sábado, 3 de junio de 2023

Vida y función: sobre "El padrino"

1. Conocemos a Luca Brasi bajo la forma de un hombre grande y vulgar que, por su gesto y comportamiento, podría ser un disminuido, un “tonto del pueblo” en algún grado que aún deberemos medir (la película acaba de comenzar). Luca Brasi es ese bobalicón grandote que espera a la puerta de Vito Corleone, ensayando su agradecimiento por la invitación a la boda, con unas dificultades y un nerviosismo tal que la sorpresa será grande cuando descubramos la brevedad de su “discurso”. Nada más desvalido que un hombre de ese tamaño ensayando un mensaje tan simple, de agradecimiento además. Verle declamándolo finalmente ante el homenajeado, con unos nervios tales que llega a enmudecer, no mejora la impresión, como tampoco el disgusto de este por recibirle, eso sí impecablemente disimulado. Cuando Tom Hagen le dice que aún le queda ver a Brasi, Corleone pregunta con desagrado si no puede evitarse. El ahijado responde que Brasi quiere agradecerle la invitación, que no se esperaba. Estas palabras incrementan la visión desvalida que tenemos del hombre grandote.
    Otras, sin embargo, introducirán cierta disonancia en la imagen. Son aquellas de Michael Corleone explicando a su pareja, Kay Adams, que Brasi es el brazo armado de su padre. No lo dice así tal cual, más bien describe una escena en la que ejerce de tal, y que describa en vez de calificar no es baladí: nos obliga a superponer dos escenas, dos imágenes, la que vemos del hombre patético ensayando su letanía con la que se genera en nuestra mente visualizando la historia narrada. Ambas imágenes no casan bien, aunque la asociación no es inverosímil: sabemos que los idiotas hacen excelentes verdugos.
    Dos secuencias más tarde, reaparece en otro contexto. Vito Corleone no ve clara la situación con Sollozzo y pide a Tom Hagen que traiga a Luca Brasi. Dicho y hecho: Corleone cierra la puerta, corte y de inmediato, sobre fondo desenfocado, el rostro de Luca Brasi entra en cuadro, sentándose (escuchamos el sonido del asiento) y quedando en primer plano, centrado, en foco por supuesto y en absoluto, pétreo silencio.
    Esta persona no tiene nada que ver con el atontado de antes. Su mirada es severa y concentrada, el gesto adusto, sobrio. Es el tipo de cara y de mirada que no quieres que se fije en ti. Este rostro sí encaja con la historia de Michael. Pero inmediatamente tenemos que hacerlo casar con lo que vimos. Y con las palabras de Tom Hagen y el Padrino, que nos llevaban a preguntarnos qué habría hecho ese hombre para no considerarse digno de la invitación. Bueno, pues no había hecho nada. Simplemente, el Padrino encuentra de algún modo desagradable ver a su soldado ese día, en la boda de su hija, algo le resulta incómodo en tener que ver a ese personaje, un puro asesino, en ese momento. Asesino que es su mano armada y su devoto servidor. En las palabras de agradecimiento de Luca Brasi se lee la devoción del personaje, el asomo quizás de una deuda mayor que el bruto siente hacia el Padrino, ese tipo de devoción que quienes se sienten inferiores en algún orden generan hacia el ser admirado que un día decidió acogerles bajo su seno y darles un sentido en la vida. Brasi aparenta ser nada, menos que nada, porque está ante aquel ante quien en efecto se siente nada: un servidor, un criado, aquel por quien morir y, por supuesto, matar. Luca Brasi es la mano armada del Padrino, que muestra hacia él el desdén de cualquier poderoso hacia sus esclavos. Pero lo impresionante es que Luca Brasi sabe ese menosprecio; por eso no se esperaba la invitación, por eso la agradece, por eso sabe perfectamente que su agradecimiento no debe ser largo, no debe entretener a su dueño. Luca Brasi sabe que, para su amo, él es importante solo en tanto asesino. Por eso en su reaparición, uno de los mejores planos de la película, su rostro es el de quien sabe que ahora va a ser útil y, por tanto, ahora sí, alguien; no alguien mortífero o poderoso, sino simplemente alguien, alguien para el de verdad poderoso. El hombre de este plano deviene dueño de sí mismo, porque es cuando va a ser útil a su verdadero Dueño.

