Django (Sergio Corbucci, 1966)
Yellow sky (William A. Wellman, 1948)
Yeelen (Souleymane Cissé, 1987)
Hellraiser (Clive Barker, 1987)
Hellbound: Hellraiser II (Tony Randel, 1988)
Roman Polansky había hecho a dos hombres arrastrar un armario, luego Raúl Ruiz a otro arrastrar una maleta, y Sergio Corbucci, en Django, muestra a un pistolero arrastrando un ataúd por el suelo más lleno de barro que se haya visto en western alguno. Que luego saque del interior una ametralladora y acribille a un ejército lleno de hombres con capuchas rojas evidentemente no le resta surrealismo a la apuesta. Django es una joya de exageración y delirio como los spaguetti westerns rara vez saben ser, excesiva por todos los lados: la acción y la violencia son brutales, nada menos que José Bódalo encarna a un bandido mexicano ultra-vitaminado y tan malvado como simpático cuya muerte parece encima homenaje al Peter Sellers de El guateque, pero Franco Nero es de una sobriedad extrema e intensa, dispara impertérrito sin que para poner la bala tenga siquiera que poner el ojo (aunque con los puños no es tan diestro, conste), y los antecedentes dramáticos quedan borrosos, sobre todo en el caso de la protagonista femenina, una por cierto excelente Loredana Nusciak. Una atmósfera dramática, grave, casi trágica va poco a poco posesionándose de la obra y logra momentos hermosos como el asesinato del dueño del burdel (nunca vemos su cuerpo caer, pero sí el sonido de la caída sobre el rostro de la mujer oculta) o el “duelo” final, que redobla la apuesta de Por un puñado de dólares haciendo que el héroe mate a sus enemigos con las dos manos rotas (y descubriendo de paso que las cruces también sirven para apuntar). Que queden dos sobrevivientes me parece un poco inconsecuente, y que siempre haya menos contrincantes que balas en el tambor del revólver un exceso de buena suerte, pero la película me gusta hoy más que ayer, así que supongo que menos que mañana. Pero vaya usted a saber.
En las antípodas, obviamente, se encuentra Yellow sky, aunque hay que decir que se trata de un western rocoso y sobrio, que felizmente apenas usa música en favor de la atmósfera aportada por los sonidos naturales, y donde los personajes tienden a decir lo justo, tanto que, cuando se extienden más de lo común, lo fundamental no es tanto lo que dicen como lo que buscan con ello; así, cuando el protagonista empieza a contar su vida al anciano buscador de oro, no le está hablando a él tanto como a su recién besada nieta, y cuando Dude cuenta a Stretch una pasada afrenta no tiene intención alguna de compartir una confidencia, sino de manifestar que nada impedirá que se haga con el oro que sospecha. Western de cámara, anticipa en cierta medida el ciclo de Boetticher con Randolph Scott, incluso en la simpatía que generan sus villanos, y no es poca ayuda un plantel de actores más que notable, destacando lógicamente al infalible Richard Widmark, un inesperado Charles Kemper o la magnífica Anne Baxter, que sabía mirar como nadie y de tal arte ofrece aquí ejemplos de peso. La película es de tal inteligencia que deja invisible el tiroteo final para que sea con ella que descubramos su resultado, y muestra sabiamente la importancia que la atracción erótica, física, tiene para el personaje cuando descubre que su amado sigue vivo gracias al movimiento de la respiración en su torso. Termina de rematar la función la fotografía de Joseph MacDonald, que al menos a un servidor dejó obnubilado en momentos como la muerte de Bull Run o la escena del beso nocturno entre Baxter y Peck, una de esas confluencias entre luz, movimientos y miradas que se quedan grabados en la retina. Al contrario que Incidente en Ox-Bow o El rastro de la pantera, westerns tan prestigiosos como mediocres, Yellow sky es clásico a la altura de su leyenda.
Quien no sabe mucho de silencio es Kevin Smith, aunque uno de los mejores planos de Red State muestra una larga toma conjunta de tres agentes de la ley esperando que los fanáticos religiosos a los que tienen rodeados contesten a su llamado, un momento que trae al recuerdo el sentido del plano y la situación que Smith aún tenía en sus primeras películas. Red State, realizada tras la catástrofe de Cop out, está sin duda entre las mejores de las suyas, y fue una enorme sorpresa cuando salió, aunque en esta revisión la encontré más “smithiana” que en su momento, y desde luego, pese a lo que su autor declarara, nada parecido a una straight horror movie. Se trata si acaso de un thriller, si es que tiene sentido usar categorías tan gratuitas, donde en ningún momento resulta creíble la apuesta inicial por la comedia adolescente, ya sea por el brevísimo tiempo que le dedica, ya por la un tanto zafiamente resuelta voluntad de explicar desde el primer momento en qué consiste la comunidad religiosa que enseguida devendrá fundamental en la trama. El logro de Smith, más bien, se encuentra en el desarrollo de la situación, la descripción de los personajes (donde no es sorpresa que destaque John Goodman, pero merece mención Melissa Leo) y, obviamente, los diálogos, aunque cabe lamentar la falta de criterio a la hora de poner en escena un momento tan central como el sermón. La dichosa cámara flotante y la manía por cortar a ritmo uniforme los planos sin razón alguna estropean varias veces la función (es especialmente terrible en la clase del comienzo), pero secuencias como la de la muerte del primer adolescente metralleta en mano están sorprendentemente bien compuestas, y el cierre es hilarante (shut the fuck up!). De remate, hay que decir que, trompetas del Apocalipsis aparte (¡qué gran idea!), Red State es una película sin clímax, en lo que barrunto una influencia de Burnt after reading de los Coen, tres años anterior y que concluye de parecida manera. Un ejemplo curioso de película donde un autor utiliza todos sus procedimientos y estilemas típicos, pero aplicados a un tipo de historia para él nueva (es decir, agentes del FBI bromeando sobre sexo anal). Sin ser una gran película, la considero pequeña joya.
