lunes, 4 de agosto de 2014

La inmigrante




    The immigrant ha sido titulada en España El sueño de Ellis. Para los que, como yo, nunca acabamos de enterarnos, hay que decir que Ellis es la isla de Nueva York donde los inmigrantes que llegaban a los EE.UU. eran autorizados o no para penetrar al continente. “El sueño de Ellis”, por tanto, es el de entrar al país y es en efecto obsesión clave de la protagonista, Ewa (Marion Cotillard). Pero la principal no es esa, sino la de permanecer siempre al lado de su hermana, cuya reclusión por enfermedad en el hospital de Ellis equivale a un secuestro de facto de Ewa, que no abandonará su penosa situación debido a su negativa a dejarla en la isla.
    Y es que en realidad hay algo de lo que se puede no ser consciente al leer el título original: para nosotros, The immigrant no tiene sexo, pero la traducción literal sería “la inmigrante”. No “el inmigrante”, no Charlot, no ya el drama de la pobreza y la inmigración, sino la pobreza y la inmigración cuando se es mujer. Mujer y, además, bella. The immigrant rompe el tópico, tan popular cinematográficamente por cierto, de que, en tiempos de penuria, la belleza es un bien valioso para una mujer necesitada. Antes bien, parece afirmarla como la mayor de sus condenas, pues es como mínimo por su belleza que Bruno, el chulo interpretado por Joaquin Phoenix, emprende su conspiración para impedir su entrada legal en EE.UU. y hacerla caer en sus manos. La belleza solo es una bendición si, como la Marlene Dietrich de Berlín Occidente por ejemplo, no se le ponen reparos a la prostitución, el destino tantas veces inexorable de la pobreza femenina. Y es que si hay un tema, o motivo, en el film de Gray, es la condición desnuda, desprotegida, sometida a todos los abusos posibles, de las mujeres. La protagonista sufre por su condición de inmigrante (para más inri, ilegal) pero, sobre todo, por la de mujer. En el barco es violada pero sin embargo esto la marca, a partir de entonces, como prostituta. Ese momento no filmado marca todo el devenir de Ewa, la excusa para su no admisión en el país y para el rechazo de su tío. Su ilegalidad la debe al deseo de Bruno por ella y al desprecio de ese familiar al que debemos la escena clave en este discurso, aquella en que la entrega a la policía por, al tomarla por prostituta sin siquiera preguntarla por lo sucedido (acción que precisamente es la que la condenará a la prostitución al no dejarla otra salida para recaudar el dinero necesario para recuperar a su hermana), teme que ensucie el “prestigio” de su negocio. En el temblor enfermizo, torturado, de la esposa de este hombre brutal, en las convulsiones que en su cuerpo produce la evidencia de la injusticia y el terror a la rebelión, es donde se evidencia que The immigrant es una de las raras (casi me tienta decir “únicas”) películas norteamericanas preocupadas por la indefensión de las mujeres, la tortura sistemática a la que se ven sometidas por parte de unos hombres que solo ven en ellas elementos de prestigio social o pedazos de carne para su satisfacción sexual; en ambos casos, seres que merecen no otra cosa que su total desprecio. Por ello la otra escena más brutal es aquella en la que Orlando saca a Ewa al escenario. El modo en que el público la insulta y veja nos borra de golpe la extraña escena en que un cliente la trata con gran ternura al despedirse de ella. Aunque, como avisando de la realidad de la situación, descubrimos enseguida que se trata de un policía, gremio que Gray muestra con nula simpatía.
   Y al mismo tiempo, Ewa no es una muñeca hueca llena solo de sufrimiento. Está indefensa, pero consigue utilizar a su favor el amor de Bruno y nunca le niega el desprecio que por sus actos le merece. Su paso de paciente a agente en su retorno a aquel no es juzgado moralmente, visto como una mancha moral, una pérdida de su integridad o una condena de su alma, sino como el máximo de acción que Ewa puede llevar a cabo dadas su situación y voluntad: no puede evitar ya prostituirse si quiere recuperar a su hermana, pero sí puede negarse a besar la mano del hombre que la pisa, y utilizar además su amor para hacerle cumplir sus objetivos; usar pues, sin culpa, a aquel que la prostituye: puta, sí, pero no sumisa, ni imbécil. Bruno no es nunca redimido en nombre de su amor, incluso aunque este evidencia sobradamente su verdad, y si alguien tiene esa tentación Gray tiene el detalle de hacer que el propio Bruno exponga, cual fiscal en un tribunal, todo el caso en su contra, de peso considerable, a la propia Ewa y, con ella, a todos nosotros. El amor de Bruno, incluso el evidente buen trato hacia sus “empleadas”, no le hace menos miserable, antes bien tiene la virtud de permitir la mejor, más detallada y precisa observación de la naturaleza y características de su miseria: el trato de la mujer como objeto y propiedad, trato que ni siquiera el amor hace desaparecer. El logro de The immigrant es mostrar las penosas condiciones que deben soportar las mujeres en unas condiciones determinadas, sin hacer por ello de la protagonista femenina una cáscara vacía a merced de sus dominadores, negándose pues a verla desde la óptica del dominio, y además haciendo que el chulo no sea un miserable sin más, sino uno que simplemente no ve problema ninguno en su trabajo y que de hecho, como aquel memorable Ben Gazzara de The killing of a chinese bookie, trata a sus empleadas como protegidas con no poco cariño. Por reconocer esto a Bruno, Gray logra precisamente manifestar el horror de la prostitución como tal, sin necesidad de acompañarla de la maldad de los propietarios (y por ello, nuevamente, la excelente opción de hacer que los clientes de Ewa que llegamos a conocer sean de amabilidad y ternura exquisitas: la prostitución no es infame porque los clientes o los chulos lo sean; no es eso). Gray no niega el amor, pero tampoco la manipulación. De este empeño en complejizar, en no hacer que unas características sustituyan a otras sino que convivan, se extrae parte del interés de la obra de Gray, y su singularidad en un cine como el norteamericano.
