21 enero
Al morir Lynch, pienso en el sonido. Seguro que no soy el único.
Fui por primera vez consciente del sonido cinematográfico cuando, en un capítulo de Twin Peaks, escuché algo que nunca había oído antes. En cierto momento, alguien tomaba un paquete en la mano, pero al hacerlo pude escuchar la textura y densidad y grosor del papel, el modo en que se plegaba en torno a la forma del objeto que contenía, el aire en su interior, el vacío de dentro. Fue la primera vez en mi vida en que asistí a la creación de un objeto en una pantalla a través del modo en que sonaba.
Pero pienso sobre todo en un aspecto que, al advertirlo, me pareció la clave de la diferencia de Lynch respecto al cine independiente o experimental de su tiempo. Lo entendí no hace tanto al ver un documental sobre Eraserhead: con Alan Splet, Lynch habría fabricado mantas insonorizantes para eliminar el eco de los espacios donde rodaban (doy el dato, pero en inglés porque no me atrevo a traducir algo tan técnico: las mantas eran “burlap around fiberglass and then grommeted along the edge, and so the grommets, you could hang them on nails at the top of the set walls. And then the sound blankets would drape down, you could move around them real nice, they were light”). Y esa es la clave. Nadie más habría cuidado eso. ¿Cuántas películas hemos visto donde la atmósfera aportada por la imagen se rompe cada vez que alguien abre la boca? Si el sonido de los diálogos de Eraserhead se hubiera tomado sin mayor precaución, la materialidad del espacio real registrado con micrófonos habría saltado a la cara de todos los espectadores, y Jack Nance no habría sido el Jack de ese mundo extraño, sino un simple actor con un peinado raro en un set de rodaje.
Obviamente, no es menor el cuidadísimo detalle en la luz (la cabeza de la mujer en la cama vista desde lo que parecieran millas de distancia gracias a la iluminación de los pliegues de la manta, siempre me ha parecido uno de los mejores planos de toda la obra lynchiana), el tiempo, los años puestos en cada imagen y cada elemento, pero todo ese cuidado se habría ido al garete si Lynch no se hubiera tomado todas las molestias en eliminar el eco de las habitaciones. Con él, la ilusión no habría sido perfecta. Y Lynch quería ilusiones perfectas (por algo llegó a Hollywood). No tenía ni un 1% de interés en que un mundo pareciera irreal, fabricado; ni un 1% de interés en distancias, distanciamientos, ironías, juegos de representación (le gustaban Tati y Fellini, cineastas donde el artificio no distancia sino refuerza un universo diferente pero verosímil en su carácter manufacturado). Lynch creaba mundos habitados por personajes, y debían tener su propia vida. Toda la técnica debe ser puesta en juego para lograr esa ilusión perfecta. Y Lynch sabía que te puedes jugar la realidad de tu mundo en la imagen. Pero nunca en el sonido.
22 enero
El 11 de febrero de 2015, en la primera reunión del Eurogrupo a que asistió Yanis Varoufakis, el ministro de finanzas alemán Wolfgang Schäuble dijo: “Unas elecciones no pueden cambiar la política económica”.
Me viene esto a la mente, ante el saludo nazi de Elon Musk en la investidura como presidente de Donald Trump. Por lo que sea.
23 enero
La muerte de Lynch me pilla metido a fondo en la redacción de un artículo sobre Bergman. Curiosamente, los dos fueron cineastas seminales en mi formación. Twin Peaks fue una iluminación mayor a mis 11 años, cuando TeleCinco llegó a Santander a tiempo para ver su segunda temporada. Pocos años después, la serie completa fue repuesta de madrugada, y yo la seguí religiosamente semana a semana. Cuando terminó, yo tenía 14 años y pude empezar a ver lo que La 2 emitía a la misma hora: un ciclo de Ingmar Bergman. Lo pillé con Fresas salvajes, y desde ese momento se convirtió en mi director favorito.
Lynch me ha acompañado toda la vida. Recuerdo la frustración de no poder ir al cine a ver Corazón salvaje, demasiado joven todavía. Recuerdo El hombre elefante, vista por primera vez en La 2, de nuevo, nada menos que una Nochevieja, en la época en que tras las celebraciones familiares me iba a casa y me pasaba la noche viendo películas (y los especiales de Playboy de TeleCinco). Carretera perdida fue, podría decirse, la película de mi adolescencia, la que parecía resumirla entera. No entendí por qué la gente decía que The Straight Story no parecía una película de Lynch, igual que por qué tanto zote insistía en llamarla “fordiana” (con tanta música y helicópteros no puedes ser fordiano, y punto). Me mantuve informado puntualmente sobre lo que pasaba con esa nueva serie en la que estaba trabajando, mientras por fin aparecía una copia en vídeo de Eraserhead que fui corriendo a ver a casa de Alfredo Santos porque no estaban sus padres aquella tarde, y Canal Plus empezaba a emitir Twin Peaks: Fire walk with me, la película maldita, nunca estrenada, que demuestra para quien lo dude la mala ostia que podía llegar a gastar este hombre. Asistí perplejo al preestreno de Mulholland Drive un jueves por la noche en una sala pequeña de los cines Bahía de Santander, llena hasta la bandera de gente que no paraba de reírse, de desgañitarse y llorar literalmente de risa, y más y más cada vez, y cuando Rebekah del Río cae al suelo ellos es que se agarraban la barriga porque no podían más y casi se caían de las butacas, y con los enanitos ya ni os digo, el despiporre mayor al que haya asistido un servidor en una sala de cine. Asistí, en fin, decía, con emoción a las primeras emisiones de DumbLand y Rabbits con que tan rápidamente había reaccionado a Internet, ese nuevo juguete, y más aún a la noticia de que llevaba años trabajando en un filme digital, del que acerté varias cosas años antes de verlo: el uso de una cámara normalita tirando a mala, la presencia de desenfoques y diversos defectos del formato (en suma, que Lynch iba a ser receptivo a las debilidades del medio, que no dejaban de ser lo más específico que poseía), la existencia de vínculos con lo que había hecho antes en la web. Me vi cinco veces en el cine Inland Empire, y no fueron más porque la quitaron; llegué a hacer incluso visitas guiadas, y a ella dediqué las primeras entradas de Marginalia. La tercera temporada de Twin Peaks me acompañó durante uno de los peores veranos de mi vida sin hacer que fuera mucho mejor, eso sí, porque había pasajes demasiado malos y el planteamiento general me parecía y sigue pareciendo muy pobre, para colmo Lynch se ponía a imitar a Kubrick y se marcaba los peores momentos de toda su obra, pero igualmente había otros memorables, y entretanto acabé acumulando unas cuarenta páginas de apuntes que nunca conseguí ordenar.
Bergman no jugó papel alguno en mi vida posterior. Tal como vino, se fue. De cuando en cuando caía alguna película nunca vista, como Persona o la divertida Escenas de un matrimonio. Durante la universidad volví a ver Fresas salvajes y descubrí que no era tan deprimente como la recordaba. Para mí Bergman había sido, veo ahora, el cineasta de mi depresión adolescente, el que certificaba que la vida era una mierda y mucho mejor sería estar muerto. En la búsqueda de estímulos que agravaran mi radical tristeza, se me escapó toda la ansiosa búsqueda de elementos positivos que caracteriza a Bergman tanto como sus explosiones de rabia y odio. Mi último encuentro con Fresas salvajes, una de las películas de mi vida, la mantuvo en un lugar aún digno, pero la revisión hace poco más de un año de Los comulgantes fue demoledora: habiendo sido mi Bergman favorito por muchísimos años, lo encontré inaceptable en casi todos los órdenes, y bien revelador que muchos de sus movimientos de cámara, puesta en escena y encuadres los reprodujera punto por punto Spielberg. Pero no es tan raro, Bergman es el Spielberg del cine de autor europeo. Como Cassavettes o cierto Fassbinder, “autores” que todo el mundo suele conocer porque son puro cine espectáculo, fiestas de desafuero y despendole emocional, montañas rusas o “westerns de emociones”, como diría Garci. «Es la imagen del gran cineasta destinado a los americanos y a una parte de los espectadores franceses que aspira a una actitud cultural respecto al cine y que pretende hacer creer que le gusta el cine como le gustan la literatura, las “cosas bonitas”, las obras de arte. No pasan de ahí, de Bergman» (Duras, claro).
¿Puedo unir a Bergman y Lynch? Sí. Son cineastas de oposiciones simples. La oscuridad y la luz, la esperanza y la desesperanza, la inocencia y la corrupción, el amor y la crueldad… Esas cosas que hacen tan célebre el vulgar, zafio, pueril inicio de Blue Velvet.
Pero esta batalla que me acabo de inventar la gana Lynch. En Bergman, como cantaba Makinavaja, “la Esperanza es esa puta vestida de verde”: acude al final del todo, por falta de cojones para asumir la que se ha liado. En Lynch la oscuridad siempre gana, pero por irrelevancia radical de la esperanza: la relación luz/oscuridad es estructural y el tiempo, en consecuencia, irrelevante. Por eso Lynch empieza a ser bueno de verdad a partir de Twin Peaks: Fire walk with me, cuando la narración empieza a verse afectada por el universo que ya no retrata sino del que forma parte, y en consecuencia los símbolos, metáforas, etc., se disuelven en el conjunto de la obra y no hacen falta escarabajos bajo el Sol (que es que manda cojones, de verdad) sino que la luz tiemble, la oscuridad crepite (¡esa negritud móvil, rebullente, de Lost Highway!).
Hay que decir, en todo caso, que si al morir Lynch pensé de inmediato en el sonido, también se debe a que el de las películas de Bergman es una de las cosas que más estoy disfrutando de este monográfico. El placer acústico de Escenas de un matrimonio o Gritos y susurros, ambas obras altamente irregulares, es inmenso, y en el segundo caso podría ser lo mejor de la función, junto a la actuación de Harriet Andersson. Véase (mi momento favorito de la serie) en el amanecer del tercer capítulo, cómo suena ese dormitorio, esa cama, ese silencio previo al despertar de él, el abrazo de los dos. Si Bergman y Nykvist consiguieron en Persona que el rostro de Liv Ullmann se iluminara desde dentro, aquí Bergman y Svensson logran que el espacio suene como la mirada entre los dos en esa primera mañana del resto de sus vidas. Y véase, en fin, en cualquier diálogo cómo hay, más aún que el sonido de las palabras, el de las letras, el de la saliva y la lengua, el de la respiración, hay de verdad un sonido del cuerpo, que es un hallazgo.
El responsable en esta, como en Gritos y susurros, se llamaba Owe Svensson, que había empezado encargado de proveer a Bergman de sus galletas favoritas y bailando con la muerte en El séptimo sello, pero acabó siendo su sonidista habitual desde el exitoso largometraje del 72.
25 enero
No descarto que sea porque estoy borracho, pero he encontrado emocionantes las palabras de Ingmar Bergman al señalar, primero, que la iluminación mínima suficiente para las cámaras digitales le parece “un poco triste: la anticuada iluminación cinematográfica era realmente maravillosa. Era ligeramente erótico tener ese círculo de luz; tenía cierta magia”.
Segundo: “Harriet Andersson dice que las nuevas cámaras no son divertidas porque no se puede oír cómo funcionan. Le encantaba oír las cámaras cuando empezaban a rodar”.
La emoción no solo viene del hecho de imaginar a la maravillosa Harriet Andersson viva todavía en el siglo XXI, sino de que al hacer estos comentarios Bergman aún no había empezado a rodar Saraband, en la que su mayor problema fue que las nuevas cámaras… ¡hacían mucho ruido! Los componentes electrónicos necesitaban ventiladores, como todo usuario de un ordenador sabe, y Saraband estaba pensada para tres cámaras, y nunca más de dos actores. Pura película “de cámara”, las cámaras hacían más ruido que los actores.
