lunes, 17 de noviembre de 2025

DIETARIO (6)

27 agosto

Es tan triste vivir, que para matarse hace falta alegría.

Merece tan poco la pena, que solo quien ama la vida decide morir.


29 agosto

“Es indudable, repito, que en la mayoría de las películas la poesía es involuntaria, que a veces está allí porque se la ignora y porque casi siempre las llamadas bellezas -ríos, paisajes, montañas y puestas de sol- brillan por su ausencia. La poesía está más bien en los cruces azarosos de secuencias, en las incoherencias narrativas, en los saltos de eje. 

Pero está allí. Es. 

Y, en este sentido, la poesía es una enfermedad endémica del cine.”

(Raúl Ruiz)


30 agosto

Leo por ahí que Robert Plant llegó a sentirse avergonzado de Linkin Park. No veo por qué, creo que lo más normal sería sentir vergüenza ajena, y lo raro, a su vez, que haya habido gente que no la haya sentido.

También leo a otro músico famoso hablando fatal del trap y, miren, el peor trap no es peor que el mejor Linkin Park.


3 septiembre

Palabras de rabia por el cosmos virtual, porque Roger Waters ha dicho que The Osbournes era una vergüenza y Black Sabbath le importaban una mierda. Furia y oprobio de nuestros metaleros más toláis. Lo primero es cierto: The Osbournes era una maldita vergüenza cuyo éxito hizo mucho por multiplicar la proliferación de los dichosos realities. Sobre lo segundo, me impresiona a quién le puede importar lo que piense Roger Waters sobre nada pero, más bien, la ofensa ante lo que no deja de ser una simple (y bastante previsible: ¿alguien se imaginaba a Waters fan de los Sabbath?) opinión. Ni siquiera dice que eran malos, solamente que se la soplaban. ¿Dónde está el problema? La conversión de la ofensa en causa y programa va pareja a su consecuente necesidad. Postureo de ofensa. 


4 septiembre

Volviendo esta mañana a ver el bello rostro del niño de Nanook (o en fin, de quien fuera) relamiéndose tras probar aceite de castor, pienso que la grandeza de Flaherty es la de haber recordado al público de 1922, ya olvidado el lejano esplendor de las vistas que dio al cine su primera grandeza, que esta no es otra que la del humano cualquiera, su rostro, sus gestos y su vida. No el rostro de Chaplin, no el rostro de Jannings, de Garbo o de Valentino. Sino el de cualquier persona, por ejemplo: un esquimal.


5 septiembre

Quedo un tanto perplejo al leer un artículo donde Rosalía es puesta poco menos que al nivel de Leni Riefensthal, por “cómo la retórica de la neutralidad sigue siendo funcional al poder”. Aunque la autora toma cuenta levemente (apenas, en verdad) de la diferencia, me parece monstruoso que el silencio de Rosalía quede a casi la misma altura que la no solo hipócrita y mentirosa postura, sino criminal acción, de Riefensthal. Que el no decir, no condenar públicamente, quede a la altura de, entre otras, la explícita labor propagandística (en otro párrafo, la autora afirma, y afirma bien, que “El triunfo de la voluntad no representa el nazismo, lo produce”), resulta uno de los muchos síntomas oscuros de que la búsqueda activa de culpables y enemigos se ha convertido en el arte de producirlos, por vía de retorcidos retruécanos argumentativos (con el análisis sintomático en el centro: si tú no dices, yo diré lo que dices en tu no decir). 

Pero añado otra cosa: ¿cómo decidir qué condenar? ¿Cómo decidir qué crímenes hay que condenar sí o sí, no admiten silencio, y cuáles no? Pues, que el artículo se haya escrito por el silencio de Rosalía hacia el genocidio palestino y no hacia otras matanzas o crímenes, admite tácitamente (ahora me pondré yo un poquito sintomático) que hay delitos sobre los que Rosalía sí puede no decir nada. Por ponerme pesado de nuevo, ¿por qué condenar el genocidio palestino y no el uso de la IA, que, si me pusieran una pistola en la cabeza para obligarme a establecer una jerarquía, elegiría como lo más terrorífico e inaceptable que está sucediendo en el mundo? A mi modo de ver, la neutralidad respecto a la IA, el “se trata de cómo la usas”, no se diferencia en absoluto del apoyo a la Alemania nazi o la Israel sionista, pues se trata de la mayor arma contra la especie humana jamás inventada. Todos los implicados que callan sobre esta materia, la apoyan o la minimizan, me parecen indistinguibles de un colaboracionista nazi, y a veces me reconcomo de rabia e impotencia viendo a tanta, tanta gente, interesada y hasta entusiasmada por el nuevo juguete que, no se sabe por qué, hay que usar sí o sí. 

Puedo entender, por ejemplo, a quienes criticaban que Nick Cave diera conciertos en Israel. Cave sí habría utilizado el blanqueamiento de la neutralidad, en cierto sentido, negándose a secundar el bloqueo capitaneado, si no me equivoco, por Brian Eno y Roger Waters. Pero lo que yo entonces me preguntaba era: ¿por qué solo Israel? ¿Por qué no dar conciertos en Israel pero sí en Chile, con su maltrato sistemático, criminal, de la comunidad mapuche? ¿O, ya que estamos, los Estados Unidos, con todo lo que, en fin, ya nos conocemos (y su papel fundamental en que Israel haga impunemente lo que hace)? Roger Waters, por supuesto, no va a dejar de dar conciertos en USA, y es tan simple como eso. Pero, al darlos, con su propio esquema debe ser considerado un colaboracionista y blanqueador del imperio más criminal que haya dado la historia de la humanidad. 

Y ya que estamos, no le he visto decir ni una palabra de la IA. 


6 septiembre

Tragedia del incel moderno: encima que no folla, le llaman facha.


10 septiembre

Vuelvo a ver Monegros (1970) de Antonio Artero, y ese imponente final por el que conocí la figura de Joaquín Costa, cuyo busto concluye la obra diciéndonos que “el cine no es la realidad”. Toma cierre. Vuelvo a releer el texto de Manuel Asín, donde nos informa que se trata del panteón de Costa en el cementerio de Torrero, en Zaragoza, y, straubiano como es Manuel, nos recuerda que “las 3.543 personas de todas las edades —de 13 a 84 años–, de 322 municipios españoles, que fueron ejecutadas durante la Guerra Civil, de 1936 a 1939, hasta el 20 de agosto de 1946, fecha del último fusilamiento, en la tapia trasera del cementerio”. De ese mismo cementerio. La cita es de Julián Casanova, pero Manuel cierra con una de Ana Alcolea, que es propiamente la que quiero recoger aquí: 

“Ahora, Costa ya está dentro del cementerio, que ha crecido tanto que al lado de su mausoleo solo queda una pared de la tapia del viejo cementerio, una pared que fue el paredón en el que fusilaron a muchos prisioneros durante la Guerra Civil y durante la posguerra. Todavía en 1948, mi padre, que había empezado a trabajar, veía algunas mañanas el camión que iba a la cárcel, recogía a los presos y los llevaba hasta la tapia del cementerio. Como estaba amaneciendo y aún no había mucha luz, al conductor del camión le obligaban a enfocar con los faros la pared y a los prisioneros. Cuando volvía, contaba mi padre, lo primero que hacía el hombre era entrar en el váter del garaje y vomitar, lejos de las miradas de los ejecutores y de los ojos de piedra de don Joaquín.”


12 septiembre

¿No son formados los artistas no para pensar, sino para resolver el problema de ofrecer un discurso que les permita ganar becas y otros financiamientos, así como el argumentario para evaluadores y críticos incapaces de producir su propia reflexión sobre una obra sin apoyarse en (o reproducir a secas) la que les entregue el artista? 

La universidad de hoy no forma, no piensa. Tan solo enseña a solucionar el problema de la interpretación, que es el del financiamiento. Enseña solo, pues, no pensamiento, sino las herramientas para simularlo.  

¿Es posible creer a un artista, hoy?


16 septiembre

Me ha hecho falta que se muera Eusebio Poncela para 1/ ver por fin algo de Adolfo Aristarain, y 2/ ver mal al gran actor. Uno de esos actores capaces de todo, imprevisibles, con peligro. Capaz de pasar del cinismo a la ternura como nadie, encarnar al individuo con cincuenta corazas pero también al de corazón abierto en canal, un tipo capaz de mostrar la desnudez emocional con una sencillez desarmante. Sabía moverse, y sabía desde luego mirar, habilidad esta última que no se encuentra entre las más habituales de los actores españoles. Ya no se prodigaba mucho, pero es de los que se echan de menos. 