Yeelen, hay que decirlo, juega en otra liga, y me impresionó tanto que no sé qué decir de ella. Ha sido nombrada por muchos como “la mejor película africana” y me suena raro y un poco siniestro porque nunca he visto a nadie hablar de “la mejor película europea”, pero se trata sin duda alguna de una obra maestra, y le encuentro pocos parecidos a nada que conozca. Si acaso, me dio en pensar en las películas mitológicas de Pasolini, como Medea o El evangelio según San Mateo (que sí, también considero mitológica) en el modo sencillo, a pie de tierra, en que representa, pone en juego, mira un mundo donde los mitos aún siguen vivos. Diría yo que Cissé, no obstante, parece encontrarse en un puro presente en mayor medida que Pasolini; por decirlo de otro modo, no hay aquí impresión alguna de encontrarnos ante un mundo viejo, quizás porque apenas hay abalorios o iconos aparatosos, tan solo las simples ropas (y a veces su ausencia), un tronco, un hueso, leche, etc. Cissé es de esos directores a los que basta con un chispazo, un fundido encadenado o el más simple de los trucajes para sugerir lo sobrenatural, pero porque en el fondo no hay tal “sobre”, y de ahí la potencia documental de muchos de sus pasajes. Se trata probablemente de la mejor narración iniciática que se haya contado en el cine, y lo más cercano a un auténtico cuento, un auténtico mito, que jamás haya visto en imágenes.
Una charla con un amigo que recientemente se vio toda la saga me llevó de vuelta a Hellraiser. Ha sido curioso, pues lo que recordaba peor resultó lo mejor: la historia de Julia, la mujer obsesionada por el hermano de su marido, ahora retornado del infierno con la ayuda de la sangre ajena (y qué gran escena la de su resurrección). La actriz, Claire Higgins, y el desarrollo de su personaje, son lo más interesante de la función, y la centralidad del personaje lo único que me permite entender cómo es que la narración deje en off la definitiva muerte de su marido. Sea como sea, el último tercio es una catástrofe sin paliativos: casualidades de la vida, la odiosa hija es la única que acciona la caja sin que salgan ganchos, a los demonios se les vence con unos rayos de nada o tirándoles un techo encima, Julia aparece en la cama con ganchos y caja sin que se sepa cómo, y del bicho monstruoso al que debe darle miedo cruzar la puerta, mejor no decir nada. Ashley Laurence es la peor actriz del mundo y aunque algo mejor se defienda en Hellbound tampoco da para aleluyas. No dejo de preguntarme cómo los cenobitas tomaron tanta fama con lo maltratados que quedan en ambas películas: en la segunda basta incluso enseñarles una foto para que se pongan a defender a las chicas ¡e incluso descubrimos que los demonios pueden morir! ¿Cómo resolver tamaña paradoja? Que podamos eliminar a un demonio en nuestro mundo se entiende, pero ¿en el mismísimo infierno? No tengo esperanza de hallar explicaciones satisfactorias en la tercera parte. Además, ¿cómo resolver también que, si el dolor conlleva placer, Frank quiera con tanto ahínco escaparse? ¿Será simplemente que es culo de mal asiento, y al fin y al cabo hasta de Traci Lords se puede cansar uno? Más lógica tendrá lo mejor de Hellbound, que a no dudarlo es el personaje del doctor Channard, memorablemente interpretado por Kenneth Cranham. Cuando logra que Julia surja de la cama el actor entiende que se trata de un hombre en el momento de lograr la mayor ambición de su vida: se trata, pues, de encontrar la cara adecuada, justa, y mantenerla paralizada; la mezcla de terror y felicidad ante tan ansiado logro encontrará su eco cuando reaparezca convertido en demonio y, con rostro escalofriante, manifieste “y yo que tenía dudas”. Aquí sí que se ve la tan cacareada mezcla de dolor y placer, junto a la adicción y entrega que debieran ser su consecuencia. Hellbound tiene un grado de locura e imaginación muy de agradecer, sus trucajes son encantadores, pero reitero que lo peor que tiene son los cenobitas. ¿Será el típico ejemplo de fascinación generada por el hecho de que es uno el que acaba teniendo que poner toda la carne en los huesos de una propuesta insuficiente? Dos películas simpáticas en todo caso, ideales para un domingo tarde en familia.
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