Me inclino a pensar que dos son las debilidades del filme. Una procede del guion: una vez decidido que dos de los personajes son los Marianne y Johan de Escenas de un matrimonio, no puede ser que el grueso de la película se la lleve la historia de Henrik y el hijo, que las escenas entre Ullman y Josephson sean tan escasas e irrelevantes, y que sobre todo el personaje de ella no tenga entidad, densidad alguna. La otra creo que viene de pasar de tres cámaras a una. Bergman debía pensar en una para cada intérprete y otra para tomas conjuntas o planos generales. No sé cómo habría resultado, pero me parece evidente que este último largometraje no se encuentra entre sus más interesantes a nivel de planificación o puesta en escena. A quien responda refiriendo lo frontal e inmediato de la relación cámara/actor en la película, me bastará responderle con los tres fundidos encadenados del monólogo final de Liv Ullman. ¿Ni capaces fueron de hacerla de un tirón? Venga, Bergman…
27 enero
Asisto el sábado a la sesión de cine con el título más prometedor imaginable: “Porno heterotraidor”. ¿Quién no iría a algo así? Sin embargo, la traición no aparece por ninguna parte, y el cine tampoco. Al final, todo se reducía a esta pregunta: “¿Qué pasa cuando estas películas están pensadas, producidas y dirigidas por mujeres?”. Obviamente, nada. Idolatry y Undressed son dos videoclips sin arte alguno, y Fuck first un simple gag igualmente videoclipero aunque beneficiado por su corta duración. Paint me like a french boy, la mejor de la sesión, se beneficiaba de su mínima escenificación, la simpatía de los actores y el mayor cuidado en luz y posiciones de cámara. Pero ni esta, ni Safeworld 8 ni 2 bang Bunny BBW guardaban diferencia alguna con cualquier escena porno heterosexual al uso, más allá de su carácter algo más amateur, del que extraen parte de su gracia.
Que el porno mainstream está dominado por hombres, es un hecho. Que este hecho es lamentable, también. Pero que de aquí se siga el carácter revulsivo o “traidor” de un porno hetero hecho por mujeres es otra cuestión, en tanto la agencia sexual de las mujeres ante la cámara en las películas porno mainstream es no solo habitual sino común, generalizada y dominante. Parece que siempre olvidamos que el cine porno es el único género cinematográfico donde las mujeres no son castigadas por el libre ejercicio de su deseo sexual, además del único donde una mujer que no posea las dimensiones de una top model puede tener sexo como cualquier otra. Hay que conceder que no abundan en el mainstream mujeres como Bunny BBW, pero sí hay muchas como Angela White o Payton Preslee, por ejemplo, y diría que es la única industria de entretenimiento donde una mujer no perderá trabajo por engordar, pudiendo hasta ganar fans haciéndolo. En el cine convencional, una mujer con un cuerpo como el de las citadas solo podría tener sexo en tanto elemento cómico, sórdido o discursivo (= defender que puede tenerlo). En el porno mainstream no hace falta defender nada, pues el sexo es bueno por definición y no vales tanto por lo que “eres” como por lo que sabes hacer (dicho de otro modo, no eres “percha” como una modelo de alta costura, sino cuerpo vivo y activo…y he ahí la superioridad moral de la pornografía). Solo los ignorantes hablan del porno como si en él solo actuaran mujeres a lo Jenna Jameson. El porno es el único cine donde la gente común también folla, y si hay una tendencia negativa al respecto en el presente siglo, es la progresiva desaparición no de las mujeres sino de los hombres “comunes”: eliminación de los Harry Reems, Randy Spears, Ron Jeremy, etc.
Lo que no se termina de entender, pues, es que:
1/ en el porno mainstream el dominio de hombres no afecta a la agencia femenina en las películas, sino fuera de ellas, es decir, que lo limitado es el acceso de mujeres a posiciones de poder como la producción, la distribución y la dirección,
2/ que el acceso de mujeres (sobre todo si también son heterosexuales) a dichas posiciones no tiene necesariamente que comportar ninguna diferencia o novedad en las películas resultantes, y
3/ que al hombre hetero que hace porno la agencia femenina le encanta, que, de hecho, la agencia femenina es el gran atractivo del porno para muchísimos hombres. En suma,
4/ lo que no se entiende es que las películas del porno mainstream hetero no son el problema.
28 enero
Vuelvo sobre lo de ayer, para decir algo de las películas y de paso hablar de lo de siempre: el cine, y la verdad.
Cine. En Safeworld 8 (Carré Rose, 2020) pasamos yo no sé cuántos minutos en los que la mujer masturba a un hombre de rodillas con el pecho recostado sobre un sofá mientras le mete un pulgar en el culo. El problema no son los minutos, sino que Rose no tiene ni idea de qué hacer con ellos y, sobre todo y más gravemente, con esa posición, que deja al pene casi escondido y a la mujer en una postura más bien incómoda. Es una posición difícil de filmar que precisa imaginación cinematográfica para hacerla interesante, pero Rose no tiene ni un 1% de eso. Por su parte, 2 bang Bunny BBW (Hardwerk, 2024) está grabada de cualquier manera, como tantos gonzos al uso, aunque ocasionalmente la realización intenta buscar posiciones y posturas que aprovechen la corporalidad de su protagonista, mucho menos que muchos gonzos desde luego, pero cierto es que hay un interés real por mostrar la interacción entre los actores. Así, ambas son gonzos comunes, y mucho peores que la media en el primer caso. Dirija quien dirija, pues, hay que saber dirigir, te tiene que importar el cine. El gran problema del porno, insisto una vez más, es la puesta en escena.
Verdad. La propuesta “heterotraidora” se pretende una dominada por el placer de las actrices. Dejando a un lado que esto supone afirmar que las actrices del porno mainstream no sienten placer (lo que será el caso de algunas, pero no de otras), sobre todo supone la insistente manía de situar a la “verdad” en el centro de una operación que no tiene ninguna necesidad de ella. Ya he hablado de esto, así que lo resumiré así: el único placer que importa en el cine porno es el que crea el cine. En la famosa felación de Garganta profunda, el orgasmo es un acontecimiento cinematográfico creado por la interacción entre encuadres, actuación y montaje. En Historia de Joanna hay una escena sexual formada casi íntegramente por planos detalle que dejan en pañales al videocliperismo de cuarta de Undressed (Inka Winter, 2020) y, sobre todo, Idolatry (Four Chambers, 2017), fundamentalmente porque Gerard Damiano pensó sus planos y se preocupó por la forma (no solo la “estética”) del conjunto. Cine.
Y por último: si pensamos en la agencia femenina, ¿hay tanta diferencia? En 2 bang Bunny BBW los dos compañeros de trabajo de Bunny tiran bolígrafos al suelo para que ella se agache a devolvérselos, hasta que al final pasa lo que pasa; las prácticas no se diferencian en nada de un porno mainstream normal y corriente, la pegan nalgadas a aburrir, se follan su boca como si no hubiera mañana, se corren sobre su cara y sus tetas, y aquí paz y en el cielo gloria. Safeworld 8 es un caso más gracioso aún, pues la mujer está completamente al servicio del placer del hombre, en su primer ejercicio de BDSM sabor vainilla.
Habría que hacer algo a la altura de una categoría tan estupenda como “porno heterotraidor”, pero ninguna de las películas programadas da pistas de qué podría ser.
29 enero
Mejor chiste escuchado la semana pasada: “Sigmund Freud´s mom must´ve been so fucking hot”.
El segundo está en el mismo especial (Anthony Jeselnik, Bones and all): “I feel like the trans community are the new pregnant women. Just in that it is never polite to guess.”
30 enero
A día de hoy, 50 años después de su muerte, Francisco Franco Bahamonde conserva todos los honores del Ayuntamiento de Santander, del que sigue siendo Alcalde Honorario y retiene, además, la Medalla de Oro, las Llaves de la ciudad y la concesión de una Placa de Oro y Brillantes al Mérito en la Reconstrucción.
Santander, siempre mirando al infinito. Y más allá: al futuro.
1 febrero
Tristes del mundo, comprad condones con vuestros antidepresivos.
Procédase en este orden: primero, entregar la receta de los antidepresivos; esperar que los traigan; solo después, y a ser posible interrumpiendo el momento en que el farmacéutico os pregunta si pagáis en tarjeta o efectivo, mirarle a los ojos y, del modo más educado posible, decirle: “y preservativos, por favor”.
Si se desea disfrutar más la situación, esperar a que traiga lo solicitado y, entonces, puntualizar: “no, los grandes, por favor”. Da igual la realidad, se trata de diversión. Si eres mujer, obviamente se puede hacer también, y creo que hasta la diversión será mayor.
2 febrero
Los Reyes Magos no son los padres. Son los abuelos.
3 febrero
Sorpresas. Siempre supuse que “facha” venía de la castellanización de fascio, y supongo que así es, pero hete aquí que en la primerísima página de El corazón de las tinieblas descubro que “ponerse en facha” es “término marinero que significa bracear las velas unas en contra de otras para que el barco permanezca inmóvil”. Obviamente, el subrayado es mío.
4 febrero
Recientemente, en Sting, peli simpática pero desaprovechada, entre otras razones por la manía de centrarse en los personajes menos interesantes de todo el conjunto (es decir: una, otra, maldita familia con conflictos de cuarta), el padrastro le dice a la hija: “eres mi héroe”. No diré que la niña no mole, pero, ¿a qué nivel de mierda humana debe estar un ser humano para decirle eso a un vástago? La semana anterior Bill Maher trataba esa misma frase en su último especial, con tanto horror como yo.
6 febrero
He visto casi todas las películas de Jean-Luc Godard, pero nunca le he conocido. He visto todas las de Robert Bresson o Francisco Regueiro. Me he hinchado a ver películas de John Ford, Howard Hawks, Yasujiro Ozu, Ernst Lubitsch, Hong Sangsoo. Pero nunca he conocido a ninguno de ellos. No sé cómo son. He leído sobre ellos, claro, anécdotas, ideas, de todo, pero al final, qué sabe uno. Incluso he visto todas las películas de Paulino Viota, Gonzalo García Pelayo y Adolfo Arrieta y también los he conocido, y al primero le he estudiado en profundidad, le veo a menudo, soy amigo suyo. En última instancia, los tres me son un misterio. Sé cosas, sí. Chismes. De poco sirven, más a menudo equivocan. No solo porque las películas sean otra cosa, sino porque uno mismo es más bien distinto de sus chismes.
Veo todas las películas de Godard, pero no puedo decir que le conozca. Puedo decirlo, claro: mentiría.
Dicho de otro modo: no se trata de si se puede separar la obra del artista. Obra y artista vienen separados de fábrica. La pregunta es si se les puede unir.
6 febrero (bis)
“Que nadie busque en un análisis de este género la última palabra del sentido objetivo de ninguna filosofía. Porque cualquiera que sean las motivaciones internas, conscientes o más bien inconscientes de todo filósofo, su filosofía escrita es una realidad objetiva, pasa por ella enteramente, y sus efectos o no sobre el mundo son efectos objetivos que, a la postre, ya no tienen ninguna relación con este interior del que hablo. ¡Gracias a Dios!”. Louis Althusser, leído poco después de escribir la anterior nota.
