domingo, 21 de febrero de 2021

Reseñas


                                                                                                                                        (descargar pdf)
El viaje espacial (Carlos Araya Díaz, 2019)

Film-dispositivo do los haya, El viaje espacial recoge paradas de transporte por todo Chile, impecablemente centradas y fotografiadas, con un sonido que recoge en proximidad las conversaciones de quienes siempre vemos a lo lejos. El leit-motiv, o digamos tema, es la inmigración. Por supuesto hay variedad (todo dispositivo debe romperse un poco para no ser acusado de frialdad, así que cada poco hay planos a contrario, muy muy cercanos –entre ellos los mejores: las manos de los pacos parados durante una marcha), gente amigable y gente que no, caracteres populares que aportan gracejo y color local, etc. Al final un haitiano perdido toca la guitarra y amables jóvenes ríen. Política y estética, ambas en efigie. Una buena reseña, más favorable y argumentada puede leerse en http://elagentecine.cl/cine-chileno-2/el-viaje-espacial-1-el-recorrido-no-siempre-es-facil/

O proceso (Maria Augusta Ramos, 2018)

Dicen en Mubi que “esta obra trabaja en contra de las convenciones del cine de no ficción”. Habría quizás que empezar otro proceso para entender esta frase, pues se trata de un documental perfectamente convencional sobre el emprendido contra Dilma Roussef en Brasil. La narración es impecable, se dan los datos pertinentes para que el lego no se pierda, la imagen y trabajo de cámara es tan prístino y profesional como mandan los cánones vigentes (que me hacen lamentar la ausencia desde hace demasiados años de camarógrafos que como Leacock o van der Keuken ejercían en su mismo sostener la cámara un modo de relacionarse con el mundo) y se usan drones y lo que haga falta, como se diría que imponen las impresionantes dimensiones del asunto. También hay muchos momentos de calma para distraer del “peso” de los inevitables parlamentos y diálogos de las escenas de juicio. En suma...

Aunque hay unos extraños minutos con el bando acusador (digamos golpista), Ramos no oculta el suyo y favorece además una cierta voluntad autocrítica del bando acusado. Es en este sentido interesante el casting, que da poco peso a Roussef, favoreciendo a otras dos protagonistas femeninas: la senadora Gleisi Hoffman y la abogada Janaina Paschoal. Ambas son muy cinematográficas y ejercen una oposición muy clásica: Hoffman, rubia y de pocas pero muy precisas palabras, es de gesto firme y mirada calma, atenta e inteligente, mientras Paschoal, morena, es histriónica en todos los aspectos, un espectáculo de retóricas gestuales y discursivas over the top. La primera se muestra como un ser honesto que expresa algunas de las reflexiones políticas más interesantes de la función, mientras con la segunda asistimos al nacimiento de un auténtico monstruo, uno de los seres (utilizo esta palabra para incluir a los no humanos) más inquietantes y siniestros que se hayan visto en una pantalla en los últimos años. Y es de verdad.

Ñanda Mañachi (Sergio Navarro, 1984)

Rodada en Ecuador y en vídeo (como toda su producción hasta donde conozco, salvo la de los 70), Ñanda Mañachi recoge durante más de 40 minutos un desfile incesante de rostros, gestos, ropajes, trabajos, festividades, escenarios y, por supuesto, música. Si esta supone lo más débil de obras mayores como Caminito al cielo y Cuartito rosa, aquí los temas interpretados por la banda que da título a la película aportan basamento, cuerpo y unidad a la amplísima variedad de imágenes recogidas, un puzzle cultural la suma de cuyas piezas es mayor que la película resultante. Como debe ser.

Agujetas, cantaor (Dominique Abel, 1998)

No abundan los buenos documentales sobre música, pero Abel consigue que parezca fácil hacerlos. Bastaría filmar al músico actuando, verlo trabajar, ver la tensión, energía, vida de su cuerpo y alma en el momento mismo de la creación, verlo además con su tiempo propio y a distancias variadas (Abel tiende mucho al primer plano pero sabe no asfixiar). También, hablar con él, y no solo de música. Y hablar también con uno o dos que lo conozcan, que lo entiendan y sepan hablar de él y hablar en general, y que lo que digan sea interesante y además expresivo, vivo, permita pensar y sentir. También, usar materiales de archivo y tratarlos con el mismo respeto con el que tratas los tuyos. Ser, en suma, pertinente y esencial, pero en el fondo práctico. Así, no llegas a una hora y es como si fueran dos. Parece fácil, y sin embargo se hace muy poco, diría que nunca. Cierto es que el artista es Agujetas, hombre que vale por miles, pero Agujetas, cantaor muestra lo sencillo que es a veces hacer una película: basta saber mirar y escuchar a un hombre, con modestia y atención.

