martes, 19 de noviembre de 2024

Informe semanal (3)

Monster Summer (David Henrie, 2024)

Hellraiser: Hellworld (Rick Bota, 2005)

Hellraiser: Revelations (Victor Garcia, 2011)

Hellraiser: Judgment (Gary J. Tunnicliffe, 2018)

on Paradise Road (James Benning, 2020)

Venise n'existe pas (Jean-Claude Rousseau, 1984) 

Un jour (Jean-Claude Rousseau, 2011) 

Sous un ciel changeant (Jean-Claude Rousseau, 2013) 

Faux départ (Jean-Claude Rousseau, 2006) 

Attique (Jean-Claude Rousseau, 2011) 

Chansons d'amour (Jean-Claude Rousseau, 2016) 

L'appel de la fôret (Jean-Claude Rousseau, 2008)

Letter to Jane (Jean-Luc Godard y Jean Pierre Gorin, 1972)

La próxima película de Carmen Trevilla (Gonzalo García-Pelayo, 2023)

Journal inachevé (Marilú Mallet, 1982)

Manhunt: Unabomber (Andrew Sodroski, Jim Clemente, Tony Gittelson, 2017)

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Hay películas que parecen hechas adrede para hacerle perder el tiempo a uno. Sus creadores no se han tomado ni un segundo en pensar nada pero a ti te lleva un mínimo de hora y media ver la nadería que se han marcado. Con este exceso de palabras que le llevo ya dedicado a la insultante nulidad de Monster Summer, no hago sino sumar vida perdida al desaprovechado tiempo que fue ver semejante engendro. Les digo que ni se acerquen, y ni una palabra más.

Supongo que haberme cascado la saga entera de Hellraiser en el último mes algo tiene de pérdida de tiempo, pero no llega la sangre al río. Me reafirmo en que es la peor saga de terror que haya visto, pero no deja de tener su gracia, involuntaria por supuesto. Por un lado, es una muestra modélica de mala producción, sobre todo desde que los Weinstein la toman en su mano, pero no puede negarse que llovía sobre mojado, por el ya señalado de que los cenobitas son un confuso misterio, explorado con pésimo o mediocre criterio en las primeras partes de la película. No es sorprendente entonces que las partes cuatro a ocho parezcan guiones independientes a los que los cenobitas han sido sumados a posteriori, y menos sorprendente es que, en algunos casos, como el de Hellraiser: Hellworld, en efecto fuera así. Más aún: las tres secuelas finales, que son las que me vi la semana pasada, se filmaron estrictamente por exigencias contractuales; la primera por no sé qué pasaba con filmar en Rumanía, las siguientes lisa y llanamente para no perder los derechos de la franquicia. 

Dicho esto, lo más curioso es que estas dos últimas resulten las únicas secuelas que, desde Bloodline, muestran algún interés por los cenobitas. La clave es el guionista Gary J. Tunnicliffe, que hace un esfuerzo sincero por profundizar y desarrollar tanto la filosofía de los cenobitas como el universo al que pertenecen. Lamentablemente, no parece estar muy a la altura del empeño, y la producción hace todo por complicárselo. Revelations se rodó con muy poco presupuesto y a toda velocidad, cosa que se advierte en los problemas de guion, de dirección e interpretación, pero al menos los parlamentos de Pinhead tienen cierto interés y trazan líneas sugerentes con las primeras películas, además de lo inquietante que resultan los pasajes en que el mundo de los cenobitas parece estar al otro lado de la pared de la casa familiar donde transcurre casi toda la película, de tal modo que los diálogos de los humanos se escuchan en ese otro mundo; esa porosidad resulta muy siniestra, pero no tiene mayor utilidad. 

Judgment funciona mejor pero el pastiche de Seven y la indecisión en la apuesta por lo grotesco, que a veces parece ser muy lanzada y otras cobarde, no ayudan. Tampoco que la loable intención de desarrollar el universo sobrenatural se salde con unos diálogos de primero de secundaria, por no entrar en una frase de la primera parte que parece olvidada: la que afirmaba que los cenobitas son llamados demonios por unos, pero ángeles por otros, lo que debiera haber impedido a Tunnicliffe asumir tan rápido la estructura tradicional cielo/infierno. En todo caso, no puedo dejar de manifestar que la ausencia de Doug Bradley es un aliciente. Ya faltaba en Revelations, pero en esta Paul T. Taylor emplea una sobriedad que por fin da el aura adecuada al personaje.  

Volvamos al tiempo, y hablemos de arte de perderlo, que James Benning conoce como nadie. En on Paradise Road se entrega a la causa más que en ninguna otra de las obras que le haya visto, cosa lógica pues fue realizada en su casa durante el primer mes de pandemia. Benning muestra seis planos en 75 minutos: el primero de unos 12 mins., el segundo 17, tercero 12, cuarto 14, quinto 9, sexto 10. La canción más larga que haya hecho Bob Dylan, “Murder most foul”, de 17 minutos, marca la duración del segundo plano, una pared lisa con un pequeño y sencillo cuadro; si Benning reacciona a la novedad del encierro, también al single del cantante, publicado a finales de marzo de aquel año. La importancia del tema, que teje un evocador viaje por el pasado de los Estados Unidos (y sobre todo de su cultura popular, musical sobre todo) en torno al asesinato de Kennedy, es evidente pues acompaña al plano más simple de todos, el más vacío y carente de elementos en los que entretener la mirada, después del cual la pantalla del programa de montaje con un plano completo de From Bakersfield to Mojave resulta todo un orgasmo visual: el plano en sí del túnel, el sonido de los grillos acompañado por el subir y bajar de las barras de sonido, el movimiento del timeline, el ocasional temblor de la luz de un disco duro externo…  A esta autorreferencia sigue otra: Benning lee un libro en el sofá, no solo al modo de Readers sino que el sofá es el de la primera lectora de aquella. ¿Qué mejor comentario sobre la soledad que mostrar que no hay nadie a quien filmar más que a uno mismo? Benning es perro viejo y montador astuto: a esta sencillez sigue, de nuevo, otro plano espectacular, tanto, que se lo roba a Howard Hawks, filmando, nuevamente del ordenador, una secuencia completa de Tener y no tener; más hermoso aún, el fondo son unos esteres cerrados por los que se filtra apenas la luz del día y la vegetación exterior; elemento intrigante adicional, en el ordenador anterior hay un ovillo y en este un carrete de hilo y tijeras. ¿Más curiosidades? Sí, por supuesto algún juego hay con sonido, como cuando la tetera del primer plano no silba. ¿Qué mejor muestra de cómo frustrar las expectativas de un espectador?

Un cineasta del que no se habla lo suficiente, pese a ser quizás el mejor que exista vivo, es Jean-Claude Rousseau. En España tenemos la enhorabuena de que su guion El concierto campestre y un extraordinario libro de entrevistas con Carlos Saldaña y Francisco Algarín Navarro titulado La luz reflejada a través de las cosas fueron publicados por Lumière, mientras que Shangrila le dedicó un libro colectivo y tradujo su volumen de aforismos, Las sábanas dobladas de la cama grande. Sin embargo, hay que decir que todos estos libros privilegian la primera fase de la obra de Rousseau, es decir los filmes realizados en Super-8 durante las décadas de los 80 y 90, mientras que yo me enamoré de él viendo las que realizó en digital, generalmente en una miniDV común y corriente, desde comienzos del presente siglo (desde 2016 se pasó al HD, con el que realizó una de sus obras mayores, Arrière-saison). Aunque muchos principios del trabajo anterior siguen presentes, Rousseau usa más el sonido sincronizado y abandona casi por completo los principios estructurales de su trabajo en fotoquímico, donde la unidad-bobina era fundamental, abogando además por un formato visual mucho más pobre visualmente que el Super-8. El resultado, a veces, me parece lo más cercano a un milagro que se haya podido ver en cine, la muestra de que el cine existe allá donde haya algo que ver y oír, es decir donde haya un lugar del que venga una luz y otro del que venga un sonido, y más aún: algo que mostrar y algo que no, de lo que Venise n´existe pas, su segunda película y su primer corto, es impresionante ejemplo. Pero tomemos Un jour. Todo se juega en tres planos, tres simples pero impecables encuadres, figuras vueltas hacia el mar o tan lejanas que son simples movimientos, perfectamente naturales, en un marco geométricamente atractivo hecho con cosas que no tienen nada de geométricas. Aquí, si no te gusta el mar, las playas o bahías, la gente sentada, los árboles, el simple pasar del tiempo, no tienes nada que hacer; si no te gusta eso pero te gustan los planos bien hechos, tampoco te bastará, pues estos planos valen por lo que enmarcan y el tiempo que se le concede, nada en ellos denuncia excelencia alguna, son solo tres simples planos, ordenados de menor a mayor escala y de menor a mayor distancia de un mismo espacio, en tres distintos tiempos. 

En Sous un ciel changeant se advierte una apuesta en cierto sentido mayor, pero igualmente hecha sobre nada. En sus 22 planos exteriores no hay otra cosa que un león marino descansando en un estanque, una caseta de autoservicio, vistas sobre una ciudad, sus ruinas (italianas, asumo), gente que pasa, árboles, viento y, obviamente, el cielo del título (que no siempre cambia dentro del plano, pero sí de unos a otros). Aquí Rousseau utiliza a conciencia una de sus herramientas predilectas en el nuevo siglo: el montaje alternado; o no exactamente eso, sino las simples idas y venidas de unos espacios a otros en tiempos diferentes, aunque puede haber repeticiones como hay en efecto aquí (de imagen tanto como de sonido, juntos tanto como separados). A ello se suman las variaciones aportadas por la presencia o no de espacios en negro entre los planos, la sincronía o no del sonido, su pertenencia o no al espacio que vemos, y otros diversos factores. Sin mayor indicación textual que el nombre de la película y el director (por no incluir, Rousseau no incluye ni el año), la obvia importancia del espacio se problematiza por su imprecisión: solo existe lo registrado en cada cuadro y lo que se pueda inferir del sonido, pero las conexiones sugieren una globalidad nunca resuelta. En Sous un ciel changeant tengo la impresión de un gran círculo vacío en torno al cual se filmara, como si Rousseau buscara trazar un contorno imposible de precisar ni descifrar porque es imposible saber siquiera la forma del propio contorno. Hay por ejemplo dos planos muy interesantes de pura naturaleza: uno se muestra una vez y nunca retorna, el otro, una suerte de alta meseta, pese a unos tejados que se llegan a distinguir entre árboles, da la impresión de hallarse fuera de un entorno urbano, hasta que regresa desde otro ángulo que la muestra en plena ciudad. Rematando la función, la figura de un hombre de espaldas, utilizada en algunas composiciones en relación con la ciudad de fondo, se desvela al final como construida por el cineasta pero, eso sí, improvisada con un paseante como él, y asistimos incluso al esfuerzo de acomodar un plano fijo sin trípode (herramienta tan privilegiada en Rousseau como prohibida era en Mekas).

Y es que Rousseau no es ajeno a la ficción. Está presente en su obra desde la primera película y se diría que la narración deviene clave en su obra digital. Una narración eso sí absolutamente imprecisa, hecha de mínimos, basada en la presencia humana por un lado, el uso del off por otro, y sobre todo en el cuidado por los ritmos y los juegos con la atención del espectador, que si está atento se verá casi constantemente interpelado por elementos sonoros y visuales que hacen que casi siempre pase algo pese a ser un algo hecho de nada, talento máximo del impecable arquitecto temporal que es Rousseau. Diría que el mejor ejemplo de esto es la citada Arrière-saison, pero Faux départ, Attique o Chansons d´amour ofrecen ejemplos más obvios por la importancia de la presencia ante la cámara del propio Rousseau, único en la utilización de su propia persona, que evidencia la influencia vermeeriana y pictórica. ¿En dónde toma mayor importancia la posición de un hombre en el encuadre que en su cine? ¿En quién puede ser más evocador, más sugerente, sin basarse en la expresión sino la dirección de la mirada, el ángulo de la posición del cuerpo, el ritmo de su movimiento, la relación con un objeto? La mirada a cámara de Faux départ no tiene parangón en la historia del cine, y ello pese a lo cómico de la obra y la existencia de una anécdota evidente; L'appel de la fôret podría considerarse una performance filmada si no fuera por la sencillez extrema de la idea (que le emparenta casi con Valcárcel Medina) y la solidaridad con esta del encuadre, dos sencilleces engarzadas de tal modo que extraen así del acto y de la imagen toda su potencia. Chansons d'amour, por su parte, riza el rizo y se las arregla, con un pasillo, una silla, dos cortinas, una ventana y dos camisas para crear un auténtico laberinto, tan intrigante cuanto evidente que su misterio es el de la simple construcción, el simple cine. Aquí, de pronto, el movimiento del cristal de la ventana, el reflejo, la más casera de las panorámicas es la más espectacular visión imaginada.

