sábado, 14 de mayo de 2022

Fragmentos de un cine muerto


El día 29 de junio de 1999, dos meses antes de cumplir 21 años, escribo en mi diario:
Mala noticia: pasado mañana tiran el Coliseum. Hoy he visto ahí mi última película: Al final del Edén. Es el cine de mi niñez, donde iba con mi abuelo a ver las matinées. Sus largos, viejos y oscuros pasillos me fascinaban y fascinan. Ahora lo tiran para poner un asqueroso hotel. No creo que saque ni una fotografía. Nunca lo olvidaré, o eso espero.
    Resulta graciosa esa prevención final ante mi propia memoria, pero es acertada: tengo tendencia a borrar los recuerdos felices, y no los ha habido de otro tipo en el Coliseum, mi favorito de entre los generalmente maravillosos cines santanderinos. Ocupaba un edificio entero, alto, estilizado y hermoso, con gigantescas letras que abarcaban casi toda la fachada y que aún veo ante mi, por ejemplo a las espaldas del venerable oculista que me recetó mis primeras gafas, no tras antes poner colorada a mi madre cuando besó su mano al saludarla. Por las matinées, que tenían lugar todos los domingos hacia las 11:30 (creo), fue el más recurrente de mi infancia y el más vinculado a mi abuelo, la persona que me llevaba a todas las sesiones y a la que más quise en mi vida. 
    Nunca la memoria se revela más caprichosa que cuando busco recuerdos vinculados a espacios o personas precisas. Ningún sentido parece encontrarse entre los fragmentos rescatados de la experiencia, los momentos cuya imagen aún acompaña mi presente. Son puros pedazos. Los pedazos, hoy día, están cruelmente sobrevalorados, se dice que valen tanto como el todo, que son incluso superiores a él, y millares de otras tonterías. Solo leo en estas ideas la rendición a una negligente impotencia. Es el fragmento lo cerrado, lo limitante, lo represivo; hay que ser muy religioso para tomar al todo por lo contrario de lo que es: lo que nunca acaba ni termina, lo que no se deja cerrar, lo en esencia abierto. Mis pequeños recuerdos son pedazos de algo que se perdió, me muestran como heridas la sangre de su falta. Pues si hay fragmento hay pérdida, hay sangre, hay el dolor del desmembramiento. Reducen mi vida, lo que fue tanto como lo que pudo ser, al encierro en unos límites tan arbitrarios como crueles. El fragmento es el triunfo de la muerte, que en su advenimiento impone un significado final a la vida siempre infinita, la constriñe en unos límites precisos, nítidos y, en tanto tales, falsos.
    La fragmentación de mi recuerdo (ustedes sabrán del suyo) es evidencia incontestable de mi miseria vital. No porque nada haya de válido en mi vida, sino porque esto es lo que queda hoy de ella. Y sin embargo fue más: abarcó multitud de películas, butacas, personas, gestos, sonidos, colas y aglomeraciones, vacíos, paseos, tantas cosas, tantos días reducidos hoy a mísera muestra, souvenirs adquiridos como turista de mi propia vida.
    He aquí algunos de estos pedazos, reunidos sin un orden particular:

Tengo 13 años. Con compañeros de colegio vamos a ver Una rubia muy dudosa. El amigo que tenía al lado (a quien no logro poner cara), me dice de pronto, riendo, que Lastra se ha corrido encima.
    - ¿Que qué?
    - La rubia le puso cachondo y se ha hecho una paja. Y se ha corrido encima el muy mamón.
    Lastra era así. Aún le veo, entre las sombras, a tres butacas de mi, mirando sus pantalones, las manos levemente alzadas con gesto contrariado.

Con 6 años, mi abuelo me lleva a ver Serpiente de mar en sesión yo diría que de noche, en la sala 1, “la grande”. Me impresiona la serpiente enroscándose en torno a un faro (donde un simpático farero juega consigo mismo al ajedrez) hasta destruirlo. Es la única vez que yo recuerde en que me entran ganas de mear y voy al baño solo (el mundo aún no está lleno de histéricos clamando que me pueden secuestrar). Tanto los pasillos como el baño están desiertos. El sonido de la película llega remoto a mis oídos mientras orino. La película me ha dado algo de miedo y me siento inquieto en la soledad de ese espacio, vasto en relación a mis aún modestas dimensiones. Siempre recordaré con cierta gravedad esta película por esa salida a los vacíos pasillos interiores del Coliseum. La solemnidad desaparecerá cuando vuelva a verla en un pase televisivo (si no saben a qué me refiero, véanla), en torno a la época del derrumbamiento del cine por cierto. Pero aún persiste esa primera evidencia de la inmensidad del edificio, sus pasillos oscuros, sus escaleras ascendiendo a espacios para siempre ya desconocidos.

