Balearic (Ion de Sosa, 2025)
Flores para Antonio (Elena Molina, Isaki Lacuesta, 2025)
Juror #2 (Clint Eastwood, 2024)
Skinamarink (Kyle Edward Ball, 2022)
Noche transfigurada (Julius Richard, 2025)
Perpendicular (J. Richard, 2025)
Sinister (Scott Derrickson, 2012)
Sinister 2 (Ciaran Foy, 2015)
Misery (Rob Reiner, 1990)
Anaconda (Luis Llosa, 1997)
La primera parte de mis vacaciones de verano consiste no solo en cambiar de país, ciudad y estación (heme aquí, en mi segundo invierno del año), volver a ver a familia y amigos, atiborrarme de rabas, chocolate con churros, cecina, caracoles y otras delicias culinarias, sino también de, como buen cinéfilo, aprovechar la posibilidad de acceder a una cartelera diferente. Y es que Santander sigue teniendo una vida cinematográfica interesante. Si en Valparaíso solo tengo a mano el Insomnia y los Cineplanet (es decir, el Insomnia), más el Cine-Arte y los Cinemark de Viña, en Santander tengo las tres cadenas de multisalas de las afueras más, en el interior: Los Angeles, Bonifaz (aka Filmoteca) y las tres salas de Embajadores, otrora Groucho, a las que hay que añadir la programación de Cineinfinito en la pequeña sala de Madrazo, donde en la semana de mi llegada se proyectaron dos pelis de Michael Snow (Wavelength y La région centrale) y otras dos de Paul Sharits (Ray gun virus y la extraordinaria 3d degree, lo más obra maestra que he visto en los últimos meses, y quizás en todo el año). En lo que respecta a la semana siguiente, objeto de este informe, han caído dos en Embajadores, dos en Bonifaz, y lo que he podido en casa. Los entusiasmos, empero, han sido pocos.
Cayeron, en los nuevos Embajadores, ahora tres salas en vez de dos después de que el cenizo propietario de los Groucho decidiera quitarse felizmente de en medio, dos recientísimos títulos españoles: Balearic y Flores para Antonio. Tenía mucha curiosidad por la de Ion de Sosa, y mereció la pena, aunque no sea para tirar cohetes. En cierto modo, ni sé ante qué estamos. Yo diría que ante una película del Carlos Saura de finales de los 60/inicios de los 70 trasladada a la actualidad. Supongo que muchos citarán a Buñuel viendo Balearic, pero sería un error: si lo ven, es porque aquel Saura quería ser Buñuel, del mismo modo que aquí de Sosa quiere ser Saura; es, pues, un Buñuel filtrado, trasplantado en segundo grado, por el trasplante, en primero, de Saura. Y a los hechos me remito: discurso antiburgués más moral que otra cosa, con mucha metáfora obvia y tono entre naturalista e irreal reforzando el tono de parábola, película a interpretar donde sin embargo todo el discurso es evidente, la crítica transparente, e incluso vulgar.
Balearic resulta así una película cuyo demodismo (creo que me inventado el palabro, pero a saber) reforzaría la parábola, pues la situación social que plasma no ha cambiado un ápice y hasta las referencias apocalípticas y genéricas del Saura de antaño (la ciencia-ficción en La caza, por ejemplo) están más al día hoy que entonces, lo que no quita que todo esto haga de la película algo realmente pobre. Sin embargo, hay una dimensión lúdica en esta narrativa deslavazada, llena de ocurrencias, observaciones, notas y gags a cargo de un plantel de intérpretes magnífico de verdad, que la película mantiene un tono tenso, intrigante y cómico a la vez al que viene a sumarse la espléndida fotografía en 16mm, cuyo empleo tantos hoy acusan de fetichista pero cuyos resultados evidencian que la clave de la fealdad de gran parte del cine actual está en sus herramientas.