    Otro modo de darle importancia a una imagen es el de Godard y Gorin en su famosa Letter to Jane. Después de realizada Todo va bien, firmada por la pareja ya sin el apelativo de Grupo Dziga Vertov, ahora sin créditos pero con sus voces propias, los dos dedican casi 50 minutos a pensar y analizar una fotografía de Jane Fonda en su visita a Vietnam del Norte de 1972, tomada de una publicación francesa. Ejemplo bien extremo de ensayo fílmico, Godard y Gorin hablan sin parar, a gran velocidad que no siempre hace fácil seguir el discurso, sobre todo en sus primeros pasajes. Se analiza la fotografía tanto en su construcción como en su uso, atendiendo evidentemente a su funcionalidad ideológico-política, y pese a lo que suele decirse, creo que el análisis es bien respetuoso hacia Fonda (incluso considerando lo que tuvo que odiar la comparación que le hacen con su padre), pues se trata aquí del uso de una acción defendible, digna, adecuada, útil para la revolución vietnamita que tanto la actriz como los cineastas defienden, pero malograda en sus efectos por la desactivación de los medios de difusión. Godard y Gorin, en 1972, son ya muy conscientes de que la propiedad de los medios de producción es importante, pero sin la de los de distribución lo producido se pierde, peor aún se desvirtúa. Si acaso, son más críticos con el fotógrafo y en la crítica a su ángulo, su posición, su encuadre, su foco, ya avisan de las prevenciones que el productor de la imagen debe tener para evitar el seguro intento de deformación posterior. Pero en el análisis de la mirada de Fonda creo que se haya la mayor potencia de la película. Cuando pensamos en la famosa fórmula godardiana de que “el cine se hizo para pensar”, es aquí donde encontramos su primera formulación: en el cine mudo, como en la pintura expresionista, las personas piensan, nos dicen Godard/Gorin, porque previamente existen, son seres que, porque tienen una vida, y unos cuerpos precisos, piensan cada uno de maneras diferentes; el cine mudo deviene el arte de la singularidad humana, desde este punto de vista, mientras que en el sonoro los gestos comienzan todos a parecerse, y aparece una mirada específica, común: una que dice que piensas, con la que todos dirán que piensas, aunque nada pienses. El pasaje es abrumador y desvela a mi juicio, más bien, el devastador efecto del cine sobre la sociedad humana en su uniformización de aun las más íntimas actitudes. Es también muy revelador sobre la manera en que Godard abandona también el sentimentalismo de sus obras de los 60, cifrado en sus actrices, Anna Karina sobremanera. Creo que Godard entiende que no hay salida a esta maldición pues los afectados no son solo las estrellas, no solo los actores, sino la humanidad entera, y por ello el trabajo sobre los actores va a ser en el futuro más duro, más exacto, más preciso, y también más determinado por la luz y los encuadres: las espaldas o los contraluces dominan desde los 80, y en el siglo XXI la escultorización de las figuras, si me permiten el palabro, se extrema. Posiblemente, también aquí se encuentra la mayor agresividad y dureza de la expresión de muchos intérpretes, aunque en este aspecto Straub y Huillet se llevan obviamente la palma: su lema parece ser nunca un actor que no parezca cabreado.

Las miradas de Iván García-Pelayo y Cristina Romero a Lucía Seles son algo muy problemático en La próxima película de Carmen Trevilla, largometraje que ocupa un lugar muy particular en la obra de Gonzalo García-Pelayo: es su película más larga, la primera íntegramente argentina, y es una suerte de Cineastas de nuestro tiempo ficcional, donde Seles interpreta a la Carmen del título mientras los productores Iván y Cristina le acompañan en el proceso de preparación de su próxima película, además de otras aventuras. Quien esté interesado en el cine de Seles creo que tiene aquí una joya, pues ausente el particular montaje de sus películas, el tono simple y directo de García-Pelayo da todo el tiempo para lecturas, enumeraciones, ensayos y diálogos que permiten apreciar al personaje-Seles en toda su (latosa) envergadura. De hecho, se me ocurre otro símil: One PM, aquel curiosísimo largometraje surgido de la fusión de los métodos contrapuestos de Godard y Leacock & Pennebaker, donde los últimos construyeron la película a partir de lo trabajado para el proyecto abandonado del primero. 

Si hablo de las miradas es porque me parecen reveladoras del devenir del cine último de Gonzalo (hablo de las diez películas que hizo en un solo año, de Dejen de prohibir que no me da tiempo a desobedecerlo todo a El otro lado de la realidad, pues recién empiezo a ver las diez argentinas que hizo, nuevamente en un solo año), que calificaría como devenir turístico, por la mirada en el fondo ajena pese al interés hacia lo visto, y en los casos más radicales (entre los que no se cuenta este) por la tendencia a la sinécdoque desautorizada: el film como souvenir que pretende ofrecer una totalización de un espacio, un tiempo o una cultura determinados, o dicho de otro modo la incapacidad para concebir fueracampos, cosa curiosa tratándose del hombre que hizo Vivir en Sevilla o Tres caminos al Rocío. No me detendré en esto porque ya bastante largo me está saliendo este informe, pero La próxima película de Carmen Trevilla ofrece impecablemente su causa (reaccionaria) última, su fundamento (conservador e imaginario), en el discurso de Iván a Cristina a los 70 minutos de metraje, tras la mejor secuencia de la película (y de Gonzalo desde Alma quebrada), el ensayo con actores cerrado por el vecino cantante.

Clásico del cine del exilio chileno, y del que parece imposible encontrar copia digna, Journal inachevé hace de la incompletitud, la imposibilidad de abarcar una experiencia y el esfuerzo de intentarlo, la materia de su peculiar forma, y finalmente la clave de su desarrollo. Hecha a base de fragmentos sin vínculos evidentes más allá de la vida de su protagonista y realizadora, de observaciones pasajeras, de líneas narrativas fragmentarias (¿qué paso con el exiliado amenazado de expulsión? ¿por qué en una escena es panadero y en la otra limpiador?), resulta interesante que Mallet, si bien realiza las inevitables evocaciones al golpe, no carga su peso allí sino en una cotidianeidad no solo marcada por lo extranjero sino por su propio desarrollo vital al convertirse en esposa y madre. Muy poco a poco y muy sutilmente, el desarrollo va vinculando las distintas piezas (mi favorita, el duelo de payadores en la fiesta) hasta culminar en una extraordinaria secuencia en la que se explicita y estalla la separación entre Mallet y su marido, extremadamente significativa no solo por expresar dos distintos modos de relacionarse con el mundo (él es representado como pragmático y adaptativo, ella añora una mayor implicación con la sociedad), sino sobre todo expresar el enfoque de la directora, pues debe justificarlo ante el otro, que es documentalista. El momento es muy interesante, pues históricamente permite apreciar lo poco usuales que eran enfoques como este entonces, o cuando menos la incomprensión que podían generar en muchos profesionales, pero al mismo tiempo, cuando Mallet defiende su negativa a una construcción clásica, a un planteamiento cerrado, la escena permite por primera vez encontrar la unidad del trabajo. Todas las películas hay que verlas dos veces (salvo Monster Summer, que ni una), pero en este caso es imprescindible, así que la revisitaré pronto.

Termino este informe simétricamente. La serie Manhunt: Unabomber no merece la pena. La vi por el tema, y solo por eso, pues ya el primer capítulo deja claro que no hay nada que ver aquí. Falsa, fácil, tópica y absurda, solo se agradecen algunas actuaciones y, curiosamente, la importancia en su desarrollo de la lingüística. Como pueden ver, con cualquier cosa se consuela uno. 


martes, 12 de noviembre de 2024

Dietario (1)

16 septiembre

Septiembre, mes de acontecimientos: el 11, aniversario del golpe de estado en Chile; el 18, día de las Fiestas Patrias, que al caer este año en miércoles tienen como consecuencia una semana casi entera de fiesta (un meme de hace dos semanas reza: «se inicia el periodo del “lo vemos después del 18”»), y donde se celebra, según la web estatal, la Primera Junta Nacional de Gobierno, posterior a la Guerra de Independencia, aunque esta no se proclamó hasta el 12 de febrero de 1818. Ahora bien, también es el mes del cumpleaños de mi madre (28), de mi sobrino Neco (25), y el mío. Por eso, y doblemente en tanto mi cumpleaños cae el 1, septiembre es mi mes. 

Una asistente a mi cumpleaños, en reacción al regalo (malvado, no me cabe otro calificativo) de unos calcetines de invierno, me dice que hay una edad a partir de la cual se entiende que ya no hay nada provechoso que regalar, y al conmemorado empiezan a llegarle en consecuencia camisas, pijamas, ropa interior, colonia (Dios no lo quiera), etc. Reconozco en efecto los regalos habituales a mi padre y abuelos, aunque en ocasiones busqué ser un poco más original con el primero: una vez, por ejemplo, le regalé un librito con letras de música popular cántabra. A mi abuelo lo habitual era regalarle colonia y se volvió broma recurrente preguntarle cuántos frascos llevaba acumulados: un frasco de colonia puede durar la ostia, oigan.

Solo sé regalar películas, discos y libros, igual que son esas tres las cosas que me gusta que me regalen (aunque a veces uno se lleva, literalmente, sorpresas). Quien no gusta de alguna de ellas me genera enormes problemas e inaugura el género de regalos insinceros, que me causan una molestia profunda: cada navidad, simplemente aportar dinero para que alguien poseedor de esa ciencia arcana de la que yo carezco, decida y haga regalos que yo no entiendo a personas a las que quiero y en consecuencia deseo hacer una muestra de amor y aprecio. Pero ese regalo no surge de mí: es, en consecuencia, insincero. Mi familia me disculpa: la intención es lo que cuenta, dicen, pero no es cierto, uno debiera ser capaz de saber exactamente qué regalo hacer, sea del género que sea. No saber qué regalar es un fallo de amor. Además, uno es el pobre de la familia y acabo gastándome un pastizal en cosas que creo francamente que no valen un comino. Al final, te consuelas en la intención, ese consuelo de inútiles. 

Mi satisfacción mayor siempre fueron los regalos de recomendación. No se trata de acertar en lo que el homenajeado quiere, sino en algo que no sabe que quiere porque ni siquiera lo conoce. Siempre han sido libros. Me precio de haber descubierto a amigos muy queridos la obra de John Fante, Raymond Queneau, J. G. Ballard o Guillaume Apollinaire. En mis primeros años de universidad recuerdo haber regalado varias veces Pregúntale al polvo y Mi amigo Pierrot, siempre con éxito.  

Actualmente las dificultades crecen: desaparecidos los dvds y vhs, sin conocidos cercanos que usen Blu-ray, y apenas alguno más que tenga cd o tocadisco, las opciones para regalar o recibir regalos se reducen. Yo mismo solo recibo libros, y solo un amigo de Santander me ha regalado cds en los últimos años, sorpresa más que agradable desde luego.

Ser extranjero, emigrado, y sentirse ya en la carrera imparable del envejecimiento, inicia un periodo nuevo: el regalo es cada persona que llega a celebrar. No es cosa nueva, pero sí hace que el regalo-objeto devenga muy, muy secundario frente a la presencia del ser querido (expresión que nunca debiera limitarse a familiares e íntimos). La aparición del regalo-objeto se celebraría por lo inesperado ciertamente, por lo acertado en muchos casos (salvo el de los calcetines), pero también por la objetivación, la proyección a futuro de esa aparición en cuerpo y alma: nada como sentarte a leer un libro que x persona en x cumpleaños te entregó, y sentir que aquella participa en ese acto, tan íntimo, de la lectura, que suele sentirse, si hay suerte, como una relación de a dos. De esta manera, el regalo de un buen libro en un cumpleaños entraría en el género del ménage-à-trois, y no me cabe concebir idea más feliz.      


