lunes, 20 de enero de 2025

Dietario (2)

11 noviembre

Larry David y Jerry Seinfeld pensaron “un show sobre nada”, una sitcom basada en conversaciones, bromas, estructuras y líneas narrativas mínimas, a veces inacabadas.

Décadas atrás, Jacques Tati había planteado también una suerte de “comedia sobre nada” definible como “comedia de situación” si no fuera por su total falta de parecido a lo que acabó ostentando ese nombre. En Playtime la comedia no tiene por qué hacer reír y la clave del gag puede estar en el golpe de aire sobre una espalda, una pieza de ropa, el movimiento de una etiqueta, el modo de andar, una posición del barman al llenar las copas. De remate, la figura del cómico prolifera, se multiplica, se confunde con otras similares. 

No ya comedia, sino cine sobre nada, es decir sobre cualquier cosa. Existe un cine de lo cotidiano, del que quizás Ozu es la muestra más exacerbada, por escoger unas historias tan convencionales, tan comunes, que parecen humo, pero más aún por el modo en que iguala líneas centrales y secundarias y se puede tardar más de media película sin saber cuál es una u otra; de hecho, en cumbres como Buenos días no hay diferencia. Calma del cine de Ozu que da la importancia a todo, sin necesidad de destacarlo en nada.

Jean-Claude Rousseau lleva esta poética a extremo rayano en la locura. La narración muta en energía magnética: la dirección de una mirada, un paso, un pequeño gesto. Todo el cine recae sobre el ángulo de dos paredes, un cuadro, la posición de una lámpara, el rectángulo de una puerta o una ventana, la intensidad de una luz, un cambio de plano, un sonido inesperado. Y se puede crear un laberinto con dos camisas. Cinema sive natura.


13 noviembre

Otro género raro: películas sobre lingüística o, más generalmente, lenguaje. La serie Manhunt: Unabomber es más mala que un dolor, pero se inventa que el protagonista crea la lingüística forense, de modo que cosas como qué sea un ideolecto se convierten en protagonistas estelares de la función. Otro ejemplo sería Arrival, de Villeneuve, donde la prota es lingüista y además de conseguir comunicarse con los extraterrestres ve su conciencia alterada por el contacto con el nuevo lenguaje (puesto que la idea de que el lenguaje lo configura todo es la superstición estrella del mundo moderno). 

Como hacen falta al menos tres películas para inventarse un género (no lo conseguí con el psycho-thriller experimental), ahí va la otra: una original película de zombis (o infectados, whatever) llamada Pontypool. Dejando aparte el simpático detalle de que los zombis (o infectados, whatever) actúan no intentando comerte sino destrozándote en el proceso de intentar algo así como meterse en tu cuerpo, fundirse contigo (¿to ssllluurp, como lo llamaría Burroughs?), la clave es que el elemento de contagio es el lenguaje: ciertas palabras se te quedan encalladas en la cabeza y te hacen enfermar progresivamente. No recuerdo que fuera una gran película, pero es una gran idea, que recuerda lejanamente al juego con diversas palabras, significados y fonemas en Tres vidas y una sola muerte, que permitían explicar la hilarante reacción del profesor de antropología negativa cada vez que se encontraba con el nombre de Carlos Castañeda. 


15 noviembre

Juvencio Valle, abril de 1945: “Para nosotros, latinoamericanos, España nunca fue más nuestra que cuando la República. Una estrecha comunidad de espíritu nos unía. Nuestros héroes nacionales, Bolívar, O´Higgins, comenzaron a tener un santuario en la Península. Y esto, porque nuestra Independencia no constituyó solamente un desmembramiento territorial, sino también una revolución social y política. Al caer la monarquía nuestros próceres americanos, automáticamente, adquirieron en España carácter nacional”.


17 noviembre

Recuerdo a Godard y Gorin hablando de la mirada de Jane Fonda al vietcong, mientras observo las sonrisas de varias personas ante Lucía Seles en La próxima película de Carmen Trevilla, el film-homenaje de Gonzalo García Pelayo. Sobre todo, me viene a la mente que ni Miguel Ángel Iglesias ni su compañera miraban así a Toto el Estirado o a Silvio, personajes sobremanera el primero muy próximos a las maneras de Seles. Me vienen las películas turistas del primer ciclo de diez films en un año, que resuenan con lo profunda y confesamente turista que es Gonzalo. No muy amigo como soy de la distinción viajero/turista, viéndolas no pude por menos que simpatizar un poco con ella doblando una esquina hasta entonces no intuida: el turista como aquel que agarra un espacio ajeno en la palma de la mano, y te lo enseña explicándotelo como quien muestra un simple objeto; el que cree que un universo entero puede poseerse, aunque sea conceptualmente, como si fuera un souvenir. 

Viendo ahora este modo de mirar a Seles, caigo en la cuenta de lo que quizás más globalmente me molesta (o mejor debiera decir entristece) de las dichas diez películas de Gonzalo: su paso de cineasta (lo que fue plena e incluso gloriosamente hasta 1990) a turista del cine. Al director de Manuela o Vivir en Sevilla, en hacer cine le iba la vida; para el de Dejen de prohibir que no me da tiempo a desobedecerlo todo o Chicas en Kerala el cine es territorio conocido pero lejano que se visita de nuevo, y lo que importa es seguir rodando, ir de un sitio a otro sin detenerse a pensar cómo habitarlo (aunque no puede negarse que si uno se toma en serio la metáfora, la suya no deja de ser una propuesta de cómo hacerlo; pero no me parece buena). El problema es que la sencillez que siempre hubo en los planos de Gonzalo obtenía su relevancia gracias a un extremado cuidado en la construcción global, amén de una fuerte certeza (a la que no era ajena una comprensión de la modernidad cinematográfica profundamente vinculada a sus dimensiones revolucionarias o cuando menos progresistas, hoy no solo abandonadas sino que enemigas) de la imposibilidad del cine para ofrecer un resumen, una totalización plena, una representación lograda, razón por la que hace falta tanto esfuerzo para que Sevilla, el río, el esperma de Miguel y el cuerpo de Ana lleguen a ser un único impulso (tanto esfuerzo pero también tanta sencillez, gracias a la precisión de las ideas, lo concentrado de los elementos). Si hubo que darle mil vueltas a cómo incluir un primer plano de un coño en Vivir en Sevilla, es evidente que ese comerse el coco ha desaparecido (y no lo digo por Tu coño, quede claro, pues ahí el sexo femenino no es conclusión sino postulado). Al mismo tiempo, abandonado todo verdadero impulso crítico cualquier singularidad se vuelve externa y la atención a ella deviene turística, paseo por una ruptura que habita un universo ajeno al que ya solo se puede sonreír y financiar, buscando algún feliz contagio. Frontera acaso visible en la distancia que hay de La próxima película de Carmen Trevilla a The urgency of death.


20 noviembre

Robert Crumb le dice a Mats Gustafsson que no entiende por qué querría hacer sonidos así con un saxo. Describe la experiencia de escucharle como “negativa” y nada placentera. No comprende por dónde podría encontrarse placer estético en tal ruido. 

Sorprende ver estos dos nombres juntos, porque a nadie que le conozca puede sorprender la reacción de Crumb. 

A mí, obviamente, me gustan ambos. Las críticas de Crumb no me interesarían de no ser él su autor. Pero lo es, sé desde dónde habla. Habla desde quien dibuja con sus manos, cuidadosamente, con detalle, con atención, con interés por sus modelos, con amor hacia sus trazos. 

Pero Gustafsson también usa las manos.

Crumb habla desde el amante de la música que hacían hombres, y mujeres, con sus manos: blues, jazz, ragtime, country, soul, y tantos otros modos de extraer música de objetos extraños. Más aún: música que salía de esos objetos, no de altavoces, no de instrumentos amplificados. La historia de la música de Crumb no incluye el rock´n´roll, se detiene en ese momento en que la música empieza a querer abarcar un espacio mayor que el que cubre el volumen natural de los instrumentos.

Pero, mientras leo a Crumb, escucho Contra songs de Gustafsson, grabado a lo largo de una noche en una iglesia vacía con un saxo barítono. Gustafsson, insisto, también toca con las manos, pero también puede tocar sin micros, sin altavoces, para cualquiera.