    Hay algo en lo que The immigrant, sin embargo, es inequívoca muestra de su tiempo. Para empezar, lo diré rápida y rotundamente: su fotografía es una mierda. ¿En qué momento el pasado en el cine empezó a pensarse como iluminado por un Sol distinto al del presente? Un Sol gris, decolorante, muerto. Tiendo, aunque el asunto merece un estudio más detallado, a culpar al Janusz Kaminski de la en tantos sentidos nefasta Salvar al soldado Ryan, a esa decoloración hipócrita de la imagen y, con ella, del mundo, que solo buscaba que nosotros (en fin, ellos, los “americanos”, claro que ¿quién no lo es?) devolviésemos el color a una bandera que rara vez se lo mereció. El pasado de The immigrant tiene el color de una fotografía vieja, o más bien pretende tenerlo. Los ocres dominan, cuando no ese gris tan característico herencia de Kaminski, obligado en casi toda película norteamericana (y la tendencia se extiende ya casi a todo el planeta, no en vano nunca debe olvidarse que el arte norteamericano es un arte imperial) que se quiera triste y dramática. En USA, hoy por hoy, pasa con la luz algo similar a aquellos actores cómicos que se ponían barba cuando les tocaba hacer algún personaje dramático: si se quiere ser serio, hay que quitar color, o hacer que por lo menos no haya ninguno cálido. Evidentemente, esto se hace en posproducción. No se trata de seleccionar colores, sino de eliminar o neutralizar los que haya. Que la imagen sea una interpretación, que esté filtrada por el discurso o, mejor dicho, por una retórica: no se trata de ser una película dramática, sino de que ciertos elementos nos digan que lo es; se ve que la música ya no basta, así que ahora también se usa la luz. Hay que hacerlo todo gris, eliminar el Sol, hacerlo metálico, duro, viejo. Para decir que unas vidas concretas son tristes, hay que eliminar toda la vida del plano, hasta la de las piedras. Pero no era eso. Pido que el que no me entienda vea por ejemplo las películas “satánicas” de Bresson, sobre todo su cumbre, El dinero. Se trataba de mostrar que la vida lo es todo, y que es la misma siempre, triste o no. La vida es esa ausencia de significación en la que Oliveira decía se bañan los esplendorosos signos, en el cine. El árbol movido por el viento servía para la tristeza o para la alegría (o incluso para la indiferencia), pero era el árbol, era el viento, el mundo que vivía y nosotros en él, bien o mal. El cine hace de la vida signo, pero con ello la hacía hasta más vida. Pero ahora, no. En el medio de la escena más terrible, un Kaurismaki no se niega colores cálidos, objetos atractivos como tales. La vida, el mundo, siempre es indiferente, o muestra una simpatía parcial, fruto de la selección y por supuesto la óptica, el ángulo ineludible de la mirada. Si hay rojos o verdes, momentos cálidos en The immigrant, o están limitados al music hall o envejecidos por la mirada implacable de la posproducción, la sustitución del ángulo por la interpretación, el discurso, la retórica.
    Un amigo, hace tiempo, me loaba a los técnicos de Hollywood. Sobre todo, a los directores de fotografía. Pero desde hace tiempo, décadas, el director de fotografía americano (no de nacimiento, se entiende, eso es indiferente) no fotografía, sino que diseña. Crea una apariencia para la película, eso que a veces se llama “una estética”, o incluso “una imagen”. Darius Khondji, director de fotografía de The immigrant, es un experto en ello. Su trabajo en Seven, por ejemplo, instituyó un modelo lumínico que aún está vigente, igual que lo hizo Kaminski en la película de Spielberg. No se trata de fotografiar algo sino de vestirlo, disfrazarlo. No es malo en principio (nada lo es), pero es una tendencia a observar, a estudiar. Khondji o Kaminski, y muchos más, no fotografían objetos, rostros, no miran, dibujan. Crean una luz para toda la película, una “atmósfera”, como también se dice, una "estética", una interpretación que tiña su universo. No fotografían un mundo (obsérvese que no he dicho “el” mundo), lo crean. Muchos resabiados dirán que el cine crea, en efecto, y tendrán razón pero solo en parte, y es en ella donde se juega todo: primero, importa decir que hablamos de un cine de registro, es decir, que tiene que haber algo delante de la cámara, algo ya creado para desde allí llegar a algo nuevo, y segundo y sobre todo, importa pensar qué mundo es ese que se crea.