Podía haber visto algunas de sus obras cumbre, como La ley del deseo, pero la tengo muy reciente, o Diario de invierno, demasiado oscura para ver en días ya de por sí oscuros (pero caerá pronto), o Arrebato, claro, que llevo siempre en el alma, pero fue Martín (Hache), que nunca hasta ahora me había puesto delante. Y Poncela está, en efecto, a la altura de la fama que su actuación tiene… y digo esto consciente de que la fama la tiene sobre todo el personaje, pero la grandeza de este se debe completamente al actor, algo extensible en verdad a todos los intérpretes, a los que da gusto escuchar, y ver, hablar. La excelencia de la película radica en esa fiesta de ver cómo actores mayúsculos resuelven unos diálogos que a veces son muy difíciles, algunas por sus significados, pero muchas otras por su complicación técnica. Federico Luppi, por ejemplo, se marca unas frases que hay que ver lo jodidas de decir que son. Y como si nada. Con Poncela es distinto, porque su personaje tiene que lucir todo lo que dice, él es su propia fiesta.  

No había caído yo en la cuenta de que la serie Pepe Carvalho (1986), mi otra elegida, era también de Aristarain. Me gustó Martín (Hache), incluso bastante, pero la serie es un desastre. Me atrajo el personaje, y lo raro en principio de la elección del actor para encarnarlo. Tenía curiosidad por ver cómo había salido eso. 

Salió mal. La serie es infiel en extremo y lo inadecuado de Poncela como Carvalho se multiplica ante unos guiones delirantes que, capítulo a capítulo, se acreditaban origen del mismísimo Manuel Vázquez Montalbán (¡con Domenec Font!). Por eso, me tranquilizo hoy al comprobar que el novelista estaba tan alucinado como yo ante ese personaje irreconocible (“Cada viernes por la noche contemplo la serie Carvalho, con una mano sobre los ojos, los dedos separados, eso sí, para ver y no ver”), e incluso llegó a escribir una novela matando a Aristarain (acabo de leer un artículo al respecto, y el motivo del asesinato es un hilarante ejercicio de venganza), con el propio detective como espectador y crítico de algunos capítulos. Leyendo al respecto, veo en la crítica a “La curva de la muerte” la misma coincidencia que yo pude observar con varios pasajes particularmente débiles de Martín (Hache): el uso de la “retranca nostálgica negativa”. 

Resumiendo, las tramas están pésimamente urdidas, Carvalho es un incompetente y un chulo de cuarta que ni Poncela es capaz de hacer convincente (mi impresión es que se dedica a divertirse, y punto), salvando ocasionalmente la función algunos actores, algunos personajes, algunas escenas. Por ejemplo, Juan Cueto señaló los excelentes exteriores urbanos, y eso que aún no sabía que esa Barcelona de espléndidas calles arrabaleras, atestadas, llenas de vida, desaparecerían apenas unos años después para convertirse en el actual escaparate que, día sí día también, me toca escuchar a alguien diciéndome cuán hermoso es. 


17 septiembre

No me sorprendo al descubrir que el guion de Ride Lonesome (1959) establecía la muerte final de Boone y Whit, los ambiguos acompañantes/antagonistas de Brigade, asumo que a manos de este. No deja de maravillarme el momento en que Randolph Scott entrega el prisionero a Boone. ¿Cuándo ha tomado Brigade la decisión? Ni Boetticher, ni Kennedy ni Scott nos permiten saberlo. Todo ha sido tensado hasta el último segundo. Hoy la sorpresa no se entiende tan bien como debió serlo en su momento. Pero Boetticher supo ver que Roberts y Coburn eran demasiado simpáticos, sin el peligro del Lee Marvin de Seven men from now (1956), cuya muerte tampoco deseas, y menos que nadie quien lo mata (“the nice thing about my deaths in movies was that somebody cared, even the guy who did it”, dijo el cineasta). Pero la necesidad establecida por el género, los códigos profesionales del western, y la época misma, no permiten anticipar el gesto final del héroe. El guion, obra del mejor Kennedy que hayan parido los Estados Unidos, se cuida mucho en mesurar con pragmatismo calculador cada buen gesto de los dos acompañantes de Brigade, y de, pese a dejar establecida la sinceridad de sus planes, no hacer lo mismo con su abandono de la delincuencia. 

Todo cambia en un segundo. Nadie más morirá, los hombres serán amnistiados, tendrán su rancho (al 50%, según explica un diálogo inolvidable). Los cuatro personajes empiezan una nueva vida. Todo cambia en un segundo, pero nunca sabremos, en realidad, qué segundo fue ese.

Digan, por cierto, lo que quieran de 1939, pero menudo año el 59. Sin ánimo de exhaustividad, en Hollywood tenemos Ride lonesome, Río Bravo (Howard Hawks), Some like it hot (Billy Wilder), Day of the outlaw (André de Toth), Anatomy of a murder (Otto Preminger) o North by northwest (Alfred Hitchcock); en Francia, es el año nada más y nada menos que de Hiroshima mon amour (Alain Resnais) y Les quatre cents coups (François Truffaut), pero también de Une simple histoire (Marcel Hanoun) y Pickpocket (Robert Bresson); en la India, Satyajit Ray concluye la trilogía de Apu con Apur Sansar y, en Japón, Yasujiro Ozu hace dos largometrajes: Ohayô y Ukikusa. No quiero ni imaginarme todo lo que me estoy dejando fuera. 


23 septiembre

Me duele que Hsu Feng acabe convertida en monje budista al final de Raining in the mountain (King Hu, 1979). Algunos finales son tan injustos. El de The valiant ones (1974) no es tal, solo doloroso. Qué dolor esa estrella que, por un rebote en la espada de su marido, acaba estampada en la cara de la actriz. Y qué cara. No ya hermosa, sino extremadamente seria, modelo de gravedad y concentración. Hsu Feng tenía una mirada extremadamente severa, y por ello, pese a su constante silencio, es la más admirable entre los luchadores de esta peculiar obra de King Hu. Obsérvese la escena en la que el grupo de valiant ones se ve rodeado y el jefe va disponiendo las posiciones de todos sobre un tablero de go. El juego entre ver a los bandidos rodeando, y las fichas moviéndose sobre el tablero, encuentra en la actriz su mejor eje: la concentración, la seriedad, la eficiencia, y también el misterio. Ver la estrella clavándose en ese rostro admirable es terrible. Pero también es una casualidad, un rebote, ha hecho falta el azar para matar a la luchadora.  

En Raining in the mountain Hsu Feng habla, hasta habla de más, y gesticula de forma expresiva: se queja, se sorprende, se siente confundida, tiene un aire incluso picaresco. No hay acción, solo la lentitud propia de Hu, y un constante, elaborado juego de idas y venidas, caminos, carreras, saltos y algún golpe aislado entre puertas, ventanas y pasillos. 

De pronto, al final, casi a las dos horas de empezada la película, aparece la primera muerte. El miserable teniente Chang Cheng mata al querido Gold Lock. De golpe, vemos los ojos de White Fox, nuestra Hsu Feng, afilarse como un cuchillo. Y su acción precisa, su arte, se suma al más preciso aún del cineasta. Cambios de dirección, saltos de eje y de trampolín, planos de duración ínfima, el cuerpo volante de la mujer, el sonido de sus ropajes, un pie contra un árbol, una pirueta en un lejano plano general, y de pronto el cuello del teniente mana sangre. La misma que Hsu limpia de su pequeñísimo cuchillo, que reconocemos del comienzo de la película. El arte de Hu, como un puzzle, está hecho de la relación de múltiples piezas mínimas, pero cristaliza, acaba componiendo una imagen final, letal. En The valiant ones, es el plano general en que todos mueren. En Raining, es el rostro y el gesto grave, eficiente y bello, de Hsu Feng en este instante mortífero. 

Que a esta maravilla de mujer me la conviertan después en monje, no tiene perdón de dios.


25 septiembre

Una batalla tras otra, o el talento para, de entre todas las batallas posibles, escoger siempre las menos interesantes.


26 septiembre

Hablando de argumentos tontos. En Grave encounters 2 (2012) un estudiante de cine se obsesiona con que lo sucedido en la película Grave encounters (2011) es real. Acaba plenamente convencido de que lo es, es decir, que hay un manicomio abandonado del que nadie sale, que mata a quien entra en él. ¿Qué hace? Entrar en él para demostrar que es cierto. Sus amigos le acompañan encantaos. Say no more. 


29 septiembre

Leo horrorizado a alguien (realmente no sé su nombre) diciendo que Hideko no shashô-san / Hideko, cobradora de autobús (1941) es una de las obras “más olvidables” de Mikio Naruse y, encima, que tiene el accidente de autobús peor rodado de la historia del cine. Aunque luego matiza que más bien es el “menos rodado”, cosa más precisa y cierta.

Para aclarar, no negaría que se trata de una obra menor de Naruse, pero maravillosa de todos modos, como se puede ver por la escena en que el escritor presenta su script a los conductores que se lo encargan y explica cómo leerlo adecuadamente, o, sobre todo, su magnífico final.

