lunes, 23 de enero de 2012

Papá Hollywood (II): Steven Spielberg



“Porque, por más que Lucas y Spielberg quisieran dar rienda suelta a sus complejos de Peter Pan y hacer que los hijos del boom de la natalidad regresaran a los juegos del parque, por más que respaldaran a los niños frente a los adultos, sus películas, y las de Spielberg en particular, están teñidas por el deseo de un padre ausente, por una nostalgia de la autoridad. En las familias de sus películas suele faltar el padre; los argumentos se ponen en marcha por el vacío moral y emocional que reina en el centro del hogar, un conflicto que resolverán unos sucedáneos de la figura paterna. Tanto la trilogía de La guerra de las galaxias como la de Indiana Jones terminan con un toque de armonía generacional, con la revelación de que el arrepentido Darth Vader es el padre de Luke y la reconciliación de Indy con su padre en Indiana Jones y la última cruzada. Las últimas palabras de Indy son: “¡Sí, señor!”. (…) Los mayores de treinta, los malos de la era Nixon, se convertirían en los adultos paternalistas de la era Reagan- y Reagan mismo en particular-. Lucas y Spielberg consiguieron finalmente poner patas arriba la contracultura”  
                         Peter Biskind, Moteros, tranquilos, toros salvajes. La generación que cambió Hollywood.