No, es otra cosa: Crumb habla desde un mundo donde aún no empezaron nuestras ciudades. Donde las fábricas y los coches no se nos metieron aún en el alma. Leyendo a Crumb pienso que, en efecto, quién hace un siglo hubiera tocado música como la de Gustafsson en un prado, en la plaza de un pueblo, en la de un mercado. No veo nada malo en esta música, sí, música, que me encanta, y Contra songs me parece bello. ¿Pero es posible negar que sonidos así existen porque existen los motores de los coches, las sirenas de las policías y las fábricas, las luces de los semáforos y las ambulancias, el zumbido de los microondas, la nieve de las televisiones, el crujir de los enchufes y el grito atronador de las ametralladoras? 

Kraftwerk lo supieron los primeros, cuando dijeron que hacían “música étnica”.

Crumb no tiene razón, pero habla desde un lugar que sí.


21 noviembre

No filmar todo.

Sí, todos sabemos que no se puede filmar todo, pero…

No filmar todo.

No escoger el mejor lugar. 

No se puede filmar todo, pero siempre hay un lugar mejor que otro.

El mejor lugar parece el único. No lo es. Siempre hay otro peor. Es ese. O quizá otro. Pero no el mejor.

O al revés:

El mejor lugar es aquel desde el que no se puede filmar todo. Pero no cualquier todo. Pues desde ningún lugar se puede filmar todo.

El mejor lugar es aquel desde el que el todo que falta resulta imprescindible para que se de una parte que no sea ni parte ni todo.

Para que eso suceda, la parte debe estar rodeada (¿asediada?) por el todo, y el todo mellado por la parte. Para que eso suceda, la parte debe afirmar el todo, sin nombrarlo, y el todo debe reafirmar la parte, sin darle lugar preciso.

Suena tonto, y no diré que no lo sea.

Lo que impide que el todo se dé resulta imprescindible para que haya un todo allí donde él falta.

Solo puede negarse el todo si al mismo tiempo se lo afirma. 

El mejor lugar es aquel donde no hay un todo, hay un plano. 

El mejor lugar es donde el plano afirma el mundo al tiempo que lo niega. 

El mejor plano no es un plano: es un mundo.

El mejor plano no es un mundo: es un plano.

No es un buen rodaje si no puedes volverte loco. 

No existe el mejor plano, carajo.


23 noviembre

Nuria Alabao/Pablo Carmona: «Las sociedades europeas no van a regresar a la “familia tradicional”. Según [Olivier] Roy, el apoyo a las derechas radicales en su mayoría es en contra de las élites, Bruselas y el islam, no en contra del aborto o para devolver a las mujeres a las tareas del hogar –aunque sin duda sean importantes herramientas de agitación y puedan conseguir votos en el antifeminismo más identitario. Lo que consiguen las derechas radicales es capitalizar los deseos de ruptura. Se muestran como una falsa oposición a este sistema desigual en ausencia de un proyecto político de izquierdas capaz de representar estos deseos, y ante nuestra imposibilidad de hacer creíble que sí hay alternativa –o por nuestra incapacidad de darle forma. Más que constituirse como opción contrarrevolucionaria como lo fueron los fascismos clásicos –e incluso los proyectos ultraconservadores en lo moral y neoliberales en lo económico de Thatcher y Reagan–, su principal función política hoy probablemente sea la de cerrar la posibilidad de una salida a la crisis europea por el lado de la redistribución radical de la riqueza. El liberalismo político puede ser su aliado en esto.»


26 noviembre

Pablo Elorduy y Guillem Martínez coinciden en no valorar el caso español como uno de lawfare, y sus razones me parecen válidas, pero me extraña que consideren la situación de 2017 en Cataluña como el arranque del proceso salvaje que vivimos. ¿Y Podemos? ¿No hay en su persecución todo un arranque oficial del “juez-soldado” entregado a la causa de evitar el ascenso de los “rojos” al poder? ¿No es con la aparición de Podemos que por primera vez asoma una posibilidad de riesgo real que se ve respondida con la movilización de las cloacas, de los periodistas, pero también jueces? Demasiada importancia concedida al discurso del Rey el 7-O, sin considerar que estaba necesariamente validado por el gobierno, sancionado por una situación previa. Demasiada poca importancia concedida a cierto diálogo entre Pedro Sánchez y una política del PP coincidente en la inaceptabilidad de un Podemos en el gobierno. Con todos los esputos que uno podría lanzar a aquel partido, es contra él que se despiertan, se afilan, se apuntan, todos los mecanismos secretos, dormidos o no, del más secreto estado.  


5 diciembre

“Un jorobado con piernas atrofiadas tocaba un tosco caramillo de bambú, una lastimera música oriental con la tristeza de las altas montañas. En la tristeza profunda no hay lugar para el sentimentalismo. Es algo tan inapelable como las montañas: un hecho. Una vez que uno lo comprende, no puede quejarse”. William Burroughs, Marica. 


10 diciembre

Un agujero abierto en el cine abandonado. Nada más inapropiado que la luz del día sobre las butacas, más irreal que el Sol proyectando sobre ellas el movimiento de las hojas.

Ningún Godzilla abrió este túnel imposible. Hombres levantaron la pared, hombres crearon los ladrillos. Murieron ellos pero, hasta muerto, un cine sigue siendo cine. ¿O no sigue existiendo la luz? 

(Still/Here, de Christopher Harris)


11 diciembre

Tan breve el interior. Tan escaso lo que anida adentro. Un laberinto de tan solo dos columnas, para mejor perdernos en la inmensidad de lo que empieza afuera, allá donde acabamos nosotros, allá donde existe todo… incluso nosotros. Solo quedará la duda de si la piel está dentro, o fuera.  


12 diciembre

Ni magdalenas ni ostias, en Santander tenemos los gritos. Ayer por la mañana, interrumpen mi plácida lectura unas voces salvajes increpando a gritos extremos a alguien, otra persona que, tras afinar un poco el oído, se confirma inaudible, quizás al otro lado de un teléfono. Mis limitadas capacidades literarias me impiden encontrar adjetivos que puedan expresar el volumen, el timbre, la virulencia, el absurdo de unas frases expelidas con una intensidad más apropiada para una aparición de Nyarlathotep el Caos Reptante. Pues frases son. Identifico una discusión, palabras, increpaciones, pero encontrándonos en la Gándara parecen emitidas con intención de escucharse en Puertochico.  

Los gritos se dirigen a la hermana, asumo, pues no tardo en identificar la voz emisora como la de la habitante del 5º derecha. Una sonrisa feliz acude a mi rostro: me encuentro en pleno viaje en el tiempo, en plena infancia. Tengo seis, siete, ocho años, y juego acurrucado entre los gritos de los dos apartamentos que flanquean el de mi familia. Banda sonora perenne, perpetua, incansable. Gritos gritos y gritos entre la hija, la madre, la otra hija, ocasionalmente el padre. Hace al menos dos décadas que habían desaparecido de mi vida: yo me fui de Santander, se fueron también el padre, las hijas, y hace poco la madre murió, pero de pronto aquí está la hija mayor, aún incapaz de tener una discusión a un volumen de voz normal, aún gritando a nivel olímpico, admirable, a un aparato sostenido en la mano. 

El absurdo de un exceso pulmonar tal llega a enternecerme, confieso, y el viaje temporal remata la candidez del instante. El salón donde leo vuelve a ser aquel, forrado de moqueta, donde mi hermana y yo jugábamos en nuestra más remota, casi muda infancia, antes de que mis padres me dieran una habitación aparte y fusionaran el cuarto de la tele con el de los juegos, anticipando mi futuro ostracismo adolescente. La fuga es más bien una continuidad: la del placer desaforado de aquellos juegos con la lectura intensiva a que me entrego en cada una de mis visitas, de tantos libros acumulados con el tiempo. La continuidad es la de los gritos. En ellos habitan los abrazos de mi madre, mi hermana lanzando mis juguetes por la ventana, Masters del Universo, GI Joe o El equipo A. El espantoso tiempo entre dos tiempos que siguió, queda resumido en lo mejor que dejó: esta infinidad de libros por leer en la nueva vida que este año empieza. 

