Unfrosted (Jerry Seinfeld, 2024)
Sommarlek / Juegos de verano (Ingmar Bergman, 1951)
The Blob (Chuck Russell, 1958)
Asesinato en el Comité Central (Vicente Aranda, 1982)
Arigatô-san (Hiroshi Shimizu, 1936)
No tengo nada interesante que decir sobre Unfrosted, el primer largometraje como director de Jerry Seinfeld. Puede que deje descolocado a más de uno: muy alejada de la serie que le hizo célebre, se trata de una película realmente tonta, pero conste que digo esto en el buen sentido, pues lo mejor que tiene procede de ahí y su problema acaso sería, más bien, no serlo lo suficiente. Burla del género de carreras tecnológico-corporativas tan habitual en los últimos años, Unfrosted presenta una carrera en el mundo de los cereales para el desayuno ganada por el Pop-Tart de Kellogg´s… pero todo parecido con la realidad se termina ahí. Seinfeld busca todos los modos posibles de sacar partido cómico a las situaciones, a veces con éxito, a veces no tanto. Le suele fallar el escaso desarrollo de las diversas posibilidades apuntadas, como la “conspiración” de los lecheros, las repercusiones geopolíticas de la carrera (la crisis de los misiles con Cuba resulta fruto de la pelea por el azúcar), o la atracción entre los dos líderes de las empresas competidoras (Jim Gaffigan y Amy Schumer), que se quedan en meros apuntes sin consecuencias dentro de un desarrollo que se limita a acumular ideas muy desigualmente ejecutadas, pero diría que también afecta haber empleado a demasiados cómicos; un enfoque del tipo ZAZ en Airplane, con actores “serios” actuando de forma no divertida creo que hubiera funcionado mucho mejor, y creo que las actuaciones de Hugh Grant, Christian Slater y Dean Norris así lo demuestran (o casi, porque Bill Burr como nada menos que J. F. Kennedy es un hallazgo que amerita spin-off). En suma, una peli graciosa a ratos, salvo para quien no.
Como a veces no es fácil hilar las cosas, paso de Seinfeld a Bergman, y quéjense ustedes al clero. Sommarlek fue el primer éxito crítico del sueco y merece contarse entre sus mejores películas. Lejos del tono agrio incluso en la felicidad que caracterizaría a la posterior Un verano con Mónica, Sommarlek presenta un verano y un primer amor plenamente felices, vistos eso sí desde las tinieblas de la mujer que muchos años después, ya adulta, se ve de pronto ante el recuerdo y, por primera vez, puede mirarse tal como es ante el espejo. Es esta segunda edad la relevante, pues la protagonista evalúa su vida entera desde la recuperación de aquel tiempo en cuyo olvido se cifró su supervivencia; inteligentemente, Bergman nos muestra la isla, y varios de sus escenarios relevantes, antes en su forma actual, decadente e invernal, que en la pasada, plena y veraniega, y ofreciendo una de sus imágenes más siniestras: la anciana, aparición mortuoria digna casi de El séptimo sello, cuya auténtica y mucho más grave y dolorosa relevancia no advertiremos hasta tres cuartos de hora más tarde.
En todo caso, si la película es grande no quepa duda que se debe a los “juegos de verano” que le dan título, y no solo por la espléndida interpretación de Maj-Britt Nilsson. La laxitud, ligereza y libertad de escenas como la del despertar y salida veraniegas de la joven se encuentran entre lo mejor hecho por el director, y tours de force como el último día de los enamorados, que incluye incluso una inesperada escena de animación, parecen realizarse sin el esfuerzo que tanto caracterizará futuros ejercicios similares. Cierto que el remate de la conversación nocturna en camerinos termina de darle la grandeza al conjunto, pero el pueril cierre casi casi lo echa por tierra. Una de esas películas a las que borrarle la escena final, salvo por el hermoso plano del beso: los pies de ella se elevan de puntillas (ignoro el término técnico, pero ahí les dejo la imagen), lo que los deja en posición para volver al baile. Bergman fue un atento alumno hitchcockiano y planos tan condenadamente buenos como este lo atestiguan. Pero que la bailarina vuelva con el imbécil del periodista debe ser, con mucho, lo más triste de esta película y una de esas razones que autorizan a odiar a Bergman de vez en cuando.
