El díptico indio que por poco clausura la obra de Fritz Lang presenta una atracción evidente por las dualidades en no pocos lugares aparte de su propia división en dos películas. En la primera de ellas, El tigre de Esnapur, el arquitecto Harald Berger llega al palacio del príncipe Chandra para construir escuelas y hospitales. En la segunda, La tumba india, el encargo de Chandra al ayudante de Berger, Rhodes, una vez desaparecido aquel junto con la bailarina amada por el príncipe, Seetha, es construir una gran tumba en la que aquella será enterrada tras su muerte, que tendrá lugar en cuanto la tumba sea terminada. La distinción en las construcciones no solo marca la lógica progresión en gravedad y peligro de la aventura narrada, sino que también describe la progresiva conversión de un gobernante si no modélico sí aceptablemente “civilizado” en uno cruel, sádico y despótico. Uno de los momentos más hermosos de La tumba india es justamente aquel que resuelve esta evolución precipitando el destino final de Chandra: apagada la rebelión de Ramigani, su hermano, Chandra acude espada en mano a los aposentos de Seetha encontrándose allí con Berger en plena lucha finalmente victoriosa contra los secuestradores de aquella. Parece que un nuevo y último enfrentamiento entre los dos antagonistas va a tener lugar; así nos lo indican, al menos, todos los códigos narrativos, de cine de aventuras y hasta de cualquier género que se nos ocurra. Pero Berger, agotado por los días o semanas de encierro (en realidad, el tiempo no existe en esta obra, solo el espacio, y es imposible saber nunca cuánto transcurre entre muchas de las secuencias como, por ejemplo, cuánto tiempo dura el encierro de Berger) y por la reciente y hercúlea lucha, se desmaya en los brazos de Seetha. Es entonces que Chandra deja, como Berger pero por propia voluntad, caer su arma y decide hacerse alumno de un santón de la zona, del que sabemos fue también hombre poderoso en tiempos pasados. Pero lo que convierte a la escena en hermosa es otra cosa que la negativa a la lucha, y es el qué pasará por la cabeza de Chandra en esos momentos, porque Berger, para él, estaba muerto. ¿Se le aparece en la mente, tal vez, el retorcido plan de su hermano para hacerse con el favor de los sacerdotes en su levantamiento? Difícilmente. Chandra se encuentra ante alguien que creía muerto, las razones de cuya supervivencia le son absolutamente imposibles de reconstruir, y lo que ante él se aparece no puede ser otra cosa que la absoluta incomprensión de un universo que creía manejar en todos sus recodos. El que hace unos minutos era poco menos que un dios (así se afirma indirectamente al impugnar el juicio de la diosa cuando ésta se disponía a matar a Seetha), es ahora menos que un criado, sabe menos que nadie. Evidenciada la ilusión de su poder, y acaso la imposibilidad radical del amor que le ha llevado a tal ceguera, hace de la humildad su único voto y se pone al servicio del sabio, sustituyendo a un niño que, relevado al fin en su labor, continuará su aprendizaje marchando a estudiar los textos sagrados. Chandra termina la película yendo a buscar agua a un anciano.
Las dos construcciones, por
demás, apenas son atendidas. Nunca vemos a Berger y Chandra construir
hospitales, aunque sí veamos sus maquetas, y aunque llegamos a tener noticias
de la construcción de la tumba y hasta llegamos a verla, nunca es terminada y
no vemos ningún trabajo en ella, como sí hacemos con el de las pirámides en Los diez mandamientos o Tierra de faraones, por poner dos ejemplos.
Su centralidad, por tanto, es más bien simbólica, paradigmática por así decir. Exponen
una dualidad, el hospital y la tumba, que es la del propio Chandra, presentado
como un dirigente influido por las ideas europeas (que se suponen progresistas,
parece) pero que, al mismo tiempo, mientras los hospitales no existen, esconde
a los leprosos en ténebres subterráneos custodiados por el cadáver de un
soldado (quién mejor que un muerto, en efecto, para vigilar a los que pronto
habrán de serlo, parece decir Asagara, ayudante de Berger). La evolución de
Chandra manifiesta una tendencia ya existente, y a los dos polos de esta
tendencia cabe darles el nombre de dos territorios: Europa y la India. ¿Qué
otra cosa manifiesta el cine de aventuras exóticas más que la fascinación por la
tierra lejana, dotada de numerosos encantos (Seetha, por ejemplo, pero también
la belleza de los palacios, la majestuosidad de los elefantes, y hasta la bondad
de la ley de la hospitalidad, guardada por los indios aún a costa de su muerte)
pero brutal en el más esencial de sus corazones? El cine de aventuras, la
manifestación tal vez más esencial y pura del colonialismo occidental, canta
las bellezas de los territorios exóticos pero tratándolos como a las mujeres
fatales del cine negro: su belleza es el velo que esconde su maldad, o cuando
menos su peligro. La educación europea de Chandra se muestra en las escuelas y hospitales;
su naturaleza india, en la tumba (india).
