Denominación de origen (Tomás Alzamora, 2024) es sin duda la película del momento, pero para hablar de ella quisiera empezar dando un pequeño rodeo por el pasado.
Hace muchos años, un buen día pude ver, por iniciativa de unos amigos, Il tetto (1956), extraordinaria película de Vittorio de Sica con Cesare Zavattini al guion, donde en el tercio final la narración se ciñe a la estricta labor de levantar una chabola, sin que nada accesorio se le añada: conseguir el dinero para los materiales, precisar el lugar, convocar a los amigos, el transporte, buscar sitio, otro sitio, más apoyos, conocer bien las normas que impiden que los policías te impidan instalarte, etc. (el momento en que una mujer que pasa por ahí le da su bebé a la joven protagonista para que los agentes se apiaden de ella al verles en el interior de la angosta casucha, es uno de esos gestos que hacen del cine algo digno de ser amado). Lo único externo es la reconciliación del protagonista con su hermano, pero no llega a serlo pues se da bajo la simple adición del segundo a la labor de levantar a tiempo el modesto hogar.
Lo que me maravilló en aquel momento fue (aparte de todo) el talento para hacer una película ciñéndose a un simple proceso con todos sus pasos y exigencias, el uso de la materialidad estricta de un proceso concreto para desarrollar una narración relevante sin necesidad de aditamentos. Cierto que se trataba de uno nada trivial, por supuesto, pero lo que Zavattini y de Sica evidenciaban era la riqueza dramática que de por sí pueden tener la miríada de asuntos en los que nos metemos día tras día, que en el fondo cualquier proceso o trámite, aún el más mediocre, puede ser oro si se le sabe respetar, seguir con detalle y explorar sus recovecos y posibilidades, sin que haga falta trascenderlo por vía alguna.
Hace no tanto me impresionó encontrar algo parecido en nada menos que una comedia de Howard Hawks. I was a male war bride (1949) dedica toda su segunda mitad a resolver un problema estrictamente burocrático que impide que los militares Cary Grant y Ann Sheridan puedan pasar juntos su noche de bodas. Hawks y sus guionistas, Charles Lederer, Leonard Spigelgass y Hagar Wilde, siguen con tanto detalle y rigor el proceso legal (y lo culminan tan bien durante la noche en que las reglamentaciones militares impiden que Grant pueda siquiera dormir en una cama), que cuando al hombre no le queda otra que vestirse de mujer para irse con su esposa a Estados Unidos, la comicidad es inherente a la apariencia y actuación pero ninguna inverosimilitud, exceso o farsa acompañan el hecho: lo absurdo de la situación ha empujado a un acto que se ve ridículo pero es la solución más lógica (y de hecho la única posible), que la pareja puede ofrecer a su delirante problema.
Hace un par de días, hacia la mitad de Denominación de origen, me maravillé al darme cuenta de que esta película era exactamente eso, pero ella entera. Por completo, el puro proceso de iniciar un movimiento social, realizar los primeros actos públicos, encontrar la reivindicación precisa, hacer los diseños, imprimir, pagar, hablar con gente, hacer reuniones, reaccionar a los giros inesperados, recaudar el dinero… En las películas de Hawks y de Sica el proceso acompaña a la relevancia que sabemos tiene para los protagonistas: la construcción de la casuchita dará un hogar a la pareja, la reunión de los dos recién casados permitirá no solo que consumen su matrimonio sino que el Atlántico no se interponga entre ellos. Pero en la de Tomás Alzamora los protagonistas son el proceso. Nada conocemos de sus vidas fuera de él. No sabemos apenas dónde viven, si tienen familia, parejas, hijos. Nada. Los conocemos ya en el proceso y les dejamos en otro nuevo. La relevancia que este tenga en sus vidas es imposible de establecer, pero (y aquí empieza el mejor todavía) incluso de deducir, pues no se trata de una cuestión de derechos humanos, la denuncia de un abuso policial o similares… No. Se trata de defender a la longaniza de San Carlos como la mejor de Chile y otorgarle el sello de denominación de origen (y la supeditación de la narración al proceso es tal, que el título de la película no aparece hasta que lo hace la noción, y en tanto objetivo específico al que dirigir el movimiento). La elección del hecho a reivindicar es esencial entonces, pues su carácter define precisamente la centralidad del movimiento social en sí: es evidente que no hay extrapolación posible, esta gente se activa porque creen en esa causa, y punto; además, la modestia de los agentes y lo local de la reivindicación permite la puesta en valor de las exigencias del proceso, burocráticas cuando menos, y la consecuente capacidad de estos pequeños luchadores para ir más allá de sus capacidades gracias a su tenacidad y trabajo conjunto.
Mantenerse pegado al proceso material de resolución de problemas implicado por la actividad será el modo mejor de evitar, llegados a este punto, que los personajes resulten ridículos. Si Alzamora hubiera extendido la comicidad de estos a sus vidas cotidianas, resultaría casi inevitable su conversión en risibles, pero ceñirse a las diversas dificultades, para nada triviales y además crecientes, asistir al progresivo logro y casi éxito de los modestos y sufridos activistas, acaba convirtiendo a la hilaridad en, como el travestismo de Cary Grant, simplemente una característica adicional de una situación plenamente sumergida en su necesidad interna. Lo cómico de los agentes se suma así a su citada modestia en la labor de reforzar su grandeza, sin necesidad de construir contrapuntos o apartes dramáticos, el recurso más común de las comedias de temática social.
Esto a su vez permite salvar el riesgo mayor: convertir al proceso entero en metáfora de otro, lo que Alzamora evidencia en el momento de la votación. La invocación prácticamente explícita al proceso constituyente (“guiños hermosamente poco sutiles”, en feliz expresión de Héctor Oyarzún) no sustituye sino termina por evidenciar la dimensión que la pequeña, pintoresca lucha emprendida, ha llegado a cobrar, lo cual en una sala de cine chilena cobra además una dimensión que debo calificar de impresionante: en cuanto el abogado dice “apruebo” en vez de “sí”, todos entendemos que nuestros protagonistas van a perder, y la injusticia nos hiere, así, antes a nosotros que a ellos.
Y es de este modo que, dado ese salto, sumatorio y no sustitutivo, el reencuentro con nuestros ya amigos, empeñados en un nuevo y hermoso proyecto, establecida la relevancia del movimiento social en sí en tanto hecho precisamente social que, si bien ligado a unos objetivos específicos, comporta en su conformación misma una creación feliz y la posibilidad de otras mayores, logra que, por primera vez desde 2022, uno pueda sentir al fin que un futuro después de la catástrofe constituyente quizá sea, todavía, posible.
PD: Por si acaso, aclaro que soy consciente de que existe Robert Bresson.