17 septiembre

Leo a Umberto Eco sobre el síndrome, que tan bien conozco, por el cual el uso de la cámara, lejos de abrir nuestros ojos al mundo, los cierra. Fotografías, o filmas, un evento, y al final te das cuenta de que solo tienes imágenes, no recuerdos; es como si no hubieras asistido y solo las imágenes cuya producción te impidió “asistir” dieran fe de que allí estuviste: tus imágenes, no tu memoria, ni tu entendimiento (bella palabra). 

Pero también puede pensarse al revés: que el evento esté creado estrictamente para la cámara, es decir, para no haber tenido lugar. La foto o el vídeo, en vez de decirnos “eso estuvo ahí” nos dicen “esto solo existe aquí”. Lo pienso a raíz de las performances realizadas el pasado sábado en las calles de Valparaíso, en una de las cuales fui incluso participante, y en las que había, exagerando solo un poco, más cámaras que espectadores, y la preocupación por cuyo “registro” era capital para las creadoras, al punto que un fracaso o desacierto quedaba menguado por lo aceptable o logrado de las imágenes resultantes. 

La acción, en medio de la calle, resulta aislada (peor aún, protegida) de dicho espacio por el muro de cámaras, y convertido por ellas en acontecimiento antes que acción, es decir en simulacro de relevancia. A alguien se le tiene que haber ocurrido algún día una performance donde el performer se limita a realizar las labores diarias en los lugares comunes y habituales (desayunar, comprar fruta, darse un paseo, tomarse un café…), solo que rodeado por un montón de paparazzis (podría llamarse: “Lo personal es político”); de hecho, me viene ahora a la cabeza aquella acción de Isidoro Valcárcel Medina consistente en producir fotografías que aparentaran ser registros de acciones ya realizadas pero de las que, como es habitual en él, no existe registro alguno (caso extremo, de varias no se sabe ni si se hicieron). La performance se convierte en 15 minutos de fama, el ser-para-la-cámara del performer desvirtuando toda posible relación con el contexto físico donde se inserta y en el que se supone funda. Hecha para la imagen, el presente de la acción se disuelve en su pasado (el proceso) y futuro (la distribución, o mejor dicho exhibición), es decir se disuelve en discurso, no-lugar, no-cuerpo, no-acción, inacción. Bástese como prueba imaginar el resultado de cada acción sin presencia de cámaras, revoloteantes o no. 

Ahora bien. A mí me tocaba hacer un exorcismo, o algo parecido, pues lo hacía mediante pastillas y la poseída no lo estaba, más bien tenía dolores de regla. En una de las cienes de fotos, la chica levita. Parece levitar, claro, pero muy convincentemente. Es un puro imposible fotográfico. Eso sí que nunca sucedió allí, en la calle; eso sí que “solo existe aquí”, en la foto.


19 septiembre

Tras leer las columnas de Eco dedicadas a la conspiranoia (de nuevo en De la estupidez a la locura, que recibí por mi cumpleaños como regalo de recomendación), o lo que él prefiere llamar “síndrome del complot”, se me ocurre añadir una a las diversas razones que encuentra para esta obsesión, cuya relevancia en los últimos años su ánimo chistoso no le ayudó a anticipar: el poder seductor de la conspiración procede de su capacidad de hacer que quien cree en ella se sienta habitante de una ficción. Se observa bien en la cita de Popper por la cual la conspiranoia sería una variante de la “creencia en dioses cuyos caprichos y deseos gobiernan todo” (128). El síndrome del complot nos permite pensar que todo tiene una razón de ser, todo obedece a un diseño consciente, es decir: está organizado como una ficción bien montada donde cada elemento tiene su sitio preciso para servir de causa a los efectos deseados. El mundo se da, entonces, siguiendo las reglas de los manuales de guion, las películas de Hollywood y las series y películas de televisión, esas que nos animan siempre a “tener fe” o “esperanza” porque “todo sucede por algo”, eso a lo que a raíz de Signs (Shyamalan) llamé “narrativa demiúrgica”, al observar que en ella las leyes de la narrativa acababan demostrando la mismísima existencia de Dios, responsable último de que cada elemento de la película (objetos, antecedentes dramáticos de los personajes, incluso enfermedades) tuviera una función, una razón de ser última. Dios, modelo del guionista perfecto. O a la inversa: la figura profesional que mejor representa al demiurgo ya no es el relojero, sino el guionista profesional (hipótesis: quizás, en el fondo, siempre lo fue).

Se me objetará que eso no es precisamente un pensamiento halagüeño, pues una cosa es ficción a secas y otra el tipo que aquí se trata. Se podría pensar que sentirse en una ficción conspiranoica no es un sentimiento precisamente feliz y la esperanza no es que dirija a verdes praderas, pero me parece evidente que, llegados a este punto de civilización, lo de menos es si la ficción es buena o mala, favorable o desfavorable: lo que importa es que de verdad sintamos que vivimos una vida que es menos vida que espectáculo. ¿O es que los avisos catastróficos de la ciencia-ficción y las distopías han tenido otro efecto que el de empujar el mundo humano hacia su realización, tirar mediante el lazo de la imaginación del cuello de los hombres hacia ella? La ficción no es espejo, no es marco ni ventana; es opaca, y es así porque es imán. Si el dios aristotélico mueve el mundo sublunar gracias al amor de lo imperfecto hacia lo perfecto, la ficción mueve por el amor de lo real a lo irreal, lo que es casi decir lo mismo, sobre todo cuando en ambos casos el motor es inmóvil y la voluntad de lo móvil es idéntica: la auto-aniquilación. En ese sentido, no existe otra fantasía, otra ficción, que la del apocalipsis. 

El complot es la forma mayor de la ficción. Los géneros románticos, de aventuras, de terror, comedia, etc., en mayor o menor medida no dejan de ubicar ficciones menores en un mundo que, si bien concuerda con ellas, no deja de mantener cierta autonomía. En el complot, la narración es el mundo, y si hay algo ajeno, discordante, es el humano inconsciente de la trama en la que habita. En la conspiración el mundo no es escenario, es trama. El conspiranoico es el mago que ve ese tejido manufacturado del mundo, la ficción subyacente a la sociedad o incluso a la existencia misma, si la trama es cósmica. Obtiene la satisfacción entonces no solo de saber que todo tiene sentido, que todo es una película, sino de, además, ser un espectador privilegiado, más aún un actor, y más aún uno con la posibilidad de obtener un papel destacado en el espectáculo global, el mayor espectáculo del mundo. De ahí el empeño del agente sin nombre de Tenet en auto-denominarse “El Protagonista”: actor de una trama (una guerra en este caso) imposible de conocer pues se proyecta desde el futuro, no cabe mayor logro que el de, al menos, ser el principal.  

Un apunte final, aparte pero pertinente hoy, Día de las Glorias del Ejército en Chile: Eco afirma que la experiencia (histórica y no histórica) nos dice que “si hay un secreto, aunque lo conozca una sola persona, esta persona, quizá en la cama con su amante, antes o después lo revelará” (127). Sirve bien como pensamiento consolador, pero creo que la experiencia chilena posterior a 1973 y, peor aún, a 1990, nos dice algo escalofriantemente distinto.


20 septiembre

Dos razones por las que cagarla en tu propio rodaje es grave: una, por cómo te afecta a ti; otra, por cómo afecta a los otros.

La primera es obvia, y dolorosa en extremo: tus errores impiden la realización óptima de lo que tenías en mente (tu “visión”, si nos ponemos estupendos), de modo que, de ahora en adelante, cuando veas ese plano que por fin ha pasado de tu cabeza a la pantalla, no verás en el plano sino lo que no ves en él. Tu visión sigue en tu interior, pero herida ahora de muerte por el exterior. Y quizá te preguntes qué sentido tiene intentar hacer realidad un sueño. 

La segunda, si uno aprecia a sus semejantes, y sobre todo a aquellos que han estado dispuestos a trabajar para él, es no menos dolorosa. Pues la mala praxis, las malas decisiones, lo que sea, tienen ahora la consecuencia de afectar a otro. Si ese otro se encuentra delante de la cámara (aunque detrás también puede tener la misma gravedad, y doy fe de ello), y no está como debiera porque no has tenido el cuidado debido en planificar tu rodaje, pensar tus planos o su montaje, etc., no solo tu amor propio queda herido, sino que ese otro no va a estar tan bien como podía estarlo y, de remate, la escena con que soñabas, lógicamente, no se va a parecer ni de lejos a ese sueño. Una carambola sencilla, básica, impecable.   

Afrontar la aventura de llevar a la pantalla, a materia visual y acústica, lo que solo era materia de imaginación, es algo que no le recomiendo a nadie. Aunque, al mismo tiempo, anima a reconsiderar el valor de aquellos que no parten del sueño, de la imaginación, la pre-visualización, que no conciben proyectos ni planes y parten del puro encuentro. Recuerdo cómo era eso, pero ¿es posible generar ficciones sin soñarlas antes? ¿Aunque sea parcialmente? Hong Sang-soo nos dice que sí. 


21 septiembre

La gracia del humor es que no tiene nada que decir. Esa es la gracia que muy pocos soportan. 


24 septiembre

Yo había pensado, recordando a Thomas Mann que, ya que la película se llamaba Morir en Santander, bien podía una epidemia estar barriendo la ciudad. Un par de meses más tarde, sin embargo, una pandemia de verdad barrió el planeta y fue obvio que las plagas ya nunca más, al menos por un largo tiempo, servirían como metáfora. 

¿Habrá algo más herido hoy que la ciencia-ficción ecologista? El observador de pájaros, de Adolfo Estrella, me parece un ejemplo de SF que sabe que cierta SF ya no es posible (aunque acaso sea más síntoma que ejemplo). No me convence que la solución sea privilegiar el discurso y la denuncia reduciendo la narración a un mero, mínimo, delgadísimo soporte, pero comparto el terror del autor hacia un futuro que ya ninguna ficción, ninguna distopía puede igualar. Estrella, en ese sentido, sería un autor incapaz de dominar su horror ante el futuro, tanto más cuando lo más evidente es la denuncia de las componendas actuales con el presente frente a la catástrofe que se avecina. El cambio climático, así, convierte a la SF en el panfleto político definitivo: si la SF ya no es ficción es porque las conclusiones de la ciencia se han sincronizado con sus hipótesis de futuro, deviniendo un particular tipo de realismo-crítico. Tiene sentido que fuera Ballard, que arrancó escribiendo sobre catástrofes ecológicas, quien aunara entonces la noción de “ciencia-ficción de los próximos 5 minutos”, ¿no? 


25 septiembre

Amable en extremo, Eugene Chadbourne se siente en la necesidad de justificar que, pese a ser la mía una producción independiente no sobrada de presupuesto, “I would have to insist to be paid something” por el uso de sus canciones. Sin embargo, no solo tenía claro que algo habría que pagar sino que pese a mis precarias phinanzas estoy contento de hacerlo y, además, porque el uso de su música es extra-diegético.

Recuerdo que era Javier Maqua en el que agudamente señalaba una razón que imposibilita el realismo cinematográfico y que no suele tomarse en consideración al tratar el tema: el realismo es imposible porque el mundo actual está lleno de música que suena sin parar, pero si haces una película tienes que pagar si quieres incluirla; por ende, en el sentido sonoro solo una super-producción puede ser realista debido a su capacidad para permitirse tales gastos (ya que además la música que suele sonar por ahí no es de amables músicos underground como Chadbourne precisamente), mientras que las pobres o modestas tienen que inventar su cotidianeidad sonora, hacer su propia música, falseando con ello la realidad de los espacios representados. Que muchos lo hagan ex profeso no significa que tengan la capacidad de hacer lo contrario.  

A mi juicio, una producción cinematográfica debería pagar por la música extra-diegética, y nunca por la diegética. Hay que pagar por la música extra-diegética porque es una inserción deliberada de un objeto cultural que no es obra propia, destinado a cumplir una función activa, nada menor en la película. Si el propietario de los derechos así lo considera, algo se debiera pagar por ese servicio. 