2. La historia sobre Luca Brasi se la cuenta Michael Corleone a su pareja, Kay Adams. Kay está allí como artefacto narrativo para que Michael hable, para que explicite la naturaleza mafiosa de su familia y, sobre todo, afirme que él es distinto. El padrino es una película excelente pero carente de genio: sabemos que Michael es distinto antes que nada porque lo dice, y sabemos que su padre quería otro destino para él porque también lo dice, a él y a nosotros, como si no nos lo hubieran dicho de una forma mucho más contundente y emocionante sus lágrimas cuando, apenas recuperado del atentado, recibe la noticia de que fue Michael quien asesinó a los responsables.
    En todo caso, Kay también reafirma de forma implícita la diferencia: no es su mera acompañante sino su pareja (nos lo dice el gesto por el que el hombre insiste en que aparezca en la foto familiar, igual que la de Vito en negarse a hacerla sin Michael nos dijo antes lo especial de ese hijo para el padre), lo que hace importante que sea anglosajona, y no italiana. Pertenece a otro mundo, como el uniforme militar de Michael.
    En consecuencia, Kay es el índice principal de la transformación de Michael. El intento de asesinato de Vito Corleone rompe la navidad de la pareja, se continúa acrecentando la distancia, y finalmente Michael acaba en Italia casado con una siciliana sin mayores consideraciones hacia Kay, a la que en ningún momento había comunicado la ruptura (es de intuir que nunca llega a saber de ese matrimonio).
    Entonces, la pregunta es obvia: ¿para qué traer de vuelta a Kay Adams? Si hay una escena absurda, mala de solemnidad en El padrino, es su reencuentro con Michael. El le comunica que lleva un año de vuelta en el país, primera noticia para ella y para todos, pues nada hasta el momento anticipaba una elipsis de esa duración (nueva norma desde este momento), y seguidamente intenta convencerla de que vuelva con él, sin ocultar que ahora se ha convertido en el sustituto de su padre, el nuevo jefe de la familia. Sumando el abandono, el retorno extemporáneo, y la profesión criminal, nada anima a pensar que Kay volverá con él, y menos que lo haga de inmediato. Al tipo le haría falta desplegar ingentes dosis de encanto y una retórica digna de Ricardo III para semejante proeza, pero la escena está lejos de eso. Michael, con seriedad glacial y sobria soberbia, parece encarar un trato de negocios, actitud todo lo reveladora que se quiera, pero que para recuperar a una chica que ha sido tratada de esa manera, convendremos no es el mejor sistema. Kay se resiste, casi en shock. ¿Cómo saldrá de él? ¿Cómo la llevará Michael donde quiere?
    Ni sale ella del shock, ni Michael hace nada. En cierto momento llama al coche, se montan los dos, y se van. Diez minutos y dos secuencias más tarde, están casados y tienen un niño de 3 años.
    ¿Por qué hacer volver a Kay? Tiene sentido que Michael se case y que tenga un hijo, pero no que ella sea la mujer, y la mejor prueba es que no les sirve para nada. De momento. Pues Coppola y Puzo la necesitan para una sola cosa, una sola: la escena final.
    Volvamos a la ausencia de genio: Coppola no quiere que piensen mal de él. Teme que le malinterpreten porque al fin y al cabo El padrino va de un hijo pródigo que vuelve a la familia y eso, en los USA como en Italia, está bien visto. Así que puede ser que no le entiendan y alguien crea que le parece bien la evolución de Michael. Así que necesita algo que diga: no, oigan, que esto está mal. ¿Cómo hacerlo? Con una yanqui. Allí situará al espectador. Porque todos los espectadores son yanquis, si no por fuera al menos por dentro. 
    Hemos visto la evolución paso a paso de Michael, hasta el atentado de Sicilia. Después, una elipsis nos niega la conversión de Michael en jefe de la familia. ¿Por qué? Coppola y Puzo, guionistas, entienden bien que la conversión definitiva debe ser mostrada más adelante, de otra forma.
    Primero, en la matanza de los cinco jefes durante el bautizo. De forma enfática (con cierto encanto operístico, o granguiñolesco), los asesinatos son el definitivo bautizo de sangre de Michael, su conversión definitiva en el nuevo Padrino con mayúsculas. Pero falta el remate que establezca el sentido dado a esa transformación. Falta, en efecto, que Michael mienta con extremo cinismo a su esposa; falta ver el alivio de ella y su “creo que los dos necesitamos un trago”; verla salir pero, sobre todo, salir con ella: ver a Michael apostarse sobre la mesa y de pronto estar fuera de la habitación, lejos de él, con ella en la sala contigua; sentir de pronto esa distancia (y entre eso y la música adivinar que la peli termina aquí) y ahora estar incluso un poco separados también de ella, porque nosotros vemos al fondo, y ella no, el gesto de él hacia el fuera de campo, y los hombres que aparecen (el retorno de los hombres, después de que dos mujeres hayan ocupado por primera vez el despacho); y falta entonces que ella se vuelva hacia allá y vea lo que nosotros, y todos juntos entendamos que la familia ya no existe, se acabó, está rota; y falta entonces que la imagen corte y Kay ya no esté, y veamos el beso y escuchemos el “don Corleone”, y nos preguntemos si Michael mirará hacia nosotros o no, y la puerta se cierre en nuestras narices, las de Kay y con ella las nuestras, en el plano final, sin que por supuesto lo haga. Nos han dejado fuera y nos han mentido. La evidencia es abrumadora.
3. Está clara, pues, la función de Kay Adams en la película: ponerle fin, estableciendo y valorando la evolución del protagonista. También está clara la de Luca Brasi: dejar a Corleone sin su principal brazo armado, abriendo el camino a que Michael ejerza de tal. Es una función mucho menos importante, y sin embargo: Luca existe, Kay no.
    La prueba mayor es que es imposible saber por qué regresa con Michael. No hay interior al que acudir para obtener una respuesta implícita. Puzo y Coppola fueron incapaces de resolver ese regreso; simplemente lo necesitaban, porque necesitaban ese final. Si buscamos la respuesta no la encontraremos en la vida del personaje, solo en su función. No en su vida entre los planos, solo en las páginas del guion.
    En la distancia entre la pareja que se reencuentra, y la pareja ya casada y con hijos, tan solo se hace visible una necesidad narrativa y discursiva. En la distancia entre el rostro bobalicón y la mirada temible de Luca Brasi hay un ente autónomo, un ser que vive más allá de nuestros sentidos, en el espacio entre dos escenas, la distancia entre dos formas de mirar, de moverse, de estar. Al contrario, Kay es pura función, y no sobrevive a ella. Incluso la esposa siciliana alcanza más entidad cuando tras su silenciosa presencia y sus mínimos gestos (el de tocarse el collar, inesperado relámpago fordiano, hace entender de golpe todo un sistema de cortejo, y casi una cultura) la redescubrimos llena de jovialidad aprendiendo a conducir, y eso pese a que esta acción no tiene otro objeto que llevarla a la muerte.
    A la primera esposa la mata la mafia, Kay nunca llega a tener vida. La parieron muerta los guionistas.



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