7 febrero
Anneke Necro: “Las trabajadoras sexuales y en este caso también las personas que trabajan en la industria del porno dirigiendo y produciendo, somos el canario que baja a la mina, cuando nos veas caer, empieza a plantearte cuánto van a tardar en venir a por ti. No hay posibilidad de distinguir quién es una puta de quien no lo es, a ojos del censor, cualquier comportamiento sospechoso de ser una transgresión al orden natural de las cosas es suficiente motivo para sospechar. Esto implica ser borradas de internet, hacer saltar las alarmas en la recepción de un hotel o ser deportadas en un control de fronteras. Si eres alguien susceptible de parecer una puta, como una mujer viajando sola, una mujer vestida de “x” forma, una mujer trans, una mujer migrante, una mujer pobre, te va a caer todo el estigma puta encima y se aplicará la ley anti trabajo sexual vigente en el territorio donde te encuentres. De este modo, solo una mujer blanca, cis, heterosexual acompañada de su pareja masculina cis, blanca, hetero, puede moverse tranquilamente en este mundo.”
13 febrero
Me impresiona, y hace mucho sentido, algo que dice Rafael Chirbes en muchas entrevistas: que la novela, o la literatura en general, pone en movimiento, lleva a la vida, al presente, cualquier suceso, pensamiento, personaje, sea del tiempo que sea. Lees a Cervantes, y don Quijote y Sancho están vivos, ahí, delante de ti, y con ellos todo su mundo, lenguaje del escritor incluido. Están vivos, presentes, aquí, en el tiempo en que vivo yo ahora, en que viva cada cual mientras lo lee.
Me hace sentido, por dos cosas: primero, por la enorme emoción experimentada tantas veces durante la lectura de Jaime Hernández ante un aspecto específico: el poder del comic de viajar en el tiempo. Hernández no necesita, como en el cine, efectos especiales, maquillaje, cambios de actores, para hacer que Maggie, Ray o Hopey vuelvan a tener quince, seis, o treinta años. Cuando, en Chapuzas de amor por ejemplo, volvemos a la adolescencia de Maggie, vuelve a ser la Maggie de los inicios de Love and Rockets, no hay truco, solo los cambios en el estilo del dibujante, pero es ella, es su rostro, sus mismos rasgos, sus proporciones de entonces, todo tal como era. Allí está, de verdad, sin trampa ni cartón. Poder del dibujo, como de la palabra, para llevar al presente toda forma, todo tiempo.
Segundo, la famosa afirmación straubiana de que el cine está siempre en presente. Esta cuestión, la verdad, siempre me la ha traído un poco al pairo, pero la afirmación de Chirbes, la evidencia del poder que manifiesta, y que también es extensivo al comic, hace necesario observar que no existe poder más lejano al cine. Y podríamos enunciar el problema así: puesto que toda imagen fotográfica existe en presente, necesariamente envejece. El presente permanece presente, sí, pero, ay amigos, eso es imposible. La momificación del cambio es eso: convertir al cambio en una momia. Ese presente es un presente pasado, un presente de otro tiempo, que mantiene las formas de un presente que ya fue, luego inevitablemente, al estar visto desde un presente distinto, será visto como pasado. Quien ama un Sjöström del 13, un Chaplin del 27, un Hawks del 33, un Ozu del 47, un Truffaut del 59… ama algo que habita otro tiempo, pese a poder mostrarse al nuestro. Mira desde hoy el misterio de un presente que tiene pese a serlo todas las características del pasado, pues no deja de caer sobre esa imagen todo el peso de su futuro, el tiempo transcurrido entre ella y yo.
Muchos cinéfilos se llevan las manos a la cabeza: qué pasa con estos jóvenes que no ven el viejo cine. Pero no es difícil de entender. Mis compañeros de colegio se burlaban de las películas en blanco y negro, tanto como es común para la juventud burlarse de todo lo viejo (y por eso yo odiaba a los jóvenes ya incluso cuando yo mismo lo era). Cuando un joven de hoy, criado con móviles y pantallas enormes a todo color en sus propias casas, ve un Lubitsch o un Ford de los 30 (y no digo ya un Griffith del 14), ve la antigualla más antigualla concebible. Una momia egipcia no es tan primitiva como un Lumière: la primera sigue viajando en el tiempo de la materia, el segundo solo nos dice en presente que todo en él es pasado. Contradicción, en efecto, imposible: solo unos ojos que ya acepten tamaña locura pueden hacer lo propio con ese viaje en el tiempo que en un cómic de Hernández o Chris Ware, una novela de Chirbes o Marsé, se hace sin trauma.
El cine está en presente, sí. Pero el presente de otro tiempo que solo un elaboradísimo proceso ha conseguido hacer vivir en nuestro tiempo… en tanto presente pasado.
Quizá por eso, conservador, progresista o revolucionario, todo cinéfilo sea un melancólico.
17 febrero
Dirigir al público. Esa es en efecto, tal como señala Viota, la misión en común de Eisenstein y Hitchcock. Dominar el universo, como dirá, de otro modo, Godard. Quizá ellos dos fueron más lejos que nadie en ese respecto. Y lo explicaron como nadie, también.
Luego están los cineastas, claro, para los que se trata de no dirigir al público. Pero, ¿de verdad existe alguno de esos? Paulino nombra a Tarkovski, pero en tanto metafísico de cuarta con mogollón de cosas superimportantes que decir, sí necesita dirigir al suyo, si bien de otro modo, con maneras más educadas, con otro manejo de los sentidos acorde a otros mensajes, pero siempre al fin y al cabo a través de una puesta en escena discursiva, demostrativa.
Dirigir al público. Tarkovski también lo dirige, pero no como Eisenstein, no como Hitchcock. La distinción no está en dirigir o no, está en el modo: Eisenstein era el cine-puño, y por eso su arte “pavloviano”. Hitchcock no era un puño pues ejecutaba un auténtico cine-atracción (inaugurado por Griffith), dirige como un fabricante de montañas rusas, y de ahí su insistencia a Truffaut de que puedes amenazar al público, puedes sacudirle, pero siempre deberá acabar cayendo sobre un colchón de plumas (véase la lamentación por el asesinato del niño en Sabotage).
Lubitsch dirige a su público haciéndole pensar. La cabeza del espectador echa humo con un Lubitsch. Constante ejercicio del pensamiento, las inferencias, las deducciones, las anticipaciones…
Difícil pensar que un cineasta que haga películas narrativas no dirija al público de una manera u otra. ¡Pero no voy a dedicar el día a darle vueltas al tema!
Por ejemplo, aunque quizá sea una locura, diría que se trata de no dirigir al público en Godard. Y no me refiero ya al Godard del Grupo Vertov, sino a todo Godard, sobre todo de ahí en adelante. No podemos identificar el no dirigir con los planos largos, obviamente (tácitamente es lo que hace Viota siguiendo a Tarkovski). Godard distribuye sus piezas, incluye la emoción y el placer entre ellas, pero no lleva de la mano a nadie, no conduce, muestra, plantea, moviliza, desmoviliza, nos da a ver y escuchar, pero no nos dirige. A veces no se preocupa ni de que le comprendamos.
Pero hay otra opción, una tercera, que me obsesiona:
“Realizador o director. No se trata de dirigir a alguien, sino de dirigirse uno mismo”.
Desde que leí este pensamiento (el quinto del libro, encima), me pregunto qué quiere decir. Siempre consideré Notas sobre el cinematógrafo el contrario natural de El cine según Hitchcock, Bresson un opuesto puro al plan de dirigir al público. Pero, ¿en qué sentido? Pues el no dirigir, como sabiamente advierte Viota, no equivale al tan famoso y malinterpretado distanciamiento.
Mientras rodaba Morir en Santander, la frase de Bresson me venía una y otra vez. Dirigirte a ti mismo. Dirigir una película es lo más difícil que he hecho en mi vida, con mucha diferencia. El grado de exigencia no tiene parangón con nada. Y en cierto modo, como para el corredor neófito, cuyo principal enemigo no es su resistencia física sino psicológica, realizar una película es de una gran exigencia mental, tanto, que acaba deviniendo física.
Pero sigo no sabiendo qué quería decir Bresson. Ni siquiera estoy seguro de qué quiere decir para mí, y obviamente de ahí la obsesión. Solo puedo pensar en lo equivocadas de mis primeras impresiones ante su cine: lo pensé del control total, de tan perfecto y preciso como encontraba cada plano. Y sin embargo, sus equipos acababan odiándole por la evidencia de que no sabía qué buscaba. Cineasta de la duda, como también defiende Pedro Costa: frente a la alabanza tan común del director que “sabe perfectamente lo que quiere”, que “tiene la película completamente en su cabeza”, valor de su completo contrario: el inundado por la duda de no saber hacia dónde se va (aunque, quizá, estos cineastas tengan como característica que lo que sí saben, sobre todo, es lo que no quieren).
Quizás Godard entra también aquí (aunque Godard es el único cineasta que entra donde le da la gana, en eso sí es como el Dios de “cada uno en su casa y Dios en la de todos”). Y lo digo porque pareciera que estos cineastas generan formas altamente personales de rodaje. Dirigirse a sí mismo sería tal vez indagar la propia forma de trabajar, entender que la imagen final empieza antes de comenzar a rodar, en el modo en que organizo el presupuesto, los planes de rodaje, el equipo, o quizá incluso antes de pensar en hacer una película.
Me pregunto a veces por la tensión imposible, y por ello la tenacidad, la furia casi maníaca, que debía tener Bresson para afrontar esos rodajes ante tantas miradas escépticas. Hacer repetir una y otra y otra vez el mismo gesto, la misma frase, y otra y otra vez gastándote un pastizal, sin que nadie alrededor te entienda y hasta tu magnífico director de fotografía, que hasta ese momento te admiraba y se moría por trabajar contigo, acabe mirándote peor que con desprecio, con decepción.
Dirigirte a ti mismo. Qué misterio. Y sin embargo, siento que es el lema que supera, o acaso sería mejor decir sobrevuela, a todos los demás.
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asín de grande |
19 febrero
“Ese rastro lo conducía hasta Santiago, porque seguía enamorado de él, si por amor se entiende que tenía ganas de seguir haciéndose daño” (Rafael Chirbes, En la lucha final).
20 febrero
Lo único bueno que tiene la vida es su capacidad de ser testigo del mundo, verlo, mirarlo, admirarlo, incluso disfrutarlo. El problema es que todo lo demás se dedica a convertirlo en un infierno.
22 febrero
Esta noche me despierta una injusticia. Camino por un lugar mezcla de parque, zona residencial y, quizás, campus universitario. A veces paso por interiores, apartamentos, otras por jardines, corredores imprecisos. Esta zona en particular, algo entre jardín, museo y vestíbulo hotelero, está formada por pasillos separados por pequeñas plataformas de baja altura, como hacia la rodilla. En cierto momento advierto que por la leve pendiente del pasillo a mi derecha asciende un pequeño grupo de gente, acompañado por una guía. Por lo que sea, decido pasar a él para avanzar más rápido. Al sumarme, mis pasos se aceleran y oteo apenas de pasada unos expositores situados en mesas a la altura común, pero no me interesan y apenas advierto qué contienen. De pronto, al terminar el pasillo todos salen de uno en uno y la guía toma de una máquina un pequeño ticket que entrega a cada visitante con el precio a pagar, y resulta que me da uno a mí. Recuerdo la cantidad: 48 céntimos (ignoro de qué moneda). Zozobro unos instantes porque al fin y al cabo el pago es ínfimo y puedo ahorrarme el problema, pero finalmente protesto: a mí no me corresponde pagar eso, yo no hacía tour alguno, nada avisaba que avanzar por ese pasillo implicaba sumarse al tour, pagar, etc. La guía insiste. Yo insisto. Para colmo, para pagar hay que pasar por una puerta de cristal que lleva en una dirección contraria a la mía. Enfadado, acabo lanzando el ticket al aire y me largo, pero un guarda de seguridad acude. Discutimos. Me dice que tengo que pagar. Llega otro. Entre los tres, lo mismo. Como bloqueamos el paso, nos desplazamos hacia un lado. Gestos de incordio de los seguratas. Al final, el primero me pregunta que dónde tengo el ticket. Le digo que lo tiré. “Ah, así que lo tiró”. “Pues sí”. El hombre va a buscarlo. Me despierto poco a poco, porque hay un sonido que va siendo cada vez más molesto. Parece una voz humana que se repitiera, pero poco a poco me voy dando cuenta de que es un perro que no deja de ladrar, a intervalos casi exactos y ladridos prácticamente idénticos. Entiendo que es un perro, pero la verdad es que suena como un humano que emitiera voces altas, pero como en bucle. Pienso si no será el ordenador, ¿me lo habré dejado abierto? ¿habrá pasado algo con el vlc? ¿con internet? Pero no, ya he observado antes que saliendo del sueño los sonidos son distintos. Mientras pienso en que el segurata parecía estar dispuesto a dejarme marchar, y que en la fusión perro/humano está el ejemplo claro de filtrado de estímulos sensoriales por la mente en sueños, acabo finalmente de despertarme.