Esta dualidad se presenta
también en otro personaje, Seetha, bailarina de la que Chandra se enamorará
perdidamente, quién sabe si intuyendo esta equivalencia espiritual. Se presenta
incluso en su inverosímil forma de bailar, afectada mezcla de modos de la danza
árabe y occidental. Los orígenes familiares de Seetha nunca se aclaran y es un
ejemplo de cuántas líneas típicas del folletín deja este díptico, tan clásico
pero también tan transgresor, sin cubrir: cuando Berger y Seetha indagan sobre
la posible nacionalidad inglesa del padre de ésta, creo que cualquier
espectador supondrá que esto tendrá una continuidad narrativa, es decir, que la
averiguación de la identidad real de los padres de Seetha será uno de los
intereses argumentales del film. Pero en absoluto sucederá así: la función de
tal aspecto es puramente descriptiva de la naturaleza dual del personaje, que
por lo demás carece de relevancia argumental alguna. Funciona en realidad como la
explicación última de por qué, pudiendo casarse con un príncipe árabe, se
enamora perdidamente de un arquitecto europeo (la primera, de índole heroica,
es el enfrentamiento de Berger con el tigre de Esnapur, que por cierto también
se dará dos veces, y antes de eso su ayuda, también a golpes, a su criada:
¿sería esta la atención propia del lado indio de Seetha?). Su sangre europea la
autoriza a unirse a un alemán, igual que la educación europea de Asagara le
inclina a la amistad con Berger y la empatía con su situación y la posterior de
Rhodes y la hermana de Berger, Irene. Es indudable que el paso por Europa,
aunque sea por herencia, deja un rastro de civilidad en el sujeto que le
distingue del comportamiento más o menos brutal de los nativos. Considérese por
ejemplo cómo no le hace falta a Berger tener sangre india, u oriental, para
enamorarse de Seetha, una india: le basta con tener sangre en las venas y,
también, con ser del país que manda, el país que narra.
A esta última afirmación
acude un contraejemplo poderoso: el poblado que ayuda a Berger y Seetha en la
persecución a que son sometidos por Chandra, al inicio de La tumba india. Pero entramos aquí en otra división espacial, la
que propiamente aporta más riqueza al entramado del díptico. Varias divisiones
espaciales se nos presentan: el palacio y el pueblo por un lado, estando a su
vez el palacio dividido en dos: las salas y habitaciones de la corte, y los
subterráneos, a los que cabe considerar el corazón más propio del díptico o, al
menos, el de su interés.
Cambiemos, en este punto,
la dualidad Europa-India por la de palacio y subterráneo, donde volvemos de
nuevo a la dualidad de Chandra y al ejercicio y naturaleza del poder. Chandra
recibe a Berger, a Seetha, a Rhodes… y también departe civilizadamente con
aquellos miembros de su reino que habrán de buscarle la ruina. Recibe en
palacio, un palacio real por cierto, lejos del cartón piedra tan propio del
género (el cine de aventuras es un cine de interiores, donde los exteriores, si
reales, son refilmados en interior para las transparencias y los interiores
nunca son naturales sino decorados; el cine de aventuras es siempre una
exterioridad reconstruida en un interior ensimismado, y la entrada en él de la
luz real del sol no marcó sino el comienzo de su desaparición; este díptico
bien puede marcar el principio del fin de un género). Es el palacio de las (buenas)
formas, de la educación tanto europea como india, de la civilización. El
espacio donde Chandra encarga hospitales, donde declara su amor, donde toma sus
decisiones.