       Hablando de la importancia de la figura paterna en la constitución de los EE.UU., vimos en el capítulo anterior cierta mitología de los orígenes en la obra de un gran director, John Ford. El padre es una figura modélica que forja las subjetividades de sus hijos instaurando un relato en el que aquellos y su comunidad habrán de leerse. Un padre de rasgos ligeramente divinizados: su perfección, fruto de la encarnación de los ideales de su comunidad (que acostumbran a ser aquellos que salvaguardan su supervivencia y extensión por el mundo, es decir, su superioridad sobre otras comunidades), es la que mueve a sus imperfectos vástagos a seguir su ejemplo, y además en su orden todos actúan en relación a éste más que en relación a los otros individuos. En lo que sigue, trataré otro caso de cineasta con ciertas pretensiones de historiador- e ideólogo- del cine de Hollywood, pero que como veremos acostumbra precisamente a partir de la nostalgia por la presencia de este padre: Steven Spielberg. Su carrera comienza casi al tiempo que termina la de Ford (Seven women en 1966 y Amblin´ en 1968). Es otra época y la figura paterna, como trataré de mostrar en el capítulo siguiente, está sufriendo importantes mutaciones. Si Spielberg, en la época, no puede evitar reflejar esto- si bien muy sesgadamente-, con el tiempo expondrá elocuentemente su posición al respecto en varios títulos de los que aquí destacaré dos, que reflexionan sobre la crisis paterna y al tiempo, como corresponde, sobre la historia de su país: hablo de Salvar al soldado Ryan y Atrápame si puedes (parece ser que en breve habrá que añadir Lincoln, pero es de prever que no aporte nada nuevo a estas).
    Salvar al soldado Ryan es un film bélico que sigue los movimientos de un comando de infantería (no soy muy ducho en cuestiones militares, así que pido perdón si me he confundido), es decir, que se desarrolla en un contexto completamente ajeno a la vida familiar. Sin embargo, en él la presencia e importancia de la familia es enorme: la historia, como todos recordarán, parte de una crisis familiar, resultante de la muerte de los 3 hijos de una misma madre en la 2ª Guerra Mundial, y el intento de salvar al único hermano vivo de la familia, que se encuentra perdido en algún sitio de la misma guerra. Este soldado, el soldado Ryan, es huérfano de padre, y tras la muerte de sus hermanos su familia se reduce a él y su madre. Hay varias historias de madres en la película, y todas son algo traumáticas, signo de que- continuando lo dicho sobre las madres en el capítulo anterior- el mundo del que los soldados provienen se tambalea. Las madres, en el cine de Hollywood, son aquello por lo que luchamos, el hogar que queremos defender y el mundo que simbolizan, pero que perdemos mientras lo hacemos, como bien ejemplifica un soliloquio de Tom Hanks: a cada persona que mato me encuentro más lejos de mi hogar; si salvo a Ryan, tal vez me acerque algo. Es Hanks el que dirige este viaje: el mundo de las madres se tambalea, hace falta un padre para emprender la lucha que lo reconquiste para nosotros, que nos haga no olvidar que se trata de eso. Esto no es evidente hasta el tercio final de la película y en este sentido su dramaturgia es impecable: es la naturaleza de la misión la que convierte a Hanks en un padre, por eso no puede ser hasta ese final que Salvar al soldado Ryan se descubra como la historia de una filiación, de un soldado huérfano que recupera un padre, el cual, mientras muere, y muere por haberse quedado con él, le lanza una orden- una orden, eso sí, moral: “gánatelo”. Toda una herencia. Y si Spielberg es un historiador importante, es porque nos dice que esta orden es la que la propia 2ª Guerra Mundial, significada como la lucha contra el fascismo, la guerra justa, cruel pero justa, lanza a los norteamericanos, para devolver el color a esa bandera que en los años 90 se sacude descolorida en manos de un viento frío. “Gánatelo” es la norma moral que una lucha devenida legendaria lanza a todo un pueblo. Ganarse el sacrificio, el dolor, la sangre vertida por millares de personas en nombre de unos ideales. Por ello no vale el dictum fulleriano según el cual una película que muestra a un soldado reventado por una bomba no puede ser pro-bélica: puede que no ayude a que un indeciso se aliste, lo cual no es poco, pero los cuerpos reventados solo dicen la brutalidad de la guerra, no su injusticia. Spielberg muestra una guerra cruel (que es incluso más que decir brutal, adviértase