Considero seriamente llamar a su puerta y darle un abrazo emocionado a la vecina. Me sonrío pensando en su descolocado gesto, y en si mis brazos serían capaces de rodearla, oronda también extrema como es (pero gritaba igual cuando era delgada, aviso). Luego caigo en que, si ha vuelto a la casa, es solo porque tiene miedo de que se la “okupen”. El reino de la tontería de 2024 se impone y cada cual sigue con lo suyo. Pasado un rato largo, se calla.


13 diciembre

En relación a la nota del 17 de septiembre, vayan estas palabras de Isidoro Valcárcel Medina a Eugenio Castro: 


Una barbaridad: he visto realidades (en el mundo del arte) que se alteraban con el único fin de que fueran testimoniables (…).   

El hecho de levantar testimonio de una realidad puede ser un gesto equiparable a esa misma realidad, siempre que no se conforme a ser perfecto técnicamente –cosa nada mala–, sino que, a su vez, termine originando o motivando otro testimonio.

Quiere decirse: hay que documentarse para lo que se va a hacer mucho más y mejor que documentar lo que se ha hecho. La simple narración, por ejemplo, es rica en el sentido de que siembra una duda a la par que una ilusión. Nadie que escucha el relato o la descripción de un algo (como el que mira una fotografía) puede borrar de su archivo de documentación lo que ha visto u oído. La garantía queda absorbida por el recuerdo; por eso es tan desalentadora la obsesión actual no por fotografiar, sino por archivar.


Dominancia, quizás incluso dictadura, del archivo, síntoma acaso del modo en que la humanidad ha acabado convirtiendo a la Historia en enfermedad. La Historia, como los relojes, es la hija del Tiempo que supo devorar a su padre (el pasaje sobre los relojes en el libro-entrevista de Castro es, por cierto, espectacular); el Archivo y el Acontecimiento podrían considerarse sus dientes, o quizá sus enzimas digestivas. Pero no debieran serlo. La acción, la creación, no debieran ser eso que se hace para ser archivado. Mucho se pía contra el “producto” pero ¿y qué otra cosa es el archivo? Las “acciones”, performances, happenings, ¿no llegaron con la voluntad de sacar al arte del dominio no del producto sino del objeto, para incorporar el arte a la vida o, dicho de manera más precisa, la experiencia, unificándolos? ¿No es el archivo el modo de devolverlos a aquel dominio, y con ello expulsarlos de la experiencia que les da su razón de ser, pues queda como hermana pequeña en relación a aquello que dará ahora al artista constancia de su ser tal, es decir, pruebas de cada línea de su curriculum vitae (pues de esto se trata)? Quien hace, vive en los efectos y memoria de su acción, y por ello corre el riesgo de desaparecer, del mismo modo que el muralista corre el riesgo de que su pintura se borre, o tape por una casa nueva. La acción no es nada sin el riesgo del olvido.

No sorprende encontrar en Valcárcel Medina una defensa de la “buena educación”, que pareciera hoy tan desaparecida, escondida casi en los rescoldos de la cotidianeidad más vituperada. Y ¿qué es la buena educación sino la extensión hacia el otro de una sonrisa propia donde solo sus y nuestros ojos están implicados? Pues ¿no elimina el “buena” el hecho de hacerse para un testigo? ¿No es “mala” educación la que se hace no como acción sino como gesto, es decir espectáculo, la que hace para ser vista? ¿No es la buena educación ante todo un trato conmigo mismo, al punto que la acción no pide siquiera respuesta del otro y se fía si acaso a un efecto que bien podría no darse, como quien saluda, a solas, a cada tren que pasa desde una estación abandonada?

Comenzamos a aproximarnos al punto en que la buena vida no tendrá otro merecido premio que la producción de un efecto beneficioso, asociado al olvido de sus causas.


14 diciembre

El recuerdo del ser amado genera la impresión de haberlo perdido, pero también de poseerlo aún, en cierto grado (en tanto recuerdo). Ambas impresiones son igualmente falsas. 

Nada de misericordia hay en el olvido de lo que todavía hoy duele. En el olvido del nombre, rostro y piel de la amada, esta se libera de su vida en el reino de la ilusión para hacerse de nuevo carne: la nuestra, aquella que se le debe y solo le negaba la memoria.


15 diciembre

“Yo sabía que el tiempo no me pertenecía a mí. El tiempo sucedía con los acontecimientos. Yo no creo en el tiempo, no creo más que en el espacio. Donde termina el espacio, para mí el tiempo está al otro lado. Cuando subes a un monte y ves lo que veías de lejos y ahora estás allí mismo, ya es el espacio, ya no está el tiempo ahí. El tiempo está donde no se ve. Hay que inventarse una especie de diccionario. ¡Qué es eso del tiempo! El tiempo no existe. El tiempo es lo que no se ve del espacio. Y cuando vas al otro lado del espacio, ya no está el tiempo. El tiempo está liquidado” (Jorge Oteiza)


19 diciembre

La luz, el color y el movimiento de las tres películas de Jerome Hiler vistas ayer en Santander, demuestra que todos los que trabajamos en digital, nos pongamos como nos pongamos, estamos equivocados. Si el neoliberalismo hizo que el progreso científico sirviera para hacer peores máquinas que duraran menos, en nuestro campo implica que podamos hacer películas más baratas, al precio de que el mundo (y el cine) sea mucho más feo.

El cine no ha muerto, pero es posible que sí quienes lo hacemos.


22 diciembre

La primera vez que vi Sanma no aji, la última obra de Yasujiro Ozu, fue también la primera vez que, viendo sus películas, caí de pronto en que aquellas personas que veía habían vivido la guerra, habían luchado en ella y sufrido sus consecuencias. Me cayó la moneda de que en su pasado estaba esa terrible experiencia, que la guerra habitaba en su ser-ahí, de algún modo. De pronto, la certeza, la poderosa impresión de que veía a personas que habían luchado en la Segunda Guerra Mundial, nada menos que en el terrible bando japonés.

Secuencias después, el pasado bélico se convierte en causa de un encuentro y tema de una emocionante conversación entre Chishû Ryû y Daisuke Katô (visto ayer el segundo en la extraordinaria Madre de Naruse, muy marcada esta sí por la guerra desde el primer instante, y donde tardé mucho en darme cuenta de que el maravilloso panadero estaba interpretado por Eijo Okada, el amante japonés de Hiroshima mon amour). La guerra había sido presencia inmediata en Nagaya shinshiroku y Kaze no naka no mendori, pero si la memoria no me falla, su presencia deja de ser explícita hasta este diálogo, esta película. 

No creo ser adivino. Mi certeza es la de que algo hace Ozu en Sanma no aji que permite ver la guerra en sus actores, en sus escenas. Algo, en ese orden, antes de que el tema se explicite en personajes y palabras. En la primera secuencia de Las tierras del cielo, se dice que ya ha pasado la guerra, pero se deja claro que esto se sabe no porque nada lo diga explícitamente: “no, en la ciudad no hablan nunca de la guerra. Pero se entiende”. Yo no pensé en la guerra por ninguna capacidad adivinatoria personal; pensé en la guerra porque Ozu la puso en mi mente, ante mis ojos. Averiguar cómo: he ahí un hermoso asunto al que dedicar una vida entera.


24 diciembre

La identificación de política y estética convierte a la política en espectáculo.

La identificación de lo político y lo personal convierte a la política en prensa del corazón.

En ambos casos el resultado es: la resistencia convertida en política alucinógena. 


29 diciembre

Nosferatu: enigma de quien afronta una nueva versión de un tema sin tener nada nuevo que proponer, y ni siquiera ideas para hacer lo mismo de una manera personal. Delito mayor, la atención al ocultismo, la relevancia del personaje femenino invocador del mal y su relación con Orlock invitan a pensar que la falta abrumadora de imaginación y la convencionalidad rampante de cada escena llevarán al menos a una gran secuencia dedicada a la noche entre mujer y vampiro, presumible núcleo del film… sorpresa sin embargo, se encuentra uno con la clásica noche que se acaba en dos minutos y un vampiro atontado que ve que el Sol sale pero sigue chupando como un imbécil. ¿Será “cuánto más viejo más pellejo” el mensaje último de la película de Eggers?