Pero, sobre el accidente: en la escena inicial, que nos presenta un viaje en autobús, vemos un plano detalle de un pie de Hideko, dedicado a mostrar el mal estado de su calzado, representativo de la mala situación de la compañía para la que trabaja. Poco después, al parar en casa de su madre, recoge sus zuecos, que llevará de ahora en adelante, y de los que se toma otro plano. Entre ambos momentos se monta una madre con un montón de niños; un plano que nos los muestra asomados a la ventanilla mirando el paisaje, es seguido por otro de una gallina en el suelo del vehículo, al lado de los dedos de los pies de aquellos, sobresaliendo del asiento, apenas visibles en el borde superior del encuadre, imagen que regresará más adelante (después de los zuecos) con mayor presencia de los pies. 


Ya en tierra y días después, Naruse nos presenta al escritor Igawa tumbado en el suelo, leyendo abanicado y con los pies desnudos sobre la mesa. Mientras le escuchamos recitar, un plano se dedica a mostrarnos cómo se arrasca un pie con el otro y, más aún, la sombra de esta indolente acción proyectada sobre el cenicero, del que un cigarrillo ha caído, ensuciando el tatami. Cuando, seguidamente, vayamos con Sonoda, el conductor del autobús, a hablar con el jefe, veremos a este con los pies también desnudos, en este caso sobre la mesa, y pintándose las uñas o algo parecido, para abanicárselas después. Obsérvese que, aquí, no hay plano detalle.


Por fin, volvemos al autobús, donde Hideko ensaya el texto ante Igawa y la encantada escucha de Sonoda, que se salta las paradas sin recoger a los pasajeros, por no interrumpir el recitado. Cuando tiene que detenerse porque casi atropella a un niño, los tres se bajan, los dos hombres se ponen a un lado, la mujer al otro. Las coordenadas espaciales son, sí, confusas, pero ello solo ayuda a incrementar la sorpresa: de pronto una rueda se mueve, Sonoda grita “cuidado” al tiempo que escuchamos un leve grito de Hideko, y el corazón se encoge… ¿cuándo? Cuando después de estos planos ínfimos, la cámara sigue a un solo zueco, cayendo por la pendiente hasta perderse de vista. 

No hay más planos de pies en el resto de la película. 


30 septiembre

No es que yo me aburra mucho en esta vida mía, pero el caso es que he hecho una crítica de Una batalla tras otra, en formato décima. Va por ustedes.


Vasectomía o barbarie


No le convence ser madre

mejor revolucionaria

sin maridos tarambainas

tan pesaos y tan padres.

Mas tanto libertinaje

traiciona la libertad

y la negra, a delatar.

Ver padres buscando hijas,

política de la fina.

A castrarse pero ya.


1 octubre

No niego que esto delate que soy un poco tonto, pero no había caído en que el James Bond monógamo de The living daylights (1987) coincide con la era del SIDA. Lo que no veo tan claro es al mismo tipo diciéndome que El príncipe de las tinieblas (1987) de John Carpenter es una metáfora del SIDA. Por las mismas, podríamos decir que también lo es la novela Drácula, que lleva coleccionando metáforas desde 1895. Supongo que Carpenter se reirá del asunto, pero Cronenberg no lo haría. Cronenberg podría ser pionero del modelo cineasta de género dispuesto a dejarse “elevar” mediante interpretaciones. Mi ejemplo favorito: los críticos dijeron que La mosca (1986) era una metáfora del SIDA, pero Cronenberg no estuvo de acuerdo, porque, según él, de lo que era metáfora era del envejecimiento. A mí siempre me ha parecido una peli  sobre un tipo que se convierte en mosca. Que bastante problema es.


2 octubre

Es posible que La niebla (1980) sea una de las películas más bellas de John Carpenter. Las localizaciones son extraordinarias y no hay un plano que no les saque el mejor partido, pero eso hace doblemente doloroso lo malo que es el guion, la inanidad de todos los personajes (solo Adrienne Barbeau y sobre todo Nancy Kyes consiguen hacer algo con los suyos, aparte de Hal Holbrook, que defiende con sobriedad al único buen personaje), la torpeza del desarrollo, y el pésimo final (aunque los primeros diez minutos son de lo mejor que haya hecho Carpenter). 

Prince of darkness también tiene un mal guion, pero a esto hay que añadir un casting digamos que desafortunado, elecciones de vestuario algo dudosas (tanto, que quizás hay que verlas como humorísticas), y si de remate añadimos que casi toda ella transcurre en interiores poco lucidos (subterráneo impío aparte claro está), parece que estamos ante algo mucho peor que La niebla. Y sin embargo, no. 

Prince of darkness demuestra que por encima de todo: localizaciones, belleza plástica, actores, guion, etcétera, se encuentra el ritmo, la cadencia, la fluencia de la obra. El modo en que la película va escanciando calmadamente sus elementos, personajes, escenarios, temas, mecida en una banda sonora que hace lo mismo, utilizando el silencio, la pausa, como una de sus herramientas destacadas desde el comienzo, logrando que toda la obra parezca una suerte de musical que integra música, sonido diegético, diálogo e imágenes, hace de esta una de las obras más gozosas para ver de su director. Las variaciones son siempre orgánicas, como cuando una nueva línea de bajo, perfectamente emparentada con la principal, pero más dura, más ténebre, entra con la aparición de Alice Cooper y los vagabundos.  

Súmenle a esto el final más hermoso y terrible que haya filmado Carpenter, culminando la ejemplar sobriedad del espejo y su reverso oscuro, la escalofriante imagen de Lisa Blount atrapada al otro lado del espejo roto, la simple mano final que, movida por el amor, podría destruir el mundo. ¡Y qué idea la de las transmisiones del futuro convertidas en sueños! Esta es una película que uno siempre puede ver como si fuera un sueño, una doble película hecha de lo que es y lo que habría podido ser, pero un poder-ser siempre convocado, hecho posible por la realidad de lo que es. No podríamos soñar lo que soñamos si el fracaso no fuera tan hermoso.


3 octubre

Resulta fascinante escuchar la banda sonora que Morricone le hizo a Carpenter para su Cosa (1982), por lo a la vez adecuado e inadecuado de lo ofrecido. Parece ser que el cineasta acudió al italiano pensando en un aire “europeo” para su película, pero son precisamente los temas “europeos” los que acabará no usando, prefiriendo los más similares a los que el propio Carpenter había compuesto para sus películas anteriores. 

Resulta evidente que la música más Carpenter que haya usado nunca Carpenter es la que hizo Morricone para La cosa, con esas dos notas, casi percusivas de bajo que nadie olvida tras verla. Lo que ese bajo logra sintetizar, y potenciar como nunca antes es la poderosa estilización del cineasta, la frialdad con la que siempre había jugueteado (sobre todo en Asalto a la comisaría del distrito 13) y que en La cosa logra conquistar plenamente. Pero conste que “frialdad” no es término adecuado, como no lo sería para Hawks. La palabra asoma por la negativa extremada a la emocionalidad gratuita, la apuesta por una cierta codificación de los caracteres que no llega ni al jugueteo posmoderno ni a la gelidez de un Kubrick o la sobriedad del Hill de aquella época (The Warriors, Driver, incluso Calles de fuego). La “frialdad” carpenteriana está hecha de la importancia concedida al escenario, la luz y las posiciones de las figuras en el encuadre, prioritarias frente a la interpretación, no en el sentido de que la anulen, sino de que la empujan a cierta sequedad, por irrelevancia de la emoción amplia, extrovertida, fácil. 

La cosa es la cumbre absoluta de este Carpenter. Mal hará quien vea irrelevancia o indefinición de los personajes: todos ellos existen, tienen modos de hablar, mirar, moverse, perfectamente singularizadas por sus magníficos actores; lo que pasa es que su lugar no puede en ningún grado superar el del lugar mismo, y el de la amenaza que sobre ellos se cierne. La mirada de Kurt Russell es importante, pero tanto como, y quizá hasta un poco menos, que la distancia de los ojos respecto a la cámara, y el brillo del hielo en la barba congelada. Si La cosa es el Rio Bravo de Carpenter no es por la historia, el asedio, ni los actores, sino por constituir ambas el grado máximo de estilización en la puesta en escena de sus autores.


4 octubre

Erosión del poder adquisitivo en Cataluña y la necesidad de la acción sindical es el título de un informe de la CGT de Cataluña publicado en septiembre. Cito a Arantxa Tirado: “Como explica el informe, el valor añadido bruto que se genera en la producción ha aumentado un 32,8% en las empresas del Estado desde 2021. Pero el resultado bruto de explotación, que es la parte del valor añadido que se queda el capital una vez remunerado el factor del trabajo, lo ha hecho un 50,5% en los últimos cinco años. La relación entre ambos indicadores da la medida de los márgenes de beneficio empresarial, que se contabilizan en un aumento del 6,1% desde 2021. En contraste, el salario medio de los trabajadores en el conjunto del Estado es un 3,4% más bajo que en 2021.”