Este cronista, no obstante, debe poner en primer plano del goce que le ofreció Balearic en los intérpretes. Ion de Sosa ya había mostrado buena mano para el uso de actores no profesionales en Sueñan los androides (2014), pero esta película juega en otra liga, dando espacio a todo: mucha extrañeza por supuesto (extrañamiento sería quizás mejor palabra), cinismo, ternura, frescura, envaramiento, naturalismo, parodia, todo tiene cabida aquí. Balearic da envidia por el gusto de disfrutar de buenas actuaciones en una película española, país cuya cinematografía padece el lastre inexplicable de los peores actores del planeta. ¿Dónde ver unos adolescentes como los de Balearic? (a la que no perdono no dedicarles más tiempo, cuando no la película entera). Y la clave no son ellos, pues es fácil imaginarlos odiosos en una serie española de sobremesa. La verdad es que no sé cuál es la clave, diría que el gusto de de Sosa por una forma de hablar y moverse, de ser, a la que se ha encontrado una forma de expresión adecuada. Como si el envaramiento actoral hispano procediera ante todo, o también, de un envaramiento narrativo y de puesta en escena. Pero no puedo ser tajante. No puedo explicarlo, pero entre la luz y los intérpretes, Balearic se redime parcialmente de, y hasta se las arregla para integrar, la pobreza de su fondo, su mediocre forma global.
Ni un solo elemento redentor encuentro en Flores para Antonio, película que me tienta calificar de odiosa. Realizada más a la gloria de la hija de Antonio Flores que del cantante, se trata aquí de la escenificación de un trauma, de un dolor, de secretos y cosas calladas y revelaciones que se escenifican sin llegar nunca a suceder (véase el vergonzoso encuadre de la hija de espaldas con sus dos tías flanqueándola), incluso de una superación (cantar) que cuando llega, lo hace del modo más rutinario e irrelevante posible. No faltan por demás las animaciones para distraer y entretener, los rostros graves incapaces de aportar gravedad a nada, y archivos que aportan lo mejor de la función (el padre y la niña cantando) pero son despiezados tan a fondo que no permiten ni conocer una experiencia, ni valorar las canciones, y ni expandir siquiera una emoción. Un trabajo pésimo, que si acaso sirve para evidenciar que quien necesita un documental riguroso, y a ser posible de archivos íntegros, es Lola Flores, quien aporta el mejor momento de toda la película: la intervención televisiva donde explica con la mayor normalidad que ha tirado de contactos para suavizar la mili de su hijo. Una gigante. Espero que sea otro equipo el que haga ese docu.
Por parte del Bonifaz, cayeron Juror #2 y Skinamarink. No había visto la de Eastwood, y como suele pasar no decepcionó, pero, como suele pasar, tampoco entusiasma. Hecha con el tono preciso, casi menor, de obras como Sully (2016), pero también la intensidad de Richard Jewell (2019), Juror #2 mantiene de forma implacable un pulso que es moral a la par que narrativo: parte del desarrollo depende de elementos ajenos al protagonista (las reglas del jurado, las posiciones de otros), pero la capital recae sobre su sentido ético y su respuesta al mismo (y la clave de la obra es que ambas cosas son diferentes). Que este desarrollo sea tan logrado depende del enigma que en último término supone el protagonista para el espectador, y de ahí que la jugada más arriesgada de la función sea la elipsis en que se decide el veredicto. Hemos seguido paso a paso el tortuoso camino del prota, pero lo único que nos es dado saber es su modo de intentar resolver el problema, residiendo buena parte de la intriga en averiguar hasta dónde estará dispuesto a llegar, además de si habrá alguna nueva revelación sobre el crimen que salve al individuo al que Eastwood se ha asegurado no le deseemos ningún mal. Que el momento en que este decide condenar al inocente, tras que dicha revelación nos lo verifique como tal, quede en elipsis, figura que hasta el momento no había jugado papel alguno en la narración, es por ello la jugada más radical de la película. Es en ese momento en que Eastwood nos resta la presencia misma del protagonista, que entendemos hasta qué punto no le conocíamos, y se desvela el carácter estratégico del monocorde rostro de Nicholas Hoult (en una excelente interpretación, muy fácil de infravalorar).