Con 13 años, Antonio Flores (no) y yo vemos Barton Fink en uno de los minicines, donde se estrenó (no hay manera de que una peli así llene la sala grande). Anticipando la sangre que surgirá del cuerpo de esa mediocre actriz llamada Judy Davis, mi nariz empieza a sangrar desbocadamente. Desde el horrible campamento al que fui dos años atrás a instancias del mismo Flores, me sangra salvajemente la nariz como mínimo una vez al año (lo hará dos meses después, en el viaje escolar a Madrid). Sangre muy líquida, no para, es impresionante. Me veo obligado a salir al baño: de nuevo el espacio amplio, vacío aunque esta vez diurno e inferior: los minicines dan al hall de entrada, y los baños se encuentran al fondo, al lado del puesto de bebidas. Me paso mucho tiempo allá, mucha agua, mucho papel higiénico ensangrentado, cabeza atrás, y cuando vuelvo me he perdido bastantes minutos. Pero la película me gustó, supongo que porque a esa edad me identificaba con cualquiera que se pasara la vida mirando la pared.

Años más tarde, pero aún adolescente, en uno de esos dos minicines (salas 2 y 3), una chica muy atractiva con otros dos chicos ocupan la primera fila. Me fijo mucho en ella no solo por lo buena que está, sino porque creo que es la misma que se acercó a mi en la exposición de efectos espaciales que se realizó en Valle Real poco tiempo atrás. Me impresionó aquel gesto, que no me atreví a interpretar como interés pero por supuesto no sabía tomarlo de otro modo pues ¿por qué una chica se iba a poner a hablar con un chico, así, sin más? Luego resultó que trabajaba en la expo, su función era precisamente interactuar con los asistentes. Tardé en entenderlo, porque no sabía que existiera ese trabajo. Muy hermosa chica, voluptuosa también. Y juraría que es esta misma. Una joven espléndida con dos chicos, formación tan habitual y común como la de la chica guapa y la fea. No recuerdo la película, sí que no callaban. Al empezar los créditos finales, el acomodador entra en la sala por la puerta que se encontraba bajo la pantalla, al tiempo que ella se levanta, avanza hacia la puerta, se gira hacia sus amigos (y con ellos, yo y todos en la sala), y agita los pechos como una stripper exclamando let ́s go party! El maduro acomodador la mira divertido mientras ella sale, (per)seguida por los otros dos. No sé si es quien creo, pero poco importa.

Mucho más joven, veo allí Robocop. ¿O no? Seguro vi Robocop 2 en uno de los minicines, pero no sé la primera. Quizá vi ambas, aunque apostaría que solo la segunda. Las dos me impresionaron, de hecho no sabría decir cuál me parece mejor. También vi allí Los inmortales 2, que no me impresionó, aunque molaban los malosos voladores y las elipsis de 9000 años (eliminadas no sé por qué de la nueva versión, siempre quitan lo divertido). A todas fui con mi abuelo, creo, y todas fueron en minicines (diría que Robocop 3 también fue allí pero, acaso por el trauma vivido, que no hará falta explicar a nadie que la haya padecido, no estoy seguro).
    Una a la que fui con mi padre, también en sala pequeña: Despertares, con 12 años. No he vuelto a verla, pero nunca olvidé su argumento: la idea de que la parálisis se debe a un temblor tan rápido que toma la apariencia de inmovilidad (lo que me llevaría años después a entender a Merzbow como un death metal tan acelerado que acaba convirtiendo la velocidad en ruido), y el regreso del paciente a la normalidad para acabar retornando al otro mundo tras unas pequeñas vacaciones de su enfermedad. Mi psiquiatra me preguntaría: ¿por qué es precisamente esa la única película que recuerdas ver con tu padre? Las otras que me vienen a la mente fueron en el cine Santander (En busca del arca perdida y Tras el corazón verde: él me preguntó qué escena me había gustado más, y a mi me dio vergüenza decir que cuando los protagonistas se besaban) y nada menos que el Roxy (Tiburón 3D). Pero seguro que alguna más vimos en el Coliseum.

