Viendo The purge, lo que más me llamó la atención fue la conclusión: llegada la mañana
y el final de la “purga” (para quien no conozca la película, ésta transcurre en
los USA en el año 2022, donde el partido NFA, New Founders of America, ha
llevado a un supuesto “renacimiento” de la nación, eliminado el paro y la
violencia, en parte gracias a la “purga”, una noche en la que todos los
crímenes están permitidos y la policía, ejército y ambulancias no actúan), lo
que queda de la familia protagonista se detiene en el porche de su casa y
escucha el progresivo aumento del sonido de todas las sirenas y helicópteros
que en la noche estuvieron apagadas. El último plano de la película les toma desde atrás, recortándoles sobre el
fondo del mundo que despierta después de su catarsis anual, con un movimiento
de retroceso por el que la cámara acaba dentro de la casa, dejando a sus
habitantes fuera. Es curioso esto, en tanto lo sucedido en la película no lleva
a sus protagonistas a una auto-reclusión más firme; muy al contrario, la
decisión de la mujer de no matar a nadie de los que hasta el último segundo
intentan matarla a ella y su familia, supone un acto que por primera vez
proyecta una decisión propia al exterior (un acto que por ello en cierta medida
se podría denominar político), y arroja fuera de la reclusión a los que se
escondían y otorgaban, negándose incluso a reflexionar sobre lo que fuera
ocurría. El despertar de las sirenas y helicópteros, los sonidos del estado que
se “ausentó” durante la noche de la purga, se escuchan ahora como el despertar
de un mundo que muestra su verdadero rostro a quienes creían que la purga era
un mero paréntesis en su universo, necesario para su supervivencia, y no su
verdad. Y es por eso que es tan interesante lo que sigue: poco antes del
fundido a negro y el paso a los créditos, y manteniéndose durante la mitad de
estos, entran en la banda de sonido los comentarios de los medios de
comunicación. Es en este momento que The
purge alcanza verdadera altura como retrato de una determinada psicología
actual, que me llamó más la atención si cabe por mi perpleja atención a la
cobertura del reciente accidente ferroviario en Galicia. Y es que este final
muestra que la purga tiene dos partes: la noche en que se mata, y el resto del
año en que se habla de ella. Y que los que no matan al menos tendrán lo
segundo: el relato de la catástrofe y la narración de las mil y una historias
de la purga, contadas por innumerables voces de todo el estado, y analizadas y
comentadas por intelectuales, políticos, periodistas…
Hace casi diez años, J. G. Ballard ponía el ejemplo del atentado contra las Torres Gemelas como modelo del terrorismo del futuro, autor de acciones inexplicables y por ello imposibles de asimilar por una sociedad desconcertada. Como muestran sus novelas Running wild (publicada en España bajo el telecinquero título de Furia feroz) y Millenium people (aquí Milenio Negro), ambas protagonizadas por psicólogos, a Ballard el fenómeno del terrorismo no se le daba muy bien. El atentado del 11S en USA ni fue inexplicable ni, mucho menos, inasimilable. Por supuesto, la reacción inmediata fue de desconcierto, pero imagino que éste también aparecerá en los atentados “razonables” como reacción a la experiencia de la violencia. La muestra de que de verdad el acontecimiento es asimilado sería el inmenso auge de patriotismo (¡incluso Woody Allen apareció en la gala de los Oscars!) y la consecuente carta blanca para la política imperial que acarrearon los atentados. Y es que estos tienen un poderoso alcance libidinal a nivel comunitario. Un atentado, como ya intuyó Buñuel en los años 70, es un espectáculo, el más grande de todos: interrumpe nuestro mundo y afecta nuestro cuerpo más que cualquier otra cosa, y a la vez nos deja a salvo, porque ya decía Hitchcock que hay que sacudirnos fuera de nuestras cómodas poltronas, pero que al final el espectador debe volver a su mundo sano y salvo. El atentado nos sacude como nada (sabemos que las Torres Gemelas de verdad cayeron y que de verdad toda aquella gente murió) pero nos deja a salvo: es un espectáculo de base real. Las 3D, así, empalidecen frente a él, y frente a las imágenes pobres y poco detalladas gracias a las cuales la televisión se vuelve auténtico directo, como Ballard supo ver respecto al asesinato de Kennedy, del que dijo que supuso el golpe de estado final por el que la televisión pasó a ser en directo y lo que la permitió colonizar la realidad.