The Wolf of Snow Hollow (Jim Cummings, 2020)

Cummings gana mucho al aplicar al thriller rural el mismo esquema de su anterior Thunder Road. Ceñirse a un desarrollo genérico convencional (que por supuesto incluye las vicisitudes personales del protagonista, y basta ver cómo Cummings las desarrolla para advertir lo bien que le hace el género) le permite mesurar la flagrante auto-indulgencia del título anterior, y no tanto el histerismo como su presencia constante, aparte de prestar más atención a los alrededores del protagonista (los diversos secundarios, como un Robert Foster mucho mejor por cierto que en Twin Peaks), matizando y complejizando mucho mejor la capacidad que sin duda posee para generar altos pero sutiles niveles de extrañeza e inestabilidad, fruto tanto de un inteligente manejo de la información como de la dificultad y a veces pura imposibilidad de discernir si muchas secuencias pretenden ser dramáticas o cómicas (o los personajes tienen o no algún tipo de tara mental).

The haunting (Robert Wise, 1963)

Robert Wise retorna a sus orígenes con mucho más dinero y no diría que más talento que en sus primeros tiempos valewtonianos, pero es que eso es bien difícil. Debates sobre la atmósfera, los efectismos y las lesbianas aparte, The haunting es una película extremadamente triste que extrae su desolación no solo de su historia (dos locuras – de una mujer y de una casa– que se reconocen y unen para la eternidad, una mujer destruida por el auto-sacrificio que no encuentra otra forma de liberación que la de uno nuevo, mayor e infinitamente más definitivo) sino de su rigurosa negativa a permitir que lo sobrenatural se manifieste de forma visible, sin que sea por ello posible albergar duda alguna de su presencia. Es fácil decirlo, y es verdad que se dice que hay muchas películas así... pero, simplemente, no es cierto. Wise resiste la tentación como Ulises a las sirenas, y con impecable criterio logra que The haunting se niegue sistemáticamente no al efectismo, cierto, pero sí al climax del encuentro, pues bien sabe que no puede haber otro que el rostro de entrega final de la pobre Eleanor Vance.

The offence (Sidney Lumet, 1973)

Sean Connery echó sin duda los restos en esta película, una de esas donde se arriesga una carrera. Aunque el resultado sea más que interesante, The offence se ve perjudicada por el modo en que después de una primera mitad muy inquietante y sugerente, el protagonista entra en su casa y de repente nos encontramos en una obra de teatro de toda la vida con los diálogos literarios habituales de pareja- echándose-mierda-en-momento-trascendental. La decisión de diseccionar la siguiente escena entre Connery y Trevor Howard mediante fundidos encadenados tampoco ayuda, menos aún para solventar la pobreza del diálogo, pero por suerte el tercer acto (de la obra de teatro) levanta algo más el vuelo, hacia un climax del que solo sabíamos lo que menos importaba. Connery se basta solo para sostener la película por encima de los baches, pero Lumet no puede decirse que ponga poco de su parte, si bien si hubiera estado tan bien en los diálogos como en los exteriores, otra cosa hubiera sido. Afortunadamente, la película era un vehículo para un actor que estuvo más que a la altura, y en el fondo lo que acaba resultando más conmovedor es la inmensa vulnerabilidad y desamparo que Connery logra iluminar en el rostro de este policía brutalizado y miserable, asqueado por la vida, la violencia y la frustración sexual, que en el fondo está más asediado interiormente por el deseo de destrucción que aquellos que odia y persigue.

Elvis Presley: The Searcher (Thom Zimny, 2018)

Un nuevo método comienza a hacer estragos: para evitar las temidas “cabezas parlantes”, nunca se ve a quien habla, pero sus parlamentos se mantienen como voces en off sobre un desarrollo 100% visual, construido en gran medida mediante material de archivo. Así, en las 3 horas y 25 minutos de The Searcher no vemos ni los rostros ni los gestos de quienes hablan, pero el nulo respeto a los materiales de archivo, reducidos a su más elemental función de ilustración del discurso y obligados a sucederse con incesante velocidad, hace que finalmente no importen ni las imágenes, ni las palabras y, menos que nada, Elvis Presley. Una basura.

The Innkeepers (Ti West, 2011)