    En estos tiempos, la mirada al pasado viene acompañada de una luz particular, el pasado es siempre recuerdo. Pero no lo es, es presente, siempre, tenemos esas historias ante los ojos, viviendo ahora, pero resulta que ahora tienen que vivir como si fuesen viejas. Un peso externo a ellas les está siendo impuesto. ¿Qué peso es ese? ¿El de la historia, la tradición, la representación? Algo obliga a la ficción a sentir una culpa que no la corresponde. La fotografía no muestra un mundo pasado sino que nos dice lo pasado de tal mundo. Pero no es el pasado el viejo, sino el que recuerda. Y si aquel tiñe al pasado de ocre, o lo decolora, le impone una antigüedad que no es la suya, solo la de las imágenes que lo han sobrevivido. La razón más pueril que pudo dar Spielberg para el blanco y negro de La lista de Schindler fue que así eran las imágenes de la época. Las imágenes, sí, pero no la vida: los judíos murieron en color. ¿En qué momento se ha vuelto obligatorio que las imágenes carguen con el peso de su pasado, de su edad, o con su naturaleza de imágenes o ficciones? ¿Por qué The immigrant tiene que parecer no ya una película vieja, sino envejecida? ¿Por qué yo no puedo relacionarme con los objetos de la película tal como lo hacen los protagonistas? Porque estos personajes, además, no son al contrario tipos extraídos de los viejos géneros o del viejo cine. Evidentemente, son tipos bien reconocibles, pero traídos a la vida, puestos en movimiento ante el presente de nuestra atención. Si Gray trata a sus personajes como personas vivas, ¿por qué no hace lo mismo con sus objetos, las fachadas de sus edificios, el aire de sus calles? En los personajes de Gray hay una vida, debida sobre todo a la ambigüedad, sobre todo moral, que les baña (y que tanto cuesta encontrar en el cine norteamericano), de la que carece su luz, bañada esta sí plenamente en la estética de lo retro, la misma, y no exagero, que ilumina las imágenes de Cuéntame o Amar en tiempos revueltos. Que la imagen de un mundo viejo tenga aspecto de imagen vieja. “Aspecto”: es decir, que parezca tenerla, no que la tenga “de verdad”. Para eso, haría falta preocuparse de verdad (ahora sin comillas) por cómo fotografiar los objetos de un mundo, en orden a crear uno.
    Por eso es también tan curiosa The immigrant. Por un lado, recuerda todo lo terrible que ha llegado a ser Hollywood pero, por otro lado, nos lo recuerda por su propia excelencia, aun sin ser excesiva. Tan solo su plano de apertura, ese lento travelling de alejamiento de la estatua de la Libertad (cuando debiera ser al revés, pues la película se abre con la llegada a los EE.UU.) que en su movimiento nos descubre la silueta de a quien luego pondremos la cara de Joaquin Phoenix, ese rostro al tiempo amable y brutal del nuevo continente, deja bien marcada su distancia respecto a un cine incapaz desde hace décadas de pensar un plano así, salvo en excepciones contadas como la de Gray. La cosa ha llegado tan bajo que un mediocre con carácter como David Fincher o un realizador impersonal pero con criterio como Richard Linklater se nos aparecen como fueras de serie, pero porque la estulticia a su alrededor realmente les dejan fuera, les vuelven excepcionales. Gray, aun habiendo visto a día de hoy solo tres de sus películas, vuela más alto que estos, pero igualmente sucede que tan solo con ese plano (no incluyo el último, que es un plano-frase y eso a los americanos siempre se les dio bien, incluso hoy) o con su guión, hecho a partir de materiales ya sobradamente conocidos pero capaz de crear personajes hondos sin necesidad de descubrirlos, antes bien precisamente por lo contrario, por su persistente creación de zonas de sombra, en esas cosas, simplemente bien hechas, honestamente hechas diría incluso, se ve a alguien que no se puede confundir con la infamia que le rodea, la que le rodea incluso en su propia película a través de la luz de Khondji. Pasa a veces con una película, una secuencia o un plano de Gray, de Linklater, de Shyamalan, y algún otro que me olvido. Gente que destaca por saber trabajar un tempo, o desarrollar un personaje, o editar un diálogo, o que muestran cierta excentricidad, en realidad no es tanto que sean buenos, o tan buenos: es que no son como los otros. 

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