5 octubre

Aún no termino de resolver qué encuentro tan detestable en la autoayuda. Mi desprecio no duda ser acertado, pero mi dificultad para articular sus causas es enorme de todos modos. 

Nada tiene que ver desde luego la crítica basada en la desatención de las determinaciones sociales, económicas, etc. Estas objeciones me resultan pueriles y un tanto despreciables, por proceder de lo que me parecen gentes felices, personas que ignoran lo que es amar al sufrimiento o experimentarse a uno mismo como infierno. Bien está recordar a los tristes que el capitalismo existe, y que uno no necesita amarse a uno mismo para amar a los demás (a veces se diría que la miseria personal ayuda a tratar la ajena), que la acción colectiva, la unión con otros, puede ser un buen medio para mitigar el dolor autoinflingido, que un ser triste puede hacer cosas felices, pero pretender que ahí está la clave solo puede proceder de alguien que, en lo esencial, es feliz consigo mismo; alguien, en suma, incapaz de mirar a la cara a cierto tipo de dolor (para fortuna suya). 

Viendo Drive my car (Ryusuke Hamaguchi, 2021), pienso en qué es lo que encuentro de tan detestable en su tercio final, y tampoco lo resuelvo. Qué hay de tan horrible, tan inaceptable, en este cine de autoayuda, incluso uno tan bien realizado, brillante en ocasiones, y con más giros que una de Shyamalan, además.

Hay algo que tiene que ver con un nuevo tipo de final feliz que se cree más rico y complejo que el final feliz de toda la vida, aquel de princesas, vaqueros, brujas y gnomos. Un tipo de final feliz que equivale a la palmada en la espalda del “todo irá bien”, que en la película de Hamaguchi se da literalmente y es el reverso absoluto de la de Patricia Arquette a Bill Pullman en Lost highway (que no se la deseo yo a nadie en la vida, pero en una película me congratula). Un final feliz que dice hablarle a los dolores del alma pero solo sabe hacerlo eliminando toda su intensidad, todas sus aristas, su riqueza. Un sufrimiento atendido solo en virtud de su superación. Y sí, hay que dejar de sufrir, pero hay algo inmoral en que ese sea el quid de una película. Superar el sufrimiento, mirarlo y superarlo. Ayudando al personaje, hay algo que se nos niega a nosotros, espectadores. Un viaje propio, una experiencia propia de la desazón, del martirio, del llanto. 

Sin parecerme desacertado, nada de lo que acabo de escribir me convence. Quizá sea cierto, pero me suena desafinado.


6 octubre 

Además de Hideko, cobradora de autobús, la semana pasada vi Dawn Chorus de Hiroshi Shimizu, casualmente también de 1941, y también ambientada en el mundo de los autobuses.

Los buses, y en esto no había caído hasta ahora, se diferencian de los trenes en algo muy importante: pese al motor, la velocidad y el número de pasajeros, son más próximos que el tren a la experiencia humana del viaje. Su movimiento padece los accidentes del terreno más incluso que como lo haría un caminante, porque, al contrario que el tren siempre deslizante sobre sus raíles, su segundo suelo, las ruedas y el tamaño incrementan y no disminuyen dichos accidentes. A su vez, detener un tren en marcha acarrea los peligros y consecuencias que todos sabemos, mientras con el bus basta apretar un timbre o decírselo al conductor. 

Pese a esto, es curioso que no haya muchas películas ambientadas en autobuses, supongo que por su reducido tamaño, que los convierte en escenario único. De momento, la más antigua que conozco es Arigatô-san (1936), de un Shimizu que, junto a la citada Dawn Chorus y Mañana estará despejado (1948), ya es para mí el cineasta oficial de los autobuses. Si sumo el Naruse, Japón es el gran país del cine-bus, pues fuera de ahí solo puedo pensar en Subida al cielo (1952) de Buñuel, inspirada al parecer por Cuatro pasos hacia las nubes (1942) de Blasetti, que incluye una estupenda secuencia en dicho vehículo.

Buñuel quintuplica el viaje de Blasetti: el bus entorpece la línea narrativa, se mete en el camino del protagonista, le pone zancadillas, le mezcla con otros caminos que incluso amenazan (o prometen) cambiar el suyo. El bus es esa humanidad que siempre está en el camino de uno, un mundo de encuentros y desencuentros, hallazgos felices y desgraciados, e incluso de los que no se sabe en qué casilla poner. El desvío y digresión momentáneos de Blasetti es convertido por Buñuel en centro, clave de bóveda, razón de ser de la película entera, que juega al despiste ya desde su etnográfico arranque. 

Los buses de Dawn Chorus son el universo profesional. Como los bólidos de las pelis de carreras de Howard Hawks, es un mundo que tiene sus consecuencias narrativas, pero podía haber sido otro, pues el centro no está ahí. No sucede lo mismo con las otras tres películas. 

Hideko, film muy breve, se reparte en tres viajes. Lo que pasa en el bus, lo que en él se vive y cómo, es central, pero por lo central que dicha vivencia tiene para la protagonista. Pero Hideko ama su trabajo, ama el bus y su deseo es que atraiga más clientes; para hacerlo aprende la historia del recorrido, y aprende, sobre todo, a recitarla. Hay una unidad entre sus objetivos y el medio de transporte, que la citada escala humana de este hace muy natural. Dawn chorus también es por cierto una película sobre alguien que ama su trabajo, y ambas pueden ser vistas como notables obras sobre el trabajo vivo. El final de Hideko es por ello extraordinario en todos los sentidos posibles.

Mañana estará despejado y Arigatô-san son films-bus. Por completo. Pero aún hay un matiz. En Mañana, el bus se estropea y queda detenido, mientras en Arigatô-san, el más antiguo y mejor de todos los títulos nombrados, el viaje es la estructura, ritmo, cadencia y sentido de la obra. Todos los personajes son importantes pero, más aún, todo lo implicado por un viaje de estas características: el adelantar, la entrada y salida de pasajeros, la movilidad y cambio del paisaje, los cambios de asiento, las distintas paradas. Un raro ejemplo de rara perfección de una película adaptada a un modo de locomoción que, al contrario que el individualista, autónomo viaje en coche, tiene un ritmo, cadencia y rituales específicos. Un raro prodigio.


7 octubre

En la mañana de hoy, me genera cierta satisfacción cabrona leer que el concierto que Patti Smith va a dar mañana en el Teatro Real de Madrid cuesta entre 70 euros (con escasa visibilidad), y 225 euros (la noticia añade que “pese a todo, y como suele suceder, las localidades se agotaron en tiempo récord el 15 de febrero”). Más aún seguir leyendo que “el día 9 la artista ofrecerá un concierto exclusivo para invitados en la Cúpula Atlántica de A Coruña, un recinto público con aforo para 200 personas. El evento forma parte del 50º aniversario de una conocida firma textil gallega –que ya trajo a Air al mismo lugar el pasado 11 de septiembre– y para conseguir la entrada había que registrarse en un sorteo en la página web de la marca”. Pero mi júbilo es pura deflagración cósmica al leer lo que sigue: “Se trata, en fin, de una obscena acción mercadotécnica, que no es nada nueva pero sí resulta especialmente frustrante porque se haya prestado a ello una figura con el poder icónico de Smith”. 

Glorioso. Seguidamente, eso sí, me genera cierto escándalo leer a la Cineteca Nacional de Chile calificando a Dogma 95 como “vanguardia cinematográfica”. Y así todo vuelve a su malestar habitual. 


8 octubre

Me encanta leer a Safi Faye afirmando que Petit à petit (Jean Rouch, 1970) “creo que era realidad”. Me encanta, sobre todo, ese “creo”. Rouch le decía que hiciera lo que quisiera, y ella lo hacía. La peli no era un documental, tampoco una ficción. A la vez, era ambas cosas. Una invención, en directo, ante las cámaras, cada cual siendo él mismo, pero también otro. 

Pero creo que el quid, por lo que me gusta la afirmación de Faye, es el modo en que Petit à petit se desarrolla como una evidente invención sin fin, una improvisación hecha por gente que se divierte, que juega. Creo que es la película más juego que haya visto nunca. No me extrañó que ver la versión de 8 horas lanzara a Rivette a realizar Out One (1971), una película improvisada de 12. Petit à petit es un modelo de creación casi en directo pero, al contrario que en Rivette, esta invención, este juego, no solo se huele sino que se ve. Es obvio que los actores se divierten inventando, exagerando, delirando, pero es ante todo obvio que juegan ante la cámara. Esta se delata ocasionalmente pero eso da igual, lo hace muy poco, lo importante es que siempre se sabe que está porque es obvio que los actores inventan para ella. Esto es muy raro de encontrar. No se trata del actor al que se le escapa una risa ocasional que sirve para dar espontaneidad, se trata de un grupo de actores que se ríen mientras hablan, de lo que dicen, de lo que hacen, al mismo tiempo que le ponen toda la convicción y energía a sus bromas y delirios. 