Interpretaciones personales aparte, diría que el sueño está en parte motivado por la lectura del artículo “La máquina de los asesinatos en masa: Silicon Valley abraza la guerra”, donde Pablo Elorduy explica cómo, en vez de seguir dándole vueltas a las posibilidades apocalípticas futuras de la IA y la actual tecnología (o, como yo diría, fantasear con cuánto tardaremos en encontrarnos en el ansiado escenario real de alguna novela o película de ciencia-ficción), más nos valdría ver lo que se está haciendo ya, en estos precisos momentos, con ella: «No se trata, por tanto, de si las máquinas se levantarán un día para poner su bota encima de la cara de la humanidad, sino de cómo se usan ya para librar guerras, violar libertades civiles y acallar a las poblaciones disidentes. Su uso extensivo por parte de las FDI israelí, que ya desde hace años alude a la IA como un "multiplicador de fuerza”, lanza un mensaje nítido al mundo: la máquina de los asesinatos en masa no es una hipótesis, sino una realidad capaz de cambiar la guerra y de acelerar el genocidio.»
Algo que me jode pensando en el sueño es que me querían cobrar no por haber hecho un tour, sino porque crucé una célula fotosensible que automáticamente emitía un ticket y eso ya de por sí implicaba pagar, pese a que pasaras accidentalmente como era mi caso. Pero más grave aún es que los humanos iban adelante con ese criterio, pese a saber que yo no había estado en el tour. Hay ticket, ergo pagas: en esta acción, es el humano quien se convierte en la extensión de la máquina, quien decide anular la capacidad de su cerebro en favor de la resolución del más simple comando.
“En gran medida, la IA actual no piensa. No es, por tanto, inteligente, sino que predice y crea modelos a partir de estadísticas e información ya codificada.” La Inteligencia Artificial es una inteligencia de mierda, como ya le he tenido que decir a muchos alumnos. Como recién le leí a Noam Chomsky, la IA no tiene inteligencia, no piensa; solo es, lisa y llanamente, una máquina de combinar plagios de tal modo que sean indetectables. “Pere Brunet, catedrático de Lenguajes y Sistemas Informáticos de la Universidad Politécnica de Catalunya” afirma que “la inteligencia artificial en la actualidad está en una fase preliminar y no ha resuelto tres problemas determinantes y sin solución ni a corto ni a medio plazo”: la inexactitud, los sesgos, y la huella ecológica sería el cuarto, pero el que más me impresiona es el tercero: “la no explicabilidad de los procesos por los que la IA propone una solución. (…) Los sistemas no están diseñados para explicar los pasos tomados en su propuesta de decisiones.” Carente de inteligencia real, no sabe, pues, explicar su proceso. En el ámbito militar, son obvias las implicaciones, pero no son menores en el resto: la asunción por parte de muchos de que la inteligencia, y por extensión la mente humana, no es otra cosa que combinar datos preexistentes en base a programaciones determinadas. Además, el sesgo de automatización, nombre que recibe “la tendencia a dar por buena la recomendación de la máquina, especialmente en situaciones de estrés y con limitaciones de tiempo” implica la asunción, en verdad automática, de que una máquina hará mejor lo que nosotros hacemos, y nuestra consecuente imitación de sus procesos. Si se sube mejor el agua de un pozo con una polea, si se cosecha mejor con un tractor, si se hace más rápido las cuentas con una calculadora, también se tomarán mejores decisiones con un ordenador. Así pues, el humano comenzará a identificar su mente con la mera combinatoria. Y en fin, ¿a cuántos, por cuántas décadas, llevamos escuchando decir que “toda creación es plagio/copia/sampler/etc.”? La IA culmina un proceso que lleva en marcha desde aquel momento en que se decidió que lo nuevo se había acabado y empezaba la era del collage y la simple, infinita reconfiguración de lo ya existente.
Pero en el fondo, ¿qué más da esto? Imaginemos que la IA sí fuera de verdad inteligencia, sí que de verdad pensara. ¿Por qué asumir que pensará mejor que nosotros, por qué obedecerla, por qué aceptar sus criterios, sus decisiones? Si es de verdad una inteligencia podrá explicar sus decisiones, y por tanto podremos discutir con ella, con lo que estamos en una relación normal y corriente con cualquiera.
24 febrero
La conversión de la educación en negocio implica el traslado del profesor del campo educativo al del entertainment, siempre en expansión. El estudiantado debe ser entretenido durante el tiempo que pague por obtener ese título que obtendrá sí o sí y le permitirá acceder a ciertos beneficios a los que, quien no pudo ni pagar la matrícula ni disponer del tiempo suficiente, no.
Segundo: si debo entregar con todo detalle mis formas de evaluación y los contenidos de todas y cada una de las sesiones de mi curso y, si de remate, los alumnos pueden puntuarme, calificarme y valorarme anónimamente, ¿cómo podría darse el raro milagro de la libertad de cátedra?
25 febrero
Tres narradores parece tener The bad and the beautiful (Vincente Minnelli, 1952), pero no hace falta mucho cuidado para advertir que cada flashback va más allá de lo que a cada uno de ellos le era posible conocer. Esto no es tan raro, pero aquí la trampa es muy relevante, pues ese “más allá” de lo conocido por cada supuesto narrador siempre implica lo que hace o dice, a sus espaldas, el personaje de Kirk Douglas. El caso más revelador es aquel en que habla con Walter Pidgeon sabiendo que Lana Turner está escuchando desde el otro teléfono, y cuando ella al fin cuelga, pronuncia la frase clave: “ahora sé cómo manejarla”. Este pasaje no solo explica el extraordinario cierre de la película, sino la clave de la narración entera, basada en el autoengaño: incluso en ese último plano, el director, la actriz y el escritor van a seguir creyendo que son los narradores de su historia. Pero no es así. En sus vidas, y en The bad and the beautiful, no hay otro narrador que el productor Jonathan Shields.
26 febrero
La afición de los gobiernos chilenos a los estados de excepción.
27 febrero
Internet, o La tierra de los muertos vivientes. A los robots (o como se diga) de las redes sociales, sumar las cuentas de los amigos y conocidos muertos. Hoy Facebook me comunica el cumpleaños de Carmen Barroso, la tercera esposa de Gonzalo García Pelayo, a la que conocí en la casa madrileña de este, preparando su retorno al cine, esa Pepa que acabaría siendo Alegrías de Cádiz, pero a la que conocí mejor en varios almuerzos posteriores, menos frecuentados, y siempre espectaculares: Carmen llenaba la enorme mesa del comedor de platos de todo tipo, aperitivos, ensaladas, entremeses, de todo, y eso sin contar los platos de fondo. Más aún, siempre me acuerdo de Carmen porque en una de esas jornadas me descubrió las fresas con leche; me volvieron loco, me explicó cómo hacerlas y a día de hoy son mi postre favorito, así que siempre la tengo presente y cuando un invitado me pregunta por ellas, les digo que fue Carmen quien me las descubrió. Le decía que era un privilegio ser invitado a su mesa, y aunque es cierto que me gusta ser cumplidor y bien educado, siempre lo dije con absoluta sinceridad, Carmen era un modelo de anfitriona. Luego la perdí de vista tras su separación de Gonzalo, y años después supe por este de su fallecimiento.
Pero Facebook me dice que hoy, 27 de febrero, es su cumpleaños. Veo que, como sé que sucede normalmente, hay gente que sigue dejando sus felicitaciones en su muro, como quien acudiera a misa a rezar por su alma. Veo a personas conocidas dejar sus respetos en años previos: Javier García Pelayo, o Teresa Alvarado, primera esposa de Gonzalo (Teresa, Carmen y otras mujeres hacían el “catering” de Niñas, un rodaje para enmarcarlo). Pero, bajando, me encuentro un momento conmovedor: el día 7 de junio de 2022 una tal Mary Feu escribe en el muro de Carmen: “Querida prima, solo para darte la triste noticia de que mi cuñada Salome murió el domingo tras una operación que se complicó mucho. Alfonso está inconsolable, como te imaginas, toda una vida juntos. Besos”. Mary recibe la noticia en los comentarios: “Querida prima Leo esto y me, asombró pues creía que sabías que Cariño murió hace 26 días de pronto. Dale un fuerte abrazo a, Alfonso de mi parte. Un beso muy grande a todas yo estoy un poco desolada a todos los niveles”. El resto de comentarios me permiten enterarme de que Carmen murió del corazón en un espacio de tan solo tres horas desde que empezó a encontrarse mal.
“Mi cuñada Salomé”. Aún recuerdo el impacto la primera vez que entré en contacto con este mundo de muertos vivientes. Fue un día de 2015, en Praga. Al abrir Facebook, me encuentro con el aviso del cumpleaños de Salomé Ramírez, fallecida apenas medio año atrás. Me quedé petrificado, helado en mi silla. Jamás podré describir aquel vértigo. No quiero ni intentarlo. Por suerte, parece que esta es una de esas cosas que nunca vuelven a ser como la primera vez.
Compruebo, pues nunca recuerdo estas fechas, que el cumpleaños es el 27 de junio. Facebook sigue avisando. En 2024 aún siete personas la felicitaron. Ocho en 2023. Algunos lo hacen como si no supieran que ha muerto. Uno le desea un gran año, lo que me hace sospechar que, ocho después, aún no se enteró de su muerte. Amigos de Facebook.
Hablando de robots, al entrar en el muro de Salomé compruebo también que había olvidado su foto de perfil: la replicante Rachael, de Blade Runner.
1 marzo
Se puede decir que lo mejor de Cónclave (Edward Berger, 2024), una película no muy brillante que digamos, está en sus actores. Y no hablo precisamente de Ralph Fiennes, cuyo personaje es tan simple y funcional que su principal trabajo consiste en mantenerlo humano. Más bien me refiero a actores como Stanley Tucci, Lucian Msamati y mi siempre bienamado John Lithgow. La secuencia entre Fiennes y Msamati es modélica en el modo en que los actores van modulando sus caracteres en el transcurso de la conversación. Sobre todo, por el lento hundimiento del segundo, muy bien escrito sin duda (empieza por la realidad del qué pasó para asestar su golpe final en la realidad de lo que va a pasar, sea el pasado como fuera) pero que no hubiera sido tan potente sin la convicción del actor al exponer la sinceridad de un sufrimiento fruto no tanto de su conducta como de una encerrona impecable. Msamati interpreta en ese momento a un hombre al que se le acaba de caer todo su mundo, que estaba a punto de ser Papa y entiende que lo que va a suceder es todo lo contrario. Y lo interpreta a pleno pulmón: la arrogancia, el poder, la hipocresía, todo desaparece, solo queda el fracaso, el dolor del hundimiento.