Súmese a esto la luz falsa, el artificio digital, la melancolía de postal, la ausencia de materia viva que corromper, cada uno de los “ya viene”, incoherencias de guion, la constante deuda con ideas que Murnau y Coppola exploraron mucho mejor. Una peli mala entre cuatro sigue siendo un buen saldo, pero este despropósito es tan impropio de lo hecho hasta ahora por Eggers, que hace temer lo peor. 

Dos días después volví a ver Terrifier 3, y Leone gana de pleno. ¿Que no tienen nada que ver? Desde luego que no, porque Leone se preocupa de filmar cuerpos.


31 diciembre

Era habitual leerle a Juan Eduardo Cirlot que el símbolo era una vivencia. Releyendo su artículo “Lo incomunicable en poesía” en relación a mi película Noviembre, recuerdo la máxima al encontrarme con su clasificación de los símbolos en culturales y naturales. Los segundos son, claro está, los problemáticos, aunque se entiende cuando afirma que el color rojo “puede tener varios significados secundarios (pasión, sangre, resplandor guerrero), pero su expresividad primera es indiscutible y única, fundamentando y siendo a la vez el denominador común de tales significados secundarios”. ¿Pero es lícito tildar a esa “expresividad primera” de “símbolo natural” o de función simbólica a secas? Lo es si se entiende al símbolo como vivencia, y justo ahí la cualidad científica de la simbología (y por extensión, de la poesía) siempre defendida por Cirlot, cobra sentido por los efectos que determinados objetos (un color, un sonido, etc.) tendrían en nuestro aparato cognitivo. La expresividad primera del color rojo sería explicable científicamente.

En todo caso, más que de símbolos naturales yo tendería a hablar de fuerza expresiva, o fuerza vivencial, también porque no creo que todo aparato perceptivo reaccione al rojo del mismo modo, aunque seguramente habrá un modo dominante, pero menos cuando se trate del verde, el amarillo o el marrón, donde no es raro encontrarse con polémicas al compartir con otros nuestras reacciones. 

Aunque tengo muy lejana su lectura, un aspecto del proyecto de Cirlot sería el símbolo como vínculo entre la vivencia propia y el orden universal o trascendente, por decirlo de algún modo, ya que él era creyente. Si el lenguaje es arbitrario, el símbolo no, pues habría una continuidad entre símbolos naturales y culturales, y de hecho el símbolo sería la vía privilegiada para alcanzar una no-arbitrariedad de los signos, tan plena, que alcanzaría incluso a los componentes de los significantes (es el interés, entre otros, de su poesía fonética).

¿Qué tiene que ver esto con Noviembre? Nada, nada. Pero lo leí por algo. En esta fase del trabajo, pienso que la película se ha construido mediante tres tipos de relaciones: 

Una, intersubjetiva, perfectamente inteligible, las puras relaciones y ecos formales que se encuentran a la vista de todos. Estructura visible, película pública.

Segunda, cognoscible pero no evidente, pues lo es solo mediante algo de investigación o un conocimiento previo del “terreno”, literalmente en este caso pues tiene que ver con los espacios empleados. Como si viéramos Toute révolution est un coup de dés de Straub y Huillet sin saber que el muro es de los fusilados de la Comuna. Estructura escondida, pero accesible. 

Tercer tipo de relaciones: incomunicables, por estrictamente privadas, pero fundamentales no solo en la construcción sino en la elección de las piezas. No conozco a ninguno, entre mis amigos más íntimos, que pueda resolver por entero este tipo de conexiones. Estructura secreta.

Como en el “Usar, Usera, Userkaf” de Cirlot, hay unas relaciones formales evidentes, después un sentido cognoscible pero que necesita identificar al verbo, al barrio y al faraón (significado referencial, podríamos llamarlo), finalmente el sentido personal de la asociación, incomunicable salvo en caso de confidencia autoral.

Como bien sabemos, no es raro encontrar autores donde este tercer tipo de relación es importante, pero no tanto que hagan que en el sentido global lo incomunicable quede situado en primera posición, como sucede con el verso cirlotiano. O con las películas de Julius Richard, que en su auto-reconocido y bien asumido narcisismo, hace de todas ellas un estricto trato consigo mismo, el cine espejo, pero interior, en el que mirarse a uno mismo y captar el exterior solo en tanto armónicos de esa auto-mirada refractada. El hermetismo de Julius no está lejos del también junguiano Cirlot, de ahí la importancia de lo elemental, pero Julius hace cine, y uno que parte de la cámara: hay que filmar cosas que no son uno mismo, pero que quizá sí sean todas lo mismo: yo-mismo. No pocas de las películas de Julius se siguen, se entienden, pero en no pocas se afirma con brutal evidencia también la intimidad de que parten; que estamos como espectadores en el afuera de la relación fundamental que conforma la obra: la del cineasta consigo mismo.  

Para mí, en gran medida se trató siempre de lo que sobrevive si de la obra se resta eso incomunicable. ¿Importa entender que “te fuiste, dejándome sin mi” es un subtítulo de un poema de Leopoldo María Panero cuya identificación permite averiguar el nombre de la chica? No. Más aún, me era evidente que muchos verían la película como retrato del final de una relación, cuando de hecho refleja todo lo contrario, su plenitud, si bien en un lugar específico, y la melancolía enorme en que quedé cuando ella se fue… pero simplemente porque tenía que irse, luego nos volvimos a ver. Mi corto era una declaración de amor, pero ese sentido privado no me parecía clave para la relación de otros con la película, y en la lectura en tanto peli-de-ruptura no encontraba nada reprobable, más aún: el que muchos leyeran una ruptura en el dolor de una intrascendente separación momentánea incluso me parecía enorgullecedora prueba de mi amor, más que intenso en aquellos meses. 

En el mismo sentido, Elegía santanderina se abre con la foto de una mujer, y me pareció evidente que muchos la leerían como referencia a un amor perdido. Pero en absoluto era así, pues se trataba de Salomé, una amiga muy querida, pero que acababa de morir. Solo quienes identificaran a Salomé entenderían su función, pero lo cierto es que no veía diferencia entre los efectos de identificar una mujer-amiga o una mujer-amada, pues el peso de tristeza sobre la película es el mismo. Los espectadores podrían equivocarse en el referente, pero estaba seguro de que nadie confundiría el sentimiento.   

Será distinto en Noviembre: hay una fuerza emocional en la configuración de la película a la que ningún espectador puede acceder, y algunos tan solo parcialmente. Pero lo que queda, restado eso, me parece con el interés suficiente, pues al fin y al cabo, fue mirando fuera que me encontré un dentro evocado. (Y de eso trata la entrada del 11 de diciembre, por cierto.)


1 enero 2025

Me acordé ayer de las quejas de algunos amigos cinéfilos por la sobreabundancia de planos detalle en el cine pornográfico, dada su preferencia por los planos generales, o conjuntos cuando menos, que permitieran ver la interactuación de los cuerpos, situarlos en un espacio, etc. Aunque comparto la preferencia, la queja me parece exagerada, pues nunca faltaron planos generales en el porno y porque, dejando a un lado su interés intrínseco (enorme en un caso como el de las relaciones sexuales), existen magníficos usos de los planos detalle, por ejemplo en una muy memorable secuencia de Historia de Joanna (de, por supuesto, Gerard Damiano), y más aún disiento por lo que la queja trasluce también de prejuicio hacia las imágenes de la carne sexuada y los órganos sexuales, las reticencias hacia la ampliación de partes del cuerpo que por alguna razón que siempre me ha resultado misteriosa, resultan a muchos vulgares, indeseables y faltas de interés estético. De todos modos, coincido en que no tiene mucho sentido dedicarle un minuto entero a un plano cerradísimo del coño de Traci Lords si puedes mostrarla de cuerpo entero, sobre todo si el plano detalle está hecho sin ningún cuidado en luz, encuadre o extensión, lo cual tristemente es la norma; es decir, coincido en que el problema del cine pornográfico es fundamentalmente y ante todo un problema de puesta en escena, de conciencia formal. Por eso Damiano sigue siendo el más grande.  

