El pasado martes, caminando por Lavapiés con Mario, me asaltó de repente la certeza, la evidencia de que nunca más volvería a encontrarme a Salomé por aquellas calles. Cruzarse con ella era una de las ventajas de vivir por esa zona; aunque en los últimos tiempos esos encuentros fuesen cada vez más inusuales, seguían siendo posibles, y que esa posibilidad desaparezca es algo desgarrador que me hace más deseable todavía el abandonar esta ciudad de la que hace un par de semanas le decía a un amigo, ignorante de la crueldad que los días siguientes nos deparaban a todos, que tenía ya para mi “demasiados esqueletos en sus armarios”. No caminar las mismas calles hará menos doloroso el saber que ya nunca más me encontraré con ella, viéndola venir a lo lejos, con sus inseparables Nico y Lotta, y detenernos a hablar de a saber qué, siempre con esa mezcla de reflexión cuidadosa y comentario maligno que tan bien se nos daba cuando nos juntábamos.
Lo hará menos doloroso,
pero será imposible olvidar, porque no es su muerte la que ha hecho de Salomé
una de las personas más importantes y queridas de mi vida, es decir, una de
esas personas mágicas a las que te llevas para siempre, ya, contigo.
El día que me asaltó, que
me golpeó esta certeza, Salomé no había fallecido todavía, lo que hizo más dura
la sensación, como el leer a las voces que en los comentarios de facebook ya
hablaban de ella en pasado. En realidad, volvíamos del hospital, de verla junto
con Javier, los tres junto a su cama como si fuéramos personajes de El mago de Oz, despidiendo a la adorada
Dorothy. Aún consciente, pero ya entre las brumas de la sedación, llegó a reír
alguna de las bromas que son lo único que soy capaz de decir en estas
situaciones. Qué vas a hacer, ¿llorar? Saber que entre sus últimas sonrisas se
encuentra alguna provocada por mi es tal vez lo único que consuela en estos
momentos en los que ya es cierto que se ha ido, y que no volverá. Escribo en
Santander, para colmo, donde el frío no es tan duro como en Madrid pero es en
cambio como una categoría ontológica, un esencial antropológico, un frío
interno que te quiebra y te emponzoña. Todo lo que no era la sonrisa siempre
cálida de Salomé. O la sarcástica y burlona, que también la tenía y me
encantaba.
Acabo de leer un comentario
en facebook escrito por una amiga de Salomé a la que no conozco, Belén Guerra,
que me parece la retrata tan, tan bien. Me permito la libertad de reproducirlo
aquí:
El 25 de Mayo del 2014 pasará a la historia como
el día en que todo comenzó a cambiar de verdad.
Yo personalmente, ese día tuve el honor de
acompañar a Salomé Ramírez en la tarea de inventar de la nada el típico lugar donde un partido
político se reúne a celebrar resultados, llegado el caso. Yo, ni siquiera sabía
que estaba tan enferma.
Ella, con la fuerza de mil ejércitos iba
construyendo su casita de muñecas: aquí la sala de prensa, aquí el catering, uy
y las cámaras y aquí los de redes que son un montón, uy el streaming y claro,
la decoración!!!. "Que no nos quede cutre Belén, eso nunca". Yo le
decía: "yo creo que así está bien", me miraba con cariño y decía.
"Chapuzas no, nosotras no". Y yo decía: "pero Salo no nos da
tiempo" y ella decía: "Ya verás que sí".
Me van a permitir que recuerde el 25 de mayo de
2014 como el día en que aprendí de Salo cómo se hacen las cosas. Mientras
PODEMOS empezaba a darle la vuelta a todo como un calcetín.
Hasta siempre Salo!
Me disculparán que hable
tanto de mi como de ella, pero me es inevitable: a pesar de que sin duda no
consiga transmitirlo, porque es imposible y porque no estoy para muchos trotes,
durante un tiempo mi vida estuvo anudada al trato con ella, a la labor en
común. La conocí ya no sé hace cuántos años, como asistente al mejor seminario
al que he tenido el placer de ir, el que al tema de la biopolítica dedicaban
Javier Ugarte, Germán Cano y Jacobo Muñoz en el CSIC, personas todas ellas
queridas y valiosas. Salomé era una rubia muy guapa, a la que recuerdo sentada
frente a Mario y a mi, sonriéndose de las inaudibles pero evidentes
malignidades que los dos solíamos compartir. Enseguida trabamos amistad con los
miembros del seminario y descubrimos que Salomé era pareja de Germán Cano pero,
sobre todo, la fuimos conociendo mejor. Envidiamos a Germán de forma secreta, y
a veces hasta manifiesta. Tanto, que incluso hoy mismo seguimos haciéndolo.