Hablando de secuelas, también vi allí Alien Resurrección. Esta sí fue a la sala grande. Mierda que salí amargado... y mira que la 3 era mala (pero la vi en Bahía 5). Recuerdo la calle soleada, el aire, el tráfico, y mi enfado rayano en la tristeza. David Pellón, que también vino, me dice que a él le había gustado tanto que me ofendí. Sin embargo, yo me recuerdo solo en aquella calle, a solas con mi decepción.

Estreno de Hook, en la sala 1 por supuesto. Mala película, pero me encantaba la banda sonora, que aún conservo. Acabo de volver a escucharla (no en mi cassette me temo) y me sigue gustando. Mientras espero con Flores a que empiece la proyección, me levanto de la butaca, me giro y apoyo contra el respaldo de la de enfrente mirando al patio, la gente que llega, el gallinero, los palcos... Me siento a gusto, me siento en casa. ¿Qué lugar puede haber en el mundo, más maravilloso que este?

Meses más tarde pero ya con 14 años, El juego de Hollywood. Por alguna razón, esta película siempre me evoca el Coliseum. Por primera vez observé que en algunos movimientos la imagen parecía arrastrarse, como si constantemente retrocediera al tiempo que avanzaba. ¿Defecto de proyección? Pienso que había un sentido del espacio y el movimiento en la película que no había visto aún en una pantalla, y que me permitió no solo respirar el espacio fílmico sino también el real que lo albergaba. Algo entre la puesta en escena, mi costumbre de sentarme en las primeras filas, el gran tamaño de la pantalla y la amplitud tanto de la sala como de la localización que la cámara recorre en el plano-secuencia de inicio, generó en mi mente la fusión entre mi cine más querido y una película que, quizás por ello, tardé casi 30 años en volver a ver y, aún así, no recuerdo (sé del plano-secuencia porque acabo de mirarlo). La intensidad de la imagen y la textura del celuloide se hacen una en mi percepción con las inmensas masas de aire que se alzan desde mi cabeza hasta el techo (poco se habla de la gran, enorme altura de las salas antiguas), atravesadas por el halo de luz del proyector. ¿No es este, al fin y al cabo, no solo proyector de la película sino de las mismas salas, no es él quien obligó a crearlas, no es la trayectoria de su luz la que define las dimensiones del espacio, no es ese espacio sino el hogar de esa luz y nosotros los habitantes de esa luz, luz que dura un tiempo, tiempo de nuestra vida en ese espacio, suma de duraciones que es materia prima de nuestra vida cinematográfica? Dalí decía que de un incendio en el Prado salvaría el aire de Las Meninas, y yo pienso en el aire de tantos cines que amé, el aire del Capitol, del Doré, del Roxy y, antes que ningún otro, el aire del Coliseum que alimentó mis pulmones infantiles y cinéfilos.

Son Faemino y Cansado quienes me recuerdan que existían palcos en el Coliseum, pues vi al menos una de sus actuaciones desde uno de ellos. Era la única posibilidad de utilizar esos objetos exóticos, de acceso rigurosamente prohibido en las sesiones cinematográficas (como en el madrileño cine Doré por cierto). La pareja, de la que yo era fanático salvaje, vino varios años a finales de los 90, y no me perdí ni una actuación. Acaso los mayores ataques de risa de mi vida, que no está falta de ellos. Una de las veces, los propios cómicos tuvieron que parar porque la risa alcanzó nivel de peligro, propulsada a niveles insanos no solo por la locura de los cómicos sino por una risa particular procedente del patio, de carcajadas casi vocalizadas (juajuajua), de alto volumen, que disparaban, triplicaban, la risa de todos los demás, y la personalidad de cuyo propietario descubrí años más tarde, en otro cine, viendo Marte ataca. No cualquiera consigue que Cansado tenga que parar dos veces a Faemino diciéndole "para, que va a morir alguien". Gran tipo.