Pensaba en esto mientras me reía ojeando un vídeo de Blacked, concretamente un cuarteto entre las actrices Coco Lovelock, Demi Hawks y los actores Hollywood Cash & Jax Slayher, dirigido por Derek Dozer y titulado, con el acostumbrado desprecio por el engaño que caracteriza al género, “Tiny BFFs Share A Two BBC Creampie”, y descubriéndome de pronto pensando en André Bazin ante un plano que recogía a las cuatro figuras en dos parejas, los dos hombres tumbados a la izquierda mientras las dos mujeres les hacían una felación al otro lado.

Como suele suceder en los vídeos de la productora, el plano general es clave, tanto por el lucimiento de los valores de producción como de los cuerpos participantes, sobre todo los sexos de los hombres, tan descomunales que a veces se bastan por sí solos (junto a serpientes y funerales, claro está) para justificar la creación del formato panorámico. La centralidad sexual que en la serie ostentan las dimensiones y color de piel de los actores aconseja también el uso constante de planos conjuntos que permitan apreciar las diferencias de piel y tamaño (da igual quién sea la actriz, generalmente va a ser más pequeña que los maromos que la productora suele emplear). Pero la gracia específica del formato cuarteto se encuentra en los planos generales que muestran a todos, de tal modo que uno puede elegir en quién (o qué) concentrar su atención, innegable buen ejemplo de la libertad de elección del espectador por la negativa a dirigir su mirada en favor de ofrecerle la totalidad de los personajes y acciones (aunque no por ello la totalidad de los cuerpos, la factoría Vixen es muy defensora del “casa cosa a su tiempo” y además no es nada amiga de saltarse el eje, lo cual, si sumamos la luz cuidada y la pulcritud de todo en general, nos da una productora muy de, ejem, “cuidar las formas”). 

Pero lo más interesante es la proximidad que a veces se da entre la pornografía y el cine experimental. En este caso, más allá de la posibilidad de mirar aquí o allá, el vídeo se me vuelve fascinante cuando el cuarteto se organiza en dos parejas que realizan la misma acción en las mismas posturas, y por supuesto mostradas al mismo nivel en un plano general, lo que permite apreciar la diferencia entre los modos de hacer la misma cosa pero, sobre todo, las diferencias rítmicas. Ahora bien, como Dozer tiende a poner a una de las parejas más cerca de la cámara que la otra, pese a que suelen estar muy próximas entre ellas y el ángulo del encuadre es oblicuo, es habitual que una de las actrices pierda foco [fig. izq.], siendo su intercambio de posiciones el sistema para verlas a las dos del mismo modo. Ante esto, recordé de inmediato la más frontal estrategia del fundador Greg Lansky en el ya lejano, y muy legendario cuarteto de 2016 entre Lana Rhoades, Leah Gotti, Isiah Maxwell y Jason Brown. Allí, si bien el tipo de composición citado es también muy frecuente, en no pocos momentos se mostraba a las dos parejas en posiciones frontales y distancias idénticas respecto a la cámara [fig. der]. El resultado era una importancia central casi, de las diferencias rítmicas entre las dos acciones, la misma en ambos casos pero disímil en sus velocidades, intensidad, ritmo, etc. La musicalidad inherente a las acciones sexuales saltaba a los ojos de inmediato y otorgaba una gracia abstracta inusual, y enorme, al atractivo de las acciones y el vídeo en general. La similitud física entre los dos hombres por un lado y las dos mujeres por otro, la simetría de la composición, y la práctica de la misma acción, todo en un mismo plano, resulta en un juego que, siendo atractivo sexualmente, es interesante e incluso divertido visual y musicalmente, en suma: formalmente.


2 enero

Hace muchos, muchísimos años, Días de Cine emitió un reportaje sobre Ozu, y yo, que aún no había visto ninguna película suya, lo vi. 

Varias eran, obviamente, las imágenes. Pero una se grabó, voy a decirlo así a lo grande, en mi alma. 

Era una mujer en un tren. Tenía un reloj abierto, en las manos. Y tras mirarlo, y cerrarlo, cerraba ambas en torno a él de una manera única. Pero “cerrarse” no es el verbo adecuado, porque parecían dejar un espacio entre ellas para él, y el cerrarse era más bien como un pequeño abrazo, de modo que se percibía, se sentía, un cuidado hacia el reloj, y además la mirada de la mujer era de una tristeza insondable, y no miraba las manos, y además también sonaba la sirena del tren...

Dan igual las palabras con que quiera describir el gesto, todas ellas las pongo después del hecho que me importa: nada más verlo, se me llenaron los ojos de lágrimas. Me conmovió tanto que no pude no llorar. Sin embargo, yo no había visto Cuentos de Tokyo. Ni conocía su argumento ni a Setsuko Hara ni sabía quién era el personaje, qué era el objeto y qué papel cumplía, a dónde iba o de dónde venía el tren. 

No sabía nada. Tan solo vi ese instante, ese gesto, ese movimiento, y me sacudió hasta las lágrimas. Nunca me había sucedido algo parecido, y nunca me volvió a suceder.

Cuando al fin vi la película, en una sala de cine madrileña, tuve el mayor y más inusual ataque de llanto que haya tenido ante obra cinematográfica alguna. 

Recuerdo la anécdota esta tarde, cuando Hugo Obregón me comenta que volvió a ver Cuentos de Tokyo, con cierta predisposición esquinada debido a su categoría de obra maestra consagrada, y cómo no pudo no rendirse ante su grandeza (aunque no me quedó claro si acabó poniéndola por encima de su preferida, Primavera tardía). Es verdad que a veces nos pasa a los que tenemos tendencia a lo listillo. A mí me sucedió cuando me tocó revisar El profesor chiflado para presentarla en el Bonifaz. Me aproximé con cierta displicencia por tratarse de la obra-maestra-oficial de Jerry Lewis, siempre oscureciendo maravillas como El botones o Smorgasboard. Pero al terminar de verla, no me quedó otra que quitarme el sombrero ante semejante cumbre, merecedora del prestigio que ostenta, y si acaso de mucho más.

Podría cada uno hacer una lista de obras-maestras-consagradas a las que haces de menos por ello pero no te queda otra que concederles todo porque son enteras merecedoras del título. Al contrario de lo que suele suceder con la categoría, donde entran tantas falsas bahianas como Casablanca, Lo que el viento se llevó o La noche americana (y conste que me gustan las tres), con estas se daría el raro caso de que el tópico de su consagración pública y universalmente aceptada no resultase, por una vez, vacuo. Pero habría que añadir el matiz de que la fama de la obra oblitere otros títulos: el resto de la filmografía de Ozu, Lewis, Curtiz, etc.   


3 enero

Pablo García Canga: «Y ahora que pienso en Otra mujer, me acuerdo de una frase que dice en off el personaje de Gena Rowlands, algo así como “me pregunto si un recuerdo es algo que tenemos o algo que hemos perdido”. Lo que conté antes de la estructura de Las tierras del cielo tenía que ver con la idea de perder personajes, de hacer escenas largas en las que te acostumbras a personajes, a actrices y actores, y luego no volver a verlos en la película (salvo al final, dormidos), tener que pasar a otros personajes, a otros rostros, a otras voces. Ir perdiendo personajes, como en el poema de Pessoa, viajar, perder países. El cine es un arte temporal y creo que parte de la emoción que sentimos al ver una película tiene que ver con el hecho de no poder detenerla, de no poder quedarse en un plano, en una frase, en un gesto o en una escena. ¿Ver una película es ganarla o es ir perdiéndola sobre la marcha? Cuando uno ve Johnny Guitar, o Rosa de areia, que volví́ a ver hace unos días, ¿no va uno perdiéndolas sobre la marcha? Van llegando los instantes con toda su belleza pero, según van llegando, van desapareciendo, la fugacidad es parte de su belleza».

(Llevo viviendo con la frase “y me pregunté si un recuerdo es algo que tenemos o algo que hemos perdido” desde que la leí a los 14 años…).