En el caso de Lithgow, el patetismo con que encarna a su cardenal en el momento de ser descubierto, el modo en que defiende ante todos hasta el último momento que no fue idea suya traer a la monja africana, es tan visceral, su sufrimiento y desesperación son tan absolutos, tan carentes de un mínimo asomo de rabia, de mentira, de hipocresía, de cálculo, que personalmente quedé convencido de que la película se guardaba un as en la manga con lo de la monja (la compra de votos sí era evidente). Pero no. Cónclave sería mucho peor si en el momento de la caída Msamati y Lithgow no hubiesen afrontado a sus personajes desde la vergüenza y el fracaso en vez de desde la hipocresía, el cinismo o la maldad. Este juego actoral da todo el peso al personaje de Stanley Tucci, que pasa de ser modélico a cínico, para acabar abandonando el egoísmo en favor del pragmatismo eclesiástico (el bien de la Iglesia, consistente en evitar que el papado recaiga en un cardenal ultraderechista) y el voto por Lawrence. ¿Quién es este hombre? Al terminar la película es difícil decirlo, y en este caso ello es una virtud del trabajo de Tucci y Berger. Y cito a Berger porque esta constante actoral es lo suficientemente llamativa para no ser obra suya. En una película claramente pro-eclesiástica como esta, es relevante que, en el momento de la caída, toda maldad se esfume de los pecadores y solo quede la contrición, el dolor ante el pecado.
No puedo, finalmente, no rendir homenaje a Isabella Rossellini. Frente a catástrofes como Nicole Kidman, que envejecieron en consonancia con la mierda de actrices que siempre fueron, Rossellini ha sabido ser vieja tanto o mejor como supo ser bella, y frente a actrices demostrativas como Meryl Streep sabe ahora más que nunca que su trabajo no es decir sino saber ser y estar. Por eso, pese a ser el personaje más desaprovechado de la película, destinado a una función meramente discursiva y con escenas en consecuencia meramente retóricas, es suyo el mejor plano de la película, el único en que es tema quién sea ella: el primer plano en que decide si darle a Lawrence lo que pide o no. En ese plano, véase una actriz.
2 marzo
A veces no me gusta cuando Paulino Viota tiende a resolver las cosas demasiado rápido, pero otras, ¡qué gusto! Así, tras tanta gente santiguándose ante la sola mención del realismo socialista, como monjas ante la mención del maligno, de pronto, en El genio de Eisenstein: «El cine americano se podría llamar perfectamente “realismo capitalista”. Los héroes, los pioneros, los creadores del país quedan muy bien y las películas se tienen que entender y ser muy emocionantes y atractivas». Pues eso.
3 marzo
Es divertido dedicar un ciclo a un actor por la variedad que siempre vas a encontrar, aunque cierto es que mi monográfico dedicado a Gene Hackman este fin de semana no lo ha sido tanto. No vi Otra mujer ni The Royal Tenenbaums porque las tenía muy recientes, Eureka me da pereza y no está entre mis Roeg favoritos, nunca he sido fan de La conversación, y Unforgiven, que adoro, me la sé de memoria, así que las elegidas fueron:
French connection (William Friedkin, 1971): la tercera vez que la veo y la primera que me gusta. Pero el guion está tan poco trabajado como el de El exorcista, conste. ¿Por qué carajo intentar matar a Popeye? Respuesta: porque no se les ocurrió otro modo de evitar que se les acabase la película. Ahora bien, solución: que esa tontería sea una escena de antología. Multiplicar la acción para que nadie piense lo ilógico de lo que sucede no fue un invento de los 90.
Night moves (Arthur Penn, 1975): la tercera vez que la veo y cada vez me parece mejor. Ideal como homenaje a Hackman, pues él es la película, un noir (me niego a ponerle el “neo”) prácticamente sin argumento y apenas investigación, hecho de atmósfera (pero no evidente, es como una niebla de la que no te das cuenta mientras poco a poco se impone), observación, sugerencia. Por cierto:
- Debiera haber una ley contra…
- La hay.
¡Qué memorable diálogo!
The quick and the dead (Sam Raimi, 1995): yo diría que el mejor pastiche de spaguetti western hecho en los USA. Irreal, descabellada, excesiva, y solo estropeada por una pésima Sharon Stone (pero pésima de verdad, oigan, ni sus diálogos o su ropa son buenos). El villano de Hackman, al contrario, es de antología y da gusto verlo: cruel y maligno hasta lo paródico, siempre sin embargo real y matizado. Robert Rodríguez podría haber aprendido algo.
French connection II (John Frankenheimer, 1975): más allá de que da gusto ver a Hackman en acción, la película no tiene nada que ofrecer, salvo dos cosas extraordinarias: la contundencia del cierre, y la espectacular secuencia en la celda. Realmente, lo mejor es el valor de Frankenheimer al partir la película en dos de un modo tan brutal, nada en ella importaría lo más mínimo si no se le hubiera dedicado todo ese tiempo a ese impasse. Pero es que además ese Popeye devastado hablando sin parar ante ese policía que no le tiene ningún respeto pero tampoco le considera merecedor de tamaño castigo, es un tour de force de los que no se ven todos los días, y Hackman, para quien lo dudara, se gana el título de grande entre los grandes gracias a lo que hace allí. De remate, cuentan por ahí que hizo carcajearse a Mickey Mantle.
Crimson tide (Tony Scott, 1995): como todo en la película está en piloto automático, Hackman también; pero como la peli es de Tony Scott, Hackman es lo mejor que tiene.
5 marzo
Leyendo los paseos de Lol V. Stein por S. Tahla, evidencia de que habito en una ciudad donde no se puede pasear por la noche.
Valparaíso, ciudad de rodillas. Ciudad de ascensores muertos.
Nadie mata a Valparaíso, si acaso le niegan la ayuda, la asistencia, los cuidados paliativos. Valparaíso muere de su propia muerte, muere por haber nacido.
“El mar es la mentira de Valparaíso”. ¿Será siempre, la mar, mentira?
7 marzo
Leyendo sobre el estreno de Twin Peaks en España. Primer capítulo: 15 de noviembre de 1990 (algunas fuentes dicen 16). Emitía Telecinco, el segundo canal privado llegado al país, por entonces accesible solo en Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla. Matiz: había olvidado que en 1990 se escribía Tele 5 (pasó al actual nombre en 1997, nadie diga que conmigo no se aprende). El canal solo llevaba ocho meses transmitiendo oficialmente. Sorpresa: a veces la gente es más tonta de lo que te podrías nunca esperar: muchos se quejaron del final de la primera temporada porque no resolvía nada. ¿No sabían lo que era un cliffhanger? Créanme los jóvenes: los cliffhangers llevan mucho tiempo inventados. En noviembre de 1990 yo tenía 12 años y ya sabía de ellos, aunque no conociera su nombre, pues cualquiera que viera series de televisión sabía que así acababa cada temporada (recuerdo en especial una temporada de Falcon Crest que terminaba con el coche de Chase Gioberti hundido en el agua… por cierto, cómo me gustaba ese nombre, nunca lo he olvidado: Chase Gioberti. Pronúncienlo, verán: Chase Gioberti). Sin embargo, Antonio Mercero dijo: “Yo no sé si Telecinco lo cortó o es así, pero me siento frustrado, engañado”. Era, claro, Antonio Mercero. Pilar Miró fue más justa: “Empecé viendo la serie como un thriller serio, hasta que me di cuenta de que era una tomadura de pelo, y estaré encantada de que el señor Lynch me vuelva a tomar el pelo al final”. En todo caso, cuentan que la centralita de la cadena se colapsó con llamadas de gente protestando que no les podían dejar así. Quizá el fichaje de Jesús Gil fue para despistar.
La segunda temporada comienza a emitirse el 28 de febrero de 1991. Jueves. Tele 5 ya se emite en toda España, y toda España sabe que hay una tal Laura Palmer que ha sido asesinada, aunque no hayan visto la serie. Recuerdo a Emilio Aragón gritando: “¡yo maté a Laura Palmer!”. Tele 5 emite un resumen de la primera temporada, de dos horas y media creo recordar. ¿Será eso lo que se emitió ese 28 de febrero? No logro averiguarlo. Tampoco encuentro datos precisos de las emisiones. Recuerdo que la segunda temporada se dividió en dos partes, de modo que durante bastantes años yo viví en la idea de que Twin Peaks había tenido tres temporadas (no lo descubrí hasta la lectura de la magnífica monografía de Andrés Hispano). Tele 5 hizo el primer parón tras el capítulo décimo de la temporada, convirtiendo en cliffhanger la desaparición del mayor Briggs mientras Cooper mea en un árbol (y celebra el placer de mear en un árbol). Sí recuerdo que al menos una revista de televisión, que mi madre compraba todas las semanas, informó de quién era el asesino semanas antes de que el capítulo clave se emitiera. Pero claro, en el fondo Twin Peaks es la serie anti-spoiler por excelencia.
Yo empecé a ver Twin Peaks, entonces, con 12 años, no 11, y debí terminarla con 13, porque imagino que el final se emitiría en otoño. ¿Cuándo sería la reposición? Yo juraría que en 1992, pero de pronto ya no estoy tan seguro.
¿Qué recuerdo, aparte del sonido del paquete ya comentado? La lentitud de quien años después sabría que era nada menos que Hank Worden en su último papel. La lentitud. Mi amor por los ancianos, en aquel viejísimo conserje. Mi amor por Cooper y su exquisita educación. Ya en Tiburón me habían encantado los buenos modales de Richard Dreyfuss, Cooper asentó el gusto. El goce de una ficción que podía incluirlo todo, de la comedia al terror, el drama, el misterio, lo sobrenatural, el sexo. Las máquinas de los créditos me fascinaban. El grito de mi hermana cuando Leland se convierte en Bob ante el espejo durante un segundo. El espanto ante el final de la serie. ¿Bob en Cooper? Inaceptable. Todo lo que era inaceptable en la vida se resumía ahí.
¿Qué pienso de la segunda temporada? Que siempre me ha ofendido escuchar a Lynch hablar tan mal de ella, pues nunca le he visto culparse a sí mismo. ¿Qué puedes esperar del desarrollo de una serie cuando sus dos showrunners se ausentan? A mi juicio, bastante bien lo hicieron los que quedaron a cargo durante el abandono de los responsables. Lynch no tiene derecho a quejarse de nada: él accedió a desvelar el asesino de Laura, él se largó de la serie. Él es el principal responsable de lo que pasó. Es inaceptable, despreciable, que siempre hablara de esos errores en tercera del plural.
¿Qué más recuerdo? Que me gustaban los problemas de Lucy y Andy. Me gustaba la comedia tonta. Me encantaba Windom Earle. David Warner, qué tío (hay rostros que uno ama). La segunda temporada evidenciaba que la serie podía ir a cualquier sitio, ser lo que quisiera. Al revisarla, no cambio mucho de idea, aunque sí pienso que acusa un problema grave: está llena de ideas, de líneas argumentales, que se resuelven en uno o dos capítulos. Es evidente que no tiene rumbo, que están perdidos. Reitero: faltaban los dos timoneles. Y se notaba.
¿Qué pensé? Que el final de la serie era una muestra de rabia por parte de Lynch ante la cancelación de la serie. Ahora supongo que simplemente era el cliffhanger previsto, claro, pero en aquel momento, sabiendo de la cancelación, pensé que Lynch había ideado el final más cabrón posible para dejar al mundo lo más jodido posible ante esa imposibilidad de seguir. Cooper como Bob fue su venganza, su grito de rabia.
Twin Peaks: Fire walk with me no hizo sino confirmarme en esa idea. Si alguna vez se hizo una película contra su público, era esa. En consecuencia, no tuvo. Y fue odiada.