El Coliseum era teatro también, de hecho su primer nombre había sido el de Teatro María Lisarda Coliseum (no he conseguido aclarar quién era Lisarda, aunque una referencia en Facebook afirma que era la novia del primer dueño, José Ocejo). En mis tiempos, y para mi tristeza, la sala principal dejaba de dar cine durante el verano. Alguna que otra actuación vi, sobre todo a mis 13 años, por ejemplo de Ángel Garó y posiblemente Toni Camo en el verano de 1992, estrellas ambos del Un, dos, tres aún en curso y del que yo seguía siendo espectador. Gracias a la actuación de Camo fue que pude pisar al menos una vez el escenario de aquella sala amada: cuando el hipnotizador pidió voluntarios yo subí entre otros y llegué a sentarme en una de las sillas, cerrando los ojos cuando Camo lo ordenó. Ahí estaba yo, en el escenario del Coliseum, sentado en aquel gran espacio con los ojos cerrados. Con un toque, Camo me hizo abrirlos y me devolvió al patio de butacas. Me sentí un poco mareado. Nada más que declarar.

Años más tarde, verano de 1995 o quizás 96, voy con algunos compañeros de teatro a ver un espectáculo supuestamente cómico, con tres actrices. Se llamaba, si mal no recuerdo, Incorrectas. ¿Hace falta decir más? Aparte de una ocurrente canción sobre ONGs, mi yo adolescente se ve tan ofendido por la apariencia de transgresión de las cómicas, su auto-indulgencia afirmando como políticamente incorrectos un montón de tópicos que solo pretendían la autoelevación de sus actrices y simpatizantes, que tengo que reprimir mis deseos de subir al escenario y emprenderla a ostias con las tres. Me sentí muy frustrado durante días por no haberlo hecho. Uno era así.

Subí a ese escenario pero nunca vi qué había detrás del telón. Nunca vi los camerinos, nunca bajé a los sótanos, subí a los despachos, almacenes, sala de proyección... El Coliseum, tan enorme, me hacía soñar con todo lo que podría contener y yo desconocía. Cuando lo tiraron, sentí auténticos remordimientos, que aún me duran, por no haber intentado ver el resto del edificio antes de que desapareciera. ¿Por qué no fui? ¿No hablé con alguien para verlo por dentro? ¿No saqué alguna foto propia, del edificio o su derrumbamiento? Por la simple razón de que en aquella época nada me importaba la imagen como artefacto de memoria. Nada podía una fotografía contra la pérdida. La imagen da a luz, pero no la guarda. Crea, no conserva. Solo la edad y el deseo me hicieron perder esta inconsciente certeza.
    Sin embargo, al menos durante un tiempo conocí a un acomodador, y doy fe que nunca se me ocurrió aprovechar esa circunstancia para que me diera un tour por el interior, así de tonto era yo entonces. Se trataba de Jose, batería de Agujero Negro, banda heavy en la que militaba mi amigo Pellón. De él solo saqué una anécdota, del tiempo en que Armageddon se proyectaba en uno de los minicines. Unos chavales no paraban de meter jaleo, y Jose les llamo la atención. Como no había manera de meterles en vereda, les echó del cine.
    - ¡Pero oye, que no hemos visto el final!– protestaron. Jose, dios le bendiga, lo vio claro:
    - ¡Al final Bruce Willis se muere!– y a la calle se fueron.

Leo en Facebook la anécdota de un tipo que vio Ben-Hur (que al parecer duró mucho tiempo en cartel): sentado en el gallinero, al llegar la escena de los leprosos tiró carne picada sobre el patio. Gran ocurrencia. Pienso que no tengo recuerdo alguno de haber visto nada desde el gallinero. Ni siquiera recuerdo que hubiera uno, salvo por las escaleras que llevaban a él.