4 enero

Viendo la estremecedora secuencia final de Yama no oto, de Naruse, pienso si la grandeza del viejo cine japonés no estará sobre todo en una cultura que no se abraza. Sin tocarse, guardando siempre las distancias, cómo no estar obligados a un plano general donde el mundo se tiñe de los afectos, pero también códigos, de cada centímetro trazado entre los cuerpos. Mecánicas del aire vivo, avivando las llamas privadas de cada individuo. El mundo es aire, la humanidad incendio, y las películas bombas que estallan, sin parar, aquí dentro.


7 enero

De entre todas las posibilidades, mi primer contacto con los haikus fue Leopoldo María Panero. Tomo mi lejano ejemplar de su poesía completa, que por supuesto ya era incompleto el día de su salida, y busco cuáles hay (descubro de paso que hay varios poemas llamados “Alba”, pero esa es otra historia). 

Son tal como los recordaba, aunque no recordara ninguno literalmente. En Orfebre (1994) hay varios seguidos que varían sobre la mano que escribe el poema: “Qué es el hombre / pregunta la mano que escribe”, “Llueve en la mano que ha escrito / y el viento borra el poema” (mejor), “Un animal huye a través del laberinto / dejando sólo un rastro de baba / en que habita el poema” o “El Infierno pregunta / de quién es la mano que escribe”. La variante más curiosa: “Como un círculo / es la mano del insecto”. El primero citado no tiene mucho interés, pero sí el de iniciar el juego de variaciones, del que recoge su principal valor. Piezas en un conjunto, así recordaba el uso de los haikus en Panero (lo siento, pero ya en vida Leopoldo se había quedado con la propiedad del apellido). 

Así veo que fue en la que creo primera aparición en su obra, que habría sido en Narciso en el acorde último de las flautas (1979), donde aparecen tres variantes sobre la relación entre su rostro y la nieve, una de ellas tan simple como eliminar la coma en el segundo verso de: “Yo soy sólo mi perfil. / Cuando la nieve cae, de mi rostro / nada se ve” y la otra “Cuando la Nieve caiga / no estaré ya”. No me convence ninguno. Yo optaría por esto:


Cuando la nieve cae

de mi rostro 

nada se ve


Lo profiero por la ambigüedad que da la falta de puntuación. Me gusta cuando varios versos no dejan claro cuál va con cuál y son varias las opciones válidas. 

Como se habrá visto, Panero no tiene en cuenta la métrica y no se restringe a los tres versos. En la cuarta parte de El último hombre (1983), titulada “haikús” (sí, con tilde) los hay de cuatro (De una roca / penden dos hombres / mejor sería / pender de una nube), cinco (Los vivos / imitan a los muertos: / se pintan las cejas / y los pómulos / colorean de rojo) e incluso seis versos (Mejor el barco pirata / que la nave / de los locos. / Más atroz que eso / la luna en mis ojos. / Sé más que un hombre). Algunos, como puede verse, se llaman haikus porque a su autor le da la gana, jugando como siempre en el límite, pero al menos hay uno, de cuatro versos, que es imposible tildar de tal: “Estoy de rodillas ante la roca. / Quién fui, lo sabe la roca. / Que no seré nadie al fin, la roca lo dice / y el valle lo difunde”. 

Los cinco primeros haikus, dedicados a Antonio Benicio (ignoro quién es) tienen tres versos y son excelentes. Los citaría todos, así que me limito a uno.


Un lago ha nacido:

en mi cráneo

flotan los peces.  


Lo encuentro extraordinario de verdad. Me encuentro otro espectacular en Piedra negra o del temblar (1992):


Figura de Dios:

                              un cerdo

entre las ramas. 


Pero, sobre todo, me encuentro a un viejo conocido, que había olvidado. Está en Last river together (1980), uno de los primeros poemarios que compré de su autor, y que ahora extrañamente no encuentro. ¿Lo regalaría? Quizás por tenerlo en dos volúmenes de poesía completa, pero no deberían regalarse los primeros amores. ¿Quién lo tiene? ¿Le importaría devolvérmelo?

Me encuentro, en suma, este llamado “haiku”, de dos versos, que leí por primera vez a los 19 años (puede que 18), y que tengo de pronto la impresión ser resumen de todo lo que amé, en aquel momento, del poeta: 


Te ofrezco en mi mano

                                             los sauces que no he visto.


8 enero

“Todo el género del horror (…) solo interesa a aquellos atraídos por lo antinatural en todos sus matices. (…) [Stefan Grabinski] veía el lado venenoso de las cosas allá donde miraba. Además, a lo largo de cada uno de los relatos de Grabinski, uno duda de que haya otro lado que ver en esta vida. Y esa es la tarea principal de todos los grandes escritores de horror: exponer la creación errónea de este mundo y de todo lo que contiene”.

Me es imposible leer estas palabras de Thomas Ligotti y no pensar que se aplican punto por punto al humor. Que Jerry Seinfeld, Larry David, Jim Jefferies, ciertos Chris Rock y George Carlin, Woody Allen, Kathleen Madigan, actualmente Taylor Tomlinson… no parten, todos ellos, de una visión extremadamente negra y en último término nefasta de la existencia humana (y tal vez la diferencia respecto al horror tal como lo ve Ligotti es que este iría más allá de lo humano, mientras que no veo claro que en el humor se vaya tan lejos). Seinfeld y David son particularmente maestros en extraer lo “antinatural” y “venenoso” de absolutamente todo lo que conforma lo más normal de nuestros días, y cuando no se trata de lo venenoso es lo absurdo, generalmente por la ingeniosa vía de observar lo codificado en lo supuestamente espontáneo, la naturaleza ritual de casi todas nuestras actividades, no solo laborales. Y en este sentido no es raro que Marguerite Duras, tras divertirse viendo Annie Hall, afirmara su desprecio por la película y su autor, entendiendo que debía tener una vida muy triste (“proposición perenne de una moda de burlarse, de murmurar, de perjudicar, de ser malo. (…) intuyo que debe ser terrible, que no ha de gustarle nada en la vida”). Que fuera Duras, entre todos, quien dijese esto, resulta muy revelador: el dolor, en su caso, es más afirmación de la vida aún que la risa. Pero claro, hasta donde sé nunca padeció ni ataques de pánico ni anhedonia ni síndrome de colon irritable… El humor es un alejamiento profundo de la existencia y a él debe deberse que Ligotti nunca llegara al suicidio, pues ni el dolor escapa a la trivialización, la burla profunda de un sentido del humor poderoso. El horror y potencia última de los relatos de Ligotti se encuentra en su humor, pues impide que incluso el miedo se tome en serio a sí mismo. Para Lovecraft hay algo serio, profundo, trascendente en el amigo de la oscuridad… para Ligotti ese es un pobre hombre como todos, ridículo porque la existencia es ridícula. El humor permite a Ligotti saber que la gran verdad de la existencia es absolutamente irrelevante, por lo que no puede concederle a su conocimiento dignidad alguna. Es el autor anti-ocultista, anti-hermético por excelencia. Te ve escribiendo un pentáculo en el suelo, y se descojona. 


9 enero

Leo en las primeras páginas de las memorias de Bergman:

“Casi toda nuestra educación estuvo basada en conceptos como pecado, confesión, castigo, perdón y misericordia, factores concretos en las relaciones entre padres e hijos, y con Dios. Había en ello una lógica interna que nosotros aceptábamos y creíamos comprender. Este hecho contribuyó posiblemente a nuestra pasiva aceptación del nazismo. Nunca habíamos oído hablar de libertad y no teníamos ni la más remota idea de a qué sabía. En un sistema jerárquico, todas las puertas están cerradas”.

Leo estas palabras en el aeropuerto de Barajas, donde algunas sí se abren, a condición que discurras por donde y como te digan, con esa sensación abrumadora de estar metiéndote voluntariamente en un estado totalitario sin posibilidad de otra resistencia que el exilio: no volar. Después del 11M, hasta los trenes trataron de convertirse en el mismo tipo de estado, sin mucho éxito (una mochila explosiva jamás entraría al tren pero sí un individuo forrado de dinamita), aunque notables molestias y relevantes cambios sociales, como el exterminio de las despedidas en el andén vía prohibición de no viajeros en el andén. Aeroportuarización de las estaciones ferroviarias, porque si algo no se permite es que un espacio sea humano. 