Por mi parte, el trato pasó
a ser cercano tras el seminario de cine y filosofía que Miguel Alfonso
Bouhaben, Miki, impartió junto a Ana Useros y Violeta Alarcón en la Facultad de Filosofía de la
UCM. Un grupo de gente que allí entablamos contacto, y entre la que estaba
Salomé, montamos a proposición suya un seminario en Cruce, llamado On/Off
Deleuze. Miki, Ana Useros, Ana J. Revuelta, Viole, yo, y Salomé. Hay que decir
que de ella salió la propuesta, vinculada a aquel espacio del que yo, hasta
entonces, solo tenía un recuerdo: una chica a la que quería, y que ya no me
quería a mi, desapareciendo tras sus cristales empañados. Salomé abrió aquel
espacio y no dejó de hacerlo desde entonces. Yo, que no hablaba en público
desde la clase en que puse porno a menores en Santander (era la misma época de
los cristales empañados, qué quieren), allá por finales de 2003, di tres
ponencias que en cierto modo me pusieron en circulación de nuevo, me
devolvieron a un ruedo que ya no he abandonado y al que Salomé siempre hizo por
meterme aún más. La experiencia de aquel seminario fue clave para mi por muchas
razones, también personales: fue una época extraña a la que justo en estos
momentos vuelvo a rondar, por una película que quisiera terminar de una vez, y
cuyas primeras imágenes llegué a proyectar en los momentos previos a la segunda
de mis ponencias: solo Salomé llegó a verlas, o al menos a comentarme algo de
ellas. ¿Para qué demorarse en decirlo? Era una persona atenta como pocas, sobre
todo atenta a tus cualidades y preocupada por fomentarlas. Escuchaba o miraba,
atenta, comentaba y, muchas veces, y cada vez más, proponía: un taller, curso,
ponencia, película… ayudaba, animaba, incluso empujaba. Yo quería siempre su
opinión y no puedo expresar cuánto me duele saber que no la tendré nunca más. Me
alegró mucho que la gustase Valparaíso,
2011. Observaciones de un turista (ella la proyectó por primera vez, en un
pase de prueba en Cruce para algunos amigos), y que además me alabase su
subtítulo, pero nunca sabré qué pensará de Tres
caminos a Cádiz, y me perderé la charla antológica que siempre supuse
íbamos a tener sobre ella (la película es material de primera para nuestros
chascarrillos). Inserta ya para siempre en mi sistema nervioso, cuando escribo
un nuevo artículo, entrada de blog, película, siempre me pregunto qué pensará
Salomé. Es una de esas personas de las que te preocupa su opinión, que en
cierto modo ayudan a configurar tu criterio, incluso cuando no pueden estar ahí
para opinar, y eso es porque la conoces, has integrado en ti mismo parte de su
visión, porque te importa, te preocupa: está, como digo, en tu sangre. Aunque
me gustara hacerla rabiar a veces, era una persona a la que me gustaba gustar.
Pocas frivolidades en esto: la quería mucho. Era una gran amiga. Me lo demostró
muchas más veces de lo que pude yo demostrárselo a ella.
On/Off Deleuze: "El seminario más alcohólico de Madrid"
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Di tres conferencias en
aquel seminario, el mismo número que ella. De lo peculiar de su aportación da
fe la doble sesión que le dedicó a la imagen-afección en David Lynch: la
primera, en vez de tratar del cineasta, fue un impecable análisis de políticas laborales
en el neo-liberalismo, amén de su plasmación en campañas publicitarias y
materiales de circulación interna. Pura y dura biopolítica. El caso concreto
era Telefónica, la empresa donde trabajaba y que tenía analizada al dedillo,
tanto que yo solía bromear, muy en serio, diciéndola que le dedicase la tesis a
ella, en vez de a Lynch. Se reía siempre mandándome a la mierda, pero realmente
conocía la empresa muy bien y la analizaba mejor. ¡Y nos dio una sesión sobre
esto para introducir su reflexión sobre Lynch! Llámenlo como quieran, para mi
es un ejemplo.
De lo interdisciplinar
hicimos bandera en el siguiente seminario, Cine Y, bastante más complicado y
agotador, donde Salomé empezó a ejercer de tejedora imparable y brillante de
lazos y proyectos comunes. Allí proyecté por primera vez tres cortometrajes
propios, que la gustaron, para mi alegría. Pudimos y debimos haber seguido por
ese camino (y si no lo hicimos, la culpa es solo mía, ella me lo propuso más de
una vez), pero en su lugar nos metimos en una derivación extraña que nos
sobrepasó, Los Límites del Cine. Horror a cuya frenética experiencia creo que se debe sin embargo la eficiencia posterior descrita más arriba por Belén
Guerra. A mi, me mató; a ella, la hizo más fuerte.