No es nuevo en Rouch, ya Moi un noir (1958) o Jaguar (1967) tienen esa duplicidad, pero en ellas hay un doble plano, por hablar los actores a posteriori sobre las imágenes, doblándose, comentando, y esa diferencia visible, ese doble tiempo, hace muy patente, de forma única, la creación. Pero Petit à petit se realiza con sonido directo. Toda broma es en directo. Y el efecto es más radical incluso, debido a la comicidad, el aspecto farsa rayano ocasionalmente en lo surreal. Es una película improvisada entonces, sí; una película colectiva, de acuerdo; pero ante todo es una película-juego, un juego que antes incluso que en la narración se ve en los actores, únicos de veras en la historia del cine. Joder, qué película. 


11 octubre

Albania ha nombrado como ministra de Contratación Pública a una Inteligencia Artificial. Se llama Diellë, es “mujer” y ha pasado de ser asistente virtual en trámites con la administración en enero, a miembro del gobierno el pasado septiembre. Una carrera meteórica.


12 octubre

Coincido en lo fundamental con las críticas a John Carpenter realizadas por Robin Wood en su artículo de 1984. Si para algunos Carpenter es un cineasta de izquierdas, y para otros, como Wood, cae más bien del lado de la derecha (y sus palabras sobre Asalto a la comisaría del distrito 13 no son mal argumento al respecto), por mi parte tiendo a considerarle un ejemplo de batiburrillo ideológico que ejemplifica, antes que nada, a un autor no muy dispuesto a darle demasiadas vueltas a nada. 

Pero donde disiento del todo es en la afirmación de que “Carpenter’s reworking of Hawks’s 1951 The Thing (…) suggests that he has reached a (temporary?) bankruptcy: lacking a single sympathetic (or even interesting) character with whom to identify, the spectator merely waits for the next eruption (admittedly spectacular) of special effects.”

¿Por qué esa necesidad del personaje con que empatizar? Y más aún, ¿por qué asumir esa cualidad como objetiva, cuando depende de los intereses personales de cada espectador? (por ejemplo, me hincho a escuchar a gente preocupada por el destino de Tony Soprano, pero yo me pregunto sobre las cualidades morales de los que son capaces de identificarse con tamaño miserable durante una serie entera). Pero aún más: ¿dónde coño están los personajes simpáticos en el The thing de los 50? Aunque no cabe duda que Hawks debe ser considerado el realizador principal de la película (McCarthy lo deja bien establecido en su biografía), lo que siempre me rechinó a la hora de considerarla obra suya es el nulo interés de todo su plantel humano, un superficial conjunto de clichés diversos con el objeto de crear un grupo agradable. No digo que no lo logre, pero de ahí a que me preocupe la vida de una sola de esas personas va un gran paso, y de hecho una de las cosas que más me apenan de The Thing from Another World (película que adoro, por si acaso) es que el bicho no los mate a todos, sobre todo a los dos antagonistas, el militar y el científico (bueno, y al periodista). 

La necesidad de empatizar con algún personaje en una narración es algo que nunca terminará de dejarme perplejo. Yo no solo no lo necesito, sino que tiendo a considerarlo indeseable, y de hecho creo que esa necesidad es una suerte de tara mental. Que necesites identificarte con alguien para preocuparte por su destino, es algo bastante miserable, ¿no? Pero en todo caso, me preocupan más los personajes de la película de Carpenter que los de la de Hawks, ya que al contrario que en cualquier otra obra hawksiana, esa humanidad es más simulacro que otra cosa, un conjunto de sistemas de dar vida, brío, vitalidad, gracia, a un grupo humano carente de la riqueza habitual de los filmes hawksianos. En los ojos de Kurt Russell, Keith David, Wilford Brimley o Donald Moffat veo muchísima más vida, personalidad, verdad y, en suma, humanidad, que en los por demás estupendos (quede claro) Kenneth Tobey, Robert Cornthwaite o Dewey Martin. El Carpenter de La cosa no siente la necesidad de demostrar la humanidad de nadie, ni siquiera de afirmar que no lo necesita. 

Añadamos la incapacidad para mirar la Luna en vez del dedo, ver solo la proeza técnica de los efectos especiales en vez de aquello a que dan cuerpo. Quizás haya que añadir a la tara mental de la necesidad de identificación la incapacidad para ver más allá del fenómeno técnico. Pero en esto hay que reconocer que Wood está muy por encima de todos los que, a partir de la explosión de los efectos visuales de los 90, solo vieron, de nuevo, el dedo, pero no encontraron ningún problema en ello y, de remate, lo amaron.


17 octubre

El reciente (o eso creí yo, al comprarlo la semana pasada: en realidad se publicó hace poco más de un año) Faith No More y Chile demuestra que una historia oral no es tan fácil de construir como a algunos pudiera parecer… por lo menos, si quieres hacerla bien, intención que no parece haberse contado entre las de la autora. Básicamente, un conglomerado de rumorología, experiencias personales de muy variable interés pero tirando a lo bajo, opiniones irrelevantes, reiteraciones incesantes, un paseo lo más por encima posible por las diversas visitas de la banda al país, criterio por demás extraño habida cuenta de que la devoción en Chile (como bien demuestra el libro) es ante todo por Mike Patton.

Yo fui fan acérrimo del cantante desde 1995 en adelante, cuando descubrí a Mr. Bungle y, posteriormente, a Faith No More. Luego, mejoré. No hay mayor baño contra la pattonfilia que vivir en Chile, donde habita un fandom verdaderamente inenarrable con las peores características de tan desgraciada condición: ignorancia, ceguera y fanatismo. Baste decir que acabo de leer a un periodista “experto en rock” decir que Zu es un proyecto de Patton. 

El libro es instructivo en algunos momentos, como el capítulo dedicado a la legendaria participación de la banda en Viña del Mar. Hay una cantidad salvaje de páginas dedicadas a un montón de gente barruntando qué onda entre la banda y Chile, luego que es más bien Patton, entonces qué onda Patton y Chile… Insoportable. Un libro ideal para cogerle manía al país, y que anima a releer Por favor mátame para recordar lo buena que puede ser una historia oral si se hace con criterio. 


18 octubre

IV Centenario del Descubrimiento de América: «Para aquel 1892 ya existían las estatuas de Colón en Barcelona y Madrid. Es decir, ya estaba resignificado Colón, de manera que deja de ser un referente republicano –lo fue; ay, uy– para pasar a ser algo nuevo: un símbolo nacionalista y católico, como todo lo factible en la Restauración. Ese Colón católico y blanco se genera, por cierto, en tiempo real en Sudamérica. Y también para frenar lo extraño y amenazante para aquel republicanismo conservador: lo indio, lo negro, lo socialista, lo anarquista. En los EEUU, la conmemoración del IV Centenario permite el reconocimiento de lo hispano, el reconocimiento como local del sustrato hispano, presente y con papeles en la sociedad y en la historia. Aquel latino que no poseía papeles era, como hoy, algo distinto y distante de lo hispano: nadie, un ilegal. El invento es también muy satisfactorio para la política exterior de EEUU, pues ayuda a crear derechas latinoamericanas propias, sin relación cultural fluida y constante con Europa, algo que fue muy útil, por ejemplo, durante el nazismo. Es curioso, sea como sea, que todas estas piruetas se realizaran, lo dicho, sin utilización de la palabra Hispanidad.

(…) Sí, hispanidad existía, pero, como en Galdós, aludía a americanismos lingüísticos. La palabra vos era, así, una hispanidad. La hispanidad “nace, con el significado actual, tarde, tras la I Guerra Mundial, para aludir a la relación lingüística y, más aún, religiosa, entre España y América. En los años treinta, Ramiro de Maeztu le da un tute al concepto que, a finales de esa década, incorpora como eje Falange, ya sin José Antonio. Hispanidad, al cabo, es un calco léxico y sonoro del concepto Cristiandad. Se le parece, suena parecido. Es más, es, vuelve a ser, la Cristiandad del Atlántico Sur. En ese ínterin –monarquía, dictadura, república, dictadura–, la cosa Hispanidad adquiere ya formas familiares y reconocibles. En 1918 se instaura la Fiesta de la Raza de España. En 1935, por influjo de Maeztu –fusilado un año después en zona republicana–, se denomina ya al asunto Fiesta de la Hispanidad. La República, como ven, hizo poco por o contra la Hispanidad, salvo comerse con patatas el invento de Maeztu. La razón: no hubo tiempo. Se perfiló, sí, un culto a la divergencia antes que a la uniformidad, a través de Falla, Picasso, Lorca, Ramón y Cajal. Del anarquismo y del nacionalismo gallego –el nacionalismo más raro por aquí abajo, por cierto–, esa referencia continuada a la inmigración. La gran aportación republicana al concepto cultura-nacional nace tarde y en el exilio, a través de Américo Castro: la nación como la convivencia de diversos. Algo que nunca, ni siquiera hoy, ha tenido mucho éxito por aquí abajo. Y, hablando de esa carencia de éxito, en 1939 vuelve, momentáneamente, la denominación de Día de la Raza para lo del 12-O. Hasta 1958, momento en el que vuelve la cosa Hispanidad de manera oficial. En 1981/UCD se denomina al 12-O Fiesta Nacional de España y Día de la Hispanidad. En 1987, el nombre artístico es el lacónico y actual Día de la Hispanidad. Si les ha gustado este viaje por esa palabra, sepan que es una gentileza de Germán Labrador, (…) a quien, por ustedes, he pagado un café. Germán, insaciable, a cambio de otro café me da un último dato inquietante, como todos los que conforman el concepto 12-O: el primer desfile militar del 12-O, dotado de serie de cabra, sucede en 1997. Es una iniciativa de Aznar. La idea era promocionar símbolos nacionales que, por necesidades del guion, se habían escondido un tanto en el ínterin de la Transición. Para ello, agarra –agárrense– el desfile del Día de la Victoria, nacido en 1939, y lo deslocaliza en la Hispanidad, ese work in progress de la derecha española.».