Crash se estrenó en la sala 1 un viernes de 1996. Yo fui a la sesión de noche, solo, como era habitual. Había ansiado tanto ver aquella película que aquel verano leí la novela, inicio de mi amor por J. G. Ballard e incremento de mi interés por el modo en que Cronenberg habría afrontado una adaptación tan complicada. No me hacía falta verla, en todo caso, para saber que alguien se había equivocado, y mucho, al poner esa peli en una sala tan grande. Hay que entender que M Butterfly se había proyectado un solo día, domingo, y en versión original, en el cine Los Angeles, y que la previa a esta, El almuerzo desnudo, nunca se estrenó. Pero era la época de los thrillers eróticos, además de que salía Holly Hunter, y alguien tomó un juicio apresurado. Bien para mi: pocos momentos tan mágicos como ver en aquella enorme pantalla la evolución de la luz reflejada sobre el metal de los aviones durante el travelling de apertura y entender de inmediato cuál iba a ser el método de Cronenberg; ver en esa pantalla el coche cerrándose en torno a Vaughan y Catherine Ballard; escuchar las butacas revolviéndose a mis espaldas, el inconfundible sonido de las personas abandonando la sala cuando Spader y Koteas empiezan a besarse. La asistencia había sido buena, pero al terminar la película habíamos sobrevivido bastante menos de la mitad. La película no llegó al viernes siguiente, diría que hacia el martes la bajaron a un minicine, o la quitaron directamente (apostaría por esto segundo). 
    Por cierto, la siguiente de Cronenberg tampoco llegó a estrenarse. Creo que me pasé un año viendo el tráiler y el cartel en los Bahía, pero acabó yendo directa a vídeo. De las siguientes no sé, y no me importa.

14 años. Flores y yo entramos al minicine 4 a ver Como agua para chocolate, diría que al cuarto mes de su estreno. Aquel minicine era el peor de todos: un rectángulo alargado y estrecho, de poca profundidad y 5 o 6 filas, muy largas, sin pasillo al medio. Sentados ya, una algarabía estruendosa nos hace mirar hacia la puerta de entrada. Por allí, con gran sorpresa vemos entrar a los hermanos Valle, Eduardo y Daniel, compañeros del colegio hasta un año atrás, acompañados de una cantidad enorme de chicas. Con infinita perplejidad, vemos cómo estas, entre risas y el jolgorio imaginable, pasan al interior y se van sentando hasta llenar una fila entera, con Eduardo y Daniel (gemelos, por cierto) cerrándola por cada lado. De la película no me acuerdo.

Qué mala era aquella sala. Recuerdo el dolor cuando en viernes descubría, al leer la cartelera de estrenos, que una película ansiada se había estrenado en ella. ¿Un ejemplo? Pesadilla antes de Navidad. Las ganas que tenía yo de ver aquella película y ¿dónde la estrenan? En la peor sala de la ciudad. Pero aunque la proyecten en una sala de tortura, no había manera de no amarla. Sala llena, y la única vez en que vi a alguien, una chica, optando por pasar de la butaca y sentarse en el suelo. Era otra atmósfera, por una vez en aquella sala diabólica se respiraba sincera felicidad.
    Me había extrañado destino tan raro para una película así, aunque la marca Tim Burton no era lo que sería, como muestra que Ed Wood no llegó a estrenarse (solo en condiciones especiales, como veremos). Fue como Crash, pero al revés: poco después la movieron a la sala grande, único caso que yo recuerde. Mi amigo Eddie la vio allí, y me dijo que la proyectaron precedida de cortometrajes, tampoco presentes en mi caso.

Diría que la película más rara e inusual que haya visto estrenada en la sala grande es mi primer Jesús Franco: Killer Barbys. Era la época en que reinaba ya Santiago Segura. El desconcierto se masca entre las butacas: ¿qué carajo es esto?

Tortugas ninja. Salvajes aglomeraciones. Decenas de niños gritando “¡de puta madre!” a la salida. Yo tenía 12 años y aún esas eran palabras fuertes para gritarlas tan públicamente, es decir: a la vista de adultos. No es que no las dijéramos, de hecho fue tras hacer la primera comunión que todos mis compañeros se sintieron por fin autorizados a decir con naturalidad “hijoputa”, máximo insulto concebible. Me llamaba la atención que el principal efecto de comer la carne de Cristo fuese el de poder decir “hijoputa” sin culpa. En realidad nada importaba la religión: ese estúpido ritual del que aún me avergüenza haber participado era un rito de paso, una primera pantalla en el camino a la madurez, tras cuya ridícula superación podías utilizar esas palabras que como niño te estaban prohibidas. Hasta que llegaron las tortugas ninja. Su “¡de puta madre!” hizo anticipadamente pública y notoria la adquisición de las palabras prohibidas por parte de unos aún niños que se supone no sabían de ellas. Acaso las Tortugas Ninja fueron más bien el acceso a la madurez de algún que otro padre despistado.