Aquella experiencia
horrible, que temerariamente emprendimos juntos y prácticamente a solas, fue
para mi una máquina asesina de la que solo me salvé, dicho en claro, porque
ella asumió casi todo el trabajo. La culpa por ello siempre me ha perseguido en
no pequeña medida. Lo reconocí públicamente en mis tres crónicas del ciclo (que
dan fe de mi deplorable estado del momento, incluso sin la necesidad de leer
entre líneas), pero la verdad es que nunca hubo un día en que la mirase y
dijese: Salomé, tú y yo sabemos que fui un inútil aquellos días, que tú lo
hiciste todo, que no estuve a la altura, ni del proyecto ni de ti. Fueron meses que nos machacaron a los dos, a mi por mi predisposición a ello propia del
momento, y a ella por la sobrecarga de trabajo debida a mi incapacidad, y
siempre he tenido la sensación de que fue protectora conmigo; igual me
equivoco, pero es mi impresión: me había metido en una situación que, en el
contexto emocional en el que me encontraba, no estaba preparado para afrontar.
Ella, que sabía de aquella relación que acababa de terminar, con cuánta ilusión
empezó y con cuánta amargura y rabia terminó, estoy seguro de que lo tuvo en
cuenta. Y de que si no me mandó a la mierda, fue por eso.
De hecho, no solo no lo hizo, sino que en la casa que compartía con Germán pasé mi última semana en España y la
primera al volver de Chile. Incluso el billete lo pillé a través de Salomé. Con
ella (y Mario) hice mi maleta, y fui al aeropuerto. Suya fue la primera llamada
al día de llegar a Valparaíso. Lo recuerdo tan claramente, en la micro camino
de casa de Diego, mi nueva casa, justo tomando la rotonda dirección de Playa
Ancha frente al ascensor Artillería, suena mi teléfono nuevo (el más barato de
la tienda), lo cojo y es ella. Preguntando si estaba bien, qué tal el viaje (yo
había partido enfermo), la llegada, la nueva casa, si necesito algo, etc.
Siempre ahí. Solo al volver a Madrid no pudo estarlo, y fue porque Nico la
necesitaba: a los pocos días de llegar yo, Nico enfermó de algo grave y entre
Germán, Salomé y yo la llevamos al veterinario. La recuerdo llorando aquel día:
era casi seguro que Nico moriría. Pero no, Nico se salvó, sigue viva, y cada
vez que pienso en ella lloro el doble (y acabo de leer otro mensaje en facebook donde veo que aquella experiencia también le sirvió para aconsejar a otros que se vieron con similar problema). Nico, Lotta.
Lotta apareció, para mi
sorpresa, cuando alguien, creo que Daniel, me había ya avisado de la enfermedad
de Salomé. Me temía una persona agotada, machacada, y sin embargo ahí estaba,
Salomé caminando por la calle ya no con una perra, ¡sino con dos!, y ambas
igual de fuertes y salvajes. La recuerdo bien, los dos sentados en una terraza
de Argumosa, explicándome la situación de su enfermedad: no parecía describirme
la terrorífica situación en que se encontraba, sino las inmensas posibilidades
que se le abrían (y aquí hay que recordar que en España había sucedido una cosa llamada 15M y que
Salomé, como Germán, estaba a fondo en ello y lo que siguió). La enfermedad era
para ella como una oportunidad: de dejar Telefónica y concentrarse en las cosas
que de verdad la importaban. Siempre tuve la impresión con Salomé de que se
dedicaba más a los demás que a sí misma, impresión posiblemente falsa aparte de que solo Paulo Coelho y sus miserables seguidores pueden sostener ese pensamiento despreciable según el cual hay que quererse a uno mismo para poder querer a los demás; pero sí me parecía que había algo que aún debía emprender,
que había algo que la sujetaba impidiéndola avanzar todo lo que podía. Igual me
equivoco y tiendo a leerlo todo desde mi propia frustración congénita, pero aquel
día, lívido por la descripción del terrible cáncer que la habían descubierto,
encontré también sin embargo, por primera vez, a aquella Salomé soñada, que
mandaba a la mierda los lastres y afrontaba la vida como un sujeto pleno de
fuerza. Parece increíble, pero mi impresión es que la enfermedad dio a Salomé un
extra de fuerza, la llenó de vida y energía. Esa claridad y capacidad de
decisión y trabajo que siempre tuvo parecía apoderarse de todo y
daba la impresión de que empezaba una nueva vida y que nada podría con ella.
A partir de aquel momento,
cada encuentro era una propuesta de hacer algo: un curso, un taller, un ciclo
de cine… yo siempre estaba absorbido por algo y el recuerdo de Los Límites del
Cine había mermado considerablemente mis ganas de hacer nada en ese terreno.