Como es bien sabido, en los 80 se hicieron bastantes remakes de películas de terror de los 50. Muchos fueron notables, como La cosa de Carpenter, que más que remake del clásico de Hawks & Nyby era adaptación directa del original literario, o La mosca de Cronenberg, infinitamente superior, pero también distinta, a la película cincuentera (lo siento, pero así es). El Invasores de Marte de Tobe Hooper siempre me ha parecido superior al de Cameron Menzies y, sin el menor asomo de dudas, este The blob de Chuck Russell está por encima del original (del que en todo caso confieso ya no guardo recuerdo alguno).
The blob es un festival ochentero que da gusto verlo. Hay de todo: sexo adolescente, macarra con moto, greñufos, chupa de cuero y problemas con la poli, jugadores de rugby salidos y animadoras, padres conservadores, sacerdotes siniestros, viscosos efectos especiales, conspiraciones del estado, militares sanguinarios y, en fin, solo faltan, extrañamente, tetas, aunque una muerte magnífica tiene lugar intentando meter mano en un sujetador. ¿Puritanismo? We know better than Roger Ebert.
Se me ocurre lamentar que The blob sea cruel en su primer tercio y se suavice después, pero sería mi único descargo. A que el humor se reduzca no le veo problema, es una variación tonal que creo que beneficia el desarrollo, y si no me equivoco el punto crucial al respecto sería la brutal muerte de Paul, el jugador de rugby que hasta el momento parecía ser uno de los protagonistas (su petición de cita a la animadora por cierto un temprano highlight de la cinta), que luce con plenitud los efectos especiales mediante ese rostro horrorizado que grita a través de la traslúcida masa viscosa y viviente. Pero esto queda en nada comparado con la mejor escena de la película, la de la camarera intentando llamar por teléfono. A esas alturas es conveniente que el humor no comparezca, para que los dientes de la película reluzcan espléndidos: mientras pregunta por el sheriff con quien iba a tener en ese momento su primera cita (y que también aparentaba ser personaje principal), la masa cae sobre la cabina; al escuchar que el sheriff salió hacia el café, vemos contra el cristal el rostro de aquel, ya muerto y en proceso de deglución. Fuck yeah. Una de las buenas.
Pasamos de remakes a adaptaciones literarias. Asesinato en el comité central fue mi primer Vázquez Montalbán y mi primer Pepe Carvalho. Me sorprendió que existiera una versión cinematográfica porque básicamente se trata de un ensayo novelado sobre la historia del PCE y su difícil posición en la España de comienzos de los 80, aderezado con espectaculares escenas culinarias, resultando casi nula la trama detectivesca, de modo que si Carvalho no resuelve el misterio en cincuenta páginas es, precisamente, porque para Montalbán no se trata de eso.
Considerando así incluso lo difícil que lo tenía, la adaptación de Vicente Aranda es sorprendentemente mala. Como era de esperar, casi toda la dimensión reflexiva ha sido eliminada y, de acuerdo con un problema no solo español sino internacional, los escasos parlamentos políticos suenan esclerotizados, mecánicos, falsos, insinceros; pero al mismo tiempo, la mala mano, esta sí, del cine español de la época para el género negro queda probada una vez más, en una película que pese a concentrarse en la resolución del misterio no tiene ni ritmo ni personalidad, está filmada sin imaginación y apenas profesionalidad, como basta comprobar con la pésima resolución del altercado en la casa de Victoria Abril, que parece montada por la abuela del productor, y planificada por la bisabuela. Sumen a esto el hecho evidente de que ni Patxi Andion ni Victoria Abril tienen personajes. El asunto es grave sobre todo con la segunda, pero la pétrea interpretación del primero, cuyos matices van apareciendo poco a poco, al no ir acompañada por un director atento queda en eso, una simple piedra mal tallada. Al menos queda uno de esos momentos, involuntariamente cómicos, que le regala a uno la carcajada del día: sentados ambos en un sofá, ofrecidos a plena vista del público, ella le dice a él que no tiene pinta de comunista. Digno de Martes y Trece. En suma, un desastre.
Nunca he leído a Yasunari Kawabata, así que desconozco el relato corto (“Gracias”, incluido en Historias en la Palma de la Mano) en que se basa Hiroshi Shimizu para su extraordinaria Arigatô-san. Por lo que he podido averiguar, Shimizu toma de aquel solo la ambientación y tres de sus personajes: el principal es arigatô-san, es decir el “señor Gracias”, conductor de una línea de autobús rural al que todos conocen por tal apelativo debido a su amable forma de conducción, dando las gracias a los que se cruza en el camino cuando se apartan para dejarle paso. Esto es convertido por Shimizu en el leit-motiv visual y sonoro de la película: primero la vista del camino, con alguien varios metros por delante, dando la espalda al autobús/cámara, después el sonido del claxon, seguidamente un fundido encadenado donde la figura de espaldas pasa a estar de frente, junto a un nuevo sonido: el arigatô de nuestro buen conductor, casi siempre respondido por otro saludo del paseante. Cuando digo leit-motiv quiero decir que este recurso es constante, no deja de usarse una y otra vez.