Aún hoy, pese a lo mucho que me gusta esa película, pienso a quién cojones le importan los siete últimos días de Laura Palmer. Ya sé que todo empezó con Marilyn Monroe, pero… Twin Peaks no va de Laura Palmer. De pronto, se me ocurre que el final de la tercera temporada podría leerse no ya como un castigo al pecado de hybris de Cooper, sino al de seguir creyendo que esto va de Laura.
¿Qué recuerdo? Que, en los 90, Twin Peaks era motivo de risa. No era cool. Estaba a años-luz de lo cool. Una compañera de instituto riéndose de Sergio y de mí por compartir “la musiquilla” de la serie.
Hay éxitos que generan un repentino sentimiento de culpa en sus audiencias. Es como si las masas de pronto se dieran cuenta de haber pasado un estado de hipnosis en que hicieron cosas ridículas, inapropiadas, y viraran a un estado no ya de rechazo sino de negación, no, aquello nunca pasó, no, mejor no hablemos, nunca hablemos de eso, ¿qué era eso? ah no, no me acuerdo, ¿qué haces con eso? eso es de otro tiempo, qué me cuentas, eso pasó, ni siquiera pasó, no fue, no fue nada, leyendas de otro tiempo.
Me recuerdo en el verano de 1992, 13 años, mi último verano en la playa, escuchando la cassette en los cascos (mi último año usando walkman en exteriores), tumbado boca arriba sobre la toalla, ojos cerrados hacia el cielo, el Sol y el azul imprimiéndose en el dorso de mis ojos, el calor envolviéndome y el sonido de “Into the night”. Amaba esa canción.
Años después, adoración por Floating into the night, el disco de Julee Cruise, Badalamenti y Lynch.
¿Qué pienso? Que después de tanto piar contra la segunda temporada, resulta llamativo que la tercera, la de 2017, se parezca más a ella que a la primera. Que se nota que se hizo a todo correr. Que demuestra cómo el misterio puede ser una estrategia acomodaticia. Que fue tan frustrante que prefiero no escribir de ella.
11 marzo
Mick Harris, nuestro faro para mejor perdernos en la niebla.
17 marzo
Me gusta preguntar, cada año, a los nuevos estudiantes por sus películas preferidas:
Este 2025, por primera vez, me han nombrado títulos de Gregg Araki. Nunca he visto nada de él, así que nada que opinar.
Varios Wes Anderson, como siempre. Isla de perros nunca falta, pero nadie nombra mi favorita, Moonrise Kingdom. Creo que nadie la ha nombrado nunca, ¿hará falta ser un poco mayor, un poco viejo? Me extraña siempre la buena consideración de The Grand Budapest Hotel, obra apreciablemente menor. ¿Será por sus pasajes de acción? Soy injusto en todo caso: adoro su cierre y, sobre todo, su plano final. Y fue la responsable de que me reinteresara por Anderson. Mejor me callo.
Alguien nombra Frances Ha, pero no recuerda el nombre del director, y graciosamente dice: “la pareja de Greta Gerwig”.
Pocas películas chilenas, como siempre. Los hiperbóreos (muy inesperada) y Machuca un alumno, Largo viaje otra. Mucho anime, por suerte ningún Ghost in the Shell. ¿Qué le puede ver la gente a esa nadería? Eso no impide que algunos sí nombren Blade Runner 2049. La primera vez que me pasó, hace dos años, me pilló tan de sorpresa que pregunté para asegurarme:
- ¿Blade Runner de los ochenta o Blade Runner 2049?
- No, no, 2049, 2049.
Nolan nunca falta. Obviamente nadie nombra mi favorita, Tenet, pero no me reprimo de decir que es mi favorita. Grietas por donde dejar que supure la vanidad. Otro que nunca falta es Kubrick: El resplandor y La naranja mecánica son las premiadas este año. Aprovecho para explicar el problema de las dos versiones de El resplandor, e informarles de que están viendo la mala.
Sorpresas: Braindead, de la buena época de Peter Jackson, de quien siempre alguien nombra El señor de los anillos. Holocausto caníbal, que debe ser lo más inesperado que nadie me haya nombrado nunca. Killer klowns from outer space (no la recuerdo, habrá que volverla a ver un día de estos). Scorpio rising (la chica añadió que Kenneth Anger es su cineasta preferido, lo cual, convendremos, no es algo que se escuche todos los días). El espíritu de la colmena (los directores españoles nombrados siempre son Almodóvar, Amenábar o Bayona). High and low de Kurosawa. Tetsuo: Iron Man.
También es una sorpresa que este año nadie me haya dicho Nightmare before Christmas, aunque sí han aparecido otras de Burton, que nunca falta, lamentablemente.
Batallitas: Holocausto caníbal vista por primera vez en un VHS de quincuagésima generación, prestado quizá por Jaime Imperfectus, mi principal traficante de gore. Largo viaje, una copia digital en no mucho mejor estado. La naranja mecánica vista en partes y a escondidas porque los padres de Pellón no le dejaban verla, años después de, todavía niño, ver con horror de veras insoportable El resplandor, al lado de mi abuelo aunque no logro ni recordarle, y años, muchos años antes, de volver a verla proyectada en 35 mm en la Filmoteca Española y tener casi un ataque de la risa porque no me puedo creer lo malo que es Jack Nicholson. Madrugadas de viernes adolescentes y alucinadas ante Tetsuo y su secuela, perfectamente alquilables en videoclub, como Braindead, gracias a Manga Video; yo, hablándole a la gente, quisiera o no escucharme, de la Nueva Carne, el cyberpunk, Ballard y Cronenberg y, pese a todo, acabar follando. Varias amigas en shock por hacer caso a mi entusiasta recomendación de La Casa Lobo (una de ellas, Isabel, reincidía: había acabado igual de mal con Contactos). Yo grabando, en mi móvil y el de Joaquín, los anuncios previos a Los hiperbóreos en su estreno en el Insomnia, para al final no usar ni uno solo de los planos en Noviembre. Insistencia a David Pellón para que viniera al cine a ver El retorno del Rey, pese a que no había visto las dos anteriores; acabó accediendo y pasamos el mayor ataque de risa histérica y WTF de nuestra vida (Pellón aún me lo agradece de vez en cuando). Felicito a Víctor Erice por Cerrar los ojos, que todavía no me gusta tanto como llegará a gustarme cuando la vea por segunda vez. Le digo que me ha emocionado particularmente la escena en cuesta Moyano. Me responde: “hay mucho ahí, hay mucho ahí”. Décadas atrás, en un curso de cine en el Modesto Tapia, uno de los profesores dice que El sol del membrillo fue votada mejor película internacional de los 90; la mujer sentada a mi lado suspira: “ay, por dios”.
18 marzo
Me entero de que la calle Velintonia de Madrid, es decir la calle en cuyo número 3 se encontraba la famosa casa de Vicente Aleixandre, fue renombrada hace mucho como “calle Vicente Aleixandre”. Qué duda cabe de que el homenaje es justo y requetejusto, pero que genera un regusto amargo, pues me parece que velintonia es una palabra bellísima. Leyendo sobre el documental que han dedicado al poeta y su casa, me entero de que el mismo Aleixandre la incorporó a la RAE, de modo que también él debía amarla, así como de su significado: “especie de secuoya, propia de la Sierra Nevada de California, en los Estados Unidos de América, de hojas escamiformes. Pasa por ser el árbol de mayor talla en el mundo”. ¿Qué sentiría al ver palabra tan excelsa sustituida por su nombre en agasajo? Convengamos al menos que las dos palabras empiezan por uve, así que no todo está perdido.
23 marzo
Observando una biblioteca razonable y variadamente nutrida, resulta que de la visión general de la misma solo se extraía un nombre: Pinochet. Esto se debía al lomo de una gruesa biografía dedicada al dictador, que convertía al apellido en la única palabra visible, muy visible, a distancia.
Esto me hace pensar en el peligro de los lomos. Creo que la primera vez que lo observé fue con el del Bronwyn de Cirlot, en Siruela, que compré tan pronto salió, y tan feliz como era de tener al fin aquel libro soñado, incómodo estaba de verlo en mi biblioteca: un lomo feo con horrendos caracteres, y, para empeorarlo todo, foto del autor. Una buena foto, sí, pero a uno le gustaría ser libre de escoger los rostros humanos que le contemplan en su propio espacio privado. En estos momentos, a mi izquierda, mientras escribo esto, me contemplan juntitos, el uno al lado del otro, los de Franz Kafka y Aleister Crowley, mirando al frente por supuesto, ambos (y ambos cortesía de Valdemar). ¿A quién coño se le ocurre poner en los lomos fotos de gente mirando al frente, siguiéndote con la mirada allá donde vas? (y, para colmo, en muchos casos con cara de “aún no me has leído”).
¿Contra las fotos en los lomos? No tanto: en el gigantesco y maravilloso Dreamory, Eugene Chadbourne coloca una imagen suya, pero mirando para otro lado. Gracias, Doc.
24 marzo
Cabe considerar que la gran aportación de Mon Laferte a la política nacional haya sido la de lograr que por fin en la izquierda alguien diga: “no me cuentes tu puta vida”.
26 marzo
Más sobre lomos: al llegar a Chile, enseguida descubrí atónito, en todas las librerías, muchos libros sin él. Solo se veía, en su lugar, los pliegos pegados y cosidos, los hilos, la trama, en fin, que sostiene al libro. No me gustó ni un pelo, como no me han gustado nunca los libros que no tienen los datos en el lomo, obligándote a sacarlos de la estantería para enterarte de qué son. ¿Con qué derecho interrumpir el siempre delicioso baile de los ojos sobre títulos, autores, colores, texturas, grosores y alturas, caracteres, emblemas editoriales?
Y como no queda otra que sacarlos para ver qué son y a qué dedican su tiempo libre, con el primero de ellos descubrí que los editaba la Universidad de Valparaíso, mi universidad de acogida. Uno o dos años después, conocí a su maquetador (diagramador, se dice aquí), Gonzalo Catalán, que me regaló uno de ellos: Prosas desde Valparaíso, de Carlos León. Mi segundo libro de León, pero el primero que leí. Su colofón dice:
Este libro ha sido publicado por la Editorial UV de la Universidad de Valparaíso. Fue impreso en Ograma. En el interior se utilizó la fuente Crimson –en sus variantes regular, bold e italic– sobre papel bond ahuesado 80 gramos. La portada fue impresa en papel Nettuno hilado de 215 gramos. La encuadernación usada es costura a la vista y se utilizó hilo de color azul. El grabado de la última página fue realizado por Cristián Olivos. Acabóse de imprimir el día 12 de abril de dos mil dieciséis. El reloj de bolsillo –aquí reproducido– perteneció a Carlos León.
¡Qué bonitos son los colofones! ¡Habría que hacer un libro lleno de ellos!
Desde entonces no admito que nadie critique estos maravillosos, soberbios objetos. No se trataba solo de la excelencia de las crónicas del gran León. Descubrí con aquel libro cosido, de tapas duras y lomo ausente que, sin este último, el volumen baila en torno a los hilos, creando cierta impresión de fragilidad reforzada por el contraste entre la ligereza de las páginas y la dureza de las cubiertas. La impresión sin embargo es enteramente falsa: el libro está de veras cosido, el cosido es sólido y el libro fuerte, resistente, pero al tomarlo entre las manos y recorrer las líneas y pasar página tras página se siente como si bailara entre las manos, debido a la falta de unión entre las tapas fruto de la falta de lomo; y ahí fue que advertí esa función hasta entonces inopinada: la necesidad unificadora, estructural del lomo, en la que nunca había parado mientes. Lo descubrí cuando faltó, en un libro que hacía de esa falta su virtud.