que Fuller nunca se atrevió que yo recuerde a mostrar a soldados matando a sangre fría con la naturalidad que lo muestra Spielberg, y sin embargo éste, pese a sí hacerlo, sigue defendiendo la necesidad de la guerra que muestra, y se entiende que pueda hacerlo, en tanto tales imágenes solo muestran la injusticia de esas acciones, no la de las causas que han llevado a su posibilidad), pero la entiende justa: la crueldad solo habrá de redimirse con el cultivo de los ideales por cuya defensa se luchó. Recordemos que no es Ryan solo el que visita la tumba del hombre que lo salvó, sino toda su familia, la que tuvo gracias al sacrificio de Hanks, y es a ésta (en fin, no a esta, pero sí a su mujer, en representación: nunca deja de sorprender la creciente imposibilidad norteamericana para hacer hablar a una colectividad, por reducida que sea) a quien pregunta si al final fue digno, si se lo ganó. Es coherente con una orden paterna de esta escala: no es un individuo el que ha de responder, sino toda una comunidad. Impecablemente lo ejemplifican el comienzo y final de la película: comienza con la bandera, después el hombre y su familia, las tumbas, de ahí a la guerra y la historia del vínculo filial, de la herencia/deuda, que una vez establecida permite en el final volver al hijo, la familia y, pasando por la tumba, volver a la bandera. El principio es una pregunta hecha a la película; el final otra, ahora al público. El padre es entonces el que se mantiene entero en tiempos duros, mantiene encendida la llama del hogar cuando es imposible estar más lejos de él, quien nunca olvida por qué luchamos, aunque se encuentre lejos de ello o su camino le ponga incluso en contra, es el que nunca olvida lo que está en el comienzo y debe estar en el final, el que llegado el momento se sacrifica por ello y nos dice que seamos dignos de ese sacrificio por el cual, en cierto sentido, nos da la vida por segunda vez.
    Atrápame si puedes, la película dedicada a los años 60, década fundamental en la mitología estadounidense, década de rebeldía, revueltas y revoluciones, toma como eje desde el principio nuevamente un problema de filiación, una crisis del orden paterno, una muestra de que EE.UU. no se lo está “ganando”. Como siempre, el modo de la derecha norteamericana bienpensante de decir que se está faltando a los valores, es mostrar que se está primando la norma del beneficio económico en detrimento de aquellos. Aquí, ésta produce un padre que instaura en el hijo la norma del engaño, la de hacer lo que sea preciso para conseguir el éxito, el logro de lo que te propones (el principal ejemplo del arrojo del padre es, precisamente, la conquista de la madre, narrada por aquel como quien cuenta una batalla, y no es mala idea pues el encuentro con la mujer tuvo lugar en un permiso durante la guerra). El encarnado por Christopher Walken es por tanto un padre en absoluto modélico, un mal padre, pues no encarna los ideales adecuados: no es en el beneficio económico o la satisfacción de los deseos inmediatos que una familia debe sustentarse, pues es un suelo poco firme, como ejemplifica el fracaso del padre, con el cual la familia se desestabiliza (ejemplo de hasta qué punto el suelo era poco firme es que la madre se aleja del padre en cuanto este comienza a perder dinero), se acaba rompiendo, y el hijo huye. Entre las múltiples salidas, criminales o no, por las que hubiera podido optar este, se elige la del fingimiento, la que incide en el falseamiento de la identidad, que habrá de devenir pérdida: el joven se convierte en un feliz fingidor, disfrutando de un continuo baile de máscaras, sin identidad fija, sin responsabilidad alguna hacia la comunidad que le dio la vida, estafador, preocupado solo por la satisfacción inmediata. La ligereza de la película, la diversión ante las estafas del protagonista, de sus ingeniosos engaños, su talento para la burla, es el medio por el que Spielberg retrata la alegría y encanto que comúnmente se identifican con esa década, pero enseguida nos mostrará que el baile de máscaras es pérdida de identidad, la diversión irresponsabilidad, y que por extensión la gran fiesta de los 60 se edificaba sobre una profunda crisis de identidad nacional-familiar. Una crisis de creencias y valores, como suele decirse, y que la película afirma insostenible: progresivamente, el hijo pierde cada vez más el sentido de la realidad y comienza a creerse sus propias mentiras, hasta el punto de llegar incluso a intentar crear su propia familia, máximo sacrilegio que supone pretender que lo falso se reproduzca, instituir un falso principio, edificar una identidad desde su falta… el máximo pecado en el universo de Spielberg (y de los EE.UU. y del psicoanálisis, si me apuran). Cada vez más lejos de ese hogar que en el fondo no deja de buscar (cfr. la insistencia en ayudar a su padre a que reconquiste a su madre), el momento cumbre de la decadencia del protagonista tendrá lugar, sintomáticamente, fuera de su país, completamente desenraizado: en Europa, concretamente en ese doble de los EE.UU. al otro lado del Atlántico que no deja de ser Francia. El camino lleva directamente a la autodestrucción, el fin del sueño, y la muerte del padre biológico- que no supo ser un adecuado padre simbólico- llega con la captura y el fin de la década, 1969.
    El diagnóstico es claro: a los 60 no se les niega la alegría, la jovialidad, no en vano Atrápame si puedes es una de las obras más vitales e ingeniosas de Spielberg. Sin embargo, esta alegría, este juego irresponsable, ha de parar, pues nace de una comunidad perdida, en decadencia, y amenaza con perpetuarla, crear nuevas comunidades que profundicen en la falsedad, la ausencia de principios e identidad: sin padres, sin madres, sin hijos.
    Spielberg, un hombre constructivo que plantea problemas pero nunca deja de dar soluciones, introduce entonces al buen padre, encarnado de nuevo por Tom Hanks, el agente del FBI que persigue y captura a diCaprio. Hanks es mostrado a lo largo de la película como un individuo estricto hasta pasarse, un excelente profesional de moral intachable. Su larga, incansable persecución le lleva a ser el único que finalmente puede entender al hombre que busca, hasta que finalmente, en un magnífico giro final, devenga responsable de convertirle a su vez en agente del FBI, en base a las mismas dotes que le llevaron antes al delito. El criminal aprovecha sus capacidades para capturar a otros criminales, y en vez de huir del estado, trabaja para él. Así, logra insertarse en un nuevo orden paterno (siempre literal, Spielberg hace que Hanks se convierta en el tutor legal de diCaprio, porque el juez permite su salida de la cárcel solo con la condición de que Hanks lo tome bajo su custodia: la nueva filiación no solo se sanciona simbólica, sino legalmente); este le permite así lograr una identidad nueva, más firme, con la cual a su vez se insertará satisfactoriamente en su comunidad de modo que, en vez de transgredirla, se convertirá en su protector. Ahora bien, si ustedes me preguntan por qué digo que esta identidad es más firme, solo podré responder: porque no es perseguida. De perseguido pasa a perseguidor, y al ayudar a una comunidad a capturar a los que la burlan se ve apoyado por ella. Las madres de Ford y Spielberg arropan a sus hijos, los apoyan, los protegen; los padres son los que, aun amándolos, les exigen una retribución: de la comunidad que les protege, ellos han de ser protectores; e incluso aunque ésta no les proteja, funcione mal, inadecuadamente: es el individuo el que ha de dar cuentas ante la institución, nunca al revés.
    En suma, la década de la crisis política, representativa, moral, ideológica, de todo un sistema, es convertida en una crisis familiar. No es precisamente algo que haya inventado Spielberg: es la gran mistificación inaugurada por el psicoanálisis, y que Deleuze y Guattari denunciaban en El Anti-Edipo: la conversión de toda rebelión, revolución, crisis o crítica, en un problema familiar. Si el orden ya no se funda en Dios sino en el padre, toda lucha social será lucha contra el orden familiar instituido, esto es, un problema personal, como mucho de malos padres o, más habitualmente, de malos hijos. Ahora bien, esto no deja de ser inherente al cine estadounidense, al que le cuesta sobremanera imaginar una forma de rebelión que no sea paterno-filial o de jóvenes contra viejos. Rebelde sin causa lo ejemplifica bien al situar en el centro de la rebeldía de sus tres protagonistas un problema con los padres, y todo el New Hollywood tendía a presentar una lucha entre el orden de los jóvenes y el de los mayores, lo que es nuevo y lo que es viejo. Cómo no, Paul Verhoeven, en la inagotable Starship troopers, mostró de qué estaba empedrado este camino: rebelándose contra el autoritarismo de sus padres, el protagonista se alista en el ejército de un estado totalitario. Pocas veces una película retrató tan bien el callejón sin salida que es la ideología del cine hollywoodiense.


lunes, 16 de enero de 2012

Papá Hollywood (I): John Ford

    En Young Mr. Lincoln se nos presenta el supuesto primer caso de Abraham Lincoln como abogado. Dos jóvenes hermanos son acusados del asesinato de un hombre, muerto de un disparo en una pelea con aquellos. Su madre ha sido testigo del hecho, pero se niega a decir quién de los dos fue el asesino, sin duda porque eso sería como entregar a la muerte a uno de sus hijos. En cierto momento de la película, en la noche entre la primera sesión del juicio y la segunda, el juez le propone a Lincoln, una vez delatado uno de los jóvenes por un testigo (que luego averiguaremos es falso), que declare culpable a aquel, prometiéndole que a cambio será indulgente con el otro. Por tanto, se le propone hacer una elección. Él elige no elegir, esto es: elige la familia.
    Obviamente, lo que Ford y su guionista tenían en mente no era otra cosa que la guerra de Secesión que tendría lugar años más tarde, en la década de los sesenta, bajo la presidencia de Lincoln. En el film que sobre el presidente más legendario de los EE.UU. realizara D. W. Griffith nueve años antes del de Ford, Lincoln, para justificar su marcha a la guerra, no dice otra cosa que “debemos salvar la Unión”. No da más explicaciones. En 1939 Ford, como siempre, siendo más silencioso será más elocuente, y la unión del estado se verá figurada como la de una familia, ese lugar donde no rige la pragmática de condenar a uno para salvar a otro porque se debe amor a ambos: una madre no puede decidir entre sus dos hijos. Para Lincoln, aún no siendo padre de ellos- pero sí sintiéndose muy cercano, como les explica en esa visita de donde saldrá con el almanaque que casualmente le permitirá resolver el caso-, sucede lo mismo, se niega a sacrificar a uno y apuesta empecinadamente por los dos, arriesgándose con ello a la catastrófica ejecución de ambos. Ford utiliza la familia como metáfora del estado, de la posterior negativa a una división que acarreaba el riesgo de una destrucción completa, como se puede ver en el film de Griffith: salvar la unión. No se podía sacrificar uno de los términos de la unión, el único modo en que podía admitirse la destrucción de esta, era peleando por ella: por la unión, no por los estados. La familia puede verse destruida, pero su unidad, el amor y protección mutua entre sus miembros, no habría sido traicionada. EE.UU., la familia, solo pueden seguir adelante con la cabeza alta, si no traicionan aquello que las constituye como tal, que no es sus miembros sino aquellos ideales que estructuran la relación entre ellos. 
    Como es sabido, si hablamos de Abraham Lincoln lo hacemos no exactamente de uno de los padres de la patria, de EE.UU., pero sí del primero que, al menos así reza la mitología (y no de otra cosa voy a hablar yo pues de padres trata el asunto, es decir, de esa figura providencial que el psicoanálisis encontró para que la burguesía occidental pudiese introyectar por una nueva vía en su nueva y flamante sociedad a ese dios que ya había muerto en la lucha contra las fundamentaciones que los anteriores regímenes económicos y sociales empleaban para su mantenimiento), impidió su desunión, su destrucción, en nombre de unos principios determinados, unos en los que supuestamente radicaba la esencia de la unión. Desde entonces, por ello y más aún por haber sido asesinado a raíz de ello, Lincoln es un auténtico padre simbólico del estado norteamericano, una encarnación de sus ideales, por así decirlo, y como tal se le suele invocar en el cine de Hollywood. El nombre de la ley misma, no tanto de su letra, y esto le interesaba mucho a Ford, como de su espíritu, su alma. El espíritu de la ley. No olvidemos que en la película Lincoln siempre acierta por casualidad, es de una torpeza casi absoluta pero esta siempre le lleva al lugar adecuado, como si la propia dramaturgia de la película fuese la que le premiara por la pureza de sus ideales, o su destino estuviese escrito en cada uno de sus actos. Para Ford estaba claro: se trataba de mostrar que incluso de joven, la grandeza de Lincoln ya debía estar presente de algún modo. Esta, Ford y su guionista no la sitúan en su inteligencia, su prudencia… en nada consciente; es más bien como un hálito que hace justas y adecuadas todas sus acciones, aunque la más total inconsciencia las vista.
    Tenga razón Luisa Muraro o no al pedir la reinstauración de un orden simbólico materno, o al pretender a este esencial a la existencia humana, es forzoso reconocer que culturalmente existe un orden simbólico del padre, y que el psicoanálisis y el cine han sido sus dos principales publicistas en un siglo, el pasado, que podemos decir ha sido el suyo, el siglo del padre. Yo quisiera hablar de esto, sin entrar en el psicoanálisis porque es un territorio que me queda grande, pero sí en cine porque, aunque sea más amplio todavía, es el mío. De momento lo haré en tres entregas, cada una sobre un director si no bueno, sí relevante, y que iré publicando aquí mismo en las siguientes semanas en la medida de lo posible.
    Cuando Ford aún mantenía parte del prestigio que poco a poco se le iba negando, realizó Río Grande, el tercero de sus filmes sobre la caballería de los EE.UU. en tiempos de la conquista del Oeste, pero igualmente una película sobre la familia. John Wayne es teniente del ejército, y su hijo, que ha suspendido en West Point, llega como recluta a sus órdenes. El trato entre los dos es estrictamente profesional y se evitan las muestras de familiaridad, pero a pesar de ello Wayne sigue con sigilo y secreto- esa palabra mágica del cine fordiano- la trayectoria del hijo, que es a su vez notablemente influido por el modelo que constituye el padre. Este es un gran teniente, un gran soldado, un gran servidor de su patria, y es no por tratar a su hijo con cariño sino por respetar la integridad de las normas que defiende, y que encarna, que se convierte en un gran padre, porque cuanto más firme a estas se mantiene, más sirve de modelo a su hijo, con más amor le mira este, con más entereza intenta llegar a su altura. No se trata, pues de cómo tratar a un hijo, de un “cómo ser un buen padre”. El amor y cuidado de la madre es necesario, pero con el padre se trata de otra cosa. Aquí tenemos una magnífica visión de lo que un padre es en el cine de Hollywood, por lo menos en el “clásico”: el demiurgo aristotélico. ¿Cómo mueve al mundo el dios de Aristóteles? Debido al amor que su perfección produce en lo imperfecto; su perfección inmóvil es amada por el mundo de lo mudable, y ese amor mueve hacia él. El mundo se mueve por amor a lo inmóvil. El padre ha de ser una figura inmóvil, firme en sus ideales, en sus principios, en su comportamiento; no un Yo, sino un Super-Yo, es decir, no un sujeto sino la norma que lo conforma; el padre ha de ser, ante todo, un ejemplo, un símbolo modelizante. Debe hacer lo que debe hacer en orden a instaurar una ley, un relato en el corazón de sus hijos que forje su subjetividad, los ejes de la dramaturgia con que estos habrán de leerse y actuar en el futuro.
    En el cine americano, esta labor se extiende a la formación de la comunidad misma, de la cual el héroe es padre por extensión: conquista las tierras salvajes y crea en estas una comunidad que se distingue de aquellas tribales propias del territorio. Es por ello que, al final de Fort Apache, el mezquino protagonista, responsable de comenzar una guerra y llevar negligentemente a sus hombres a la muerte, es convertido en una leyenda sostenida y publicitada por aquellos que sufrieron sus abusos y que, en cierto modo, le odiaron en vida. Lo apoyan porque esa leyenda se ha hecho constitutiva de comunidad. Preguntado al respecto por Peter Bogdanovich, Ford contestaba que, cuando la leyenda se convierte en realidad, hay que imprimirla porque es buena para el país. “Hemos tenido a mucha gente que se decía eran grandes héroes, y se sabe perfectamente que no lo fueron. Pero al país le conviene tener héroes que admirar”. Palabras bien reconocibles en el actual cine de superhéroes, por ejemplo. Solo la leyenda puede constituir una comunidad, y esa es la palabra del padre en el cine de Hollywood: la que instaura una leyenda, un relato en el cual todos nos leemos. Pues el padre, como la amada en el amor cortés, es un relato, casi podríamos decir: un lenguaje, por el que a partir de entonces hablamos y nos comunicamos. La diferencia es que el lenguaje de la amada en el amor cortés- que funda la que no en vano se conoce como “pareja infernal”- no funda comunidad, mientras que el del padre sí: esculpe subjetividades, narra los cuentos en que aquellas habrán de leerse. Pero al tiempo ha de notarse que este poder se debe a que el padre forma parte de una cadena que une su voz, su nombre, a una línea de filiación que permite que la leyenda radique en la realidad- por ejemplo, el exterminio de los nativos americanos a manos del mundo burgués que busca extenderse-, la sancione y perpetúe. Y por esto la importancia de las mujeres y muy particularmente las madres en el cine americano: son las valedoras de la filiación, de la continuidad de la especie, de la comunidad, de las tradiciones. Es una madre quien recibe a Ethan en The searchers, tras surgir del umbral de su hogar, y es la hija de esa mujer la que devuelve a otra familia y otro umbral (que no traspasa, pero hablaremos de ello en el tercer capítulo de esta serie). Ethan hace de eslabón que rehace una cadena quebrada, restaura una línea de filiación rota. En Río Grande, Wayne no solo recupera a su hijo sino también a su mujer (que se convierte definitivamente en madre al repetir en la escena final de la película la posición y gestos de las otras madres en la escena inicial de film), de modo que en el final de la película no solo tenemos una misión militar cumplida sino el logro de la reunificación de una familia. Y es una mujer, la primera a la que ama Lincoln, la que anima a este a emprender el camino de las leyes y quien en realidad decide el destino que éste habrá de seguir, como muestra la soberbia escena del palo al lado del río (“tal vez lo empujé un poco hacia tu lado”): es una mujer la que pone en marcha el movimiento de Lincoln hacia su destino legendario. La mujer, aunque sobre todo la madre, es el hogar (en el caso de Lincoln, más rico todavía, ese hogar son sus convicciones, que ella representaba y animaba) y el hogar es lo que buscamos. El padre fordiano se apoya en un firme suelo de convicciones, tradiciones y rituales. Si la leyenda que constituye el miserable Henry Fonda de Fort Apache merece ser mantenida es porque ha afianzado el papel del ejército en la lucha por la conquista y con ello la identidad de una comunidad en riesgo de sentirse superada por el más allá de sus fronteras.
    Pero, ¿qué otra cosa es una comunidad, o un sujeto, sino una narración, un relato sustentado por dos ejes, que Spinoza nombró en el siglo XVI: el miedo y la esperanza? La defensa de la ley del padre, de la necesidad de la determinación del padre simbólico, por parte del cine y del psicoanálisis, se apoya en el miedo a la pérdida de toda auto-identidad, y la esperanza de que esa ley nos unirá a un mundo que esta misma caracteriza como caótico y terrible- nos unirá a él, pues, como sus dueños. Sin embargo, el padre nos obliga a no hacer cuerpo con otros, sino a hacer comunidad, esto es, instaurar una serie de rituales que unan identidades y conviertan la ley en lo común y no lo común en ley. El orden simbólico paterno es un orden divino: cada uno, cada yo, se constituye en relación con dios, y así encuentra justa la organización que éste ha dispuesto para todos, y llega a creerse que es la constitución que él mismo quiere, pues la ley del padre rige la formación de su deseo y su relación con el goce.