Los otros dos personajes conservados del relato son una madre y su hija de diecisiete años. Japón se encuentra en una brutal crisis omnipresente en muchos de los diálogos, y la hija va a ser vendida como prostituta en Tokyo. Todos los pasajeros están al tanto de la situación, a todos les apena, pero todos la comprenden. Pronto entendemos que a arigatô-san, al contrario, le gusta la chica, y que acabarán juntos.
Y ya está. Eso es todo. La película, de poco más de setenta minutos y rodada sin guion, muestra un recorrido de unas veinte millas en autobús y constituye un auténtico anti-Stagecoach avant-la-lettre. La situación de la joven marca una línea narrativa que, salvo por la presencia de otra que pretende al conductor, no guarda relación alguna con los demás pasajeros, que para más inri van cambiando por el camino. No hay otros grandes acontecimientos, crisis, conflictos, nada. El autobús, sus pasajeros y el camino. He aquí toda una lección de cómo aprovechar, explotar, extraer toda su savia de un acontecimiento simple para construir una película: un simple recorrido de autobús con sus pasajeros comunes y peculiares, paradas establecidas o accidentales, charlas casuales, recados, riesgos de accidente, vistas del paisaje, cambios de asiento, viejos conocidos, etc. Road movie pura y dura, Arigatô-san evita el habitual riesgo de la estructura episódica por muy original vía: nada tiene la entidad suficiente para ser episodio, y la omnipresencia de las vistas desde el vehículo (barrunto que medio metraje debe irse en ellas: por supuesto, Shimizu utiliza todas las variantes y posiciones) y los saludos en el camino (con sus perennes encadenados) tiene tal extensión e importancia rítmica que los acontecimientos humanos se funden con el camino.
A esto hay que sumarle otras curiosas decisiones: el diálogo más relevante en extensión (y belleza) no es entre el conductor y la joven (aunque sí hay uno de importancia) sino entre este y una mujer a la que solo vemos en una escena y que resulta ser una coreana que ha trabajado en la construcción del camino que cubre el autobús (según leo, la escena fue fruto de la improvisación al encontrarse con este grupo de trabajadores). El diálogo, donde la mujer manifiesta su pesar por no haber podido recorrer, vestida con kimono, el camino que ella misma ayudó a construir en el bus de arigatô-san (diría que es el único momento en que es este quien agacha la mirada) y pide al hombre que deje agua y comida en la tumba de su padre, recientemente muerto, es el más emocionante de toda la película (Pablo García Canga escribió muy hermosamente sobre ella en El diablo quizás). Al final, él le ofrece que haga el camino en su autobús, pero ella declina amablemente: prefiere seguir el camino con su gente; por primera vez, una vista nos muestra la imagen de unos caminantes muy lejanos (abajo), una imagen triste y precaria de la vulnerabilidad de esos trabajadores, minoría étnica para colmo tradicionalmente maltratada en Japón. Ahora bien, todo esto gira en torno a un personaje fugaz, y nada de lo hablado tiene repercusiones (narrativas) en la película, siquiera para motivar una parada posterior en el cementerio.
Otra decisión curiosa: en el bus hay otro personaje que pretende hacer todo el recorrido y parece jugar el mismo papel que tendrá Berton Churchill en Stagecoach. Constantemente se hace notar, molesta a los demás y su conducta es dudosa e hipócrita, aunque, con su ridículo bigote, sus enormes dientes, y sus reacciones encantadoramente infantiles en pasajes como el de los aros de humo, bascula entre lo cómico y lo molesto. Pero agárrese el espectador: pese a esta evidente relevancia, de repente, sin embargo, casi a los dos tercios de película se baja del autobús porque se acaba de montar otro tipo con su mismo bigote. Shimizu llega incluso a ejecutar la bajada con otro encadenado, de tal modo que incluso se genera un breve momento de duda: ¿de verdad se ha bajado? Pues sí. Ni Sean Bean ni nada, esto sí que es un shock.
Arigatô-san es sin duda una de las grandes obras maestras que haya dado el cine, y la mejor road movie jamás filmada. Por su modestia y sencillez, no obstante, dudo que nunca entre en las grandes listas. El mundo se lo pierde.
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