Que alguien les pague un café de mi parte a Germán Labrador y a Guillem Martínez.


20 octubre

Uno asiste a una conferencia, con todas las ganas del mundo. La conferenciante comienza a hablar, pero también empiezan a hacerlo, detrás de uno, dos personas. Hablan al tiempo que habla la conferenciante. Hablan y hablan, bajito, pero hablan. Hablan tanto que uno empieza a pensar si la que más habla no estará haciendo una traducción simultánea a la otra, no hispanoparlante acaso, o con problemas de oído. Pero el ritmo del habla, mas las ocasionales y nunca muy largas pausas, acaban convenciendo de que no; hablan, simplemente hablan y hablan. Y vuelven a hablar. 

Al término de la conferencia, uno descubre que la persona que más hablaba era la organizadora. Y la persona que con ella hablaba, habla ahora alto, para hacer la primera observación + pregunta. Siendo genérica trivialidad la primera, estupidez genérica la segunda. Tras el resto de preguntas, pertinentes y emocionadas, cierra la organizadora, fuera de tiempo y de turno, con un comentario. Largo. Muy largo, muy inane y tienta decir que muy tonto. 

Hay en la vida cosas que no sorprenden. Y pese a ello, a veces, uno se escandaliza.


21 octubre

En Trágame nube (Esperanza Collado, 2023), primera sección, pantalla derecha: una paloma gira sobre el cielo de la Alhambra.

Tienta considerarla una momentánea metamorfosis de Esperanza. Pero yo sentí alegría, al comprobar que Marie Menken sigue viva, allá, volando.


22 octubre

Me impresiona, me impacta, me conmociona, la frase de Ramón Eder recogida por Enrique Vila-Matas en su París no se acaba nunca: “El carácter se forma los domingos por la tarde”. Repentina revelación: en efecto, ahí me forjé yo, desde niño, desde adolescente y, aún hoy, yo soy el modo de resolver los domingos por la tarde. No me faltan exnovias que den fe de ello.


23 octubre

Me dio por preguntarme anteayer si The Texas Chain Saw Massacre (Tobe Hooper, 1974) hubiera tenido tanto éxito si la chica no se hubiera salvado al final. No hablo de calidad, hablo de éxito, pero en este caso creo que van de la mano. Si Leatherface hubiera conseguido dar muerte a la chica, ¿cómo terminar? Sin embargo, si ella se salva y Leatherface queda, herido en la pierna, agitando como un salvaje su motosierra al amanecer en medio de ninguna parte, ah, eso, qué final. Sin muerte como cierre, la voluntad de muerte (ajena) como afirmación final, esplendor último del cine, la agitación del deseo, el éxtasis interrumpido. 

Y al mismo tiempo, el éxtasis satisfecho: el del público. La cena es escena de las más salvajes jamás filmadas. Ver eso en un cine es algo que no se olvida. Hasta entonces la película podrá ser seca, dura, tensa, grotesca, turbia, lo que quieras, pero cuando aparece esa mesa, y esa familia, eclosiona todo el horror acumulado (reafirmado por el humor, que lo hay) y de golpe todos aquellos elementos se anudan en una única bola de demolición. La película se vuelve histérica de un modo, a su manera, sobrio. Y la protagonista vive lo que nadie había vivido nunca en una pantalla. 

Y luego, escapa. Y yo creo que la taquilla lo premia. Premia esa pequeña satisfacción final, pero no porque matarla hubiera sido ya demasiado. ¡Qué va a ser! Sino porque la salvación supone una sorpresa, algo ya inesperado, instalado como rey un universo del que parecía no haber salida. Y sin embargo, de donde no te la esperas, y del modo más natural, simple, tonto incluso, del mundo, un salto, una carrera, una furgoneta que pasa, la salvación. 

Y entonces, la honestidad. Pues Tobe Hooper sabe que la salvación no negará nunca el horror. No existe Deus ex machina que valga, aquí. Hooper no se escapa con la chica, se queda con Leatherface, agitando extático su motosierra como si realizara un ritual inexplicable, que es como debieran ser los rituales de verdad. La chica se salvó y eso nos alegra, nos permite respirar. Pero nos quedamos con los salvajes, en el éxtasis de su rito admirable, la pureza del bramido mecánico, el amanecer pálido de ese páramo del espanto. Algo que tienta llamar sagrado supura en esa afirmación hecha en el momento del crimen no consumado, y quizás sea porque la cumbre del acto sexual no es el orgasmo sino el instante inmediatamente previo. Ni el asesinato ni el asesino ni el arma, Hooper logra filmar en ese cierre ese instante sin el que no existirían ni uno de ellos. 


24 octubre

En La Gomera (Corneliu Porumboiu, 2019), la jefa de policía observa por las múltiples cámaras repartidas por todas las calles del estudio cinematográfico abandonado, las refriegas entre sus agentes y los traficantes de droga acorralados. En cierto momento, uno de ellos, el único sobreviviente, se guarece en una calle apartada. No se da cuenta de que una cámara le muestra a los ojos de la mujer. Magda se aparta de los monitores del centro de vigilancia, abre la puerta, saca la pistola, apunta. Da un silbido. El hombre se gira y ella le abate. El otro policía, sin moverse del puesto, observa el momento por la pantalla. Magda retorna a su lado.

Siguiente película de mi jueves por la noche: en el asesinato más memorable de Scream (Wes Craven, 1996), Sidney se abalanza aterrorizada sobre la furgoneta de televisión. Kenny, el cameraman que en ese momento observa el interior de la casa mediante la cámara que, a escondidas, Gale Weathers ha colocado sobre el reproductor de vídeo, le abre. Sidney le cuenta lo sucedido y de repente, los dos observan al asesino en la pantalla, acechando a Randy. Mientras este avisa a la Jamie Lee Curtis de Halloween (1978) que mire detrás suyo, Sidney y Kenny le dicen lo mismo al Randy de la televisión. De pronto, Kenny recuerda que hay un desfase de 30 segundos entre la imagen de la cámara y la realidad; se gira y, al momento, un tajo de cuchillo le rebana el pescuezo. 

Nada más por hoy.


28 octubre

Como siempre, Roger Ebert no supo encontrarle la gracia a la encantadora Halloween III: Season of the Witch (1982), primer largometraje de Tommy Lee Wallace, quien años después realizaría otra estupenda secuela, Fright Night Part 2 (1988), a la que me tienta considerar superior al original (el film de Wallace es muy superior a Halloween II, una de las peores películas jamás filmadas, y la peor de toda la saga, en su primera fase al menos). En cambio, hay que dejar admirada constancia del impecable resumen que tuvo a bien hacer Vincent Canby: “Halloween III consigue la no tan fácil hazaña de ser anti-niños, anti-capitalismo, anti-televisión y anti-irlandeses al mismo tiempo”. Eso es un crítico. 

Lo del anti-capitalismo tiene su aquel, pues Halloween III casa bien con otras películas que, en la misma década, comenzaron a utilizar productos de consumo como objetos malignos. El caso más evidente (o más bien, el único que me viene a la mente en este momento) es la también deliciosa The stuff (1985) de Larry Cohen. No la recuerdo tanto como para comparar ambas, pero sí lo suficiente para saber que esta gana como mínimo por los actores. No negaré mi aprecio por Tom Atkins pero, aparte de que Cohen siempre ha sido interesante en el plano actoral, Michael Moriarty es imbatible. Y no menos aquí, donde suelta una de las réplicas más descacharrantes jamás pronunciadas en pantalla alguna: 

- Veo que no es usted tan tonto como parece.

- Nadie es tan tonto como parezco. 

Ver cómo Moriarty suelta esta frase es un placer del más alto refinamiento. Rubén-seal-of-approval.