Doble virtud, por cierto, en este caso. Pues pienso en este objeto como la materialización ideal de la escritura de León, leve, elíptica, vaporosa, pero también contundente, sólida, ambiciosa en la radicalidad de su modestia.
27 marzo
Y más David Lynch: esta mañana, Facebook me recuerda una publicación propia con los que un tanto abusivamente calificaba como “plagios” de nuestro simpático cineasta.
Uno. El admirador de Corazón salvaje (1990) se llevará una sorpresa al ver nada más y nada menos que El destripador de Nueva York (1982), del gran Lucio Fulci, cuando se tope con la escena más famosa del filme del americano, ya saben: say fuck me. Aquí es una mujer y dos hombres, en una mesa, pero el parecido es enorme. Nunca he visto que nadie lo señale, pero es tan evidente que no puedo ser el único en haberme dado cuenta.
Dos. Nada me había preparado para encontrarme uno de los planos más icónicos del piloto de Twin Peaks en una de las más desconocidas obras maestras de John Ford, Gideon´s day (1958). La famosa cabeza de ciervo sobre la mesa de la policía ya estaba en el Scotland Yard del filme fordiano, y con tan poco problema ni escándalo en uno como en otro.
Estoy dispuesto a calificar este segundo caso como casualidad; además, si la memoria no me miente, creo que está documentado que Lynch improvisó la escena. Pero lo de Corazón salvaje es demasiado.
Nadie considere estas palabras como acusatorias. Un cruce de caminos entre Lynch, Ford ¡y Fulci! ¿Quién da más?
28 marzo
Resulta fascinante leer a Maquiavelo que “un pueblo es más prudente, más estable y tiene mejor juicio que un príncipe”, que “la opinión pública consigue maravillosos aciertos en sus pronósticos, hasta el punto de que parece tener una virtud oculta que le previene de su mal y de su bien. En cuanto a juzgar las cosas, muy pocas veces sucede que cuando el pueblo escucha a dos oradores que intentan persuadirlo de tesis contrarias y que son igualmente virtuosos no escoja la mejor opinión y no llegue a comprender la verdad cuando la oye”. Fascinante porque dudo que, desde el siglo XX, pueda decirse lo mismo, y ello en cuanto, desde el nacimiento de los medios de comunicación de masas, es dudoso que el pueblo, en tanto lo pensaba Maquiavelo, exista. Y es que Maquiavelo puede hablar de una diferencia neta entre pueblo y príncipes, gobernantes y gobernados, poderosos y sometidos, y hasta el siglo XX las voces de los poderosos podían perderse en el aire, e incluso en edad tan oscura como la Media, dominada por el infame dios católico y sus esbirros, con una mayoría de población analfabeta rendida a la beatería, los reyes y los nobles y los sacerdotes tenían sus límites, no estaban en las casas o en los árboles o en las tabernas, y una revuelta era algo de lo que cuidarse porque de veras el pueblo podía rebelarse y no bailaban batucadas o pintaban las paredes sino que mataban gobernantes y tumbaban gobiernos, y Maquiavelo tiene que dar reglas para manejar esas situaciones porque, en efecto, se daban, y había que cuidarse mucho de ellas. Y se daban porque había un pueblo que tenía su poder, sus reglas, su vida propia, tenía su trabajo pero también su ocio: sus canciones, su teatro, sus espacios de embriaguez de la taberna al aquelarre, de baile, de vida aparte de la regla, regla que no lo alcanza todo, a la que es materialmente imposible hacerse uno con cada individuo, con su pueblo.
Nunca más. Pues tras la aparición de los periódicos, de la radio, y sobre todo de la televisión después, e Internet con su definitiva identificación de emisor y receptor, el ocio del pueblo es el ocio del Amo, es la voz del Príncipe en cada casa, la voz que ya no se pierde en las distancias de los campos o las ciudades sino que es repetida y multiplicada hasta confundirse con cada individuo y es algo mucho mayor que una creencia religiosa, es ahora los afectos mismos, es la pasión y la voluntad, el miedo y la esperanza, la percepción, la imaginación y los sueños. Cuando se dice que “no hay afuera” no es que no haya afuera del capitalismo, es que no hay afuera de una humanidad absolutamente identificada con la voluntad de sus Amos, es que no hay un afuera de mí mismo y la corrupción es la de nuestras almas.
Es curioso que la noción de inconsciente colectivo haya aparecido justo en el siglo en que la existencia de algo tal se hizo imposible o, visto de otro modo, devino la principal manufactura de nuestro tiempo. Qué tan absurdo analizar ese Zeitgeist que emana no de un tiempo sino de una industria, no de un pueblo sino de quienes manufacturan su inconsciente. La nueva política quedará como aquella primera vez en que una política opositora confundió al pueblo con aquello en que el Amo había convertido su voz: el espectáculo del testimonio, de la pataleta, de Twitter et al.
Podemos decir, con más fuerza que Nietzsche, que habrá guerras, pero también totalitarismos, como nunca los ha habido. Que la fuerza del pueblo ya nunca podrá tumbar al Amo porque nunca este tuvo medios de represión como los que tiene pero, sobre todo, porque nunca como ahora el pueblo fue más uno con la voz de su enemigo.
O, como dijo Eugene Chadbourne: “Mao Tse Tung Did Not Have to Deal With People Who Were Watching Seven Hours of Television Every Day”.
29 marzo
Roger Ebert afirmó que The changeling es técnicamente impecable pero George C. Scott es tan racional y controlado que nunca temes con/por él. Yo voy al revés: Peter Medak hace tan condenadamente mal su trabajo y el guion es tan malo, que lo mejor de la función consiste en ver hasta qué punto es imposible asustar a George C. Scott. ¿En cuántas películas de terror te es imposible creer que alguien de verdad suba las escaleras, atraviese las telarañas, se meta en la habitación amenazante…? Si contratas a George C. Scott, problema resuelto. ¿Quién podría asustar a este tío? Ver la calma con la que asume que su casa tiene fantasma, que es un niño ahogado, que hay que hablar con una señora y decirle que hay que cavar un pozo bajo la habitación de su hija, meterse en el pozo a solas in the middle of the night, etc… es el único placer que aporta esta película tan indigna de su fama.
1 abril
En el prólogo a la primera edición norteamericana de Praxis del cine (retitulada Theory of film practice, con el mismo mal gusto que ya había convertido la politique des auteurs en auteur theory), Nöel Burch hace todo lo posible para convencer a los lectores de que su libro es una mierda. No sé si lo conseguiría, pero debo decir que, sin pretenderlo, Guillermo Cabrera Infante casi lo logra mediante la insoportable introducción que dedicó a su mítico El oficio del siglo XX. Y digo “su”, pese a que las críticas sean de G. Caín, y solo el prólogo (e intermedio, y epílogo, ay) de Cabrera Infante. Son la misma persona, sí, pero no por ello el segundo deja de querer hacerse ver hasta la sobreactuación, agravada por el hecho de que, si bien el crítico escribe excelentemente, el famoso escritor se dedica a ensuciar decenas de páginas con la mayor y más vacua y pedante exhibición del peor talento para los chistes y juegos de palabras que la humanidad haya conocido. Aconsejo al lector, pues, que se salte todas las páginas de este infame emborronapapeles y vaya derecho a las críticas.
Having said that, a veces hay sorpresas. O en fin, solo una, este párrafo que encuentro admirable:
Es muy probable —yo me atrevo a decir que es seguro— que nuestros hechos históricos se confundan en la disposición minuciosa pero falible del historiador futuro, como se confunden ante el arqueólogo moderno la multitud de hechos telescopiados en la prehistoria. ¿Sabemos algo hoy de la Edad de Madera que debió existir antes de la Edad de Piedra, nuestro tope para la nada histórica? En 25.000 años será muy difícil probar que James Joyce no escribió La odisea; ni Homero, Ulises; o que Virgilio Piñera fue el autor de La eneida, mientras Virgilio Marón escribió Electra Garrigó, tragedia romana; Edgar Kennedy, el cómico de Hal Roach, será inseparable de Jack, su hermano presidencial; Igor Stavisky podrá llamarse genio de la música y de la estafa; Abelardo Barroso es el amante de Heloísa; Offenbach compuso El arte de la fuga parisiense; Fernando G. Campoamor escribirá Las doloras; William Shakespeare fue un guionista de cine, Ricardo Strauss inventó el vals, a lo que respondió Manuel de Falla con otro ritmo de moda, el mambo; Sofonisba Angusciola pintaba con el pseudónimo de Amelia Peláez; Kafka, el soñador de pesadillas, Koffka, el psicólogo-sociólogo y Kupka, el pintor no-objetivo, serán una sola e indivisible persona: la blasfema Trinidad; Miguel Ángel Antonioni pintó un fresco (del que no se conservan hoy dolorosamente más que referencias) en la capilla Cinecittà, llamado L’Avventura, que mostraba a Adán buscando a Eva con auxilio de la serpiente por todas las ramas del árbol de la ciencia; John Milton Proust compuso un vasto poema en siete tomos titulado En busca del paraíso perdido: no poseemos hoy, lamentablemente, siquiera un fragmento de uno de los siete libros. Y así, en una quejumbrosa Arcadia, quedará encerrada toda nuestra historia pasada, presente y futura y lo que tú y yo (perdóname este último arrebato de cortesía: debí haber dicho como siempre yo y tú) lamentaremos más: toda la literatura que conocemos escrita pasará, en un acto de justa vindicación, de nuevo al folklore de que salió un día.
¿Qué me gusta del pasaje? Aparte de la imaginación, creo que me gusta que estoy de acuerdo. Creo que el tiempo no pone en su sitio a nadie, antes bien demuestra lo profundamente vinculados (identificados, me tienta decir) que están el azar y la justicia (no digamos la poética). Me gusta porque pienso que todas las periodizaciones desde hace más de un siglo son payasadas que por fortuna desaparecerán cuando el tiempo, en efecto, haga que los años 10 y los 90 no estén tan lejos, sea porque ambos pertenecen al siglo XX, sea porque ochenta años no son nada. Y, ya que estamos, que dividir la historia del cine en clásico y moderno es hacer el imbécil de una manera casi admirable, si no fuera tan tristemente común la manía.
¿Un buen párrafo de Guillermo Cabrera Infante en este libro que hace odiarle tanto (mientras se ama a G. Caín)? Pues no tanto: aunque en el prólogo, resulta que el texto sería una carta de Caín a su ufano prologuista. No pienso leer nunca a este, pero nunca despreciaré ni una línea de nuestro Caín favorito.
2 abril
Decía Cirlot que la pérdida de la amada es tema que expresa la incompletud, la falta consustancial al alma humana.
Leyendo las novelas de Chirbes o Marsé, me pregunto si la larga noche del franquismo, y el invierno subsiguiente, no es sino tema que expresa el esencial proceso de demolición en que consistiría toda vida humana. No es que no hablen de lo que hablan, pero sus historias aproximan hasta la identificación la vida del país con el envejecimiento (y pareja decepción, sentido del fracaso incluso en los triunfadores) de sus personajes, hasta el punto que es lícito preguntarse si no hubieran podido contarse bastante parecidamente en otro siglo, otro país, otros años.
Por un lado, problema que es el de la misma dictadura española, tan larga que dio de mamar a varias generaciones, que dio tiempo a envejecer a los jóvenes, morir a los maduros, madurar a los gestantes. Y por ello sí se parecen estas novelas a los relatos de la dictadura china, de las largas ocupaciones, etc. Totalitarismos con la suficiente longevidad como para bautizar y enterrar a todos sus vasallos, ¿o habría que decir vástagos?
Por el otro: ¿es posible que un autor español, cuente lo que cuente, hable de otra cosa que la muerte?