Con la diegética, la historia es otra: la música ya está ahí, alguien pone un disco o enciende la radio o la televisión, un coche pasa, hay una ventana abierta… Vivimos en un mundo donde constantemente estamos obligados a escuchar música, queramos o no. Arte profundamente incívica, como sabiamente señaló Kant, la música no solo no puede no escucharse si estás en su campo acústico sino que, en la actualidad, invade nuestras vidas constantemente y ningún lugar escapa a su invasión (al contrario que Kayako o Sadako, seres de ficción, Shakira sí tiene el poder de meterse en mi cama, y no en el sentido que me gustaría, con la sola y sencilla conjunción de mis vecinos y dos chelas). Sin embargo, resulta que yo no puedo hacer que los Rolling Stones, o Rosalía o quien sea suenen en la radio ¡sin pagarles un pastizal!, y esto incluso en los casos en que suenen por casualidad, por ejemplo en un documental; azar o voluntad son indiferentes a la caza de regalías. Estos seres miserables, entonces, que sin duda están más que felices de meterse en nuestras vidas constantemente sin que podamos oponernos a ello sin riesgo de ser tomados por histéricos o psicópatas, se niegan por añadidura a que cualquier mortal ponga esa música en cualquier lado sin cobrar por ello. Yo no podría así tener una radio en mi película en la que sonara Taylor Swift, sin tener que pagar derechos. Y sin embargo, ¿no es casi imposible que no suene en una radio? 

Pagar sería justo si Swift estuviera en los créditos o sobrepuesta externamente a las imágenes; si yo solo quiero que en la radio de una habitación suene algo conocido, como sería en la realidad de cada día, no debería de pagar nada, y en el fondo casi soy yo el que debería de cobrar por la publicidad indirecta. 

Extra-diegética, paga; diegética, no paga. Queda pensar los casos medios: esa música que, de sonar en la radio, se aprovecha por la vía de pasar a primer plano sonoro volviéndose protagonista, y en el fondo extra-diegética: me viene a la mente la del asesinato inicial de Zodiac, pues es un recurso muy típico de películas de acción, aunque recuerdo idéntico uso para el inolvidable beso de Fucking Åmål; no sé qué canción sonaba en la de Fincher pero la de Moodyson es inolvidable: “I Want to Know What Love Is” de Foreigner; creo que la subida de volumen iba con zoom y todo.


25 septiembre

(18:22) Cada vez que tengo que ponerle la funda al edredón, tormento mayor de la cotidianeidad moderna, me acuerdo de Manuel Asín y Jean-Luc Godard. Hace muchos años, hablando con Manuel sobre la recién estrenada Adieu au langage, saqué a colación un plano que me resultaba especialmente enigmático: la segunda pareja, en imagen acelerada, incorporándose en la cama para ponerle, o ajustar tal vez, la funda al nórdico [57:55 en mi copia]. Mira que hay cosas en esa película, pero esa se quedó conmigo. Como diría hoy: ¿qué onda ese plano?

Manuel lo resolvió como quien te alcanza de su biblioteca personal ese incunable que nunca habías logrado encontrar, y encima te lo regala porque desde hace siglos lo tiene duplicado: me dijo (cita no textual) que en ese momento los dos se turnan recitando un texto sobre la relación hombre-mujer (de Proust, confirmo hoy), y ponerle la funda al nórdico es de esas cosas que casi solo puedes hacer en pareja.

Ponerle hoy la funda al nórdico me lleva entonces, de remate, a pensar que también a Godard se le analiza mejor entre amigos. 

Y como la asociación libre es lo que es, a añadir: mierda, incluso masturbarse se hace mejor en pareja.


28 septiembre

Una decepción que el Letterboxd de John Carpenter al final no fuera real. Decía cosas justas y verdaderas, como que no debe contarse The Ward como película suya o que el guion de Halloween II era una basura: “They paid me more money than I had ever seen to write a sequel to a film that did not need one. I took the check and spent it on beers to get me drunk enough to plow through this crap. I looked at the final script, which took a whopping 2 days to write, and said ‘wow, now that’s a piece of shit.’ And it was. I had faith in Rick Rosenthal and he did not deliver. I suppose I expected him to be a miracle worker and nobody could’ve made this work. I don’t regret hiring him.” Amén. Además, me impresiona que un fake haya tenido en consideración escribir la última frase. Por lo demás, la entrada sobre The thing, pese a decir cosas que todos sabíamos, era muy emocional: afirmaba que su recepción le había hundido al punto de hacerle dudar de sus capacidades y perder toda su autoconfianza, lo que lleva a su reseña de Prince of darkness, donde la define como punto más bajo de su autoabandono, una buena idea pero en cuya ejecución ni siquiera lo habría intentado. ¡Y eso es muy evidente! Esa peli siempre me ha resultado la más frustrante de toda su carrera incluso pese, o debido a, tener mi final favorito de entre todos los suyos. 

Sinceramente, yo no descarto que la cuenta fuera auténtica, Carpenter la escribiera en una tarde loca de marihuana, y unos días más tarde decidiera borrarla y negarlo todo. Aunque sería demasiado bueno para ser cierto.  


2 octubre

Belén y Matías 9/9/24 (entre corazones por supuesto) escrito en una papelera de la plaza Bismarck. Conmovedora la manía de marcar, inscribir en algún sitio el amor compartido. Tan conmovedor es, que resulta raro que sea tan común. Y tan común resulta, que precisamente por eso no suele resultar conmovedor. Y sin embargo, que algo tan conmovedor sea tan común, ¡ah! ¡es eso precisamente lo conmovedor!


3 octubre

The fearless vampire killers. No hay sorna, ironía alguna en el vampiro que dice “no valgo gran cosa durante la noche”. Mira por la ventana y se queda allí, parado, mientras su siervo le insiste, intranquilo, inquieto ante el peligro inminente del Sol. Como si el siervo estuviera ahí para proteger a “su excelencia” de una amenaza no solo exterior. El hijo también mira hacia el cielo, hacia la Luna que se va, y el padre apoya en su hombro una mano, comprensivo. Se miran, sabiendo. Y se retiran a sus ataúdes, en silencio. Esta tarde advierto, por primera vez, una tristeza que nunca antes había observado, en esta comedia hilarante por lo poco divertida, por lo poco amiga de sus propios gags. Y entiendo una imagen que siempre me había impactado, la del vampiro en el trineo, su cuerpo sacudido por los baches del camino, esa extraña gravidez, ese vampiro que no vuela, que tiene un cuerpo que pesa, un cuerpo real al que le es enemigo una parte entera del día. 

Y pienso si es hoy que advierto esto por vez primera, o si lo habré hecho antes, y olvidado luego. 

Y pienso: si ha sido hoy, ¿por qué ahora, y no ayer?


6 octubre

Es graciosa, pero no tanto, la manía de algunos autores masculinos de entonar no ya una autocrítica en tanto hombres, lo cual es más que justo y necesario, sino una culpabilización de todo agente masculino a tal nivel de esencialidad y delirio (literalmente una culpa original) que por un lado es difícil ver cómo podría enmendarse tal entuerto, y por otro recuerda demasiado a las autoinculpaciones posteriores a algunas conversiones religiosas o políticas, recordando a aquellas autobiografías que debían elaborar los jemeres rojos. Recuerdo a un energúmeno hace años, que escribió que todos los hombres usábamos a las mujeres como artilugios masturbatorios, y a aquella autora del feminismo cultural estadounidense de los 80 (me temo que no ubico su nombre) que decía que la penetración era siempre un acto violento. Con esas alforjas es evidente que no hay muchos sitios donde ir, pero que uno se ríe, se ríe. 

En todo caso, le sirve a Pablo Sánchez Lucientes, en un artículo leído ayer en CTXT, para hacer una lectura redentora de (sorpresa), Body double, película tan demonizada que Bret Easton Ellis la convirtió en obsesión mayor de Patrick Bateman, y de nada le sirvió ser tan obvio. La perspectiva maximalista de Sánchez le permite ver claramente dos cosas: que Jake, el protagonista, es un pervertido con todas las letras, y que así es como le ve la propia película, como confirmaría su clímax final: “en el desenlace, Jake se enfrenta al indio y salva (ahora sí) al personaje de Melanie Griffith, Holly. Qué sorpresa cuando, en vez de recibir agradecimientos, la hija de Tippi Hedren se niega a agarrar su mano y lo trata de necrofílico. Para Holly, Jake es, en el fondo, tan pervertido como el indio. Salvarla no lo convierte automáticamente en algo diferente a aquello que es: un hombre”. 

Como señalé hace tiempo comentando el análisis de Viota, yo encuentro la clave más bien en la cita del doble beso de Vertigo, pero es evidente que a Sánchez le interesa más la acusación explícita, el bofetón doble e intertextualmente justiciero, etc. 

El problema es que en su justa “defensa” de de Palma, y como evidencia la invocación a Tippi Hedren, Sánchez a quien condena es al Hitchcock de La ventana indiscreta y Vertigo, las dos películas referenciadas por Doble cuerpo. Y en su análisis no veo otra vía para defender esto que la culpabilización originaria del hombre, y que ninguna mujer le pega una ostia al final al protagonista (aunque el de Rear window es “premiado” con una segunda pierna rota y el matrimonio, además de que lo dudoso de su comportamiento es subrayado por literalmente todos los personajes de la película hasta que el asesinato empieza a aparecer como posibilidad más que razonable). En el caso de Vertigo lo creo particularmente injusto: para empezar, Scotty no es ningún pervertido que se dedique a perseguir señoritas en sus ratos libres sino un policía retirado que, haciendo un favor a un viejo amigo, vigila a una mujer que puede estar volviéndose loca; no entra en contacto con ella hasta que se ve obligado para salvarla de ahogarse en la bahía, y su definitivo “pecado” es enamorarse, tras lo que convierte su misión en impedir que se vuelva loca. Para colmo, Sánchez no presta atención alguna a que todo lo que hace ella está premeditado para generar dichas reacciones de Scotty, principal víctima de este proceso (dejando aparte la Madeleine real, pero esa no es víctima de él precisamente), y que acaba a consecuencia de ello medio trastornado. Pero la clave es que Scotty sí se vuelve un personaje dudoso cuando trata de convertir a Judy en Madeleine, y no hace falta para decirlo interpretación alguna pues se debe a que Hitchcock desvela el misterio, introduce el punto de vista de la mujer, y problematiza seriamente con ello la acción del protagonista, complicando nuestra identificación con él y facilitándola con ella, incluso después de haberla revelado como cómplice de un crimen. 

Es fácil enjuiciar películas si se busca la satisfacción fácil de una condena explícita. Es fácil buscar culpables si se afirma a priori que todos lo son. Esperando, en suma, al hombre que algún día se autoinculpe sin tener la necesidad de decir que todos los demás hombres son tan miserables como él.

7 octubre

Ya no hay cineastas como los de antes. La gente, de verdad, ¿no se cansa de decir estas tonterías? ¿Que quiénes dejarán, entre los de hoy, un poso como el de Kiarostami? Sin estar nada al día, se me ocurren, de mayor a menor edad: Hayao Miyazaki, Kiyoshi Kurosawa, Aki Kaurismäki, Pedro Costa, Hong Sang-soo, Apichatpong Weerasethakul, y aún podría añadir a Jean-Claude Rousseau, James Benning, Nathaniel Dorsky, Ignacio Agüero, Sharon Lockhardt… Si la gente no se ha enterado, problema suyo; si se me protestan las edades, el mundo apenas se enteraba de la existencia del iraní cuando estaba a punto de cumplir 50 años, pero en todo caso insisto en que no soy persona que esté muy al día: no me cabe duda de que hay por ahí cineastas menores de 40 y hasta de 30 que ya merecen mucho la pena. 

¿Cuál es, en el fondo, la diferencia? Uno, las películas que hicieron célebre a Kiarostami tenían “mensaje”. En los 90 casi todas presentaban a algún viejecito que daba ese tipo de discurso de aceptación/celebración de la vida que tanto eriza los pelos del culo en occidente. Lo mismo pasó con Tarkovski, aunque al menos Kiarostami no era un metafísico de cuarta, y sí un gran cineasta, pese a las cerezas (Tarkovski lo fue fallido, pese a los árboles). 