29 octubre

Me entero de que Steve Albini pensaba titular al segundo EP de Big Black, el luego llamado Bulldozer, como “Hey Nigger”. Sus compañeros le convencieron de cambiarlo, pero Albini afirmó en la época que “cualquiera lo suficientemente estúpido como para ofenderse por ese título es parte del problema… Es mejor ser beligerante respecto a cosas como esta”. No sé si estoy de acuerdo, pero en todo caso el término nigger, “the n word” como lo denominan por allá, es un excelente ejemplo de la irrelevancia de las palabras prohibidas: la batalla por su eliminación lleva ganada un montón de décadas y Trump nunca osará pronunciarla, pero… miren si ha influido en la situación de los negros en Norteamérica, y los de “el lenguaje crea realidades” se llevarán una sorpresa.


30 octubre

Tras siete años y medio en la misma casa, me es imposible no pensar qué echaré de menos cuando mañana me mude y pase, por cierto, la noche de Todos los Santos en un nuevo hogar (ahora que lo pienso, encima estará vacío).

Echaré de menos el jardín frente a mi ventana, los árboles, el sonido de la vegetación golpeada por el viento salvaje de tantos días. Aunque no echaré de menos la alta torre que me quita al menos una hora de sol cada tarde (Condominio Velamar).

Pero nada echaré más de menos que la bahía. No se ve desde mi ventana, pero sí desde la terraza que es la bendición de esta casa (no les cuento durante la pandemia). Cierto que mi ventana nueva tendrá una espectacular vista del mar, de la salida de la misma bahía, pero desde que empecé a sentir el cambio inminente, me di cuenta de que echaré de menos la forma de la bahía, más importante quizás que el mar que la llena o los barcos que la navegan, y que Vicente y yo nos pasamos contando más de una y de cien mañanas. 

Allá por 2010, Hugo Obregón y un servidor trabajamos con Paulino Viota en un intento de poner en marcha una película realizada en Santander. La geografía de la ciudad era muy determinante en el proyecto, y muy en particular su bahía, a la que Paulino ponía en relación con las cajas metafísicas de Oteiza.  Esa comparación ya no me abandonó.

Cuánto la he recordado en esta casa, contemplando la curvatura de la tierra, sus líneas, las variaciones de color, de movimiento, de luz del mar y sus relaciones con las del cielo sobre él, y las cordilleras (son dos: la de la costa y los Andes) en medio. Es esa caja, viva, esa forma magnética, palpitante, lo que echaré de menos. 

Eso y, remato, los aguiluchos que la cruzan. Siete años llevo enamorado de ellos, y el éxtasis no decrece, al contrario: se ha incrementado año a año, y disparado exponencialmente ahora que sé que no los veré desde la nueva ventana. 

Sus graznidos, sus alas desplegadas planeando a metros de mi rostro. Qué ciudad esta, sobrevolada por águilas. Alguna vez se me confundieron con volantines. 


2 noviembre

Hay dos modos de hablar de películas, que se parecen mucho, son igualmente agradables, entretenidos en el sentido más frívolo, irrelevantes en último término, e inspiradores ocasionalmente: los cotilleos y los análisis culturales. En el fondo son lo mismo, pero los segundos fingen mejor su irrelevancia. 

Escribí mi nota sobre The Texas chain saw massacre sin saber que el año pasado Alexandre O. Philippe había estrenado un documental sobre ella. Ver una peli de Philippe es uno de esos entretenimientos vacíos que sirven para descansar el cerebro mientras te autojustificas diciéndote que al menos aprenderás alguna cosilla que otra, para acabar finalmente dominado por cierto sentimiento de superficialidad que sabes podías haberte evitado, incluso puede que sintiéndote un poco sucio. Se trata de esas películas pensadas para no tener que leer.

(De los que he visto) Chain Reactions me ha parecido el mejor de sus docus por la simple razón de que, por su estructura, presenta una mayor honradez que otros, suyos o del estilo. Una a una, diversas personas hablan del film de Hooper, lo analizan, lo comentan, explican su relación con él. Lo personal, lo reflexivo, lo analítico, se vinculan con mayor o menor fortuna dependiendo de la persona que hable, y al final el gusto es el de escuchar a gente hablando de una gran e importante obra, de un modo que también te permite conocerles un poco más a ellos. Algo cercano al placer de, simplemente, hablar de cine. 

La otra ventaja es la de ubicar los análisis culturales en el campo al que de verdad pertenecen: el comentario caprichoso ejercido por individuos determinados en función de sus obsesiones particulares. Ningún problema con lo segundo (qué me puede guiar a mí, sino mis obsesiones) pero sí con lo primero. Me resulta desesperante el modo en que casi todos tratan de “elevar” sus observaciones con alusiones al famoso Zeitgeist, y revelador que, de las cinco personas convocadas, el que más en detalle analice la película sea el más alejado del cine, Patton Oswalt.

Lo interesante del comentario personal, autobiográfico, da sus mejores muestras con Alexandra Heller-Nicholas y su reflexión sobre el color amarillo a partir de la pésima calidad de las copias en VHS que durante años fueron el único modo de ver el filme. Todos los que descubrimos el cine en la época del vídeo conocemos la experiencia y sus implicaciones, como la de sentirnos decepcionados cuando, por fin, logramos ver la película amada en las condiciones óptimas (a mí me pasó con Depredador); por ese lado, se encuentra la siempre interesante intrahistoria de los modos de visionado, las determinaciones técnicas del gusto cinematográfico, la etnografía cinéfila por así decir; por otro, está la posibilidad de hacer un uso libre, imaginativo y productivo de las asociaciones realizadas a partir de esas experiencias: lo bueno aquí está en cómo por ejemplo, las de Heller-Nicholas permiten explorar la dimensión sensorial del cine australiano del periodo, lo que además se enriquece por la cercanía física de la crítica a las locaciones de Picnic en Hanging Rock (Peter Weir, 1975). Mucho más interesante que el Zeitgeist ese de las narices. 


3 noviembre

“La mejor fortaleza que existe es no ser odiado por el pueblo, porque por muchas fortalezas que tengas, si el pueblo te odia no te salvarán”. Pocas cosas han envejecido de Maquiavelo, pero estas palabras pertenecen sin duda a otra época. Pues pocas cosas caracterizan quizá a la nuestra como la imposibilidad de derrocar al poder por rebelión del pueblo. No ya por una imposibilidad de que se den tales rebeliones, sino porque nunca en la historia el poder había poseído tales herramientas de defensa, tanta capacidad de vigilancia y represión de sus poblaciones. Lo que distopías como 1984 presentaban, ya existe, y en consecuencia no nos queda más que la libre exploración de las múltiples patologías del prisionero, de por vida además, en nuestro caso. El único problema, quizá (nuevamente, quizá), es que esa tecnología que según Ballard tiene por función la de benévolamente acoger dicha exploración, es un imposible que, por razones materiales como mínimo, se reducirá, nos abandonará (también ella nos abandonará, sí) y pasará a expandir solamente las locuras del amo. Entonces sí, entonces por fin, tal como le decía Mao a Nixon en el Nixon de Oliver Stone, la historia será “la expresión de nuestra enfermedad”. Y “nuestra”, en efecto, quiere decir “de ellos”.   


7 noviembre

Los colectivos porteños nunca dejan de sorprender. Hace varias semanas, un conductor me preguntó si me gustaba el black metal, y tras charlar un rato acabó regalándome un CD de su banda. “¿Pero me lo das?”, pregunté. “Sí, ya me cuentas qué te parece si volvemos a coincidir”. La banda se llama Tenebras, el disco Evocación maligna, y el conductor responde, en la página central del libreto, al nombre de El Inquisidor. Como me he ido bien lejos de los territorios del colectivo 40, veo difícil ese reencuentro, pero vaya aquí mi agradecimiento, al que se suma mi admiración por el hecho de que la banda no tenga Facebook, Instagram, X ni nada. Hasta donde he llegado, tan solo un Youtube donde pueden escuchar el disco íntegro. Un abrazo, estimado Inquisidor.

Como despedida del colectivo 40, recordaré también el encuentro musical más inesperado que me ha tocado en él: un conductor escuchando a nada más y nada menos que Jorge Pardo, Carles Benavent y Tino di Geraldo. No faltan los encuentros con la música española en los medios de transporte chilenos, pero créanme que este raya lo sobrenatural. Nunca supe el nombre del conductor, al que debo muchos buenos momentos musicales, pero ninguno como aquel. 


8 noviembre

Primer avistamiento de un aguilucho desde mi nueva ventana. A metros escasísimos. Intensísima alegría.


9 noviembre

“Cuando la gente siente que el poder está más allá de todo desafío, redirige su energía hacia disputas triviales. Y esas trivialidades, colectivamente, son suficientes para erosionar los mismísimos fundamentos de la justicia”. Ai Weiwei describiendo una de las principales características del pensamiento político de este siglo.