Hay algo del Fritz Lang americano en este Juror #2, de Solo se vive una vez (1937), Deseos humanos (1954), Más allá de la duda (1956). Se ve en cómo ese último prurito de conciencia, que empuja al falsario a acudir al establecimiento de la pena del hombre al que él ha condenado, acaba condenándole. Y yo solo lamento que no haya más Lang, por ejemplo: imagínense lo genial que habría sido que el jurado confiese y acabe en la cárcel, el otro acabe en consecuencia libre, pero en el último momento una repentina revelación (un recuerdo por ejemplo, en dirección contraria al utilizado aquí) confirmara que Hoult es inocente. Ah, ¡qué genial hubiera sido!
Lamento esa falta de mordiente en Eastwood, aunque también entiendo que en cierto modo es la clave de esta etapa final de su ya larga obra. Pero en este caso creo que afecta al cierre, pues, volviendo a la elipsis, lo que patina en ella es la escasa definición del personaje de la esposa, que merecía un tratamiento más detenido, al modo del de la Bridget Fonda de Un plan sencillo (Sam Raimi, 1998), con el que guarda bastantes puntos en común, como su importancia para las decisiones del protagonista.
Donde sí la encontramos es en ese estupendo remake de Doce hombres sin piedad en que de pronto se convierte la película, un remake muy superior por supuesto, lleno de retranca, ironía, humor y toda la precisión narrativa y moral del film en versión condensada, sin una pizca del psicologismo barato de aquella horrenda cosa de Sidney Lumet.
De Skinamarink sí que no puedo decir nada bueno. Sobre el papel, está hecha para mí: una película experimentosa de terror, con niños encerrados en una casa, planos generalmente inmóviles de pasillos oscuros apenas iluminados por luz de televisión, narración incomprensible, imagen en vídeo con un grano que es para llevárselo a casa. Todo esto, orquestado con un rigor inexistente, efectismos y trucos baratos carentes de imaginación. No merece la pena dedicarle un segundo más. Solo me sirvió para que me entraran ganas de revisar las películas del gran Jorge Núñez, como Night Terrors 1: Temple Of Doom (2019) o Marrón de momia (2012), que barren el suelo con esta.
Hablando de Núñez, dos cortometrajes recientísimos de su buen amigo Julius Richard cayeron, ambos excelentes y vinculados a la naturaleza viajera de este cineasta tan desconocido como fundamental. En Noche transfigurada se trata de la Astorga de los Panero, con citas explícitas de El desencanto y uno de los mejores trabajos de su autor con las superposiciones, aquí una enorme cantidad de capas, por añadidura inmóviles (si no recuerdo mal, solo hay un movimiento). Perpendicular, por su parte, parece tratarse de un festival de techno campestre, y aquí se trata del Richard más poético, más asociativo y también elemental, con quizá los mejores trabajos sobre elementos vegetales que haya realizado desde su lejano Tríptico del amor supremo (2013), combinando el uso de imágenes fuera de foco, superposiciones y movimientos de cámara. Dos preciosidades que recomiendo a todos, y pueden verse en el Vimeo del autor.
Ambas marcan el punto álgido de la semana, así que volvamos cuesta abajo, con dos películas que vi en homenaje a dos recién caídos. En Sinister se trata de James Ransone, que se suicidó hace poco, y al que recordaba como estupendo en esta simpática, pero en último término mediocrísima, película, cuyo éxito motivó una secuela donde Ransone regresaría muy merecidamente como protagonista. Revisando su filmografía, recuerdo por supuesto la segunda temporada de The wire, donde creía haberle visto por primera vez, pero resulta que sale en Ken Park, que vi en cine cuando su estreno (sé que me encantó, pero nunca la he vuelto a ver). Más me sorprende comprobar que aparece en la segunda parte de It, pero tampoco tanto, porque he olvidado casi todo de ese horrible engendro. Mala era In the valley of violence, de Ti West, pero me sonreí de inmediato al recordar su papel allí. Me sorprendió comprobar que salió en otras dos series de Simon, Generation Kill y Tremé, donde no guardo recuerdo alguno de su participación. Respecto a Black phone, sé que la he visto, pero la borré de mi memoria más que It incluso, y eso que sé que no me espantó.