Aunque es verdad que afeada ligeramente por un climax que no logra satisfacer del todo las apuestas, The Innkeepers es una hermosa historia de fantasmas, desarrollada con calma y cuidado en torno a uno de los corazones más básicos del género: la ambición de ver, y el horror de lograrlo. Quizás por ello, West hace aquí su película más coreográfica, la que en mayor medida consiste en ver a unos personajes nadar en una realidad que no es sino trampa. Para esto hace falta un mundo y personajes precisos, y quizás por eso aquí West lleva los modos de sus (magníficas) películas anteriores a una articulación más “clásica”: equilibrada entre caracteres e historia, entre estilo y narración. Ello permite el raro placer de encontrarse con un cineasta que sabe siempre dónde está el centro de sus planos y a qué distancia colocarse de sus personajes, sobre todo de su maravillosa protagonista, un ser adorable con la mala suerte de gustar del placer que da el miedo. The innkeepers es un homenaje al placer inocente del susto, hecho sin apenas uso de ellos: lo terrible es que lo que amenaza suceder, de verdad suceda. Que se vea lo que se desea ver porque resulta que sí existe. Por eso el lugar y los cuerpos importan tanto y West no solo construye con cuidado sus personajes sino la relación de su cámara con ellos, con gran apoyo sobre todo de la excepcional Sarah Paxton: baste ver la memorable escena en que saca la basura (que no es que no se encuentre en películas de terror, sino ni siquiera en comedias), para ver una historia de amor, del tipo que importa, entre un director y una actriz. Así, The Innkeepers puede no ser perfecta, pero es una de las pocas películas de terror de la última década que puede decirse hecha por un cineasta. Que lo que hizo después tampoco estuviera a la altura de lo esperado, no hace esto menos verdadero; si acaso, ayuda a valorar más el último momento de excelencia de un buen y original artista, antes de que tuviera la mala idea de hacerse amigo de Eli Roth.

Tenet (Christopher Nolan, 2020)

Nueva prueba de que a Nolan se le da mejor Bond que Batman, en su nuevo blockbustermegaflipado se dan todos los tópicos de las películas de viajes en el tiempo, cierto, pero el añadido de la inversión entrópica (¿se dirá así?) le añade a todo un grado de novedad y locura notable cuya posible confusión Nolan, además, potencia todo lo que puede (al contrario que en Inception, su otro Bond). A ello ayuda mucho la extrema velocidad de su narración, que obliga a cazar al vuelo las explicaciones e instala como pocas veces se habrá visto (ni siquiera en 24) en el salvaje pragmatismo de la Misión: entender, diagnosticar y actuar, un proceso en el que la psicología es mero síntoma de la acción, acaso por ello aquí interioridad es siempre sinónimo de tormento. Por ello solo dos personajes parecen existir emocionalmente (uno de ellos lo encarna admirablemente un pésimo cineasta: Kenneth Branagh), al menos hasta que un diálogo final muy hermosamente sostenido por dos actores relajados que disfrutan interpretando en vez de buscar formas de demostrar que tienen un interior, nos sorprende con lo contrario. Como Inception, Tenet es una película de Bond soñada, un concentrado de sus esencias y explotación de las posibilidades que sus propios códigos impiden, con plena conciencia de las claves de su magia, así como de la sutileza de su crueldad. Un buen blockbuster.

Maturana, el último hombre, o Divagaciones de un mecánico celeste (Ricardo Carrasco Farfán, 2016)

Película modesta hasta decir basta, es en realidad tan simple como la admiración, el amor, o la amistad. Carrasco celebra el ser ahí, el estar, el vivir, de un hombre, y en decir esto ya estoy hinchando, retorizando y trivializando la sencillez, y gravedad, del hecho: Maturana, el último hombre es una película que existe por el gusto de ver hablar, caminar, actuar, a una persona singular. Y bien singular, además. Se intuyen cosas en el recorrido, pero no porque se haga nada para ello. A veces basta filmar, y basta ser modesto.

The little things (John Lee Hancock, 2021)

Al comienzo de The Little things, una mujer conduce su coche, de noche. Otro coche se le pega por detrás. La reacción de la chica es tener los ojos inmediatamente rojos, al borde del llanto, quebrada de verdad, rota. Seguirá así el resto de la escena, donde el coche retorna, y todo va en crescendo, salvo ella, porque ya estaba allí. Uno ve esto, y ya sabe que la película no valdrá nada. Nada de lo que sigue le desmiente.

Get Carter (Mike Hodges, 1971)

Extraño resultante de varias manos (productores, guionista, director, y por supuesto actor) remando en idéntica dirección, Get Carter consigue el casi milagro de ser cine negro carente del más mínimo asomo de glamourización. Tomen cualquier noir sórdido, pasado o presente: la poetización de las cloacas, de los comportamientos extremos, cuando menos la tentación de extraer belleza de lo más bajo, o dotar a esa realidad infame de un cierto estilo, harán su aparición. Get Carter, con exhaustividad sobrehumana, lo mantiene todo a raya, y muy sobre todo la belleza, el redentor más peligroso, no permitiéndose siquiera el regodeo en lo miserable, siempre posible engendrador de poesía. Carter nunca llega a ser héroe, y no cabe mayor transgresión en un género que, extremando la conducta de sus protagonistas, nunca consiguió levantar una crítica sino una mayor aceptación de sus desmanes. Heredero acaso del Hammer al que odiaba Aldrich, Caine y Hodges no se permiten al contrario la más mínima voluptuosidad. Cuando el guión se dispara, Caine contiene. Ello permite que la rara emoción se aparezca en los lugares adecuados, como el asesinato en el patio trasero de la casa de apuestas, donde es imposible no estremecerse por un personaje del que nada sabemos y al que no habíamos visto nunca... salvo de pasada, en una pantalla blanca, teniendo sexo con una menor de edad. Una obra maestra.

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