Dos, y fundamental: Kiarostami tuvo un éxito gigantesco. Se volvió un icono, con gafas de sol y todo. Nadie dejará su poso porque hoy nadie es tan visto. Pero, si de los nombres que he ofrecido solo Kaurismäki puede igualar tal categoría (aunque Costa se les uniría en el aura de rock star), se debe a que solo él estrena regularmente en salas comerciales. La diferencia por tanto es meramente industrial: cada vez más cineastas son expulsados de los circuitos comerciales de exhibición y relegados a mercados menores, como festivales o salas “de arte y ensayo” que, aunque ya no existan con ese nombre, siguen existiendo. Cristi Puiu, autor de una de las obras maestras fundamentales de este siglo, Malmkrog, no estrena en España, y no sé en cuántos sitios más habrá podido colocar tamaña marcianada. Kiarostami pertenece a una época donde él, Manoel de Oliveira o Theo Angelopoulos veían sus películas estrenadas en salas comerciales y el espectador común, no necesariamente especializado, podía ir a verlas. 

En el fondo, la idea se basa en la misma que rige la afirmación de que el rock ya no es lo que era. No, ya no lo es porque la industria le dio la espalda. Ninguna banda mueve las masas que movían Guns´n´roses o Nirvana. Solo los propios Guns, AC/DC, Metallica, The Rolling Stones. Dinosaurios de un modo u otro, con mayor o menor dignidad. La razón no es la falta de calidad, sino de inversión. La industria abandonó al rock tal como los distribuidores abandonaron al cine arriesgado. Pero la buena música y el buen cine siguen existiendo. Cada vez más, lo que yo voy pensando es si el problema no será que ya no existe la buena crítica.


11 octubre

“…porque la originalidad reside en la forma, no en el contenido. Y esto es muy importante. Es un error común de hoy dar tanta importancia a las historias. Nosotros los occidentales le dimos un golpe terrible al arte en general el día que inventamos la idea del plagio. El plagio debería ser recomendado. Debería ser premiado, condecorado. Conozco un modo de salvar al cine, es muy simple. Los productores de un país, Hollywood, o París, escogerían cada año un sujeto. Hollywood escogería por ejemplo un western, y todos los directores harían el mismo western. Ahí veríamos la originalidad, veríamos las diferencias entre las películas. En vez de eso, fingimos ser diferentes por las diferencias entre las historias pero, desde el punto de vista humano, resultan copias exactas. La gente cuenta historias diferentes con las mismas caras, el mismo maquillaje, las mismas expresiones, las mismas emociones. ¡Eso es monotonía!”.

Qué habría dicho Jean Renoir unas décadas después, cuando los occidentales dimos un paso más allá, e inventamos la idea de “auto-plagio”. Ahora te pueden denunciar ¡por plagiarte a ti mismo! Se me ocurre que no sé qué pensaría Renoir de Howard Hawks, experto en ambas artes. Rastreando, recuerdo que a los dos les dieron el Oscar honorífico el mismo año, 1974. 


12 octubre

No me esperaba que Stemple pass resultara un manifiesto no de Unabomber, sino del cine entero de James Benning. El espectacular último plano y las declaraciones finales son más que elocuentes. La importancia del sonido, también. La decepción ante The United States of America me hizo recibir con temor el primer plano de la película, pero el segundo, con el lento despeje de las cumbres y el lejano sonido del avión, confirmó el sentimiento de estar ante una obra mayor. 

Pienso que solo el helicóptero final impide a la película ser una absoluta obra maestra. Su obviedad solo podría haberse disculpado por su presencia natural en escena, pero es evidente que ha sido añadido por Benning. Lo he confirmado, pero no hacía falta. Nos vamos conociendo.

La veo en sábado noche, con cascos para mejor aprecio del sonido, lo que ayuda a mi “identificación” con el “protagonista”: los vecinos de atrás empezaron a darlo todo y era imposible que no se filtraran en la película los bajos machacones del subwoofer, lo único que sobrevive de la cumbia a esta distancia (aunque, cosa rara, Los Prisioneros también sonaron con profusión). Cuando Kaczynski empieza a destruir casas cercanas por el ruido que hacen sus habitantes, no puedo decir que no le comprendiera. 

Por último, ¿no sería Stemple pass una película de género? Uno nuevo: el psycho-thriller experimental. ¿Habría más títulos? Solo se me ocurre, por de pronto, A.K.A. Serial Killer de Masao Adachi, que no he visto, pero me consta. Angst o In a violent nature no valen. 


13 octubre

Tentado de salir del armario y declararme fonosexual: ya no puedo negarlo más, las uves y las zetas me excitan sexualmente; las eses un poco menos, pero también. Verónica Zemanova, gran estrella del softcore de principios de siglo, tenía entre sus muchos atributos una uve al principio y otra al final, con una zeta en medio. ¿Quién da más? ¿Seré el único? 

El erotismo de la V se encanalla sin embargo en la B: “baboso”, “basto”, “bandido”, “barriobajero”, “burro”. Ahora bien, la zeta es la mejor para los insultos. Véase “zopenco”: insuperable.


14 octubre

Teófilo cid aparece citado 36 veces en el índice onomástico de El mundo donde habito, las prosas completas de Jorge Teillier. Hay dos hermosos artículos sobre él, pero conmueve la profusión con que el recuerdo del viejo escritor visita al que también habría podido ser calificado como “último bohemio”, más que nada porque todo bohemio posterior a los 50 es irremediablemente el último de su especie, por mucho que la especie no termine nunca. 

Aunque no deja de declarar la admiración por su obra (no solo poesía, sino relato, teatro y crónica), Teillier alaba ante todo al poeta, “uno de esos pocos poetas que al unir vida y obra se aseguran el respeto y la admiración de la posteridad, por amar la línea recta –aún a costa de su propia vida- y no el mediocre éxito que suelen dar la ambigüedad y la política literaria”. «En el fondo, Teófilo Cid no podía claudicar. Su aspecto desastrado y repulsivo exteriormente era la norma de rebeldía contra el orden burgués y mojigato. Pienso que no es verdad que la sociedad le negó todo. Al contrario, cualquier arribista hubiera trepado a alturas insospechadas a partir de las posiciones que muchas veces tuvo Teófilo Cid. Funcionario de ministerios, secretario de redacción de revistas y diarios, las cartas de triunfo estuvieron muchas veces en sus manos y las desdeñó. Despreciaba la sociedad actual e incapaz de integrarse a ella, escogió el suicidio disimulado tras el alcohol. (…) Perdido en la ciudad, náufrago de este mundo, Teófilo Cid como relación frente a nuestro malsano modo de vida, mantenía una aspiración hacia un mundo de orden más elevado y puro, en el cual las relaciones humanas no estuviesen regidas por el interés y la sordidez. Amaba la tierra natal, el sur, la casa paterna: “la casa del recuerdo como el rumor del mar en los viejos caracoles”. Sabía que “la soledad es un estanque con faunas de alcohol” y para superarla se inclinó en su libro Camino del Ñielol al lar sureño, al “brocal donde brillan las raíces”. Luchó por recuperar a través de la poesía un mundo mejor y cayó en esa lucha. Cayó junto a esa amada del Sur: “Cómo olvidar que en el curso del Toltén / inclinamos los dos juntos, sombra amada / la cabeza para ver / nuestra alegría reflejada”. Cayó en su empresa que fue la del último mandragórico, el único que tal vez no condescendió con la realidad inmediata al negar la realidad misma”».  

Pese a citar excelentes versos (aún recuerdo la impresión que me causó el de los caracoles cuando leí por primera vez Nostálgicas mansiones, y pienso ahora que perfectamente se lo podría encontrar en Para ángeles y gorriones), tiene lógica la defensa ante todo del personaje, pues célebremente Teillier afirmaba que “no importa ser buen o mal poeta, escribir buenos o malos versos, sino transformarse en poeta, superar la avería de lo cotidiano, luchar contra el universo que se deshace, no aceptar los valores que no sean poéticos, seguir escuchando el ruiseñor de Keats, que da alegría para siempre.” (1968). Tengo siempre la tentación de pensar que esta idea afectó la poesía de su autor no muy positivamente.  

Como creo que son los versos los que crean al poeta, me gusta más cómo habla Teófilo Cid del primer libro del otro: «Teillier se goza en una especie de sustantivación del mundo que lo rodea. ¡Y qué mundo! Es el mío también. Como en ningún otro libro he reconocido “románticamente” el paisaje: en los otros cantores de esta tierra natal se evadieron los contactos particulares en retóricas abstracciones que nada dicen al corazón. Mientras leo: “Y horas que sean / reflejos del sol en el dedal de / la hermana, / crepitar de la leña / que se quema en la chimenea / y claros guijarros / lanzados al río por un ciego”. Es evidente que Teillier no alienta ningún deseo de deslumbrarnos con la novedad de la imagen. De este respecto estamos ya bastante amagados por la fulguración imaginativa de otros poetas. El que ahora nos preocupa no crea la imagen como una realidad separada, en el sentido creacionista de un Huidobro, por ejemplo, sino que la abre hacia la realidad descrita, de tal manera que, para sentirla como bella, debemos invocar la belleza de la realidad que la inspiró». Imagino al joven Teillier (tenía 22 años) leyendo estas líneas sobre esos poemas escritos, la mayoría de ellos, adolescente, en el pupitre del liceo. Fue, dijo, “el único artículo (perdonen la vanidad) en donde se hablaba del trasfondo de lo que yo, el adolescente de ese tiempo, había querido decir”. Y la mejor explicación, añado, de la felicidad que infunde la lectura de aun sus más tristes poemas. 


15 octubre

Manifiesta Raúl Ruiz que “el atisbo de lo real existe” pero “no debe ser reproducido”. ¿Por qué las noticias son arte pornográfico? Debido al efecto de lo directo, «la voluntad de decir “pasa en este momento, aquí”». 

¿Es el cine porno, entonces, pornográfico? No tanto como las noticias, contesta obviamente Ruiz. Y es que, en efecto, nada más molesto que la manía de vincular el cine porno a la verdad, manía que por cierto el auto-denominado “posporno” ha exacerbado en vez de cuestionar, como sería más adecuado a su presuntuoso prefijo. La pornografía pertenece al mundo de la ficción o si acaso a la (con)fusión documental/ficción (tan de moda, y tan olvidada sin embargo a este respecto), la veracidad del placer sexual de los intérpretes tan irrelevante como la del sufrimiento o hilaridad reales de Jack Nicholson o Meryl Streep en cualquiera de sus películas. Sin embargo, la ridícula eyaculación (facial o no) del porno heterosexual ha sido ahora respondida por la corrida a chorros de la actriz pospornográfica. Pero, actriz porno o post, siempre habrá un día en que te levantes sin ganas de que te den por el culo. En ambos casos, cuerpos esclavos de la mirada verificadora, ojos siempre en busca de las pruebas, visibles, del placer.


16 octubre

Me cuento entre los que gustaron de Once upon a time in Hollywood, pero confieso cierta ofensa cuando escucho a Tarantino decir que lamentaba ver que Sharon Tate era recordada ante todo como víctima del clan Manson, y que espera que gracias a su película eso cambie y se la recuerde en tanto ser vivo.

“Ofensa” quizá sea mucho decir, pero… ¿no es Sharon Tate lo peor de su película? ¿Quién es Sharon Tate en ella? Es una chica guapa, muy guapa y muy rubia, que pasea, pone discos, baila, y va al cine a ver la película en la que actúa, con toda la ilusión del mundo. Parece simpática, pero no es algo que la película nos permita confirmar, o comprobar hasta qué punto o de qué manera. Tampoco sabemos qué piensa de nada, y no digo ya de Vietnam sino si prefiere los daikiris al bloody Mary o ninguno de los dos, y por no saber no sabemos apenas ni cómo es cuando habla con los amigos porque, extrañamente, debe ser el personaje que menos abre la boca en toda la película (bueno, está Polansky, pero en eso mejor ni entrar). Y es obvio que Margot Robbie, que es actriz digna pero poco más, no es capaz de convertir en alguien a alguien que en el guion no es, literalmente, nadie. 