5 abril
Mucho hablar de memoria, pero ¿cuántos nos sabemos entero un solo poema? ¿Una película? ¿El nombre de todos los reyes o presidentes del país que sea?
Un día le escuché a Pere Gimferrer decir que a Rubén Darío, más que releerlo, lo recuerdo. Se sabía de memoria, creo, casi el 90% de su obra. En otra ocasión, creo haber leído que una vez Raúl Ruiz se enfadó con los asistentes a un almuerzo (quizás fue otro el contexto) porque no se sabían de memoria las Coplas de Jorge Manrique.
Se separa demasiado el problema de la memoria como problema político, del de la memoria como problema educativo, cuando, ya en mi época, la memorización era popularmente desestimada como antigualla inútil, solo defendida por mis profesores franquistas. Pero el caso es que, hoy, envidio las canciones, poemas y otras listas “inútiles” que muchos de mis mayores conservan en su cabeza, aunque, sobre todo, a quienes envidio es a esos artistas cuya buena memoria es determinante de su estética. ¿Cómo concebir por ejemplo el cine ruiciano sin la capacidad de tener en la cabeza todos los datos, ideas y conceptos de la multitud de intereses varios que sostenía Ruiz, es decir tenerlos presentes, al alcance de la mano, de tal modo que fuera posible combinarlos, mezclarlos, confundirlos, del modo en que lo hacía? No es lo mismo tener que ir de libro a libro que de recuerdo a recuerdo.
En este sentido, por hacer referencia a una entrada anterior, el recuerdo es, indudablemente, algo que se tiene. Se tiene como la madera un carpintero, como los diversos recortes y materiales el artista de collage o chantajista aficionado a los anónimos. La memoria no es sino el método que permite dotar de materiales siempre disponibles a nuestro pensamiento. Con todo en la cabeza, las conexiones se pueden hacer de inmediato, siempre y cuando por supuesto la imaginación sea facultad también ejercitada. Memoria e imaginación trabajan juntas, son colaboradoras fundamentales; no tiene sentido convertirlas en enemigas y una buena educación debiera trabajar por llevarlas a las dos a su máxima fortaleza.
6 abril
Leo que, un año después del suicidio de Kurt Cobain, le preguntaron al respecto a Dave Mustaine en un programa de la televisión italiana.
A Dave Mustaine.
Este respondió: “tenía buena puntería”.
Que cada cual piense lo que quiera, pero yo le doy gracias a la vida por el humor negro e inconveniente.
7 abril
Releyendo la nota del 28 de marzo:
Todo esto, tal vez, solo para decir que, tal vez, solo existe pueblo cuando ejercita su libertad, en defensa y desarrollo de la misma.
8 abril
Para mí, Val Kilmer solo existía por The Doors, la mejor película de Oliver Stone, el mejor biopic musical de la historia del cine si no me falla la memoria (aunque es un poco temerario tildarlo de tal), y una interpretación portentosa de verdad, tanto que es factible afirmar que Kilmer nunca se recuperó de no haber sido siquiera nominado al Oscar por ella (lo ganó Anthony Hopkins por su patética interpretación de Hannibal Lecter en yasabendónde).
Al dedicarle el correspondiente miniciclo, me encuentro un actor limitado, nada extraordinario, pero agradablemente sobrio. La verdad es que me sigue pareciendo un actor irrelevante, pero le he disfrutado, más o menos, en estas películas:
Batman Forever (Joel Schumacher, 1995): Kilmer es mucho mejor que el estreñido Michael Keaton, aunque es lo único en que Schumacher gana a Tim Burton (el de Batman Rerturns, la única película buena de verdad sobre el personaje). La sobriedad de Kilmer raya en lo irreal, permitiéndole ser antipático, cómico o melancólico sin variar apenas la posición de una ceja, mientras los dos villanos parecen competir en unas olimpiadas de histrionismo que convertirían al Nicholson de Batman en un actor bressoniano, si no fuese porque Nicholson, amigos, estaba por aquel entonces en su peor época de histérico mediocre inflado. Por lo demás: no veía esto desde su estreno y me ha resultado, para mi sorpresa, muy disfrutable. Aunque todo parece ser hecho contra Burton, Schumacher mantiene la negativa al realismo, el culto del absurdo, lo kitsch, lo delirante, etc. Una gozada, pues, poder asistir a un film de superhéroes que asume lo insostenible de sus premisas y desarrolla todos y cada uno de sus elementos de acuerdo a ello. Batman Forever no será una gran película, le faltará un buen cineasta y un buen guion, pero es mejor que todos los filmes de superhéroes de este siglo.
Mindhunters (Renny Harlin, 2004): Kilmer resulta ser un secundario apenas presente en este bodrio rutinario con un guion más que tonto, protagonizado por los agentes del FBI más inútiles jamás filmados (no me vengan con que son estudiantes, por favor). No llega a “tan mala que es buena”.
Kiss Kiss Bang Bang (Shane Black, 2005): peli simpática aunque muy sobreactuada por su guionista, y también director, Shane Black, mucho más inspirado cuando escribió Depredador o, ya que estamos, The last boy scout. Es la única película donde me quedo tonto mirando a Michelle Monaghan, y Val Kilmer hace de un detective gay muy entero y bien plantado. ¿Se nota que la película no me importa nada?
Spartan (David Mamet, 2004): un thriller nada enrevesado para lo que sería esperable en su autor, que en todo caso empezaba a volar bajo por esta época. William H. Macy está extrañamente desaprovechado, pero que me aspen si Kilmer no hace uno de sus mejores trabajos. Hace pensar en un Kurt Russell sin glamour, sin encanto, no cool sino abiertamente frío, de una impenetrabilidad nada sexy, nada atractiva, reticente a sugerir hasta el momento mismo de la puesta en acción. Haría buena doble sesión con Hunted (2003), una de las mejores pelis de William Friedkin.
Twixt (Francis Ford Coppola, 2011): lo peor que se me ocurre decir de ella es que nunca llega a ser tan loca como podría haberlo sido, pero lo bueno es que, lo que es ser loca, lo es. Lo mismo podemos decir de Megalopolis, claro, e incluso en ambas sucede que se terminan de repente, pero allá donde en esta el final es rendición a lo fácil, en Twixt duplica el delirio, o el WTF, si quieren. Prácticamente ni una línea narrativa resuelta, ni una idea cerrada, lo abierto y deshilachado apenas hilvanado de alguna manera suficiente, pero creo que merece mucho la pena ver este Coppola digital, de apariencia casi Z y materiales tópicos en extremo pero mezclados con algo que no sé definir, pero me encanta. Quizás, como en Megalopolis de nuevo, se trata de su obviedad casi zafia, que sin embargo en lo desacomplejado de su articulación resulta formal, y narrativamente, atrevida. Los actores sostienen bien el edificio, sobre todo un Bruce Dern ido de olla, una hermosa Elle Fanning y un impecable Val Kilmer, lanzado a todo, y que además tiene una memorable escena de Skype con su ex, Joanne Whalley-Kilmer. Igualmente, no puedo no confesar mi admiración, mi devoción, mi amor a una imagen inolvidable: los brackets de la vampira adolescente, deformándose y saliendo disparados ante el crecimiento de sus colmillos. Glorioso.
No me apeteció ver The Doors de nuevo, pero reitero la alta consideración en que la tengo. Una buena opción hubiera sido Thunderheart (Michael Apted, 1992), que recuerdo con cierto interés. Obviamente, no pienso volver a ver Top Gun en mi vida, y no haré el intento con su secuela mientras tenga cordura. Finalmente, no recomiendo a nadie que vea el documental Val (Ting Poo, Leo Scott, 2021), pues su único efecto será alegrarse de la muerte de su protagonista.
9 abril
Leo que los marinos del Juan Sebastián Elcano, a los que no sé por qué alguien debe haber preguntado, encontraron que “Valparaíso pudo haber sido una joya, pero hoy luce sucia, maloliente y peligrosa. Una ciudad donde el deterioro avanza sin freno: calles con olores ácidos [quieren decir a orina], fachadas históricas cubiertas de grafitis, estructuras derruidas y una economía local visiblemente afectada [no estuvieron aquí hace dos años]”.
La caracterización resulta evocadora. Chequeando el Memorial de Valparaíso, vemos que Vicente Pérez Rosales ya hablaba del “hediondo” ambiente del “desgreñado Valparaíso” de 1814 (gran adjetivo), y, en 1825, Gilbert Farquhar Mathison hacía lo propio sobre un “puerto de mar desaseado” con una población formada “por gentes de clase inferior y de las últimas del pueblo”, y del que se preguntaba «cómo un nombre, que traducido literalmente, significa “Valle del Paraíso”, pudo aplicársele», aventurando que lo debió hacer alguien que entró por tierra y no por mar. A finales de esa década, Eduardo Poeppig afirmó que “de ninguna manera Valparaíso corresponde a las expectativas que se podrían cifrar en atención a lo que parece prometer su bello nombre”: “Entre los numerosos forasteros que tocan anualmente Valparaíso, no habrá uno solo (…) que olvide más adelante, por mucho que se acostumbre a los alrededores del puerto, la impresión desfavorable que recibió de ellos al contemplarlos por primera vez. La sensación de la esperanza amargamente engañada que tuvo en aquel momento, no la volverá a olvidar más. Por otra parte, es difícil que ello no ocurra así.” Invito a leer la descripción de Poeppig, que no desmerece de las actuales; el lector se llevará incluso la sorpresa de comprobar que ya entonces las pulgas eran habituales y, más aún, “la mala costumbre de los chilenos de rodearse siempre con verdaderos rebaños de perros inútiles”. Añado la interesante observación de que “el sitio mismo es el menos adecuado para construir una ciudad destinada a concentrar el comercio marítimo de un gran país”, pero sobre todo destaco esta profética afirmación: “si fuera posible encontrar en las provincias centrales de la República un puerto mejor, es probable que Valparaíso volvería a descender a su insignificancia anónima de tiempos antiguos”. Profeta.
Sobre el Valparaíso de 1828, Jacques Antoine Moerenhout señala que “la primera impresión que produce esta ciudad, al penetrar en la bahía, no es favorable” y que “las cabañas muestran las lacras de la miseria, lo que afecta de una manera penosa la sensibilidad del viajero que viene de Europa y le angustia el corazón”. Por su parte, William Ruschenberger es casi cómico hablando del de 1831: «Aquellos que durante el viaje al “Valle del Paraíso”, habían formado sus conceptos de antemano y creado en la imaginación un retrato del lugar por descripción escrita, sintieron a primera vista hundírseles el corazón de desengaño. (…) “no tengo la menor gana de bajar a tierra en un sitio de un tal aspecto. Más bien parece un ladrillal que una población”». Ambos autores, eso sí, coinciden en apuntar que esta mala impresión va mejorando; para el primero, cambia según se va conociendo la geografía del lugar, el segundo sitúa la causa en los “placeres sociales”, “independientes de la localidad y del paisaje”.
Creo que no tiene sentido insistir más. Habría, evidentemente, que observar qué se dice de la vida dentro del puerto, cómo van variando las percepciones según avanza el tiempo, etc. Pero no creo aventurarme mucho sugiriendo que las impresiones desfavorables de la ciudad ganan sobre las favorables, salvo en el periodo en que fue la ciudad más rica y de apariencia más extranjera, época más bien breve. O podemos decirlo de otra manera: el esplendor de Valparaíso fue poco duradero, y su carácter pobre, decadente e incluso malsano, el dominante en sus distintas épocas. La caída de Valparaíso es retorno a su origen. Ciudad delirante y absurda, solo el capitalismo pudo crearla, será el capitalismo quien la destruirá.
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