Aunque hay unos extraños minutos con el bando acusador (digamos golpista), Ramos no oculta el suyo y favorece además una cierta voluntad autocrítica del bando acusado. Es en este sentido interesante el casting, que da poco peso a Roussef, favoreciendo a otras dos protagonistas femeninas: la senadora Gleisi Hoffman y la abogada Janaina Paschoal. Ambas son muy cinematográficas y ejercen una oposición muy clásica: Hoffman, rubia y de pocas pero muy precisas palabras, es de gesto firme y mirada calma, atenta e inteligente, mientras Paschoal, morena, es histriónica en todos los aspectos, un espectáculo de retóricas gestuales y discursivas over the top. La primera se muestra como un ser honesto que expresa algunas de las reflexiones políticas más interesantes de la función, mientras con la segunda asistimos al nacimiento de un auténtico monstruo, uno de los seres (utilizo esta palabra para incluir a los no humanos) más inquietantes y siniestros que se hayan visto en una pantalla en los últimos años. Y es de verdad.
Maturana, el último hombre, o Divagaciones de un mecánico celeste (Ricardo Carrasco Farfán, 2016)
Película modesta hasta decir basta, es en realidad tan simple como la admiración, el amor, o la amistad. Carrasco celebra el ser ahí, el estar, el vivir, de un hombre, y en decir esto ya estoy hinchando, retorizando y trivializando la sencillez, y gravedad, del hecho: Maturana, el último hombre es una película que existe por el gusto de ver hablar, caminar, actuar, a una persona singular. Y bien singular, además. Se intuyen cosas en el recorrido, pero no porque se haga nada para ello. A veces basta filmar, y basta ser modesto.
Get Carter (Mike Hodges, 1971)
Extraño resultante de varias manos (productores, guionista, director, y por supuesto actor) remando en idéntica dirección, Get Carter consigue el casi milagro de ser cine negro carente del más mínimo asomo de glamourización. Tomen cualquier noir sórdido, pasado o presente: la poetización de las cloacas, de los comportamientos extremos, cuando menos la tentación de extraer belleza de lo más bajo, o dotar a esa realidad infame de un cierto estilo, harán su aparición. Get Carter, con exhaustividad sobrehumana, lo mantiene todo a raya, y muy sobre todo la belleza, el redentor más peligroso, no permitiéndose siquiera el regodeo en lo miserable, siempre posible engendrador de poesía. Carter nunca llega a ser héroe, y no cabe mayor transgresión en un género que, extremando la conducta de sus protagonistas, nunca consiguió levantar una crítica sino una mayor aceptación de sus desmanes. Heredero acaso del Hammer al que odiaba Aldrich, Caine y Hodges no se permiten al contrario la más mínima voluptuosidad. Cuando el guión se dispara, Caine contiene. Ello permite que la rara emoción se aparezca en los lugares adecuados, como el asesinato en el patio trasero de la casa de apuestas, donde es imposible no estremecerse por un personaje del que nada sabemos y al que no habíamos visto nunca... salvo de pasada, en una pantalla blanca, teniendo sexo con una menor de edad. Una obra maestra.
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