Tarantino pudo imaginar la venganza, porque es su tema. Pudo matar a los Manson, inaugurar una ucronía ocurrente. Pero lo real acaba imponiéndose, reafirmándose en su película a través de Sharon Tate, pues como solo está allí para que no la maten, resulta doblemente muerta.


17 octubre

Explosión en Valparaíso, advertida hace tres días, de colores violetas, un par de semanas después de los naranjas. Embobado miro flores esplendorosas, admirables, de cuyo nombre no sé nada. La edad acrecienta mi admiración ante las cosas del mundo, pero no el conocimiento de sus palabras. ¡Qué contrariedad! ¡Qué vergüenza no saber nombres de flores, árboles, plantas! Además, lo que llego a saber luego olvido: ¿Qué árbol sería aquel a cuyo pie no me declaré a la mujer que más amé en la vida? Veinte años después señalé, pregunté, me respondieron, y olvidé. 

Y entonces doy en pensar: ¿estaré yo solo en esta inutilidad? Umberto Eco habla en una columna de cierta dama que habría dado un grito al descubrir que el poeta que mejor supo describir la flor del saúco, no la conocía. Al revés que yo, sabía aquel la palabra, no la apariencia. 

¿Y si todo el mundo hablara de la rosa, y si la flor estuviera en boca de todos no por su belleza, sino por desconocimiento general de las otras, y así en el tópico se ampara la mayoría de su vergüenza? 

La idea divierte, pero no tengo aún claro si consuela.


19 octubre

“Recuerdo una imagen de Chiloé. Ante mi casa, el viento hacía agitarse los árboles. En cierto momento, el soplo del viento era tan regular que se tenía la impresión de que se congelaban en posturas inclinadas en la misma dirección. Los pescadores que atravesaban la escena se congelaban, ellos también, pero inclinándose en sentido contrario al de los árboles. La inmovilidad daba la impresión de que entre el movimiento del viento y de aquello que se le oponía no había conflicto alguno. Cuando el viento recobraba su ritmo irregular, la imagen inmóvil, que duraba algunos segundos, se desvanecía en homenaje al movimiento y el todo se normalizaba. Sucede que el viento se vuelve a hacer irregular y el paisaje inmóvil, para recuperar inmediatamente el movimiento. Esta alternancia daba poco a poco a la escena una emoción inédita: cuando todo se agitaba no se veía más que inmovilidad, y viceversa. Me decía yo entonces que tenía allí una buena manera de fotografiar el viento” (Raúl Ruiz).


24 octubre

Dice Ruiz: «La época del drama moderno, en el que cada personaje sabía lo que quería y por qué lo quería, ya pasó. Ese estilo se ha vuelto obsoleto, inútil, irreal”. Vale, venga, ok. Pero luego: “La lógica de la causalidad forzada que lo caracteriza ha dado paso a las turbulencias paranoicas del mundo de la globalización. J. H. Lawson nos diría: una historia comienza cuando alguien desea una cosa. ¿Pero quién tiene el coraje de querer una cosa sin temer sus consecuencias, necesariamente peligrosas? ¿Quién quiere las guerras absurdas que acosan al mundo? ¿Quién quiere desastres naturales que provocan el calentamiento global del planeta (…)? ¿Quién quiere amar? Vivimos y punto, como dice la canción de Los de Aragón: “Hecho a la vida / hay que vivir”». 

Hijo de los 60, pese a su habitual defensa del juego y la inutilidad (aquí por sorpresa tornada en acusación contra otros) Ruiz siempre urde los mayores retruécanos para defender la utilidad social y política de sus apuestas estéticas. Serio ludens, indeed, y me parece bien, pero como de costumbre en estos malabarismos el resultado es una política alucinógena, imaginaria, y voluntarista en su mezcla infundamentada de operaciones estéticas y consecuencias sociales. 

Hay siempre una gran liberalidad argumentativa en Ruiz, divertida y productiva en no pocas ocasiones, pero muy molesta cuando se basa en atacar hombres de paja, su falacia favorita. El conflicto central por un lado y, en este texto, su prólogo a Los misterios de Lisboa de Castelo Branco (aunque la nota bibliográfica de Escritos repartidos no dice que otra versión se usó como author´s statement de la adaptación fílmica), nada menos que un “paradigma Bordwell” del que nadie más ha hablado nunca (aunque él dice que lo hacen “los puristas”), y que por supuesto dejó al invocado turulato. Me molesta cuando la parodia ruiciana se vuelve maleducada y para defender su trascendencia inventa enemigos falsos, partiendo de realidades a no dudarlo, pero deformadas con técnica de caricatura: simplificación, resta de toda complejidad, reducción a uno o dos rasgos destacados y negativos aunque, en esto último, sin el ánimo amable del caricaturista profesional. 

Lo que se me escapa del todo son las interrogaciones. ¿Defiende Ruiz la ausencia de voluntad, de deseo? Ni me va ni me viene, pero ¿qué tiene que ver la guerra con la voluntad de los protagonistas de los dramas modernos? ¿Toda consecuencia es necesariamente peligrosa? ¿Las acciones involuntarias carecen de consecuencias? ¿Es que los actos de los personajes de Misterios de Lisboa carecen de consecuencias, es que no hay en la película un enorme entramado de causas y efectos, pese a que sean ciertamente nebulosas varias voluntades? Más aún: ¿no se encuentra en la dificultad de obrar conforme a la propia voluntad el atractivo de las narraciones que Ruiz cuestiona? Igual que la acción decidida del héroe hollywoodianse puede ser vinculada al pragmatismo egoísta neoliberal, la desconexión entre voluntad y acción del protagonista moderno puede serlo con la incapacidad, igualmente neoliberal, de la práctica mayoría de la humanidad de luchar por sus derechos. Todo puede ser. Pero ambos vínculos serán idénticamente caprichosos, igualmente gratuitos.


25 octubre

¿De qué no habrá hablado Joaquín Edwards Bello? 

“Hace 69 años vine al mundo, en Valparaíso, en la calle del Teatro n 47. Diez de mayo de 1887”.

Es el primer párrafo de una crónica llamada “10 de mayo 1887 – 10 de mayo 1956”. El siguiente me encanta así que lo transcribo por puro gusto:

“El lector perdona cuando uno habla de sí mismo sin fanfarronadas ni adornos. Las citas familiares o personales de estas memorias servirán, no para ensalzar al autor, sino para dar relieve de verdad al relato”.

Y ahora… ¿por dónde seguirá?

“69 es un número que suele prestarse para curiosas interpretaciones. En francés, suena como atentado al pudor. En el inocente juego de lotería casera el 1 es cobra sueldo, el 8 es borracho, el 11 patas de gringo, el 13 fatalino, el 22 par de patitos, el 31 fin de mes, el 33 edad de Cristo. El 69 es pa arriba y pa bajo”. Por supuesto, nada de lo que sigue tiene que ver con la lotería.

Me encuentro en el Neptuno cuando leo esto, en las lindes del barrio Puerto. El almuerzo aún no ha llegado pero el pebre sí, y el pisco sour hace sus efectos desde el primer trago. Me pongo evocador como Bello, y repaso recuerdos. He jugado al bingo con mi familia desde que tengo memoria, y una clave de su magia es lo que el autor refiere: los nombres de los números. No reconozco el 1, el 8, 11, 13 ni 31. Evoco varios y mi familia añade otros, mucho más soeces aviso:

1, carajón pa cada uno. 

8, cara chocho.

5, te la hinco.

13, a ver si me crece.

Las 12, a comer.

77, las banderitas de Italia.

El número podía decirse antes o después de la frase; dependía del arte de cada uno, o del efecto: los cuatro primeros que cito obviamente deben decirse antes de la rima. Era muy habitual decir “la niña bonita el 15”, “los dos patitos el 22” o “arriba y abajo el 69”. El 33 es la diferencia más graciosa, en casa decimos “33, la edad de Cristo menos un mes”. También se decía “un peladito el 30”; no sé si iba solo con ese número, mi recuerdo es que el peladito va con todos los números terminados en cero (en Chile la expresión se usa para los calvos), y en esa ocasión se podía revolver la bolsa con los números, diciendo “y un revolcón al ganado”. 

Recuerdo a mi abuelo dando el revolcón y diciendo “hagan juego, señores”. Tenía una gracia innata y yo le quería con locura. Le escucho aún entonar los números, con un gran ímpetu al empezar la primera sílaba, para bajar inmediatamente el volumen en la segunda, y alargando las últimas letras. Huele a Navidad en esos recuerdos, aunque yo no tengo olfato: es la luz más bien, los colores de la navidad infantil en la casa de mis abuelos, los que mi memoria lee como olores. Caigo en que el Neptuno de pronto parece bar español. Despego la mirada del libro y miro en torno. El tamaño pequeño del local, las mesas llenas, la charla animada, la decoración marinera, la gente sentada en taburetes altos en la barra forrada con vinilo ajado (antes era cuero pero lo destrozaban los gatos, me dice el dueño). No hay barras en los bares chilenos. En sus memorias, mi padre también recuerda su falta en los bares suizos de los 70. Por el Neptuno pasa de pronto fugaz Arturo, ex-dueño del Bésame Mucho, que tenía una mesa larga a la que llamaba barra. Yo me negaba a llamarla así, pero pronto aprendí que, en efecto, era ahí donde había que sentarse. Fue el bar de la amistad. Ya no existe.

La chuleta estuvo estupenda.


26 octubre

Me quejo yo de la mía, pero lo de Íñigo Errejón sí que es una crisis de los cuarenta.


28 octubre

“La historia es como una cosa sagrada; porque ha de ser verdadera, y donde está la verdad, está Dios”, decía, y dice aún, don Quijote, “y los historiadores que de mentiras se valen habían de ser quemados, como los que hacen moneda falsa”. Y no diría yo “como” sino “más aún que”, que la moneda solo es falsa porque la fabrican ladrones de menor importancia. 

El historiador tiene un compromiso principal con la verdad, como lo tiene el periodista, y la falta en esto es delito. Pero en estos tiempos terribles reina no la interpretación, sino la idea de que la interpretación reina, o aún más: que es reino, pues ella es todo. Y no: que yo estoy sentado, no de pie, y quien diga lo contrario miente. 

Pero ¿qué hacer con el fabulador? ¿Con el novelista, el cineasta, el dibujante, el narrador? Quien hace ficción no se compromete con la verdad, sino con la escritura, cuando menos en primer lugar. Y si se compromete con la verdad se compromete en otro sentido que el historiador, pues no se trata en su caso de la verdad del hecho sino de la de su producción.

El caso es que tenía yo alrededor de 22 años, y con mi amigo Pellón trataba de escribir una película sobre la condesa Bathory, y si bien tratábamos de ser lo más fieles posibles a la realidad histórica (o la realidad que establece Valentine Penrose, que es a quien en realidad seguíamos), en cierto momento avanzado del proyecto yo empecé a sentirme inquieto: ¿qué derecho tengo yo, comencé a pensar, en inventarle una vida, unas acciones, unos pensamientos, a esta persona? Tengo claro que no me gustaría que alguien hiciera lo mismo conmigo, y mal está hacer a otros lo que no quieres que te hagan, por muy asesinos que sean.

Bien, pues así quedó decidido. Nunca inventar a alguien realidad no confirmada. Pero lo que uno no hace, puede ser que se lo permita a otros. Y así, entro en zozobra cuando se discute la inexactitud, o fragrante mentira histórica, de tantas películas de ficción. Y digo, insisto, ficción. Tengo claro el desprecio por el biógrafo que pone frases enteras en boca del biografiado, simplemente porque afirma tener tal conocimiento de lo en cierta mesa hablado, y del pensar del personaje, que puede deducir con alto nivel de acierto lo allí dicho. Pero esto es evidente paparrucha, que solo obedece al deseo del biógrafo de sentirse narrador, como esos documentalistas que ponen todo de su mano para que sus realidades parezcan ficción. 

Pero insisto, ahí el mandamiento está claro: la verdad es tu regla. Pero, si decido hacerla también mía en la ficción, no tanto imponerla a otros. 

Y así, hoy, a mis 46 años, recién leído el capítulo tercero de la segunda parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, decido zanjar el tema. Y decido que no: la verdad del hecho no debe ser manchada, aún en el reino de la mentira, salvo en casos donde la mentira se anuncie a sí misma. Por ejemplo, en Once upon a time in Hollywood solo el conocimiento de la falsificación histórica permite una verdadera comprensión, valoración e incluso disfrute del hecho. Igualmente, Buñuel y la mesa del rey Salomón, de Saura, le crea aventuras evidentemente inventadas a personajes reales, como en caso más extremo hace el Klimt de Ruiz. En otra variante, el Young Mr. Lincoln de Ford, sobre bases veraces, inventa una historia que trata de decir algo sobre el personaje. No es que me enamore el procedimiento, pero creo que es aceptable, sobre todo en el caso ruiciano. La sátira puede parecer un caso próximo, pese a su distinta intención, pero en realidad es de esta que extrae su derecho a la deformación: pretende con ella decir mayor verdad, y lo que debe de juzgarse es si lo hace o no. 

El caso más habitual es el más condenable: la invención sin cortapisas de escenas que nunca tuvieron lugar, alteraciones biográficas, históricas, de todo tipo. De los altos mandos de 1917, que nunca estaban en las trincheras, a la falsedad de cada dato en Bohemian rhapsody, con los millones de casos limítrofes, donde encima no es raro encontrar al investigar el caso que la realidad era infinitamente más interesante que lo filmado. El diagnóstico no es difícil: las más de las veces la falsedad no es fruto de mala intención sino de pereza y, paradójicamente, de falta de imaginación.

La falta a los hechos debiera ser posible, siempre y cuando la ficción sea de verdad reinante. Pero lo más recomendable sería, yo creo, imitar y cambiar nombres. Por ejemplo, me encanta The Doors, y no tengo problemas con sus falsedades porque su voluntad digamos mitológica me parece obvia, pero ¿por qué no usar otros nombres? Todos entenderíamos de quién se trata, sería evidente, y sin embargo la integridad de los invocados quedaría salvada. 

Si el hacedor de ficciones acude a la realidad, debiera como mínimo pagar un precio, que es la verdad del hecho. Si no le gusta este corsé, hacer un doble de la realidad, pero sin sus mismos nombres como pago. Y si no hay doble, pero hay falsedad, la mentira debe ser activa, ya por su función creativa, ya por lo que su diferencia respecto a la verdad revela al entendimiento. Y por hoy, hasta aquí llego.


29 octubre

No tengo idea de cómo se haría Benning con los cuadernos de Kaczynski, pero aunque me parece claro que el FBI no tenía derecho a venderlos (su autor seguía vivo, y aunque criminal él los había escrito y en consecuencia se le debía haber considerado su propietario), Benning especifica en los créditos de Stemple Pass que los ha usado sin permiso. Hay en consecuencia una deliberada muestra de falta de respeto, por parte del cineasta, hacia Kaczynski. Y la razón de ello es que ha matado a personas. Lo dejan claro dos cosas: la dedicatoria de la película a sus tres víctimas mortales, y todos los parlamentos dedicados a explicar que los atentados se deben ante todo a la rabia y a la venganza. 

Pero al mismo tiempo, Benning contempla la naturaleza, y muestra cómo la contempla Kaczynski, y hay una evidente unidad entre ellos. Stemple Pass es así un retrato completo, de un pensamiento, de una vivencia del mundo y la naturaleza, y de una acción cruel dominada por el odio, que contrasta, choca con el paisaje tanto como el sonido de las motos y los helicópteros, y aun más. 

Basta comparar esto con la serie Unabomber: In his own words, para observar que eso de que el contexto es clave para entender a alguien, es solo relativo. Todo el contexto que nos ofrece la serie, es útil para elaborar hipótesis sobre la génesis del pensamiento y la acción de Kaczynski, pero son las imágenes y sonidos de Benning, y los parlamentos del terrorista que selecciona y lee después sobre aquellas, las que mejor nos permiten entender su pensamiento, su vivencia, y su acción, en suma: su obra, con todos sus matices y contradicciones.

Sobre las víctimas, la serie resulta una parodia ofensiva, con el recurso de mostrar una bomba detonando y una explosión a cada nuevo atentado, por no hablar de la habitual banda sonora plena de efectismos, percusiones y tensión. Benning es más contundente: tras el largo parlamento final, y los minutos últimos de sus imágenes, la dedicatoria a los muertos y la negativa a pedir permiso establece, sin discursos, con actos, su importancia.


30 octubre

Paco Alcázar: “La risa es algo físico, es como el sexo. Hacer humor es un poco como el porno. La naturaleza nos ha otorgado esta manera de pasárnoslo bien, pero lo que hacemos los humoristas es antinatural. Abusamos de una herramienta que tenemos en el cerebro para relajarnos y la utilizamos a deshoras, porque la industria y el mundo nos ha empujado por aquí, sin ser conscientes de que eso te vuelve loco. Por eso hay tantos episodios de depresión en esta profesión. Tu cabeza no viene preparada para estar pensando paridas 24 horas al día, del mismo modo que no estás preparado para follar 24 horas al día. No sé qué hará la gente que lleve cinco días a la semana durante veinte años haciendo humor, pero yo necesito parar. Si pones la carne en el asador, es imposible no sacar cosas personales, de tu vida, de la gente que conoces y eso te acaba pasando factura. Evidentemente, peor sería trabajar, pero sin duda tiene un coste neuronal.”


1 noviembre 

Me hago un resumen con copia y pega de noticias varias. Las horas son las españolas: 

El presidente valenciano Carlos Mazón cerró, nada más llegar al poder, la Unidad Valenciana de Emergencias (UVE), un organismo que su gobierno de coalición con Vox calificó como un “chiringuito” y una “ocurrencia” del gabinete anterior. Tras cancelar la UVE, Mazón concedió 17 millones de euros de subvención al sector taurino.

El pasado domingo 27 a las 13:50 horas, la Agencia Estatal de Meteorología emitía, bajo el epígrafe Aviso especial de fenómenos adversos número 15/2024, un detallado informe en el que anunciaba la llegada de una DANA que descargaría "con mayor probabilidad e intensidad en la vertiente mediterránea". Además, la AEMET, en su reporte, situaba en el martes el peor de los escenarios posibles: "El martes 29, que se prevé el día álgido de este episodio, la mayor probabilidad de estas precipitaciones intensas estará en el área mediterránea peninsular" [...] Es probable que en puntos del País Valencià y Murcia se superen los 150 mm en 24 horas". 

A las 7:31 horas del martes, AEMET eleva el nivel del aviso de naranja a rojo (el máximo nivel) en la zona interior norte de la provincia de València. A las 7:36 horas se amplía el aviso rojo al litoral sur de la comunidad. A las 8:04, AEMET comunica lo siguiente: “Litoral sur de Valencia: Lluvias de intensidad torrencial. Acumulaciones de más de 90 l/m² en una hora que pueden ocasionar crecidas e inundaciones. ¡Mucha precaución! ¡El peligro es extremo! No viaje salvo que sea estrictamente necesario”. En ese tuit se pone que la alerta por aviso rojo estaría “en vigor hasta las 12:00” del martes. Sin embargo, tras ese tuit se sucedieron muchos otros en los que finalmente se mantuvo el aviso rojo. De hecho, a las 9:48 AEMET lo amplía a más comarcas valencianas. A las 10:03, insiste: “¡Mucha precaución! El peligro es extremo. No te acerques a cauces ni ramblas. Se están produciendo inundaciones. Situación muy complicada”. A las 12:27, AEMET publica un vídeo –un hecho poco habitual– donde su portavoz, Rubén del Campo, vuelve a alertar a la población: “Situación de gran adversidad en el área mediterránea por lluvias torrenciales. Los avisos rojos (el nivel máximo) suponen peligro extremo, y mientras elaborábamos el vídeo se han extendido de la provincia de Valencia también a la de Málaga”.

Por su parte, a las 8:53 la Confederación Hidrográfica del Júcar también advertía de la intensidad de las lluvias: “Comenzamos el martes muy pendientes de la evolución de las precipitaciones en gran parte de la Demarcación. En las últimas cuatro horas se han acumulado más de 120 l/m² en Carlet, 110 en Cortes de Pallás y más de 100 en Dos Aguas”.

Sin embargo, el Gobierno del PP no suspende las actividades laborales ni las lectivas y, hacia las 13 horas, Carlos Mazón afirma que la situación tiene visos de amainar: "Según la previsión, el temporal se desplaza hacia la Serranía de Cuenca por lo que se espera que en torno a las 18:00 disminuya su intensidad en todo el resto de la Comunitat Valenciana". Una comparecencia de la que ya no hay rastro en los canales oficiales de la Generalitat. Una hora más tarde, sobre las 14h, la Diputació de València, también en manos del PP, recomienda a sus trabajadores marchar a casa, alegando que existía un "riesgo muy alto para la población".

A las 17:30 horas la Confederación Hidrográfica del Júcar avisa de una situación de "peligro extremo" en "buena parte de la provincia de València".

La alerta de la Generalitat Valenciana llega automáticamente a todos los móviles de la provincia de València a las 20:12 del martes, cuando el barranco del Poyo, el río Magro y el Túria ya se habían desbordado y había cientos de personas atrapadas por el agua. Eso sí, la Intersindical Valenciana informará que "tenemos casos de gente a la que han llamado para acudir al trabajo incluso después de recibir la alerta”.

A las 16:05 de hoy viernes, la DANA ha dejado hasta el momento un balance provisional de 202 personas muertas en Valencià, más dos en Castilla-La Mancha y otra en Andalucía. Estos datos colocan este desastre natural como uno de los más graves de los últimos 75 años, por delante incluso de la riada de Biescas (Huesca) en 1996, con 87 fallecidos, y la riada del Turia en 1957, en la que perdieron la vida entre 80 y 100 personas. 

Por cierto, ¿qué es una DANA? Yo no tengo ni idea. Las siglas quieren decir Depresión Aislada en Niveles Altos (aunque el acrónimo se escogió en homenaje al meteorólogo Francisco García Dana [1924-1984], quien ocupó la jefatura del Centro de Predicción del Instituto Nacional de Meteorología [INM] desde 1979 hasta su muerte en 1984), y consiste en una suerte de hueco en el cielo con una presión baja. Esto atrae el aire de su alrededor, tanto el frío como el caliente. El choque de estas temperaturas provoca la formación de muchas nubes llenas de agua. A su vez, la diferencia térmica provoca una inestabilidad atmosférica que facilita las precipitaciones. Cuando estas suceden, la cantidad de litros que se acumulan por metro cuadrado puede llegar a ser inasumible, produciendo inundaciones severas. En el caso del levante, las condiciones topográficas juegan un papel clave, ya que se trata de una zona completamente llana. Las consecuencias son claras: "Si llueve mucho, se va a inundar todo", explica Antonio Aretxabala, doctor en Geología por la Universidad de Zaragoza. En este sentido, "el agua funciona por la ley del mínimo esfuerzo: siempre va hacia abajo", añade. La abundante cantidad de agua, que ha llegado a los 445 litros por metro cuadrado, hace que "la capacidad de drenaje del subsuelo colapse". La tierra no es capaz de absorber tanta lluvia y las inundaciones en esta zona se hacen inevitables. 

Según el experto, "el mediterráneo es dinamita pura". La temperatura superficial del mar es más elevada, sobre todo a finales de verano y de otoño, de modo que favorece los contrastes térmicos que forman la DANA. Por esta razón, son históricas las catástrofes provocadas por las lluvias en esta zona de la península. Sin embargo, los expertos alertan de que serán cada vez más frecuentes, como consecuencia de la crisis climática y, en concreto, del calentamiento del planeta. El mar mediterráneo se caracteriza por ser una masa de agua ciertamente caliente. Cuanto más aumente su temperatura, más cálido será el aire que interactúe con la DANA, más agua podrán almacenar las nubes, explica Aretxabala. "Las consecuencias de unas precipitaciones más densas en esta zona pueden ser devastadoras", alerta. "Cada temporal va a ser peor cada año y tenemos que estar concienciados como para entender que tenemos que adaptarnos a estas condiciones climáticas devastadoras", advierte Karla Zambrano, investigadora y una de las embajadoras valencianas del Pacto Climático Europeo. 