11 noviembre

“El Derecho Internacional se pone siempre de actualidad cuando lo atropellan; diríamos que se trata de un magnífico instrumento, siempre que a nadie se le ocurra usarlo”. Joaquín Edwards Bello publica estas tan actuales palabras el 30 de abril de 1937. Escribe, pues, sobre la Guerra Civil española. “El Derecho Internacional, respecto a lo que está pasando, se escribirá después de la guerra, y se dará razón al que gane”. 

En The act of killing (2012), Joshua Oppenheimer lo fía todo al asesino con conciencia. Esta preocupación por el sentimiento de culpabilidad, por los sentimientos de los verdugos, me han parecido siempre despreciables, y el principal problema de una película por lo demás interesante. Conocer, entender, aprender, son procesos minimizados ante la búsqueda de arrepentimiento. Esto se ve bien por la mínima atención al personaje más interesante, Adi Zulkadry, el torturador consciente de las crueldades realizadas y las mentiras en que se amparaban, y que pragmáticamente reconoce la culpa al tiempo que la niega, basándose en el triunfo de su bando. El diálogo en el coche donde discute las instancias que criminalizan su acción presenta las ideas más provocadoras del filme, y no menos por la manera en que problematizan la autosatisfacción moral de su interlocutor, o cuando menos de su mundo. Pero Oppenheimer solo busca un protagonista en cuyos ojos filmar la culpa; un arrepentimiento del que, nada sorprendentemente, Anwar Congo se arrepentiría en cuanto las cámaras se apartasen y los ojos de siempre recuperaran su primacía. Frente al uso de Congo, un pobre imbécil con poder (Oppenheimer no habría podido hacer su película sin concentrarse en lo que obviamente son un puñado de idiotas), el inteligente, articulado y pragmático Adi Zulkadry habría permitido conocer con mayor profundidad, con otros registros más sutiles y complejos, no ya la psique (en el fondo The act of killing es una película tranquilizadora porque solo mira a la psicología) sino la ética del torturador, pasada y presente. Pero, obviamente, al contrario que Congo, Zulkadry nos impide la satisfacción del no-culpable, permitiendo entender que vivimos en un mundo tan criminal y tan hipócrita como el suyo. Lo cual era evidente, entonces y siempre, pero quizá hoy se deje sentir de manera particularmente intensa. 


12 noviembre

El capitalismo llevó a la revolución industrial, y esta al sueño del progreso y todos juntos a la explotación incesante de los recursos naturales y el consiguiente cambio climático que hoy aboca a la humanidad al periodo más negro de su historia, pero luchar contra el capitalismo no detendrá el cambio climático. Detenerlo, o revertirlo si es que alguien sueña con ello, implica destruir el capitalismo, pero, si bien necesaria, esta condición no es suficiente. 

El decrecimiento llegará, sí o sí, pero no para todos. Todos saben que llegará, pero entre el discurso que te dice que hay que vivir más modestamente, y un negacionismo que en el fondo nadie se cree pero lo que sí te permite creer es que, mientras vivas, nadie te quitará lo que tienes ni te obligará a vivir peor (aunque obviamente es la agenda negacionista la que no solo expoliará los recursos sino a la población entera, para quedarse con todo y reducirla al esclavismo), no hay modo de que el pueblo sea seducido por lo primero. Esto, solo moviliza temores; lo otro, las dulces mentiras de la esperanza, temibles alguna que otra noche pero muy útiles para arrastrarse por el fango del día hasta llegar vivos a ella.

Los coches se detendrán y las estufas dejarán de funcionar, sí. Para nosotros, no para ellos. O para alguien, para algunos, si se quiere, y no para otros.

Al fin y al cabo, las máquinas ya existen. Y su ritmo ya hace demasiado que sustituyó al nuestro, sus capacidades a nuestras necesidades, su voluntad a la nuestra, su entendimiento al nuestro (última novedad). Quienes saben, mantendrán las máquinas en marcha para ser cada vez más poderosos, pero los demás lo harán porque ya creen que esas máquinas son ellos, la condición de posibilidad de la humanidad misma. Hasta la izquierda más izquierdosa bendijo no solo ya a los cyborgs sino que hasta los catalogó de nueva especie, e incluso los spinozistas más onderos te cambian de especie aunque solo se haya modificado una célula de tu estructura.   

Pese a las apariencias, ninguna vanguardia histórica sigue tan vigente como el futurismo: no nos damos cuenta porque, simplemente, se ha fusionado con todo. El posmodernismo solo fue la traslación del futurismo a la conciencia (tienta decir: su transformación en metafísica). Y si la crisis se supone que fue el fin del capitalismo pero supuso el triunfo definitivo de los capitalistas, bueno, eso de que fue el fin de la posmodernidad no es también sino la confusión de un parto con un entierro.

La industria, sí, pero la tecnología, la ciencia, todo aquello a que se vendió la idea de progreso, la idea misma de humanidad. ¿Decrecimiento? Solo lo habrá de un tipo: el de siempre.


13 noviembre

Semana de muertes. En los días previos, me llegan las de Tatsuya Nakadai y el menos famoso Homayoun Ershadi, protagonista de El sabor de las cerezas (1997), la primera película que vi de Abbas Kiarostami y, por tanto, el primer rostro que, para mí, caracterizó la personalidad de su cine, lo lacunar, lo misterioso, y al tiempo lo decidido, la exigencia, la mirada atenta, el punto de vista, el fuera de campo, el hacer dos cosas a la vez. Con Close-up (1990), Kiarostami pasa a ser del todo (ya había hecho la magnífica Gozaresh, en 1977) un cineasta del mundo adulto (Y la vida continúa, con niños y adultos, parece una transición planificada adrede); para mí, el rostro por excelencia de esa nueva etapa es el de Ershadi. 

Hoy me entero de la muerte de otro actor clave en la filmografía del iraní, Ahmed Ahmedpoor, el niño olvidadizo de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), yo diría que mi favorita entre las suyas, una de esas películas que siento imposible que haya alguien a quien pueda no gustarle, he recomendado a muchísima gente y a día de hoy nadie se me ha quejado y casi todos me han dado las gracias. Tenía 46 años, uno menos que yo.

Pero queda otra muerte inesperada, con la que he amanecido, literalmente: la de la legendaria Jeanna Fine, una de las grandes del cine pornográfico de los 80-90. No me queda claro qué día murió, pero parece haber sido reciente. Tenía solo 61 años. Yo la inmortalicé en mi tercer cortometraje, Jeanna Fine/Jewel De´Nyle (2004), en calidad de felactriz de sobrenaturales capacidades, pero era una actriz excéntrica, lanzada, capaz de todo, con sentido del humor pero también del drama, intensa, ideal para personajes duros, con carácter o algún tipo de extrañeza. Hace siglos que no veo una peli o escena suya, pero me encantaba, y a veces pienso en ella, porque uno nunca olvida a los primeros amores.


14 noviembre

“El análisis por elementos y funciones de una obra carece de sentido. De la misma manera que descuartizar el cuerpo de una bailarina no nos enseñará nada sobre su manera particular de bailar” (Ruiz). Estas cosas me fastidian, porque el símil será vistoso, pero en absoluto es símil. Analizar por elementos y funciones de estos elementos implica dividir e inmovilizar, pero también reacoplar y poner en movimiento, a velocidades diversas, mientras que la bailarina descuartizada nunca podrá moverse de nuevo, luego sus elementos podrán ser analizados, y algunas de sus funciones también, pero no todas, pues a las relaciones les faltará la movilidad consustancial, en el fondo, a toda relación. 

El texto, del diario del 8 de noviembre de 1996, afirma la imposibilidad de analizar la “tensión poética” al tiempo que precisa sus elementos de forma bien interesante, destacando el papel de las convenciones. Si la disección, la experimentación sobre elementos y funciones sirve para crear, ¿por qué no para analizar? Manía “posmo” de decirte en el fondo que, pues la operación analítica no satura el objeto, es inservible (peor: imposible). Siempre he visto un resabio integrista en este proceder, que niega al concepto su labilidad y lo mata en función de esta, destruyendo la riqueza de la frontera al convertirla en patria. 


15 noviembre

“Que no entren en el bosque de la noche”, decía Leopoldo María Panero. “Yo, cuando entré, sabía que no había salida”. Florence Pugh dice que trabajar en Midsommar fue demasiado depresivo. Su trabajo en Mujercitas, mucho mejor. Obviamente, su mejor interpretación es con Ari Aster, también su mejor personaje, mejor película. 

Hay un equívoco, lo recuerdo bien. “Yo aquí no he venido a sufrir”. Sí, has venido exactamente a eso. Eso, o nada. El arte, o la vida. El arte. Tu vida no vale nada. Destrúyela por un buen plano. Si crees que sentirse mal no merece la pena, hazle al cine, hazle a la vida, un favor. Mátate; si no, retírate.