Hace casi diez años, J. G. Ballard ponía el ejemplo del atentado contra las Torres Gemelas como modelo del terrorismo del futuro, autor de acciones inexplicables y por ello imposibles de asimilar por una sociedad desconcertada. Como muestran sus novelas Running wild (publicada en España bajo el telecinquero título de Furia feroz) y Millenium people (aquí Milenio Negro), ambas protagonizadas por psicólogos, a Ballard el fenómeno del terrorismo no se le daba muy bien. El atentado del 11S en USA ni fue inexplicable ni, mucho menos, inasimilable. Por supuesto, la reacción inmediata fue de desconcierto, pero imagino que éste también aparecerá en los atentados “razonables” como reacción a la experiencia de la violencia. La muestra de que de verdad el acontecimiento es asimilado sería el inmenso auge de patriotismo (¡incluso Woody Allen apareció en la gala de los Oscars!) y la consecuente carta blanca para la política imperial que acarrearon los atentados. Y es que estos tienen un poderoso alcance libidinal a nivel comunitario. Un atentado, como ya intuyó Buñuel en los años 70, es un espectáculo, el más grande de todos: interrumpe nuestro mundo y afecta nuestro cuerpo más que cualquier otra cosa, y a la vez nos deja a salvo, porque ya decía Hitchcock que hay que sacudirnos fuera de nuestras cómodas poltronas, pero que al final el espectador debe volver a su mundo sano y salvo. El atentado nos sacude como nada (sabemos que las Torres Gemelas de verdad cayeron y que de verdad toda aquella gente murió) pero nos deja a salvo: es un espectáculo de base real. Las 3D, así, empalidecen frente a él, y frente a las imágenes pobres y poco detalladas gracias a las cuales la televisión se vuelve auténtico directo, como Ballard supo ver respecto al asesinato de Kennedy, del que dijo que supuso el golpe de estado final por el que la televisión pasó a ser en directo y lo que la permitió colonizar la realidad.
La catástrofe natural o accidental pertenece al
mismo tipo, no en virtud de sus causas (que son, a este respecto, irrelevantes)
sino de su tratamiento mediático y, por así decirlo, su producción libidinal. Y
es que a mucha gente le ponen cachondo los accidentes. No al nivel de Crash: no al de vivirlos, padecerlos,
sufrirlos (esto, en cierto modo, me parecería digno y hasta sano), sino al de contemplarlos
(el descarrilamiento, a velocidad real o lenta, del tren en la curva, exhibido
por todos los medios) y, sobre todo, asistir a la narración de las múltiples
catástrofes individuales que implica. Mi mayor perplejidad del año ha sido ver por
televisión lo cachondo que ponía a muchos el accidente de Galicia. Cómo narraban
hasta el último detalle del acontecimiento, la posición de los vagones segundo
a segundo del descarrilamiento, todas las historias implicadas en el accidente,
de las víctimas, los que ayudaban, los que miraban, los que llegaron tarde y
los que llegaron pronto, los que esperaban en la estación y los que no, los que
se enteraron más pronto o más tarde, los que se libraron porque se libraron y
los que no porque no, los que esperaban angustiados en el hospital (y, por
supuesto, no olvidemos al personaje estrella: el conductor), cómo se intentaba
saber todo lo que sentían, pensaban, cuánto les dolía esto o aquello… Opiniones
de la policía, de los médicos, psicólogos… información sobre cómo supervivientes y familiares, y hasta los que ayudaron o fueron
testigos, sufrirían graves secuelas psicológicas durante mucho tiempo… Información de
absoluta irrelevancia, a no ser que lo pensemos desde una lógica espectacular,
esto es, desde la necesidad de vivir y sentir una experiencia extrema pero
lejos de su peligro, a través de su narración, descripción, retrato, etc. No
otra palabra viene aquí a cuento sino la de “placer”: placer de asistir a
auténticas historias reales de sufrimiento, verdaderas catástrofes personales y
detalles truculentos. Y placer, por supuesto, de exhibir el sufrimiento propio
ante el ajeno, la preocupación y desconsuelo propios por la tragedia. Como ya
he comentado en este blog, Salvar el
soldado Ryan enseñó al “gran público” que podía ver gente sufriendo con las
tripas fuera sin sentirse sucia y morbosa, bajo la condición de que sintiese
estar acompañando de algún modo el dolor de aquel hombre. El destripamiento se
vuelve expresión de un dolor más hondo, y la visión de ello un acompañamiento
de la víctima (complejísima figura cuya relevancia política desde los años 70
está aún por analizarse adecuadamente, y que funda la dimensión actual de otra
categoría capital: el testimonio). El que mira el horror acompaña a la víctima
con su piedad: el espectáculo deviene aquí caridad. Los televisores, radios y
ordenadores se llenan de imágenes, sonidos y palabras que no aportan nada a
nuestro conocimiento de la catástrofe, a nuestra comprensión de sus causas,
imágenes, sonidos y palabras que tan solo aportan un goce al deseo de conocer
dramas verdaderos y extremos, un sufrimiento que sea de verdad, de gente que
podríamos conocer, que se parece a la que conocemos, que incluso podríamos ser
nosotros. Placer de sufrir en nombre de aquel dolor. Dolor auténtico, historias
auténticas. Sin culpa alguna pues se supone que necesitan ayuda, empatía,
comprensión, atención, tras la catástrofe el resto de la humanidad acude gozosa
para comerse el dolor de las víctimas.