Solo en la anterior primavera pensé proponerla algo, pero el trabajo en la
tesis y el compromiso para la coordinación de un libro me lo impidieron. Es una
pena, la hubiera tratado mucho más estos últimos meses; me imagino todo lo que
hubiéramos cotilleado y nuestras peleas sobre Podemos. Era una fiesta disentir
con Salomé, aunque la última vez que la vi en Cruce el encuentro fue tan breve
que solo me llevé la impresión de la disensión en bruto, no tanto el buen rollo
que sin duda había pero no tuvo tiempo para manifestarse con la intensidad
debida.
Ahora todo acabó. En los últimos
años la vi poco pero la posibilidad de encontrársela alegraba los paseos por el
barrio. Reconozco que en algún momento duro he paseado con esperanza de
cruzarme con ella, porque era comprensiva y ayudaba con su sola presencia incluso
aunque no le contases nada, que es lo que suelo hacer porque en los malos
momentos soy absurdamente discreto. Yo no la preguntaba por su enfermedad
porque a la enfermedad no hay que concederle nada, porque no quiero que nadie
lea en mis ojos su desastre, solo la imagen de cómo lo vence. Mis “¿cómo
estás?” no incluían la salud, no en su caso al menos, porque era muy evidente
que las fuerzas de Salomé se redoblaban, se duplicaban, que la lucha la hizo
crecer. Algunos no nos damos cuenta de que en la lucha se crece y tendemos a
buscar la cobarde sobreprotección de la inactividad y la soledad. Cómo nos equivocamos, cómo nos lo demuestra
Salomé en sus últimos años.
Decía Pasolini en un viejo
y célebre escrito que la muerte da el sentido de la vida, que solo ella permite
explicarnos. Que se pudra Pasolini. La muerte no da nada, ¿tan difícil es ver
que solo quita? ¿Qué sentido dio tu muerte a tu vida, Pasolini? ¿Qué sentido ha
dado a la de Salomé? Tan solo nos privó de un desarrollo que nadie puede
predecir. Qué terrible esta necesidad de dar sentido a lo que solo es una
putada: la muerte. Gorin escribió que Straub, en el entierro de Daniele
Huillet, co-autora de toda su vida, compañera de toda su obra, empezó a gritar
furioso y salió corriendo, perseguido por algunos asistentes. Me resulta más
admirable esa negativa, esa insumisión a aceptar lo inevitable, que el intento
patético de insertarlo en nuestra
vida y, más aún, hacer que sea ésta la que dependa de la muerte, como tantos
filósofos de mierda que identifican con ella a la temporalidad (¿es tan difícil
aceptar que la muerte pone fin al tiempo, que el tiempo solo puede ser
identificado con la vida?), o quienes dicen que la vida es ser para la muerte,
por lo que también sería válido decir que la vida de cada día está pensada para
dormir, o cada dormir para levantarse, cada comida para el postre, cada
desayuno para la cena, cada comida para el excremento: estupidez de un
pensamiento teleológico que trata de redimir por la razón (una estúpida razón)
su pavor ante la extinción y de difundir su odio a lo vivo y lo temporal,
siempre a favor de esas máquinas contra lo humano, la materia, la vida y el
tiempo que son la belleza, la armonía, lo divino, la muerte. No somos cadáveres
de permiso, muertos que caminan, no somos nuestras células renovadas cada me
importa una mierda cuántos años: somos materia viva, afectos encarnados, a los
que un día la muerte pone fin. Es una mierda, ¿podríamos por fin aceptarlo
y dejar de elevarle templos a aquello que simplemente nos mata? No
implicará no aceptar la muerte de aquellos que amamos, y sí por contra el no
volvernos imbéciles enamorados antes de nuestro fenecer que de nuestra
potencia.
Sí, Salomé vive en
nosotros, no es mentira, en mi al menos sé que lo hace y lo hará, no es ninguna
tontería, ninguna trivialidad, pero la muerte ha cerrado la posibilidad de que
sea ella quien colabore en esa vida. En un viejo chiste, Woody Allen prefería
vivir mediante el método de no morir, que hacerlo en el alma de sus seres
queridos. Yo también preferiría olvidarme de que Salomé existió, si con eso me
asegurase de que en efecto sigue viva, que es ella quien construye y crea su
propia vida, su propio sentido. Pero es cierto, es cierto que vive en nosotros.
Que por mi parte la llevaba ya, y la llevaré más aún desde ahora, en mi sistema
nervioso. Y que aunque no me negaré las lágrimas, menos aún lo haré con la
alegría que supo aportar a mi vida, y a la de tantos otros. Queriéndola, sé que
muchos nos hemos hecho mejores. No conozco epitafio mejor.
1 comentario:
Solo hay dos cosas que no perdono a esta muerte: que Salomé sufriera antes de llegar a ella y que no dejara a Salomé ser eterna. La muerte no tiene ni la más remota idea de lo que hace. Es idiota.
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