Enrique Bolado organizó en uno de los minicines un ciclo de películas francesas. Era raro el emplazamiento, que creo nunca repitió, de hecho es la sala más pequeña que creo haya acogido proyección alguna organizada por él, al menos durante el tiempo que fui partícipe de ellas. Recuerdo en ella (diría que la 3) Los cuatrocientos golpes, que ya había visto, y El dossier 51.

Diría que fue en la 2 donde vi Reservoir Dogs, en la única semana que aguantó en cartel y la primera sesión del día de su estreno porque por entonces esa era la hora a la que solíamos ir (mi amigo Antonio Flores y yo, que éramos como la pareja de la guardia civil, pero en cinéfilo y de 14 años). Recuerdo vivamente la incomodidad física que me generó ver a Tim Roth revolviéndose en el asiento trasero del coche por el tiro en el estómago, pero salí flotando del cine: la película me había parecido increíble. Era mi primer año en el instituto, un sitio horrible agravado por un aula hostil donde todos se reían de mi cuando les hablaba de Tarantino y dibujaba el título de la peli en la pizarra (me gustaba dibujar ese y el de Acción mutante, que se estrenó en los Bahía). Muchos de esos gilipollas por supuesto se tornaron fans a muerte tras el estreno de Pulp Fiction, que vi igualmente el día de su estreno e igualmente en el Coliseum, pero ahora de noche y en la sala grande. Me reí muchísimo, no entendí dónde veía nadie que fuera tan violenta, y a día de hoy me sigue pareciendo la mejor de su director. No recuerdo eso sí a ninguno de aquellos capullos de mi clase disculpándose por haber sido tan mamones.

Es extraño: tengo el nítido recuerdo de haber visto en la sala grande El quinto hombre en mayo de 2002. Yo acababa de ser aceptado en una revista local, Panorama de Cine, y aquella iba a ser mi segunda crítica. No sé por qué escogí ese título, quizás por ser lo único disponible o lo único que de la cartelera me generaba un poco de curiosidad debido a sus dos protagonistas: Bill Pullman y Lena Olin. Mi crítica, publicada en junio, fue tan mediocre como la película. Pero el caso es que me recuerdo perfectamente, como si estuviese allí, viéndola en sesión nocturna en una sala 1 prácticamente vacía, resucitada acaso de entre los muertos para cobijar mi desbocado deseo hacia Lena Olin, o bien de unas sombras que por una vez fuesen benévolas y acogedoras. Último recuerdo de ese cine fantasma, semanas antes de que decidiera abandonar la ciudad y convertirme yo en fantasma de sus recuerdos.

El primer maratón de cine de la ciudad se celebró en la sala 1, creo que en las navidades de 1995. Empezaba poco después de las cuatro y terminaba poco antes o después de las nueve de la mañana siguiente. Creo que allí estaba Jaime, guitarrista de Imperfectus Bultus, a quien recuerdo informándome, desde su butaca, de la edición del segundo disco de Mr. Bungle (pero yo ya estaba enterado). Vimos El increíble hombre menguante, El sabor de la muerte (no sé si había visto ya el original de Hathaway), Ed Wood, Clerks, The honeymoon killers y Megavixens (cabe la posibilidad de que me olvide alguna). Entre la segunda y la tercera, ponían Solo ellas, momento que Pellón y yo aprovechamos para irnos a casa, cenar y volver. Hacer eso implicaba pagar dos entradas, pero eran baratas y merecía la pena. Dimos por hecho que Bolado había puesto aquella película a aquella hora para permitir que uno hiciera pausa, y diría que él tampoco ha intentado averiguar si estábamos equivocados.
    Fue la primera vez que vi el film de Arnold, que aunque sigue pareciéndome extraordinario nunca lució tan impresionante como aquella tarde, en primera sesión en mi pantalla favorita, en versión original y a todo volumen (de hecho recuerdo que el sonido era atronador, nunca lo había sentido tan fuerte). Y sobre todo, fue el día de mi primer Russ Meyer, ubicado sabiamente como cierre. Ese coño enorme en primer plano al empezar la película, en aquella pantalla mitológica, es una cumbre de mi vida cinematográfica. Magnífica película que nos dio mucho más de lo que esperábamos. Gran impacto. Todos reíamos a gritos.
    Al salir a la calle hacia las 9 de la mañana, un apocalipsis nos dio los buenos días. La ciudad nos saludó vaciada y destruida. Contenedores arrojados al suelo, basura de todo tipo por las calles, escaparates rotos. El poder de Megavixens era innegable.