En The
purge, los asesinados en la purga son considerados “sacrificados”, en cuyo
nombre se entonan oraciones agradecidas. Ellos se han inmolado por el bien y la estabilidad
de su sociedad, que gracias a las muertes es económicamente próspera y gracias
a los asesinatos permanece casi libre de actos violentos el resto del año. Pero
en su final también descubrimos que no se trata solo de la noche de los
asesinatos, sino de que el resto del año la población devorará las historias
producidas por esa noche única, pasará a alimentarse de los increíbles números
de víctimas (se habla de calles de Los Ángeles llenas de cadáveres, y uno se
acuerda de lo sublime kantiano), y de las historias singulares, pero también de
los debates intelectuales sobre la necesidad o no de la purga (el debate
deviene espectáculo cuando sus argumentaciones y conclusiones, caso de
haberlas, carecen de consecuencias). El acontecimiento no es solo la liberación
de frustraciones, violencia, etc., sino la producción de un gran espectáculo
100% auténtico, para consumir libidinalmente durante todo el año (y calentar
motores para el siguiente). Mucho se dice de la noción de acontecimiento, pero
poco de su circulación social a posteriori: que
el acontecimiento siempre se constituye en narración. The purge, en este final, sugiere que la catástrofe, accidental o
deliberada, lejos de suponer un trauma comunitario (o, mejor aún, gracias a serlo),
es una fuente de placer capaz de dotar a una comunidad incluso de pilares para
sus estructuras. Una narración ideal para sostener una subjetividad
comunitaria. Una tradición.
3 comentarios:
había empezado una parrafada pero resumiré. no creo que la espectacularización de lo real (esa a la que se aplican nuestros media) juegue con el deseo de "vivir una experiencia extrema" sino más bien con el comercio perverso de emociones con el fin de atrapar la atención de espectadores, cuya suma aporta ciertos beneficios en metálico. como bien dices, una experiencia extrema deja huella y lo hace precisamente porque resulta ingobernable para cualquier dispositivo productor de sentido. creo que entiendo en parte por qué sacas esas conclusiones. a mi no me produce ninguna catarsis asistir al espectáculo de la víctima, sino asco (con perdón), asco al ver como explicitan a un extremo insoportable la intimidad más desnuda de las personas (esa que nos despelleja al enfrentarnos como individuos a la muerte o el placer o dolor extremos). Pero esto porque, como tu, soy un chico sensible a quien le gusta la metafísica. el espectador común aborregado (con perdón) se traga sin más la dramatización que los media hacen de la tragedia, embrutecido como está (como estamos) ante semejante carga emocional con la que se exhibe los escaparates cotidianos (y lo que no se expone, no es real). la tragedia proporciona emociones fuertes, no lo pongo en duda, pero el espectador que estamos acostumbrados a ser LAS CONSUME.y como bien dices, nos basta acontecimiento para tenernos entretenidos toda una vida, rumiando, intentado digerir lo que no se puede (y sufriendo por ello de ves en cuando de indigestión).
con esto no digo que esté en desacuerdo con tu análisis. es más bien una provocación para que sigas dando vueltas a estas cosas de las que deberíamos preocuparnos más.
un abrazo
uf, tío, perdona, tenía que haber releído el texto después de recortarlo. ha quedado bastante duro, y más bien en sus formas, que me lo podía haber ahorrao!! pues respecto al contenido, lo que quería decir no difiere mucho de tu análisis (con un plus de cabreo gratuito del que sólo yo soy responsable). mi idea era problematizar el hecho de que la crónica de noticias se haya convertido en arte escénica, cargada además en exceso de drama (hasta los informes meteorológicos!! jaja). creo que es al historiador (o a un juez) a quien compete dar razón a una crónica de sucesos (que creo que habría que diferenciar de "hacer de ella un relato") y ciertamente me parece un poco perverso hacer de ella un espectáculo, como efectivamente se está haciendo.
otro abrazo y cuídate!!
Miguel, no veo nada inapropiado en las formas del primer comentario, eso lo primero. Con lo que no estoy de acuerdo es en que parezca que yo no dijese lo mismo que tú, porque sí lo digo. Pero a mi sí me parece que el vivir la experiencia, crear la impresión de que se la vive, es capital. Al contrario que el cine espectacular, un accidente de tren no se puede vivir en detalle más que a través de lo que las imágenes imperfectas de móviles y cámaras de seguridad nos ofrecen: esto, bien distinto a la inmersión absoluta en la experiencia que intenta procurar el cine espectáculo, se tratará de reconvertir convirtiéndolo en el signo de la verdad del acontecimiento: las imágenes son evidencias. Como toda evidencia, es una información tosca, parcial e insuficiente que ha de ser completada con las declaraciones, las reconstrucciones y, en fin, el aspecto sentimental, la crónica de dolores, sufrimientos y padecimientos varios que nos permitirán ponernos en la piel de las víctimas y, después, sentirnos satisfechos por lo mucho que lo sentimos por ellas. Asistir a la cobertura mediática del accidente de tren en Santiago fue ver a una televisión intentando hacer un blockbuster con sus propios medios. No es nuevo, vaya. Pero muestra que una experiencia extrema sí es gobernable y se la puede dotar de sentido, darla un uso, etc., al contrario de lo que decía Ballard.
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