Cuando surgen los problemas,
emergen los subterráneos. Con un cierto aroma a Poe en el ambiente, Berger confirma
que los muros del palacio amenazan derrumbe por la presión de las aguas del
lago, infestadas por cierto de cocodrilos que acabarán devorando a Ramigani en
el interior de los subterráneos. Este espacio, plagado de pasadizos secretos,
amén de las celdas que guardan los oscuros secretos del poder (o de la lucha
por él, como cuando el propio Berger resulte el encarcelado), presenta la forma
del laberinto, y es en este punto que la profesión de Berger y Rhodes termina
de mostrar su pertinencia. Y es que el díptico indio, tan centrado aparentemente
en sus dobles divisiones, entre Europa y la India, la civilización y el
salvajismo, el palacio y los subterráneos o los poderosos y el pueblo, encubre
en realidad un laberinto. Y la capacidad de Lang para perdernos en él, inducir
una confusión espacial al tiempo que una conciencia de la misma que nos permita
hacer pie en su interior, es una de las pruebas privilegiadas de la excelencia
de su arte.
El palacio es el espacio de
la civilización y el subterráneo el de la barbarie, el de los secretos de esa misma
civilización y, al mismo tiempo, el de su debilidad: no solo está el agua que
comprime los muros sino que por allí entrarán los soldados rebeldes. Pero
cuando el comportamiento del príncipe empieza a desatar su tendencia más cruel,
el palacio comienza a volverse laberíntico. No será, sin embargo, la confusión sino
el orden el que primero nos mostrará esto, es decir: es cuando Berger comienza
a superponer planos del palacio para averiguar cómo llegar a los aposentos de
Seetha, que empezamos a vislumbrar un laberinto. Es la búsqueda de un nuevo
camino y no su pérdida, la que delata la naturaleza laberíntica del espacio. Cuando
el comportamiento en palacio no sigue los caminos dispuestos por el poder, éste
deviene laberinto. Después de esta transgresión imperdonable que no es solo la
afectiva del descubrimiento de la relación entre Berger y Seetha, sino también
la del ejercicio del espacio dispuesto por el poder, el palacio se convierte abiertamente
en laberinto perdiendo a su transgresor, llevándolo hacia una muerte de la que imprevisiblemente
acabará librándose (no solo por la fuerza y astucia del héroe, sino por la
civilización que aún manda algo en el gobernante y que le obliga a cumplir su
promesa de liberar al transgresor si se salva del tigre).
Berger consulta los planos
del palacio para averiguar cómo llegar a Seetha. Nosotros le vemos hacerlo,
pero lo que él ve nosotros, incapacitados para la arquitectura, no podemos
verlo (y a saber si lo haría un arquitecto: intuyo que esos planos son tan
inverosímiles como los bailes de Seetha). Nosotros vemos un laberinto, un
entrecruzamiento incomprensible de líneas que sabemos que responden a algo,
describen un espacio, pero Berger ve ese espacio, plantas, habitaciones,
escaleras, pasillos, ve en suma un problema a resolver, un camino real, que en
efecto le llevará adonde desea. Nuestra visión denota una inferioridad respecto
a Berger, pero al mismo tiempo estamos viendo en qué se convertirá el palacio
antes que él. Será tras su transgresión que el laberinto se haga visible
también para el arquitecto y le inunde en sus entramados. Y será tras una
transgresión mayor, la fuga con Seetha y aun la profanación de la ofrenda a Shiva
(la película no comparte, claramente, el ateísmo de Berger, quizá porque este
cree que está en una película romántica, donde el amor es dios suficiente, pero
Lang sabe que la película es de aventuras y que los dioses aseguran más emoción
y riesgos: sin dioses, ni capturarían a Seetha y Berger, ni tendríamos la
memorable danza de aquella en el juicio de la diosa) que le inunde del todo,
que el poder le entierre en él, tanto que hasta le hará desaparecer de la
película durante un minutaje de extensión realmente arriesgada. Es el momento
en que Irene y Rhodes tratan de poner orden en el laberinto por excelencia, el
de los subterráneos. Esta búsqueda se realiza bajo el signo de la confusión,
además Berger logra liberarse y también vaga por los pasillos como sus
buscadores, al igual que, por si fuera poco, los soldados rebeldes que los
utilizan para llegar a palacio a través del templo, espacio privilegiado que
conecta e incluye ambos, imperio a la vez de lo atávico y lo ritual,
manifestación quizá de que tal dicotomía es solo aparente.