Si bien el totalitarismo existía mucho antes que cualquier medio de transporte masivo (aunque no tengo claro que antes de las religiones), la cantidad de cosas absurdas, junto a las inevitables pero no por ello menos siniestras, por las que te hacen pasar en un aeropuerto, hace pensar, al leer el párrafo de Bergman, lo preparadísimo que está para aceptar el nazismo cualquiera mínimamente habituado a someterse a las humillaciones de un aeropuerto. Yo tuve una época en la que hasta me quitaba el cinturón sin que me lo pidieran.


11 enero

“Tu cuerpo tiene esa perfección de la que carece lo perfecto”. Premio al mejor piropo de la historia, y quizás a la mejor caracterización de la excelencia estética propia de la experiencia erótica. Hay otras sentencias memorables en Sonrisas de una noche de verano, pero esta se lleva la palma. 

Apunte para algún futuro: ¿sería Bergman una versión chunga de Lubitsch? Verlo así hace a Escenas de un matrimonio aún más interesante, ¿no?


13 enero

Otro premio. Donald Trump como “Jesús inverso”: le disparan a él y es otro el que muere; son los otros quienes mueren por sus pecados. Memorable idea del último especial de Bill Maher.


14 enero

Leo en El Salto que la ONG OXFAM ha calificado al 10 de enero como Pollutocrat Day, por ser ese el día en que el 1% de entre los que acumulan más riqueza del planeta llegó “a su cuota anual de gases de efecto invernadero si queremos que el cambio climático no supere los 1,5ºC”. Diez días bastaron. Quedan trescientos cincuenta y cinco, Rubén, que sé que contar no es lo tuyo.

Al respecto, “Oxfam lleva años alertando de cómo el colapso climático está impulsado desproporcionadamente por los llamados superricos, cuyo tren de vida supone el doble de emisiones anuales que nada menos que la mitad de la población más pobre del planeta. En el extremo opuesto a los diez días de los más ricos, alguien de la mitad más pobre de la población necesitaría 1022 jornadas —casi tres años— para agotar su cuota del presupuesto anual global de carbono. En concreto, mientras el 1% es, con 76 toneladas de CO2 per cápita al año, responsable del 15,9% de las emisiones globales —según datos de 2019— la existencia de 3900 millones de personas implica el 7,7% de las emisiones, tal como indican las cifras del Instituto Ambiental de Estocolmo (SEI) en su investigación Igualdad climática: un planeta para el 99%”. 

Me agrada que últimamente me encuentro cada vez menos con esa lastimosa y ofensiva autoinculpación a la que uno parecía estar obligado en cada denuncia del desastre que se nos viene encima. Que si el plástico, que si el tabaco, que si el coche, que si el móvil, que si la comida… autodenuncia por un crimen no cometido, culpabilización de una vida que, no nos engañemos, apenas es nuestra. Por fin, en cambio, cada vez es más fácil leer cosas como esta: 

En los primeros doscientos días de 2022, el jet privado de Taylor Swift realizó ciento setenta vuelos, cubriendo una distancia media de 214 kilómetros en cada uno de ellos. En el proceso emitió 8.293 toneladas de dióxido de carbono. A modo de comparación, la huella de carbono anual media de un ciudadano estadounidense es de 14,2 toneladas, mientras que en Europa es de 6,8 y en África de 1,04. En otras palabras, el avión de Swift tiene una huella de carbono equivalente a la de 1.603 ciudadanos estadounidenses, 2.225 europeos y 14.552 africanos.

Se lo leí a Marco D´Eramo hará un par de años y desde entonces llevo el párrafo siempre conmigo. Aunque el siguiente no es menos espectacular:

A ninguno de nosotros se nos ocurriría coger un avión para recorrer 214 kilómetros, pero, evidentemente, nosotros vivimos en un mundo aparte del de Kylie Jenner, hermana de Kim Kardashian, que al parecer tiene debilidad por los vuelos de doce minutos. Uno se pregunta por los procesos mentales que rigen tales decisiones o por los que la llevaron a publicar en Instagram una fotografía en blanco y negro de ella y su pareja besándose delante de dos jets privados, con el subtítulo: «¿Quieres coger el mío o el tuyo?». Es desalentador constatar que la duda que rodea a esta decisión no parece ser diferente de la que asalta a dos adolescentes cuando deciden qué motocicleta coger. Pero todavía resulta más consternador verificar que a más de 7 millones de personas les ha gustado el post.”

Lo que sí sigo leyendo y escuchando es a mucha gente hablando bien del coche eléctrico. En ese engaño confieso que yo también estaba. Cito de nuevo a D´Eramo, que a su vez cita a…:

En cuanto al coche eléctrico, aunque contamina menos que su equivalente de gasolina cuando se utiliza, en realidad contamina mucho más producirlo: fabricar un coche eléctrico emite un volumen de CO2 equivalente a las emisiones generadas por un coche convencional tras recorrer 170.000 kilómetros, como explica Konstantinos Boulouchos, profesor del Federal Institute of Technology de Zúrich:

“Las emisiones de CO2 asociadas al coche eléctrico van mucho más allá que su simple ensamblaje en la cadena de producción. Este proceso, en realidad, pesa menos que la batería y el motor, si analizamos la totalidad de su ciclo de vida. De hecho, para producir un coche eléctrico medio, hay que sumar entre 7 y 22 toneladas de emisiones de CO2 sólo en lo referido a la producción del motor eléctrico, mientras la batería, por otro lado, supone añadir entre 7 y 15 toneladas más a la balanza de estas emisiones, dependiendo del proceso de fabricación y del tamaño de la misma. El resto de emisiones necesarias para concluir el montaje del coche eléctrico equivale a otras 5-6 toneladas de CO2. En total, se deduce que la producción de un coche eléctrico medio puede emitir entre 20 y 45 toneladas de CO2. 40 toneladas de CO2 equivalen a las emisiones generadas por el uso de 14.000 litros de gasolina y 12.500 litros de combustible diésel.” 

Y ello antes de encender el motor del coche eléctrico, porque la emisión de CO2 es solo una pequeña parte del impacto ambiental de un automóvil. Como concluye otro exhaustivo estudio académico [“Life Cycle Assessment in the automotive sector: a comparative case study of Internal Combustion Engine (ICE) and electric car”, de Francesco Del Pero, Massimo Delogu y Marco Pierini]: 

“En realidad, los coches eléctricos parecen implicar mayores impactos en el ciclo de vida por acidificación, toxicidad humana, partículas, formación de ozono fotoquímico y agotamiento de recursos. La razón principal es la notable carga medioambiental de la fase de fabricación, debida sobre todo a los impactos toxicológicos estrictamente relacionados con la extracción de metales preciosos, así como con la producción de sustancias químicas para la fabricación de baterías.” 

Eso sin contar con que la electricidad utilizada para mover el coche eléctrico sólo beneficiará al medio ambiente si se produce a partir de fuentes limpias y renovables. Esto debe ponderarse con el supuesto ambientalismo de Tesla y Elon Musk.

15 enero

La semana pasada, un día antes de volar de vuelta a Valparaíso, me alcanza la noticia del fallecimiento de Miguel A. García. Al principio creo que estoy leyendo mal, o se refieren a otra persona. Poco a poco voy aceptando que sí estamos hablando de la misma.

Lo desconozco todo de él, tengo el vago recuerdo de un directo en un Zarata Fest que me gustó mucho, pero ni siquiera la certeza de que acierte el nombre del músico. Jorge Núñez me dice que Miguel movió y juntó a toda la escena vasca de arte experimental, “fue un tío alucinante”. Para mí, Miguel A. García existe en relación al cine, porque es el autor de las dos impresionantes bandas de sonido de dos impresionantes películas del gran Jorge: Marrón de momia (2012) y Night Terrors 1: Temple Of Doom (2019). No digo “banda sonora” porque suele identificarse con la música, mientras que Miguel ponía todo el sonido a la película ya montada, y muda, que le entregaba Jorge, y en su labor distinguir entre música y sonido no tiene ningún sentido, igual que hacerlo entre abstracción y narración, dado que Núñez parte de bosquejos narrativos que son convertidos en sugerentes, delirantes, misteriosos desarrollos en la frontera entre el cine experimental y el de género (terror generalmente). 