Ningún maratón más estuvo a la altura. En el Coliseum solo hubo otro, en las navidades de 1997 o 98. Encuentro en algunas notas dos de los títulos: Un plan sencillo y Los caballeros de la mesa cuadrada, pero lo único que recuerdo es hablar con Eva, sentados en las escaleras que subían al gallinero. No salíamos juntos en ese momento, diría que no hacía mucho de la primera de nuestras innumerables rupturas, a tan solo dos semanas de habernos besado por primera vez (mi primer beso, indeed, lo que identificaría el año como 1997). Los pasillos estaban llenos de gente, hablando pero también comiendo porque esta vez se había tenido en cuenta el avituallamiento, lo que provocaba una atmósfera inusual, inédita en aquel espacio familiar. No tengo un solo recuerdo de las películas o los asistentes. Solo la imagen de dos personas tristes, hablando.

No sé si fue allí que Eva y yo fuimos por primera vez juntos al cine. Diría que fue la segunda, pero la primera solos. Se había estrenado Dellamorte Dellamore de Michelle Soavi (me niego a citar el título español), y me había impresionado mucho. Eva y yo ya éramos amigos, compartíamos música, comics, películas. Le avisé de que volvería a verla y que viniera, porque le gustaría. Al llegar al cine ella estaba con Nacho, su ex-novio y aún amigo (también mío), aunque él se limitaba a acompañarla, saludar e irse. Algo extraño, que no supe identificar, volaba entre su miradas. Una atmósfera inusual teñía aquella sesión. Con el tiempo supe que ambos tomaban aquella como una primera cita. Para mi, solo era compartir una película fascinante con mi mejor amiga. Que con el tiempo acabáramos juntos no eliminó los problemas fruto de esta pequeña disensión.

Recuerdos infantiles del cartel de El príncipe de las tinieblas, y pienso que también de El engendro del diablo (graciosamente, el cartel del film de Soavi le cuadraría perfecto al de Carpenter; además es uno de mis carteles favoritos, que pude comprar en un rastro años después y luce hoy en el salón de mi casa santanderina... a más de diez mil kilómetros de donde escribo esto). No las vi hasta mucho tiempo después: a mi abuelo no se le iba a ocurrir llevarme a una película de terror, con sabio criterio pues me aterraban (aunque ¿y la película de Ossorio?). Pero en la sala 1 vi, en el verano de 1992, Sonámbulos. Buena película. Me encantó, pero lo más importante es que me sentí curado: sin miedo a las pelis de terror, el cine para mi ya no tenía límites.

El verano pasado, en un libro ojeado en la misma biblioteca donde fingía estudiar a los 13 años (y que actualmente es la peor que haya visto en mi vida), me impresiona vivamente una fotografía que muestra al Coliseum, majestuoso con su fachada aún sin nombre (ignoro cuándo lo añadieron), rodeado de los escombros de la calle Lealtad, devastados por el incendio de 1941. El Coliseum era un cine joven, construido en 1933 por el arquitecto Eugenio Fernández Quintanilla, y sobrevivió a aquel devastador incendio solo para caer víctima de uno posterior, en la noche del 1 al 2 de marzo de 1952 según leo en un artículo de su futuro propietario, Juan Calzada [1], cuya familia lo había adquirido un año antes (en otro lugar [2] leo que fue por un cigarrillo mal apagado durante la proyección de una película llamada Acorralado, que no he logrado identificar, y que volvió a inaugurarse el 17 de diciembre del 53, con 2700 butacas y nada menos que Los cuentos de Hoffman... que me hubiera encantado pescar en matinée). El artículo dice que las tres minisalas abrieron treinta años después, en 1982, pero no dice nada de la discoteca o sala de fiestas que se encontraba en su lugar, de cuya existencia siempre supe por testimonio de mi madre. A día de hoy no he logrado ver ni una foto de ese local, pero mi padre me da el nombre: El Pistón. Parece que antes de este existía otra sala de fiestas, pues encuentro en Facebook el recuerdo de una mujer cuya madre fue acomodadora a finales de los 40; señala que había una puerta entre el cine y la sala que su madre atravesaba con frecuencia, y que allí conoció a su padre. El Pistón donde bailaba mi madre fue fundado por Ramón Calderón en 1977, un año antes de mi nacimiento. ¿Habrá llegado a bailar allí conmigo en su interior...?