Pero esta confusión es
ambigua, es decir: acaso el espectador atento pueda llegar a conectar los
espacios y poner orden entre ellos, pero mi impresión es que Lang no busca eso:
la confusión espacial debe en efecto reinar, la contigüidad entre espacios no
debe ser clara, el espectador debe sentirse perdido, no saber qué escenario espera
en el siguiente recodo. Pero esta confusión deviene clara por virtud de su
propia pertinencia. Por eso es relativa para el espectador, porque va
acompañada de su propia conciencia, radicada en el hecho de ser el único que
sabe en realidad todo lo que está sucediendo en todo momento, al igual que es
consciente de lo cerca que los tres personajes pasan los unos de los otros, sin
saberlo. Nadie sabe de la traición del hermano de Chandra salvo los implicados
en ella, pero es su conspiración la que informa toda La Tumba india. Somos por esto conscientes de la realidad material
del laberinto junto a la de su significación, la trama elaborada por Ramigani,
que todos los protagonistas desconocen. Es por esto que la confusión no se
siente tal, aun sabiéndose confusión, y que la desorientación espacial se
acompaña de la claridad cognoscitiva, la de la enrevesada conspiración que a
todos afecta y nadie conoce. El laberinto, y por esto es en él que el cine de aventuras
palpita más fuerte que en otro espacio, es un laberinto interior. Berger y
Seetha, en realidad, se creen viviendo en una historia que no es la real: el
problema hace tiempo que dejó de ser el de los celos de Chandra. Y este
laberinto es el que explota ante la cara del príncipe cuando se encuentra delante
del supuestamente muerto Harald Berger. La evidencia de un laberinto que ya no
se encontraba bajo sus pies, sino que constituía todo su universo y del que él
hacía tiempo había perdido la clave.
Y entonces, Chandra abandona.
Sale del doble orden del palacio y los subterráneos y acude a un santón, que
vive en el pueblo, entre el pueblo. Dos referencias teníamos de los habitantes
de Esnapur: la de Ramigani, planeando su manipulación para que se negasen al
matrimonio con Seetha, y la del propio Chandra, lanzándoles oro para que
celebrasen el mismo. Como decía Daney de una escena clave de Saló o las 120 jornadas de Sodoma, “el dominio
no ve sino el dominio”. El dominio solo ve lo otro en tanto dominado. Pero
antes de Chandra, ya Berger y Seetha habían escapado del doble orden internándose
en su exterior, al que por fin podíamos acceder y contemplar de primera mano.
Un poder salvaje amenaza de muerte a los que acojan a los forajidos, pero aun
así, entendiendo que la falta a la ley de la hospitalidad causa una deshonra
mayor que la muerte, el poblado cuida a los huidos maltrechos y los avisa para
que huyan de nuevo cuando uno de los habitantes, presentado como un egoísta que
deshonra con su comportamiento a todo el pueblo, denuncia su presencia a la
guardia.
Este tercer elemento es
clave para entender que el poder no es un juego de palacio, sino el intento de
incorporación de todo el espacio exterior a ese interior palaciego. El mejor
ejemplo de esto es esa suerte de subterráneo de los subterráneos, la cueva de
los leprosos, la muestra del pueblo que el poder produce cuando se ejercita a
fondo, la de un pueblo convertido en demente y asesino, loco, trastornado, presencia
espectral y putrefacta sometida ya a la única ley de la supervivencia y la
barbarie. El pueblo, bajo la ley del laberinto. Pero Lang se niega a mostrarnos
solo eso, se niega a mantenerse en la ley (la mirada) del interior palaciego, a
dejar que su atención sea dictada por ella. Este pueblo afirma no su naturaleza
sino la del poder que lo conforma. Lang por su parte afirma, al contrario, un
pueblo firme en sus creencias solidarias. Y no se trata de si el pueblo es así
o no, se trata de negarse a ver el mundo bajo la visión del poder terrible que
lo ordena, de afirmar un exterior del laberinto que se piensa único. Es en esta
afirmación de un tercer término que escapa a y niega una dualidad tan cerrada
que no encubre sino una unidad que se pretende única y omnipotente, esta suerte
de tercereidad por la que Chandra puede no morir o matar sino retirarse y
cambiar de vida, extraerse al orden funesto en que creía reinar, que el díptico
indio de Lang muestra la excelencia a la vez de un pensamiento y de una forma
de hacer cine y pensar una narración. Poner orden en un laberinto no es ya solo
dibujar flechas, sino evidenciar que hay mundo más allá de él.
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