El trabajo en la primera es tan extraordinario que me emocioné cuando vi que los dos volvían a colaborar en la segunda. El resultado estuvo a la altura. Miguel propulsa el misterio y la inquietud a niveles únicos en la obra de Jorge, y enriquece cada una de sus ideas. Son dos películas mágicas, y únicas. Me entristece que nunca vaya a ver más películas de Jorge Núñez y Miguel A. García. 


16 enero

¿Considerará Paul B. Preciado que un dildo es más bello que la Victoria de Samotracia?


18 enero

Todos los personajes de Las tierras del cielo sonríen. Sonríen más, sonríen menos, pero sonríen. Todos comparten sus espacios, su tiempo y sus palabras con gente querida. Película sobre gente que se quiere que no es película de amor ni manifiesto sobre la bondad del mundo, y se sostiene sobre el habla, el compartirse en el compartir algo, una película y lo que surja con ello. (…) No es baladí que García Canga realizara un cortometraje llamado De la amistad, donde jugaba gran papel la organización de la democracia griega. La amistad prevalece sobre el amor en todo su cine, por una simple razón: dos personas no pueden amarse de verdad si no hay entre ellas amistad, una relación de individuo a individuo no basada en imprecisables sentimientos sino en haceres compartidos, tal como explica prístinamente el personaje de Violeta Gil. Es haciendo que la gente se encuentra, y se une, y se quiere (verbo valioso, pues vale para amigos y amantes). Y por eso la traición del novio de De l'amitié lo es más por serlo de una amistad que de una relación amorosa (no quiero decir que sea más grave la traición al amigo que a la novia, sino que la traición a esta lo es en tanto amiga: no traición de un sentimiento amoroso, lo cual hubiera sido admisible, sino del tipo de cuidado que caracteriza necesariamente a la amistad).

Esto es también central en la película japonesa, historia sobre una amistad antes que un amor, al menos en el modo en que todos los personajes nos la cuentan. Por esa amistad es que puede la nueva pareja formarse, por la seguridad de que el panadero los quería a ambos y le haría feliz ver el amor entre ellos. Y por eso de hecho el amigo, al que también le gustaba la chica, la unió con el panadero, al ver que los dos se querían y querer él su felicidad, y en lograrla obtener la suya, que no sería tan grande obteniendo al objeto de su amor pues ello comportaría la menor felicidad del panadero. Nítido ejemplo de la satisfacción del amor entendida como menor a la de la amistad: la primera satisface al ser propio, pero la segunda lo hace solo mediante la satisfacción del otro.

Y he aquí que nos encontramos con la música de Las tierras del cielo. Que surge de la cadencia de los movimientos y el habla, de su consonancia con la quietud de los cuerpos en cada plano, el cuidado dado a cada uno de sus desplazamientos, y a sus palabras y pensamiento en el no cruzar la palabra de uno con el rostro del otro, dar tiempo a que se termine y empiece una frase. Consonancia no solo de los personajes que fueron a un mismo cine a ver la misma película y la comparten esa noche con sus seres queridos, consonancia no solo del orden de la narración donde cada secuencia sigue la película allá donde quedó en la previa (narrativa y temáticamente), no solo en los interiores, o en el blanco y negro, sino consonancia en el ritmo del habla, la cadencia, la dicción nítida, la mirada amable, los movimientos pausados, reducidos, pensados, es decir el ritmo del plano, el ritmo del montaje, consonante todo ello a su vez con el objetivo de cámara utilizado, con las dimensiones de los espacios, el equipo de rodaje, más reducido aún que el presupuesto. 

Consonancia, finalmente, con el universo cinematográfico invocado por la película. Los créditos finales explicitan la deuda con Okâsan de Naruse, pero otros como Ozu o Shimizu se evocan con facilidad, desde palabras o ideas precisas a esas imágenes de los espacios que preceden a cada nueva secuencia, de función similar a los pillow shots de Ozu si bien de composición distinta, opuesta casi. Esta similitud tan disímil al mismo tiempo es indicativa de una referencialidad que funciona a un nivel más profundo que el de la cita cinéfila. (…) El cine de Ozu o Naruse tiende a edificarse sobre acontecimientos muy comunes: matrimonios, fallecimientos, disensiones entre familiares, parejas, amigos, compañeros de trabajo, reencuentros de viejos conocidos, problemas de dinero y otros. Incluso en sus obras más duras o amargas es evidente el gusto, aprecio y amor por los objetos de la casa, del trabajo (menos), las ropas, las personas, calles y todo tipo de escenarios, evidente y también capital en la comprensión y experiencia de las obras, raramente reducibles a sus conflictos más duros. 

Creo que esta película sonriente extrae esa lección de amor por lo común, menor y cotidiano, que sonríe como lo hacen aun las más duras películas de Ozu o Naruse, cuya sonrisa se encuentra también, y casi ante todo, en su construcción y en su, de nuevo, música: la música calmada de Okâsan o Sanma no aji, de la buena educación y los buenos modales, hoy tan rara de encontrar y que Las tierras del cielo restituye en el campo de la amistad. Cadencia de lo cotidiano y lo amigable, que aquellos viejos cineastas tan bien sabían hermanar con el del sufrimiento y lo dramático, haciéndolos a todos uno: la cadencia del existir.

Ahora bien, Pablo sabe, al contrario (digo yo) que sus personajes, que esto se logra con planos, y con el modo de conectarlos. Sabe que esa botella, ese gesto de sentarse o de beber, que esa camisa tendida, existen y son recibidos de una manera que está determinada por el trabajo de, como mínimo, un cineasta y unos actores. Por ello ha sabido extraer de aquellas películas, ante todo, la música de ese respeto, atención y cuidado por todo lo vivo, que es lo mismo que decir: por un cine donde todo importa no porque dice, sino porque existe. Pues el cine es el arte de querer a las cosas porque están hechas de tiempo: porque llegan, respiran, pasan.

(…) Son las películas las que pueden parecerse a personas, porque al fin y al cabo también son formas, seres finitos que viven en el tiempo. Y en el cuidado con que las tratamos, las vivimos, sentimos, pensamos, contamos, estará o no el trabajo con que se formaron. Nadie describe los planos donde vemos al panadero escribir, o los de la calle del pueblo, pero resulta evidente que tienen que ser buenos porque nadie hablaría con ese detalle y ese cariño y sobre todo ese modo de ir más allá de lo que se ve, si los planos no hubieran sido hechos con cuidado y los actores no estuvieran tan perfectos como Daisuke Katô o Kyôko Kagawa. No se hablaría así de la película si no tuviera su forma precisa perfectamente acabada. (…) La película tiene forma como la tenemos todos nosotros, como tenemos todos cuerpo: la forma de mi cuerpo es la de mis brazos y piernas, pecho, cabeza, espalda, es el contorno, es lo que se ve, pero es ese contorno visible hecho por la forma de lo de dentro, las formas de los órganos, las vísceras, su disposición interna, y esto a la vez se interrelaciona con su uso, costumbres, encuentros, fusiones (pues todo encuentro es composición de cuerpos, como explicaba Deleuze hablando de Spinoza, y por cierto Deleuze también decía que es por lo que hacen que las personas se encuentran; así, él habría escrito sobre pliegues y eso le habría permitido encontrarse con los surfistas, que se cuelan en los pliegues del mar). La forma es el conjunto, el contorno y lo que incluye, el afuera y el adentro, las relaciones entre todos los muy diversos elementos que en la película (como en el cuerpo humano) se encuentran (planos, objetos, diálogos, montaje, brazos, piernas, ojos, vísceras, células), entre lo que se ve de ella y lo que no, las relaciones visibles y las invisibles, su presente y su pasado. Las películas, como los cuerpos, existen no porque tienen, sino porque son forma. Forma de vida, además. Y por eso podemos relacionarnos, componernos con ellas… ser sus amigos.

Dudo que nunca le falten a Las tierras del cielo.


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