    En el capítulo siguiente: Spielberg.

lunes, 9 de enero de 2012

2011: Balances (2)

    Bien, dejad que os explique: se acabó “Rubén dice”. A partir de ahora, cada año haré estos dos “balances”: el de fotos y el de cosas vistas/leídas/escuchadas a lo largo del año. Si bien no descarto reconsiderarlo y realizar ambos no al comienzo de enero sino con motivo de mi cumpleaños, que es cuando, a fin de cuentas, empiezan para mí los años (y para todos, me atrevo a decir: cumplo el 1 de septiembre). De momento, aclarar: no se trata, como se podrá advertir con facilidad, de decir lo mejor del año, sino solo recomendar algunas cosas de las muchas que disfruté mientras duró. No sé por qué incluyo estas y no otras, es puramente como me da en el momento: no están cosas admirables como el Brown album de Primus o El zapato chino de Cristián Sánchez, por poner dos ejemplos (¿dos más?: Heatseekers, de Henri Pachard, Synthesis de Reggie Workman Ensemble). Pero me alegro de que tampoco estén mediocridades como El árbol de la vida o Valor de ley, de modo que por supuesto afirmo que todas mis recomendaciones son buenas y que me hagáis caso. Así pues…

¡Ved!:

Cofralandes (Raúl Ruiz)
Todo lo demás (Woody Allen)
El enigma de otro mundo (Christian Nyby)
Contactos (Paulino Viota)
The only son (Yasujiro Ozu)
They live by night (Nicholas Ray)
La flor del mal (Claude Chabrol)
Scénario du film Passion (Jean-Luc Godard)
Elogio del amor (J.-L. Godard)
La princesa de las ostras (Ernst Lubitsch)
Los materiales (Los Hijos)
Seinfeld (Jerry Seinfeld/Larry David)
Padre nuestro (Francisco Regueiro)
Días de campo (Raúl Ruiz)
El abanico de Lady Windermere (E. Lubitsch)
La mujer pantera (Jacques Tourneur)
Stars in my crown (J. Tourneur)
Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy)
Piel de asno (J. Demy)
Plácido (Luis García Berlanga)
Body double n. 17 (Brice Dellsperger)
¿Qué hiciste en la guerra, papi? (Blake Edwards)
Restless (Gus Van Sant)
El orgullo del tercer mundo (Faemino y Cansado)
Le Havre (Aki Kaurismäki)

¡Escuchad!:

Koenji Hyakkei- Viva Koenji!
Pentagram- Under the spell of the pentagram
Master- Let´s start a war
Paul Williams- Phantom of paradise
Melvins- The maggot
Them Crooked Vultures
The Melvins- Gluey porch treatments
Mauricio Redolés- ¿Quién mató a Gaete?
Grinderman- 2
Gramophone Man- Stolen dreams
Primus- Tales from the punchbowl
Imperfectus Bultus- The repugnant album
Acid Mothers Temple & The Melting Paraiso U.F.O.- Glorify astrological martyrdom
Acid Mothers Temple & The Melting Paraiso U.F.O.- Have you seen the other side of the sky?
Acid Mothers Temple & The Cosmic Inferno- IAO chant from the cosmic inferno
Red Hot Chili Peppers- One hot minute
Red Hot Chili Peppers- Californication

¡Leed!:

Spinoza- Ética (Alianza)
Gilles Deleuze- La imagen-movimiento (Paidós)
Ozzy Osbourne- I am Ozzy (Global Rhythm)
Raúl Ruiz- Poética del cine (Editorial Sudamericana)
Alan Moore / Dave Gibbons- Watchmen (Norma)
G. Deleuze- La imagen-tiempo (Paidós)
Hugo Pratt- Corto Maltés en Siberia (Nueva Frontera)
Miguel Ángel Martín- Bitch (La Cúpula)
M. A. Martín- Surfing on the third wave (Rey Lear)
Jorge Oteiza- Quousque tandem…! (Pamiela)
VV.AA.- Raúl Ruiz (Filmoteca Española/Festival de Cine de Alcalá de Henares)