En fin. La cuestión es que no me extraña tenerle tan identificado con Sinister, pues sus escasas apariciones son lo mejor de la función, y un ejemplo sobre cómo integrar con gusto la tan molesta figura del secundario cómico. En la presente semana vi Sinister 2, también pobre (una pena su pésimo clímax y perezoso cierre), pero superior, entre otras razones por el protagonismo de Ransone y el desarrollo de su estupendo personaje. En la primera parte, el diálogo donde Ethan Hawke se sincera ante él, y en la segunda, la secuencia donde planta cara a la policía y, sobre todo, la manera en que se desinfla cuando se van, son una joya que muestran bien la excelencia del actor (y los guionistas, pues el personaje está muy bien escrito): comicidad basada en una cobardía nunca disimulada, dignidad por esta sinceridad además de la intuición (y a veces, evidencia) de unas capacidades superiores a lo aparente. Actores que saben ser vulnerables, cómicos y dignos a la vez, actores (y personajes) raros de ver.
Curiosamente, los secundarios son lo mejor de la también pobretona y sobrevalorada Misery, del finado (literalmente) Rob Reiner, quien se dedica a desaprovechar sistemáticamente todas las posibilidades del guion (tengo muy lejana la lectura de la novela, así que de la adaptación solo recuerdo que era bastante fiel, y que aligeraba la violencia) mediante un nulo sentido del espacio (¿a qué carajo viene el plano de Annie viendo la tele en su cuarto?), y un pésimo sentido del gusto, con esos horribles travellings a primerísimo primer plano de Kathy Bates cada vez que se le va la olla. Una vergüenza. Un poco inspirado James Caan pone el colofón, pero en todo caso la peli se ve con agrado, la historia es buena, Bates está estupenda (Annie Wilkes se merecería una serie para ella sola, por cierto, sin crímenes, solo su vida cotidiana en el pueblo, podría incluso ser una sitcom) y sobre todo, sobre todo, la película tiene el gusto de aderezar el metraje con las magníficas apariciones de un Richard Farnsworth de antología, que no solo no tiene una frase mal puesta, sino que las suelta con una eficacia que tumba de espaldas. Añadamos a ello el personaje de su esposa, la también extraordinaria Frances Sternhagen, y literalmente tenemos que lo mejor de la película está en sus escenas juntos: chequeen el plano-secuencia fijo en la comisaría y lo verán. Sin embargo, en la del coche, Reiner tiene, nuevamente, el pésimo gusto de insertar un plano detalle de la mano de ella sobre la pierna de él, rompiendo el ritmo impecable de los dos actores, y perdiendo la comicidad que hubiera aportado el juego con el fuera de campo. Una pena.
Rematemos con otro secundario de antología: ¿qué le pasó a Jon Voight en Anaconda? Alguna referencia tenía de su trabajo aquí, pero es que Voight pareciera estar ensayando para su papel en Zoolander, o un hipotético villano de una hipotética cuarta parte de The naked gun. He aquí una interpretación que se basta por sí sola para convertir al personaje en uno de los villanos más hilarantes de la historia del cine… y menos mal, porque Anaconda solo merece la pena por él, además de por los horribles efectos digitales, típicos de esa década espantosa cuya mayor aportación fue la de los peores efectos especiales nunca vistos en la historia del cine.
Aunque, ya que estamos, hay otra cosa interesante en esta peli: advertir que no hay ni un solo plano del culo de Jennifer López. Anaconda tiene el interés propio de una evidencia arqueológica: la posibilidad de ver a la actriz un año antes de que su carrera musical inaugurara la era de los SuperCulos, en que hoy habitamos.





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