o mejor, dejémoslo. Pero la fascinación ante Salander, esa perplejidad o admiración que sustituyen al conocimiento, están hechos también de su dominio tecnológico: Salander es un superhéroe porque domina los ordenadores, lo puede todo con ellos. Aún está por ponderar el poder de los informáticos en este mundo y su creciente aura de sacerdotes de un culto extendido por todo el planeta pero cuyos dogmas, técnicas de oración y cosmogonía se hayan aún escondidos para todos, algo así como una religión que cultiva todo el planeta pero de la que nadie sabe nada de sus divinidades, reglas y formas de culto, normas de salvación. Salander es la sacerdotisa que lee los signos misteriosos ante nuestros ojos maravillados. Aún quedan gordos violadores que no se han enterado, pero ella se encarga.
    Por lo demás, aquí existe el peligro de que, nuevamente, la sobriedad de un personaje se tome como la de una película: cuando Salander compra un abrigo a Blomkvist y luego lo tira al verle con su amante, ella no se crispa, no grita, no habla, no dice nada, pero para que entendamos lo que significa esto para ella- porque ya sabéis que somos todos tontos y no nos enteramos de nada- Fincher y su guionista la hacen explicar alto y claro a su ex-tutor que “por fin ha encontrado un amigo” y, con mayor desvergüenza aún, hacen que el dependiente que entrega el abrigo señale lo caro que es este, si se lo compra a su novio y, ante la afirmación de que es para un amigo, que exclame que debe ser uno “muy especial”, o “muy grande”, o afirmación similar. Por así decirlo, y por seguir bromeando con los admiradores de Tarkovski, al igual que le sucede a este en Sacrificio, Fincher no consigue estar a la altura de su protagonista. Si mirásemos a Alfredson y El topo, yo diría que el primero sí está a la altura de Smiley, aunque no siempre, en lo que respecta a su sobriedad, pero sin duda no en su inteligencia: Smiley es mucho mejor en su trabajo que Alfredson en el suyo. Tal vez la película fuese mejor si se hubiese dado cuenta de esto. O qué se yo.

No hay comentarios: