Clint Eastwood ocupa un lugar extraño en la historia del cine americano: su carrera como cineasta comienza al tiempo que la de muchos de los directores del llamado New Hollywood, pero nunca fue incluida en el grupo, supongo que en parte por la ausencia de unos resultados importantes en taquilla así como por la modestia de sus propuestas, pero también por el hecho de que Eastwood principalmente era actor, y además uno bien famoso y vinculado a ese Hollywood de otra época representado por veteranos como Don Siegel. Si bien en esto ciertamente no se aleja de Bogdanovich, nunca debe olvidarse además a Harry el sucio, el personaje que ha marcado para siempre su carrera con esa aura fascistoide que tanto le ha costado quitarse de encima, y del que supuestamente el New Hollywood carecía. La ambigüedad de este personaje, este mito que le acompaña, se suma a la de una obra que puede decirse moderna pero que claramente se radica con profundidad en los cimientos del Hollywood clásico y sus mitos más poderosos; pocas veces una dedicatoria ha sido más elocuente que la que finalizaba Sin perdón: Leone y Siegel eran dos renovadores y a la par continuadores de los géneros que cultivaban, dos autores en verdad más cercanos que lejanos a las ideologías a que el western o el thriller se adscribían usualmente. El avance- y en esto están por supuesto bien cercanos a Peckinpah- se da siempre sobre la base de un irrenunciable conservadurismo como mínimo iconográfico: la necesaria formación de figuras que destaquen frente a sus horizontes, la insoslayable creación de excepcionalidad. Añádanle cinismo, ironía, realismo, crudeza, inverosimilitud… cualquiera de esos elementos que sin duda crearon un nuevo aire, pero el género siempre pervive, continúa, en su hambre de generar nuevos mitos, nuevas fábulas sobre la creación de una civilización, la lucha del hombre contra el medio, para la construcción- casual o no- de algo de lo que en ocasiones habrán de quedar excluidos. De hecho, ese hombre entre la civilización y la barbarie que aparecía en varios westerns y al que Ford acabó dando una de sus primeras grandes personificaciones en la figura del tortuoso Ethan Edwards de The searchers, no solo pervive en estos cineastas, cuya principal variación es sugerir- casi afirmar en ciertas ocasiones- que no hay tal distinción entre ambos órdenes y que, en consecuencia, no hay un estar dentro o fuera sino que ese dentro, esa placidez del hogar o en realidad no la vive nadie o quien lo hace lo logra solo a costa de tener a los asesinos fuera, protegiéndole, sino que, como sugiere todo lo que acabo de decir, ahondan aún más en él, lo profundizan, le dan carta de naturaleza y, finalmente, le hacen imprescindible. Harry el sucio no es una película fascista, sino la mejor radiografía del pensamiento que allanó el camino al triunfo conservador de los futuros años, una inmejorable puesta en escena del modo en que América (concedámosles por un momento el injusto uso del nombre con que se sueñan) comenzó a ver sus ciudades justo como los viejos pioneros miraban los vastos terrenos habitados por tribus “bárbaras”, lo que derivó en el empleo de las mismas soluciones que entonces. Si el western acabó desapareciendo en favor del thriller fue porque toda la mitología de aquel pasó a este, modernizando sus términos; la ideología del western no tenía nada que ver con los indios, meros comparsas (incluso en esto hechos a un lado) de la idea central: hay una distinción entre civilización y barbarie, y la primera solo puede imponerse eliminando a la segunda, si bien para ello debe hacerse bárbara en cierto grado ella misma. En suma, la defensa del uso de la violencia en orden a la formación de una comunidad. El thriller traslada esa misma estructura a la ciudad, a las calles que habitamos, enseña a verlas como un nuevo afuera amenazante, distrito apache necesitado de nuevas figuras pacificadoras, civilizatorias, si bien existe un problema que no es pequeño: el western podía imaginar un futuro mejor (nuestro presente), mientras que el thriller no puede imaginar otro futuro que el mismo presente con la falta de dos o tres criminales. Nunca tanto como en esta era del thriller la familia o la pareja han sido símbolos absolutos de la comunidad, y ello se debe a que ya no hay pueblo, barrio, colectividad: están solo la casa y su afuera, y en las casas hay familias o parejas. El nuevo padre, consecuentemente, la nueva figura límite, suele vivir solo, y si está acompañado este interior que habita será enormemente convulso: no puede ser menos, pues la barbarie le habita en no poca medida. Los nuevos directores pues, al llevar a cabo su crítica a la civilización en base a la barbarie que le es inherente, no hicieron lo propio con uno de los presupuestos fundamentales de su género y, si me apuran, de su cultura: la necesidad de la excepción, de la figura, del individuo que se destaca frente a su entorno, con lo cual, en tal contexto, no pudo por menos que surgir el triunfo definitivo de ese nuevo padre brutal, asesino pero justificado, tal vez culpable e incluso odiado por su comunidad, tal vez despreciable pero en el fondo, al final es obvio, responsable de la supervivencia de su mundo. Como ya hemos visto, el padre no es necesariamente aquel que acompaña los movimientos de sus hijos, puede mover en tanto modelo; aquí se da una variación, ya no es exactamente un modelo directo, pero sí es el que está dispuesto a salirse de una comunidad para asegurar su supervivencia, el que es capaz de sacrificar su vida para defender a los suyos. Es el protector, el vigilante, el soldado, el policía, el asesino, el justiciero… Los caminos de la justicia se vuelven inescrutables, ahora que el afuera de la violencia solo puede defenderse mediante la violencia. El padre lleva a los hijos en coche y puede que atropelle o tirotee a 30 por el camino, pero al final, gracias a ello, logrará dejar a sus hijos en el colegio.
La obra de Eastwood no tiene la ambición de la de muchos directores del New Hollywood, aunque su alcance va creciendo progresivamente y a partir de los 90 y su consagración con Sin perdón aparece puntualmente con algunas de las películas realmente más ambiciosas del último Hollywood. Siempre interesado por la paternidad como todo director estadounidense mínimamente ambicioso (al igual que en Europa el equivalente ha de tratar siempre, en realidad, de su propia civilización y tradición como mínimo cultural), el tema se vuelve central en su obra a partir justamente de su consagración y escenifica en su trato una suerte de crisis del orden paterno. En cierto modo, poniendo en escena esta, Eastwood hace lo propio con su alejamiento del mito de Harry el sucio, como si quisiese romper definitivamente con la década de los Rambos y Norris (como numerosos chistes evidencian hoy día, este es un personaje de pleno derecho), extraños padres de una década agresiva de la cual solo Eastwood y Spielberg consiguieron salir indemnes, restablecidos como paladines de una nueva restauración que exigía comenzar por el rechazo de la violencia, de la era del thriller. Al contrario que en Spielberg, con Eastwood esto no resultó inmediatamente en el intento de buscar una nueva figura paterna, un nuevo ideal, sino en emprender un peculiar viaje por la crisis de ese orden. Se inaugura en Eastwood plenamente una cierta poética de la ruina paterna, y sin dejar de tener en cuenta lo que ha sido el padre en el cine estadounidense, esto es, sin olvidar las consecuencias comunitarias de esta crisis.
En Sin perdón viajamos al pasado, al género muerto, y nos encontramos a dos bandidos reformados: uno es ahora un padre de familia viudo, el otro sheriff de un pequeño pueblo que maneja con mano de hierro. A nivel “mitológico”, el referente fundamental cuando se piensa en el bandido reformado en sheriff es Wyatt Earp, pero hay que advertir que uno de los escasos datos que se nos proporcionan de este sheriff es que es un mal constructor: construye su propia casa él solo pero es mal carpintero, hay paredes torcidas, goteras. Y no soporta que se lo digan. La película acabará con el padre de familia reasumiendo por última vez su rol de asesino despiadado, para matar a este sheriff… poco después de haber reconocido que en el mundo no hay nada más terrible que matar a un hombre. Es curioso que en el momento del estreno de esta película lo que más se subrayase fuese esta frase de Eastwood y sus lágrimas en la misma escena; para todos era como si estuviese purgando los crímenes cometidos bajo la leyenda de Harry el sucio, lo cual fue aplaudido en aquellos tiempos protagonizados por la primera Guerra del Golfo. Pero a mi juicio la cosa es más retorcida: todos entendíamos que en la escena final Eastwood hacía justicia aun bajo la forma de venganza- hacía un servicio a una comunidad al librarla de ese padre terrible, ese pésimo constructor, cruel y mal gobernante-, y que lo hacía en contra de sus sentimientos y convicciones, es decir, bajo el precio de un íntimo dolor, de una acaso insuperable culpa. De este modo, después de la emoción al ver a Eastwood lloroso ante sus crímenes, asistíamos felices a la catarsis violenta de siempre. Pero no lo hacíamos, nosotros mismos, como siempre: nos sentíamos autorizados a justificar esta explosión de violencia, porque el héroe ya no se sentía satisfecho por ella. He ahí la vía por la que Hollywood admitió finalmente la densidad psicológica en sus nuevos héroes: el truco para matar y no sentirnos mal por ello, o no sentir que nos encontrábamos ante un espectáculo bajo y denigrante, era hacer que los asesinos se sintiesen mal por matar. Salvar al soldado Ryan sería la continuación, prueba de algodón y triunfo definitivo de la estrategia, porque ya ni siquiera está presente el nihilismo- ni la excelencia- del film de Eastwood: gracias a la conciencia, a la culpa, podemos ahora ver brutalidades a un nivel mayor, inusitado; las lágrimas de sus protagonistas redimen ahora las salvajadas.
Lo que define a los westerns crepusculares, sean los de Eastwood, Siegel o King, no es la vejez de los protagonistas, sino un diagnóstico pesimista acerca de la dificultad o imposibilidad de salir de un círculo de violencia que, una vez inaugurado, nos encierra a todos. Pero en King o Siegel este círculo encierra solo al protagonista, la comunidad es ajena a él y esto porque ha conseguido librarse de aquel orden en el que aquellos eran reyes. En el Siegel urbano, el de Harry el sucio o Madigan, ya no es así, por eso su obra es tan preclara sobre el relevo entre el western y el thriller. En Sin perdón esa civilización pacífica es un off final, un viaje a no se sabe dónde de William Munny y sus hijos, en suma: una imaginación, un sueño, una esperanza. Como si Eastwood, con ese final/epílogo, escenificase no otra cosa que la imposibilidad de representar- y acaso de existir- de esa comunidad ajena al círculo de sangre, pero también el deseo de que sea posible: se debe notar que, frente a los otros westerns crepusculares, en Sin perdón el protagonista no muere.
En realidad, siendo bien amigo de los sueños, el cine estadounidense nunca se ha hecho muchas ilusiones respecto a la violencia. La imposibilidad de liberarse de ella de otro modo que no sea mediante finales claramente inverosímiles y estereotipados (es decir, mediante la mera ilusión, soñando y no realizando o resolviendo) es evidente a cualquiera, de modo que tal imposibilidad acaso pudiera tipificarse como esencial a este cine. La violencia vehicula Mystic River, una de las pocas películas de las últimas décadas que en vez de hacer el viaje comunidad-individuo realiza el inverso, y donde el asesinato injustificado- y en el contexto de la película esto quiere decir equivocado- de Tim Robbins equivale al retorno de Sean Penn a la criminalidad y, con ello, su conversión en un posible padre de su comunidad, casi al modo de El Padrino, como explicitan las palabras que le dirige su mujer cuando intenta sacarle de la crisis que le supone el descubrir que ha matado injustamente a su amigo. Curiosa ecuación aquí, interesante de comparar con la de Sin perdón: la culpa ante el crimen desata el dolor del asesino y este es reconvertido efectivamente en una atención al cuidado de la comunidad; pero este cuidado se da en tanto el asesino asuma su carácter de tal y se convierta en un criminal organizado, capaz de dar el cuidado debido a su comunidad. El nihilismo aún ambiguo de Sin perdón aquí se desata. Podríamos ver al sheriff de Sin perdón de forma similar al Henry Fonda de Fort Apache: un mal constructor, un mal padre. El sheriff, incapaz de construir un hogar y garante de la paz de su comunidad solo a condición de instaurar el miedo hacia su persona, el otro un egoísta que llega a poner en riesgo la existencia de su propia comunidad llevándola absurdamente a la guerra, y que de hecho llevará a la muerte a casi todo su regimiento. Hace dos capítulos, señalé que el padre fordiano funciona como el dios aristotélico: mueve por amor, el amor a la perfección con que encarna los ideales de su comunidad. El Fonda de Fort Apache y el Hackman de Sin perdón no mueven sino por miedo, en cierto modo lo suyo se asemeja a un régimen fascista; en EE.UU. hay una enorme querencia por el individuo, pero este, si quiere ser modelo, si quiere ser padre, ha de encarnar los ideales de su comunidad. Recordemos el gran momento del Nixon de Oliver Stone: Nixon mira el retrato de Kennedy y dice “te miran y ven cómo quieren ser; me miran, y ven lo que son”. Pocas veces el cine estadounidense fue tan lúcido respecto a su civilización. Mystic river es coherente con este dictum: el crimen crea comunidad. No es ya que haga falta un justiciero, un fuera de la ley para garantizar esta, es que puede ser que haga falta directamente un criminal. El cine estadounidense aquí tal vez empieza a dejar de mirarse en los espejos de siempre y comienza a admitir a Maquiavelo o Spinoza, pero lo cierto es que Mystic River es una rara avis, admitiendo la posible crueldad de la figura paterna, revelando esa criminalidad fundante de comunidad, esa barbarie en el origen de la civilización.
Pero Mystic river culmina un proceso del cine de Eastwood, que empezando por Sin perdón no consigue ver de una forma positiva la lógica paterna que siempre mantuvo el cine de su mundo. Esta visión tiene su punto culminante en Un mundo perfecto, la película de Eastwood sobre la década de los 60, y que al igual que Atrápame si puedes trata un problema de filiación, si bien en plural. En Un mundo perfecto hay una sobredosis de padres: los malos padres del niño, los malos padres del criminal, el sheriff que encierra al joven para alejarle del entorno familiar criminal pero con ello solo consigue hacerle caer del todo en la criminalidad, el mal padre del chico negro al final de la película y, en medio de todo, Kennedy, a nivel mitológico un ejemplo de buen padre- y a cuyo fracasado guardaespaldas Eastwood había interpretado tan solo un año antes-, cuyo asesinato está a punto de tener lugar durante el transcurso de la película. Al igual que en el western previo, Eastwood se concede a sí mismo la frase clave de la película: “Yo ya no sé nada”. Porque antes sí creía saberlo; en los 50, sabía. Metió a Kevin Costner en la cárcel por alejarlo de sus malos padres y una atmósfera que le llevaba claramente a la criminalidad, pero no funcionó como esperaba y Costner acabó igualmente criminal. Pero la película muestra a este como el único buen padre que aparece en todo su metraje, condenado a la muerte por una retorcida concatenación de acontecimientos que solo evidencian una enferma red de paternidades siniestras, abusivas, irresponsables, que en cierto modo se manifiestan también en la tendencia de Costner a la violencia. Y Kennedy (“lo que quieren ver”), a punto de morir, ya efectivamente muerto para nosotros. Y el viejo héroe no entiende, no sabe ya qué pensar o qué hacer, se ve casi abandonado a la contemplación pasiva de un desastre que le sobrepasa. No hay exactamente una crítica a la figura paterna, pero desde luego sí una problematización fuerte, una puesta en cuestión, como si no hubiera modo de ser un buen padre, como si la lógica paterna sumiese siempre a los hijos en la confusión, porque es una lógica rectora que no puede prever los destinos de aquellos, y como si la mudez pareciera ser a veces la única salida del cine hollywoodiense a esto.
Los siguientes años del cine de Eastwood, tal vez los peores de su carrera, presentan una abundancia de padres fallidos, presidente de los EE.UU. incluido, pero ninguno llega al nivel del de Million dollar baby, esa historia que cuenta un viejo boxeador para restablecer a un padre rechazado ante los ojos de su ausente hija, y en la que el padre atormentado, abandonado a todas luces con razón, recupera algo parecido a una paternidad en la relación con una joven y entregada boxeadora (y, ¿recuerdan aquello de que los padres luchan por lo que representan las madres?: a la chica, como descubrimos en un momento clave, él la llama “mi sangre, mi tierra”), pero por esos azares de la vida no consigue restablecerse como un auténtico buen padre sino en el momento en el que accede a la petición más dolorosa de su nueva hija: darla muerte. Million dollar baby culmina esa poética del padre dolorido, confuso, perdido, en el cine de Eastwood, que en su aspecto político había alcanzado su momento más alto en la inmediatamente previa Mystic river.
Sin embargo esto quedó atrás, y hoy Eastwood recorre paisajes bien distintos. Se ha subrayado mucho el cuestionamiento del viejo estereotipo de Harry el sucio en la aplaudida Gran Torino (y vale respecto al estereotipo, pero creo que no estaría mal decir que el Harry Callahan de por lo menos Harry el sucio e Impacto súbito era un personaje bastante más complejo que el de esta película) pero ¿no es más importante, más central en el film, la recuperación, sin cuestionamiento alguno, de la figura paterna, que al igual que el Hanks de Salvar al soldado Ryan, es un padre ejemplar que se sacrifica para que el hijo pueda vivir su vida? Aquí ciertamente el protagonista no solo condena la violencia sino que busca el modo de resolver la situación sin recurrir a ella, aunque esto implique su inmolación, y supongo que eso se entiende como la definitiva superación de Harry el sucio. Pero no se contempla, al contrario que en Un mundo perfecto, que no se sale de la violencia como solución, la debilidad del plan de Eastwood, de su sacrificio del cual el hijo ha de ser digno y, desde luego, su poca visión de futuro. Yo incluso siempre pienso que la solución de Eastwood es la más traumática posible, aunque acaso el coche, el Gran Torino, sea su peculiar medio para decirnos que de trauma nada, porque con ese cochazo es imposible. Hasta la violencia, de la que, nuevamente, no se puede salir es redimida sin embargo a través del sacrificio, pues no se mata, pero se es matado. La lógica del padre, tal como se da en este marco, no deja de ser siempre en suma la necesidad de un líder, una figura que encuentre la solución adecuada a un problema y la ejecute por sí mismo, que permita salvar los muebles aunque la casa esté ya en llamas. Tal vez por ello la siguiente película presenta a un padre que nos devuelve a los tiempos de Lincoln: en Invictus, Mandela se niega a la violencia, y toda la película se convierte en la descripción de cómo construir una comunidad sin el recurso a ésta. Mandela no quiere verse obligado a una guerra para salvar la “unión”, y es así que Aristóteles regresa, aunque esta vez el de la Poética, ese libro en el que tan bien prefiguró la función actual de los deportes. Me atrevo a sugerir que el slogan de Invictus debiera ser el que utilizó Godard en su última película: “Las ideas nos separan. Los sueños nos unen”. Como siempre, la apuesta no es por una imaginación que busque nuevas formas para una liberación común, sino por una ensoñación que contemple el futuro únicamente bajo la ciega y paralizadora forma de la esperanza. Y que sea a su vez puesto en escena por un padre benévolo, ideal, que genere en nosotros el amor suficiente como para seguirle al fin del mundo. Sin tener en cuenta, claro está, que el mundo nunca acaba y las historias se repiten, ya sea en una versión peor, ya como parodia. Por si no lo notaron, uno de los momentos más significativos que Zack Snider decidió dejar fuera de su versión de Watchmen es la despedida del dr. Manhattan, en la que le dice al satisfecho Ozymandias: “Nada acaba, Adrian. Nada acaba nunca”.
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