2 noviembre

Me pregunta una amiga por películas tristes. Desprevenido, no lo tengo claro. De adolescente, Léolo, Vertigo, muchas de Bergman. Me hacían llorar, a veces a mares, como también El fantasma del Paraíso (sí), La mirada de Ulises, o Underground. También me parecía tristísima Dead ringers, aunque hoy me lo parecen mucho más La zona muerta, La mosca o M Butterfly. 

Ya en los 20, tuve el mayor ataque de llanto de mi vida cinematográfica la primera vez que vi en cine Cuentos de Tokyo. Aunque por razones en gran parte extracinematográficas (pero movilizadas con toda razón por la película), me sigo rompiendo al verla. La única película que se le compara es Make way for tomorrow, esa máquina de llorar, como creo que la llamó Orson Welles. Recientemente, Amelia Lopes O´Neill me pilló desprevenido, pero a la segunda me quebré exactamente en el mismo sitio. Ahora bien, también lloro con The searchers, y es de entusiasmo, generalmente con las escenas de Vera Miles aunque no solamente. Es una película que emociona por sus propias misteriosas razones, como hacen algunas de Raúl Ruiz, por ejemplo Tres vidas y una sola muerte, que me sigue conmoviendo. 

Las de Ozu, McCarey y Sarmiento son películas tristes, pero a las de Ford y Ruiz no me parece que les cuadre el calificativo, aunque algo de eso tengan. Además, acabo de caer en que ambas son muy divertidas. Esa conjunción es fundamental para el tipo de emoción que generan.

A los 14, lloraba a mares con Qué verde era mi valle. Casi dos décadas después, Paulino Viota dijo que era una película que había que ser viejo para apreciar toda su emoción. Yo repliqué con lo mío y me respondió que claro, que lógico, que yo lloraba porque acababa de perder mi infancia. He ahí todo un descubrimiento.

Creo que a esa edad, los 15 como tarde, descubrí Scarlet Street. Más triste imposible. Que nadie sabrá nunca la verdadera historia, la realidad de lo que de verdad pasó, me conmociona, y está también en las dos novelas que más me hayan hecho mierda en mi vida: Bajo el volcán de Lowry, y La colina de los sueños de Machen. Dos finales tan inaceptables que todavía me atormentan. Pasa lo mismo con la primera historia de Paisà, qué terrible, esos soldados vivirán su vida entera recordando a esa muchacha como una traidora.

Me dicen En un lugar solitario; asiento, cómo no, pero añado They live by night, tan desoladora. Me dicen In the mood for love, pero prefiero y me resulta mucho más triste 2046. Se me ocurre My childhood de Bill Douglas, que de remate es una de las mejores películas jamás filmadas. Ahora caigo en La influencia, aunque no he vuelto a verla. ¿La Strada? Faltaría más. La noche, me dicen, y es cierto, con ese final tan demoledor. Pero Bergman no, ya no puedo ver tristeza ahí; revisé hace poco Los comulgantes y será una película triste, pero está hecha a cañonazos; era mi favorita a los 14, cierto, pero con la que lloraba a mares era Fresas salvajes, por razones supongo parecidas a las de Qué verde era mi valle, y a día de hoy la sigo considerando muy buena. Woody Allen hizo una divertidísima versión en Deconstructing Harry, pero la terminó fatal, tal como Fellini con 8 ½.

Ahora bien, listas aparte, ¿cuál es mi problema con la pregunta? Primavera tardía es una película triste, su plano final es de morirse, y sin embargo la primera vez que lo vi la felicidad que me invadió fue inmensa. El rostro de Chisu Ryu caía, y el mío se alzaba. De ahí surgió mi más querida máxima (no tengo otra): la felicidad está en la forma. Y si está ahí, la tristeza se ve muy relativizada. My childhood es otro insuperable ejemplo. ¿Qué es triste? Camino o Godzilla minus one, donde los protagonistas no obtienen ni el favor de un buen director. Glass, donde Shyamalan da un cierre tan malo y negligente a sus personajes, que cuando salí del cine tuve intensos deseos de muerte. En resumen: si las películas de Kaurismäki no son tristes, no se debe al final feliz.

La pregunta me la hace Cata en medio de la fiesta por el sesenta cumpleaños de Arturo. El lema de la celebración merece ser inmortalizado: 60 veces nadie.

Nacido en Santiago y exiliado en México, Arturo parafrasea a Chavela Vargas diciendo que “un porteño nace donde le da la rechingada gana”. (“Menos en Santander”, me murmura el perro que me mordió en septiembre).

Y por supuesto, en la fiesta se invocan los dos inmortales versos de Teillier que Arturo siempre cita, pero no creo vayan tan bien en su lápida, como en la mía: 

He recorrido tan pocos caminos

y he cometido tantos errores.


3 noviembre

Endiablada confluencia entre los cerros de Valparaíso y mi pésima memoria. Seis años que llevo viviendo en la misma casa, y sin cesar sucede que miro por la ventana y descubro construcciones nuevas. Hoy me encuentro una casa pequeña, muy modesta, que nunca había advertido. ¡Pero miro por esa ventana cada día! ¿La olvidé? ¿O de verdad la levantaron en dos o tres días? ¿O cuántas veces miro por la ventana sin de verdad fijarme? Las tres opciones son posibles, y la primera la más probable, mal que me pese, pero la riqueza de estos cerros favorece la desatención al detalle. Quizás solo si me hago un plano a lo James Benning lograra memorizar la configuración del cerro, pero a no dudarlo no tardaría en modificarse. Ineluctable modalidad de Valparaíso, que diría Joyce.


4 noviembre

Readers, un Benning particularmente conmovedor (no le recordaba ayer por cualquier cosa). ¿A quién se le habría ocurrido dedicar una película a la vida del cuerpo leyendo, mirar el cuerpo cuando la vida del espíritu es tan plena? 

Quizás, un replanteamiento de Twenty cigarettes, donde coloca a todos los fumadores (salvo Thom Andersen, que pareciera que se le rebela) en posiciones más o menos forzadas, aunque evocando la pausa del cigarrillo, su interrupción del tiempo cotidiano, tiempo del trabajo y el deber: esos momentos en que fumando se mira, se piensa, se evoca, se dejan la mente y hasta la cara en blanco, es decir: no se hace nada. Pero resulta curioso, los cuerpos de Readers parece que vivieran más, como si el trabajo de lectura fuera a veces más antinatural que el de consumir tabaco, y salen una miríada de pequeños gestos como distracciones, tics o movimientos involuntarios de rostro o manos, además de estiramientos o los inevitables cambios de postura; de todo, en suma. Por añadidura, el potencial rítmico de los libros es todo un hallazgo: el primero gordo y de letra apretada no avanza muy rápido que digamos, pero el segundo, breve y de páginas gruesas, suena distinto y avanza con velocidad. Esta segunda lectora está mucho más concentrada y se pueden hasta ver sus ojos registrando cada línea; la joven se distrae más; también se sienta sin ningún problema de formas que resultarían incómodas a las más maduras, que ya necesitan apoyar la espalda. 

Fumar es una pausa, pero leer es un trabajo. Readers es como los cuadros que muestran distintas edades: una joven, una anciana, un hombre y mujer de mediana edad. Vida de los cuerpos lectores. La lectura final de la anciana semeja un acto de resistencia. Es la única que lee en una mesa, y el parkinson sacude sus manos, y aun su cara. Tiene una bufanda muy hermosa, y su espacio es el único activo: a la izquierda los libros que refrendan su experiencia, el trabajo de lectura, la vida de ese cuerpo que insiste en seguir aprendiendo.


6 noviembre

Terrifier 1: que la única superviviente del asesino se convierta en verdugo es conclusión tópica, pero el efecto sorpresa se asegura si no lo hace en un epílogo, sino un prólogo, y de remate este queda olvidado en el cierre y encima va acompañado de una confusión temporal (patada en la tele): el prólogo, en realidad, es un año posterior a lo que vemos. El resto: planificación impecable de espacios y tiempos, armas, víctimas y crímenes, de donde emerge la auténtica relevancia del desarrollo.

Terrifier 2: la adición del demonio-niña (o lo que sea eso) y la superheroína salvan de la rutina, pero la segunda también la aproxima. ¿Qué salva el riesgo? El delirio inexplicado de casi todas las novedades, el rigor de la gratuidad, y por supuesto un gore exultante, pletórico, feliz.

Terrifier 3, o el enésimo triunfo de los imbéciles: aún gozosa, divertida y sangrienta, llega el triste tiempo de las soluciones, el rellenado de huecos y la preocupación por personas de mierda. Los imbéciles de siempre pueden estar contentos pues por fin tenemos a los personajes de siempre: la torturada, el que quiere superarlo, los preocupados, los inocentes, los indiferentes y los fans (novedad post-Scream). Otra durmiente que tiene que despertar y, para colmo, ¡una asesina que habla por los codos! (y tan neciamente como el emperador de El retorno del jedi: “¡mata a tu padre y tu viaje al lado oscuro se habrá completado!”). En consecuencia, anticipamos casi todo, el clímax no está a la altura, el cierre ahora sí es evidentemente momentáneo (todo lo que hemos visto, entonces, solo sirve para llevar a otra parte) y, crimen máximo, no vemos el asesinato del hermano, aunque cabe temerse que en la 4 lo comprobemos vivo, Dios no lo quiera.

Coda: el Cine Arte de Viña proyectó Terrifier 3 o mal de foco o con la bombilla del proyector gastada o con ambos problemas. Volviendo deprimido a Valparaíso, me acuerdo de un gran momento de Godard. Hablando de que no había visto la recién estrenada Striptease, que se proyectaba en un cine de otra localidad, comenta (cito de memoria): “No tengo problema en hacer 60 kilómetros en coche para ver a Demi Moore, pero sí lo tengo para hacerlos de vuelta”.


7 noviembre

¿De verdad alguien cree que Kamala ha perdido por ser mujer? Kamala ha perdido por Israel, y por ser lo mismo de siempre. La gente votará anti-establishment y votará ruptura (porque eso es lo que son Trump o Milei, gente dispuesta a romper con las formas de una política enferma) mientras la izquierda siga siendo una traición constante y no construya una respuesta con la contundencia suficiente para afirmarse en el exterior de Internet, el gran enemigo, campo-mina más que campo minado; es decir: mientras la izquierda siga siendo una cosa, y la gente otra. Kamala ha perdido por ser una política de derechas disfrazada de otra cosa y dar a todos la seguridad de que no mantendría la política laboral de Biden, conservador que sí supo ver a quién debía su victoria. Es un día triste por la victoria de Trump, pero doblemente triste por la alegría de que Kamala, que no tenía ni el derecho ni la necesidad de ser miserable, nunca será presidenta.

Mientras tanto, me toca desayunarme con el imbécil de turno dicendo que parece que Trump y la derecha se está preocupando más de las condiciones materiales de existencia mientras las izquierdas actuales lo hacen más de las simbólicas. Como si decirle a la gente que la culpa de todo la tienen los inmigrantes, los negros o las mujeres no fuera preocuparse de condiciones simbólicas.


8 noviembre

Me entero por Jaime Córdova de que el hijo de Tom Mix (del que no logro averiguar el nombre) vino a vivir a Chile, y allí tuvo a su vez un hijo en 1927 llamado Víctor Mix, que fue actor conocido y al que resulta que he visto actuando en al menos dos películas, una de ellas El último grumete, donde su personaje, el Rata, cobró gran popularidad en los 80 pese a su breve aparición, debido a una frase: “el Rata lo corrobora”. Compruebo que falleció en Valparaíso en 2009, dejando otro rastro conocido: su hija Claudia Mix, diputada del Frente Amplio. Del antiguo Hollywood a La Moneda. Esto de los hijos es un despiporre. Ayer también supe que Ofelia Fernández, legisladora de Buenos Aires por la coalición del Frente de Todos y “legisladora más joven en Latinoamérica” según leo por ahí, es hija de… ¡Lucía Seles!

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