Las mañanas de domingo con mi abuelo consistían en ir a la matinée del Coliseum y luego a cambiar cromos a la plaza Pombo (cabe la posibilidad de que fuera al revés). Íbamos los dos solos, aunque al menos una vez vino mi hermana, con el malestar debido porque no era capaz de separarse de su madre y en consecuencia siempre había problemas cuando lo hacía. Fueron muchos años pero solo recuerdo dos películas: El armario del tiempo, animación made in Spain protagonizada por mis bienamados Mortadelo y Filemón de la que décadas después leería una sanguinaria crítica en Contracampo, y El señor de los anillos de Ralph Bakshi, que me sorprendió por su peculiar animación y porque, de repente, terminaba. A medias quedaba, y así quedaría para siempre. Sutil metáfora acaso de la muerte, completando el conocimiento que arrancó con la de mi abuelo paterno a mis 4 años. Nunca supe qué interrumpió la muerte para él, pero experimenté en mi carne su poder cuando aquella película concluyó en pleno inicio de batalla. Más tarde, la catastrófica trilogía de Jackson terminó de demostrar que no hay vida después de la muerte y que, aunque la haya, mejor no enredar con ella...

Había dos puestos de bebidas, uno arriba para la sala grande y otro abajo para los minicines. Apenas los recuerdo. Pienso que el de abajo no tenía nada de especial y creo visualizar, en el de arriba, una barra curva, evidencia de dos épocas bien distintas. Sí veo la amplia escalera de ascenso al primer piso, su bifurcación, sus escalones curvos, los dos o tres escalones rectos de descenso a las salas 2 y 3, el pasillo largo hasta la 4, situada detrás de estas. Veo la leve pendiente con que extrañamente empezaba el pasillo central de la sala grande, y que hacía de las butacas del fondo algo muy poco recomendable, absurdo de hecho. Eran salas que no contemplaban el problema de la butaca de enfrente: una cabeza demasiado alta te podía joder la película. Es una de las cosas que sí mejoró con las actuales multisalas, altas y escalonadas (aunque hace poco alguien me dijo ¡que le daban vértigo!). Veo el amplio hall de entrada, su alto techo, las tres puertas y sus escaleras de acceso donde me sentaba a esperar que se abrieran, bastante tiempo porque siempre llegaba al cine para la apertura no de las puertas sino de la taquilla, siempre con prisa para llegar lo antes posible al acontecimiento más deseado de la semana. Generalmente solo abrían una puerta, dos en los grandes momentos, yo diría que muy rara vez, si es que alguna, las tres. No veo la taquilla, sé que estaba a la izquierda pero no veo cómo era, ni quién atendía. No veo a los taquilleros, ni a los acomodadores, ni las tiendas de al lado. Solo sé que todos existieron, y acompañaron mi vida semana a semana durante años centrales de mi vida.

Nunca besé a nadie en aquel cine. Nunca lo había pensado, pero es posible que no besara a nadie en un cine santanderino hasta octubre de 2016.
    Evidentemente, ya no podía ser en el Coliseum. Sin embargo, uno o dos meses después, es decir casi dos décadas después del derrumbamiento, pasaré una noche en el “asqueroso hotel” Coliseum con una chica. Es mi segunda noche en un hotel santanderino y, como en la primera ocasión, ella y yo pillamos la habitación a través de una aplicación de móvil, escogiendo entre las más económicas. Yo no me puedo creer que vaya a pasar una noche con esta mujer extraordinaria en el hotel que se levanta en el espacio que una vez ocupó el cine más querido de mi vida.
    Ella no quiso entrar demasiado pronto, y caminamos largamente por la ciudad, conversando. Recuerdo que el hotel no nos gustó demasiado. Sin duda lo aprovechamos, pero lo cierto es que no recuerdo nada más. Me duele no hacerlo, pero es un signo inequívoco de que debió ser una noche inolvidable.

1- https://www.eldiariomontanes.es/culturas/cine/201410/31/santander-paradiso- 20141031002021-v.html

2- https://www.eldiariomontanes.es/v/20120128/santander/calle/negocios- apellidos-emblematicos-20120128.html

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